Read Los muros de Jericó Online
Authors: Jorge Molist
Al no poder escapar, sus mejores posibilidades de supervivencia estaban ahora en no enojar a aquellos individuos. Claro, se dijo, el tipo del
hall
había avisado al otro que ella subía. ¿Habría oído allí el número de su habitación? O lo sabían previamente. La respuesta era clave para saber si continuaría viva por la mañana.
Oyó un ruido como de goma a su espalda y se preguntó qué sería. Uno de los tipos se acercó a las ventanas, y después de correr los cortinajes el otro abrió las luces. A Linda le dolía la cara y se sentía desprotegida y vulnerable. El más joven puso la televisión y empezó a hacer
zapping
hasta encontrar algo que le satisfizo; eran las noticias de la CNN. Dejó el televisor a un volumen alto pero no tan excesivo como para que llamara la atención.
Linda oyó que a sus espaldas el otro abría un armario.
—¿Te cuelgo la chaqueta? —preguntó.
—Sí, gracias.
Con toda tranquilidad y como si estuvieran en su propia habitación colgaron sus chaquetas. Luego tirándole de los cabellos la hicieron incorporar.
—Te has portado mal. Me has engañado dos veces. Y estoy a punto de enfadarme mucho. —Era el joven, que de pie frente a ella y a una distancia de veinte centímetros escasos de su cara le hablaba con su voz ronca y tono amenazante—. Quiero oír tu voz y quiero que me pidas perdón. Te voy a quitar la mordaza. Si chillas lo vas a pasar muy mal y luego te cortaré el cuello. ¿Me entiendes?
Linda afirmó con la cabeza.
—¿Vas a chillar?
Hizo gesto de negación.
—¿Me lo prometes?
Linda afirmó; no creía que aquel tipo bromeara. Sintió un fuerte tirón en los labios y las mejillas cuando el hombre le arrancó la cinta que le cubría la boca. Entonces se dio cuenta de que aquellos individuos se habían puesto unos guantes de goma como los de los cirujanos. No quieren dejar huellas, pensó. No parecía que hicieran aquello por primera vez.
—Bien, bonita, pídeme perdón. Dime: «Perdóname, Danny, no lo haré más.»
—¿Qué queréis de mí? ¿Por qué me hacéis esto?
—Primero pídele perdón —le dijo el otro cogiéndola de una mejilla en un pellizco—. Di: «Perdóname, Danny, no lo haré más.» Y díselo con tono cariñoso.
—Perdóname, Danny, no lo haré más.
—Buena chica. Paul, ¿qué quieres tú de esta monada? Díselo, no seas tímido. Cuéntale ahora lo que queremos.
Linda miró al otro hombre. Se había sentado en un sofá y los contemplaba con una sonrisa de satisfacción. De tez clara, aparentaba tener más de treinta años y era más grueso que el joven.
—Danny y yo somos ejecutivos como tú, tenemos que viajar y estar fuera de casa. Y nos hemos dicho: ¿Dejaremos que una preciosidad como ésa se aburra? ¡Tenerse que meter en la cama a las ¡hez de la noche! ¡Y solita! —El tipo disfrutaba—. Hemos pensado que te apetecería divertirte con nosotros un rato.
—Buena idea —convino Linda tratando de controlar algo de la situación—. Divirtámonos. Pero tener las manos atadas no me divierte nada. ¿Por qué no me soltáis y vamos a tomar unas copas por ahí? Invito yo. Nos divertiremos sin que vosotros os metáis en líos de los que luego os tengáis que arrepentir. ¿Qué os parece?
—¡Qué buena idea! —dijo el grueso con tono burlón—. A mí me apetece. ¿Qué opinas, Danny?
—Sí, es una buena idea, pero hoy he llegado cansado de la oficina y me apetece quedarme en casa con mi mujercita. Y… hacerle el amor como se merece —añadió con una amplia sonrisa dirigiéndose a Linda—. ¿Qué te parece mi programa, cariño? ¿Te apetece hacer el amor conmigo esta noche?
—No en estas circunstancias. —Sospechaba que estaban jugando con ella, pero tenía que intentar reconducir la situación—. Desatadme, salgamos a tomar unas copas y seguro que luego también me apetece a mí.
—Lo siento, cariño —le respondió Danny poniéndole las manos en los pechos—. Mañana tengo que madrugar y será mejor que lo hagamos ahora.
Linda retrocedió un paso, pero él continuó acariciándole los pechos por encima del sujetador. Ella dio otro paso hacia atrás y le advirtió:
—Mira, Danny, lo que pretendes hacer es una violación, y te puedes pudrir en la cárcel por eso. Vamos a tomar una copa fuera, Eres un chico guapo y no necesitas meterte en líos para hacerle el amor a una chica. Luego lo hacemos con mi consentimiento, ¿de acuerdo?
—Mira, bonita —respondió ahora Danny con dureza—, ¿te crees que soy tonto? Claro que vamos a hacerlo con tu consentimiento. Y me demostrarás que eres una amante excelente, porque si no te corto el cuello. ¿Has entendido bien? Ahora te desnudaré, y tu colaborarás en todo si quieres salir viva de aquí. ¿Está claro?
—Sin darle tiempo a responder, el otro se levantó y le puso de nuevo la mordaza.
—No me fío de esta puta —dijo—. Es muy probable que muerda. Será menos divertido pero más seguro.
Danny empezó a desabrochar la blusa blanca que Linda llevaba bajo la chaqueta.
—Ahora me vas a demostrar lo bien que te portas, nenita —Luego, acariciándole la piel pasó las dos manos hacia atrás y le desabrochó el sujetador.
El contacto de la goma de los guantes era desagradable. Linda intentaba pensar. No podía hacer nada, salvo tratar de salvar la vida. El chico empezó a acariciarle los pechos y a morderle los pezones.
—No solamente eres guapa, sino que tienes unas tetas estupendas. ¡Qué ganas tengo de verte lo otro!
El hombre se sentó de nuevo en el sillón, acomodándose como quien va a ver un partido de béisbol. Danny tiró hacia atrás la chaqueta y la blusa sobre las manos que Linda tenía esposadas en la espalda, dejándola desnuda de cintura hacia arriba. Luego la empujó hacia atrás, y tropezando con el borde de la cama ella cayó de espaldas. Él encontró la cremallera lateral y bajándola le quitó la falda y las medias panty. Allí se detuvo y empezó a tocarle el cuerpo mordisqueándole de nuevo los senos. Después por encima de las braguitas le fue palpando el sexo. Linda le dejaba hacer sin oponer resistencia. Su objetivo era sobrevivir. La agarró de los brazos para incorporarla y le hizo dar dos o tres vueltas lentamente mientras la contemplaba a su gusto.
—Esto está pero que muy bien —murmuró satisfecho.
Luego la empujó otra vez a la cama.
Aquel sujeto se quitó la corbata y la camisa dejando al descubierto un ancho pecho de deportista, sin pelo. Linda lo pudo ver ahora con más detenimiento. Era guapo. No pudo evitar el pensamiento de que en otras circunstancias quizá le habría gustado hacer el amor con el muchacho. Él continuaba desnudándose. Los pantalones, los calzoncillos, y descubrió su sexo erguido. Se acercó a ella y quitándole los panties le abrió las piernas con las manos. Ella no opuso resistencia.
La penetró con los dedos diciéndole:
—Vamos, cariñito, debes mojarte un poquito más.
Se separó de ella, dejándola allí, abierta, y se puso un preservativo. Linda se sintió aliviada, preguntándose por qué aquella consideración; pero su temor volvió al pensar que lo que aquel tipo pretendía era evitar rastros genéticos en ella que pudieran servir de prueba. El hombre le apartó el vello y los labios con la mano y la penetró. Linda volvió la cara para evitar tenerla junto a la de él. Desde aquel lado veía al otro tipo, que puesto de pie y fumando un cigarrillo contemplaba interesado la acción. Cerró los ojos para no verlo. A pesar del lubricante del preservativo, el roce era doloroso. La tenía cogida por las nalgas y la sacudía con fuerza, pero por suerte parecía que Danny terminaría pronto. Y así fue; al cabo de pocos minutos aquel individuo terminó.
Linda se quedó inmóvil en aquella postura, con los ojos cerrados. Se sentía más humillada que herida físicamente, pero sobre todo sentía crecer en ella una extraña combinación de odio y miedo.
—Lo has hecho bien, putilla —oyó decir a Danny—. Ahora se lo tienes que hacer igual de bien a mi amigo. Y te aviso que él es más exigente.
Abrió los ojos y vio al otro, que venía hacia ella. Se había quitado la parte inferior de sus vestidos y puesto un preservativo. Conservaba la camisa y la corbata. Sin ningún preámbulo la penetró. Pesaba mucho más que el joven. Estuvo penetrándola unos minutos mientras ella sentía que su asco crecía. Olía a tabaco y alcohol. Luego sin llegar al orgasmo el tipo salió.
—Gírate —le dijo.
Como Linda no se movió, le soltó un bofetón. Pronto Linda se encontró boca abajo, con el hombre penetrándola de nuevo y jugando con sus pechos con las manos.
Pareció cansarse y trató de penetrarla por el ano. El intento fue muy doloroso, y ella quiso sacudirse al hombre de encima. Se encontró con la navaja en el cuello y la voz de Danny, que le decía:
—Quedamos en que serías buena con mi amigo, ¿no? Venga, no lo estropees ahora que se acaba. No querrás que nos enfademos, ¿verdad?
Linda se quedó quieta. Sobrevivir. Debía sobrevivir. El hombre estaba hurgando en su ano con los dedos y lo intentó de nuevo. ¡Qué dolor! El dolor espiritual era quizá mayor que el físico. ¡Qué humillación! Si podía salir de aquello con vida, esos individuos lo pagarían muy caro.
—Con cuidado, no rompas el condón —le decía Danny al otro.
El tipo lo intentaba una y otra vez, y Linda sintió algo en su cuerpo rompiéndose cuando al fin el individuo lo consiguió. El hombre empezó a moverse hacia dentro y hacia fuera. El dolor era terrible. Linda gritaba con todas sus fuerzas pero la mordaza le impedía proferir un sonido. Se estaba clavando las uñas en la palma de las manos. El tipo paró un momento y le introdujo los dedos en la vagina. Apretando con los dedos por un lado y el pene por el otro hacia su interior, repetía el movimiento. Al cabo de un dolor interminable el tipo eyaculó. Linda quedó desmadejada encima de la cama. El dolor continuaba, pero tan suave en comparación a antes que no parecía dolor. El joven la giró, dejándola boca arriba.
—Buena chica. Te has portado bien, cariñito. ¿Sabes lo que me gusta después de hacer el amor? —No esperó respuesta, ya que Linda continuaba amordazada—. Pues fumar un cigarrito y charlar un poco. Ya ves; no soy uno de esos egoístas que luego de quedarse satisfechos se duermen sin hablar un ratito con su chica. ¿Quieres un cigarrito? —preguntó arrancándole de un tirón la mordaza de la boca. Linda negó con la cabeza—. Yo sí. —Y sacando un cigarrillo de la cajetilla se lo puso en la boca y lo encendió.
—Vamos, Danny, me he portado muy bien —dijo Linda suplicante—. Y me habéis hecho mucho daño. Dejadme ya. En la caja fuerte tengo unos cuatrocientos dólares en efectivo y algunas joyas. Llevaos también las tarjetas de crédito. Dejadme aquí atada y luego, al encontraros lejos y a salvo, llamáis al hotel para que me liberen. —Danny la miraba sonriente—. Encima de diversión, dinero. ¿Qué más queréis?
—Buena idea. Dame la combinación de la caja fuerte.
Ella lo hizo, y el otro tipo, que ya se había vestido, abrió la caja y empezó a vaciar su contenido.
—Esto ha estado bien, cariño, pero no hemos hablado aún suficiente. Hablemos. ¿Cuál es el código de acceso de tu ordenador portátil?
Linda se sobresaltó. Aquellos tipos querían más que robarle o sexo. Vio cómo el grueso se dirigía al ordenador, colocado encima de una mesita, y lo conectaba.
—Pero ¿qué queréis? —preguntó muy asustada.
—Contesta, bonita, ¿cuál es el código de acceso a tu PC? ¿Cual el del e-mail?
Quieren datos de la Corporación, se dijo Linda. Danny se libro del preservativo, que colocó en una bolsa junto al papel con el que se había limpiado. Vistió sus calzoncillos y abriendo las piernas de Linda, que colgaban fuera de la cama, se colocó en medio, amenazador. Chupando el cigarrillo y mostrándoselo le dijo:
—Contesta.
Linda le dio los códigos, y el otro empezó a manipular el PC.
—Bueno. Por el momento lo estás haciendo bien. Ahora dime, ¿a quién informas en la secta de los cátaros?
—¿De qué me hablas? —Linda estaba aterrorizada pero intentaba disimularlo—. ¿Quiénes son los cátaros?
Danny le puso de nuevo la cinta adhesiva en la boca y chupando el cigarrillo a fondo apretó suavemente, para evitar que se apagara, la punta encendida sobre el pezón derecho de la chica. Linda sintió cómo su espina dorsal se arqueaba mientras un tremendo dolor se expandía por todo el pecho y luego el cuerpo. Gritó como jamás lo había hecho, pero ningún sonido pudo salir de su boca. Cuando el dolor le permitió pensar, tuvo la absoluta seguridad de que iba a morir aquella noche. Ojalá fuera pronto. La ventana estaba demasiado lejos para sus fuerzas.
Empezó a rezar.
—Padre nuestro, que estás en los cielos…
Jaime avanzó sintiendo en sus pies descalzos el frío contacto de las losas que cubrían el suelo y el roce ligero de la túnica sobre su cuerpo desnudo. Se encontraba en la sala del tapiz con Karen a su derecha y Kevin a su izquierda, y al contrario de la primera vez, en la que había acudido con curiosidad y divertido por el exotismo de la situación, ahora estaba muy tenso.
Su corazón latía aceleradamente y sentía un nudo en el estómago. ¡Quería vivir de nuevo aquella extraña vida! Quería sentirla. Quería comprobar su irreal realidad. La vez anterior estaba desprevenido; fue como una diversión de sábado por la mañana alternativa a salir a navegar. Pero ahora era distinto y deseaba repetir la experiencia a toda costa.
Al otro lado de la vieja mesa de madera y del extraño cáliz Dubois, impresionante con su túnica, pelo y barba blancos, parecía no haberse dado cuenta de su entrada en la habitación. Tenía las manos juntas y oraba en murmullos con los ojos cerrados. Y así, inmóviles y de pie se quedaron esperando a que Dubois hablara, pero éste parecía sumido en su interior y en la oración.
La olorosa combustión de las bujías colmaba el olfato, y Jaime miró hacia la pared del fondo. La sólida roca. La cueva. Un rito del mundo subterráneo, de viejos hechiceros. ¿Brujería?
Sus ojos acudieron al fascinante tapiz, que después de las explicaciones de Karen tenía un sentido nuevo y más misterioso. Abajo» la figura dentro del óvalo rodeado de llamas era el Dios malo, el señor del diablo, la imperfección para los cátaros modernos. Tenía el símbolo alfa sobre su cabeza, porque él era el responsable de la creación física del mundo. Y del cuerpo del hombre. Sostenía a Adán y Eva en una mano y la espada en la otra. La naturaleza sensual, erótica, creadora, pero también cruel y destructiva. En una mano el nacimiento, la creación, y en la otra el castigo y la muerte física. Pero sólo la muerte física, que no espiritual. Por eso Él no era el fin. Él no podía finalizar, no tenía el poder para hacerlo, y su destino era ser derrotado al final de los tiempos.