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Authors: Jack Vance

Tags: #Ciencia ficción

Los ojos del sobremundo (23 page)

BOOK: Los ojos del sobremundo
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De los cincuenta y siete peregrinos que habían desembarcado de la balsa, cuarenta y nueve partieron hacia el templo en la orilla del mar Songano, y el número se vio reducido casi inmediatamente a cuarenta y ocho. Un tal Tolcliarin, al salirse del camino para satisfacer una imperiosa necesidad de la naturaleza, fue picado por un monstruoso escorpión y echó a correr hacia el norte dando grandes saltos, gritando roncamente, hasta que al final desapareció de la vista.

El día transcurrió sin ningún otro incidente. El paisaje era una gran extensión seca y gris, salpicada de pedernal y sin otra vegetación más que hierba de hierro. Al sur había una hilera de bajas colinas, y Cugel creyó percibir una o dos sombras de pie inmóviles en la cresta. Al anochecer la caravana se detuvo; y Cugel, recordando a los bandidos que se decía que habitaban la zona, persuadió a Garstang que apostara dos centinelas: Lippelt y MirchMasen.

Por la mañana habían desaparecido sin dejar ninguna huella, y los peregrinos se mostraron alarmados y sometidos a una fuerte opresión. Se reunieron en un grupo nervioso, mirando en todas direcciones. El desierto se extendía llano e impreciso a la oscura y baja luz del amanecer. Al sur había unas cuantas colinas, con sólo sus erosionadas cimas iluminadas; en todas las demás direcciones el terreno se extendía llano hasta el horizonte.

Finalmente la caravana reanudó su camino, y ahora sólo eran cuarenta y seis. Cugel, como antes, fue puesto a cargo del largo animal de muchas patas, que ahora se dedicó a golpearle con su sonriente rostro los omoplatos.

El día transcurrió sin ningún incidente; los kilómetros ante ellos se transformaron en kilómetros detrás. Primero caminaba Garstang, con un bastón, luego Vitz y Casmyre, seguidos por varios otros. Después venían los animales de carga, cada uno con su silueta particular:

uno bajo y sinuoso, otro alto y bifurcado, casi de conformación humana excepto por su cabeza, que era pequeña y cuadrada como la concha de un cangrejo. Otro, de lomo convexo, parecía saltar sobre sus seis rígidas patas; otro era como un caballo emplumado con plumas blancas. Tras los animales de carga avanzaban los restantes peregrinos, con Bluner caminando de forma característica en la retaguardia, de acuerdo con la exagerada humildad a la que tan propenso era. En el campamento, aquel anochecer, Cugel instaló la cerca expansible, en su tiempo propiedad de Voynod, y rodeó el grupo con una resistente empalizada.

Al día siguiente los peregrinos cruzaron una hilera de bajas montañas, y allá sufrieron un ataque de los bandidos, pero no parecía más que una incursión exploradora, y el único herido fue Haxt, que sufrió una herida en el talón. Pero un asunto más serio tuvo lugar dos horas más tarde. Mientras pasaban por la parte baja de una ladera se desprendió un peñasco y rodó por en medio de la caravana, matando a un animal de carga junto con Andle el Evangelista Funambulesco y Roremaund el Escéptico. Durante la noche también murió Haxt, evidentemente envenenado por el arma que le había herido.

Con rostro graves, los peregrinos se encaminaron al norte, y casi inmediatamente fueron atacados en una emboscada por los bandidos. Afortunadamente los peregrinos estaban alerta, y los bandidos fueron rechazados con una docena de muertos, mientras que los peregrinos perdieron solamente a Cray y Magasthen.

Ahora todo eran gruñidos, y largas miradas se volvieron hacia el este, hacia Erze Damath. Garstang animó los desfallecientes espíritus:

—¡Somos gilfígitas; Gilfig ha hablado! ¡En las orillas del mar Songano encontraremos el templo sagrado! ¡Gilfig es infinitamente sabio y misericordioso; aquellos que caen sirviéndole son transportados instantáneamente al paradisíaco Gamamere! ¡Peregrinos! ¡Hacia el oeste!

Recuperando los ánimos, la caravana se puso de nuevo en movimiento, y el día transcurrió sin más incidentes. Durante la noche, sin embargo, tres de los animales de carga se soltaron de sus ataduras y escaparon, y Garstang se vio obligado a anunciar una reducción de las raciones para todos.

Durante el séptimo día de marcha, Thilfox comió un puñado de bayas venenosas y murió en medio de espasmos, a causa de lo cual su hermano Vitz, el discursor, se volvió loco furioso y corrió siguiendo la hilera de animales de carga, blasfemando contra Gilfig y golpeando con su cuchillo los pellejos de agua, hasta que Cugel pudo finalmente matarlo.

Dos días más tarde el desmoralizado grupo llegó a un manantial. Pese a las advertencias de Garstang, Sayanave y Arlo se echaron sobre él y bebieron a grandes sorbos. Casi inmediatamente se aferraron el vientre, jadearon y se atragantaron, con los labios color arena, y murieron en pocos minutos.

Una semana más tarde quince hombres y cuatro animales llegaron a una elevación desde la cual pudieron contemplar las plácidas aguas del mar Songano. Cugel había sobrevivido, así como Casmyre y Subucule. Ante ellos se abría una marisma, alimentada por un pequeño riachuelo. Cugel probó el agua con el amuleto que le había dado Iucounu, y afirmó que era potable. Todos bebieron hasta saciarse, comieron cañas convertidas en nutritivas por el mismo amuleto pese a que su sustancia seguía siendo insípida, luego durmieron.

Cugel, despertado por una sensación de peligro, saltó en pie, para observar una siniestra agitación entre las cañas. Despertó a sus compañeros, y todos prepararon sus armas; pero fuera lo que fuese lo que había causado el movimiento, se alarmó y se retiró. Era media tarde; los peregrinos caminaron hacia la melancólica orilla para trabar conocimiento con la situación. Miraron al norte y al sur, pero no hallaron rastro del templo. Los temperamentos llamearon; hubo una pelea, que Garstang consiguió aplacar solamente a fuerza de mucha persuasión.

Entonces Balch, que había estado yendo de un lado para otro por la playa, volvió enormemente excitado:

—¡Un poblado!

Todos echaron a correr en ansiosa esperanza, pero el poblado, cuando los peregrinos se acercaron, resultó ser muy poca cosa, un puñado de chozas de cañas habitadas por hombres lagarto que les mostraron los dientes y agitaron amenazadores sus poderosas colas azules. Los peregrinos se alejaron hacia la playa y se sentaron en las dunas, contemplando la plácida resaca del mar Songano.

Garstang, débil y encorvado por las privaciones que había sufrido, fue el primero en hablar. Intentó infundir alegría a su voz.

—¡Hemos llegado, hemos triunfado sobre el terrible Desierto de Plata! Ahora solamente necesitamos localizar el templo y realizar nuestras devociones; ¡luego podremos regresar a Erze Damath y a un futuro de seguras bendiciones!

—Todo esto está muy bien —gruñó Balch—, ¿pero dónde podemos encontrar el templo? ¡A derecha e izquierda no hay más que la misma playa lúgubre!

—¡Debemos depositar nuestra fe en la guía de Gilfig! —declaró Subucule. Rascó la forma de una flecha en un trozo de madera, y la tocó con su cinta sagrada—. ¡Gilfig, oh Gilfig! ¡Guíanos al templo! ¡Para lo cual lanzo muy alto esta varilla señalizadora! —Y arrojó el trozo de madera al aire, muy arriba. Cuando cayó, la flecha apuntó al sur.

—¡Al sur debemos ir! —exclamó Garstang—. ¡Al sur, hacia el templo!

Pero Balch y algunos otros se negaron a moverse.

—¿No veis que estamos mortalmente agotados? ¡En mi opinión Gilfig hubiera debido guiar nuestros pasos al templo, en vez de abandonarnos a la inseguridad!

—¡Gilfig nos ha guiado! —respondió Subucule—. ¿No observas la dirección de la flecha?

Balch lanzó un ladrido de sardónica risa.

—Cualquier palo arrojado a lo alto vuelve a caer, y apuntará al sur con tanta facilidad como al norte.

Subucule retrocedió unos pasos, horrorizado.

—¡Estás blasfemando contra Gilfig!

—En absoluto; no estoy seguro de que Gilfig haya oído tus súplicas, o quizá le diste poco tiempo para reaccionar. Arroja el palo un centenar de veces; si señala al sur en todas las ocasiones, yo seré el primero en apresurarme hacia allá.

—Muy bien —dijo Subucule. Apeló una vez más a Gilfig y lanzó el palo hacia arriba, pero cuando golpeó el suelo la flecha señalaba al norte.

Balch no dijo nada. Subucule parpadeó, luego enrojeció.

—Gilfig no tiene tiempo para juegos. Nos dirigió una vez, y considera que eso es suficiente.

—No estoy convencido —dijo Balch.

—Ni yo.

—Ni yo.

Garstang alzó los brazos en actitud implorante.

—Hemos venido hasta aquí desde muy lejos; hemos penado juntos, nos hemos regocijado juntos, hemos luchado y sufrido juntos…, ¡no permitamos ahora caer en la disidencia!

Balch y los otros se limitaron a alzarse de hombros.

—No vamos a ir ciegamente al sur.

—¿Qué vais a hacer, entonces? ¿Ir al norte? ¿O volver a Erze Damath?

—¿Erze Damath? ¿Sin comida y con sólo cuatro animales de carga? ¡Bah!

—Entonces marchemos todos al sur en busca del templo.

Balch se alzó de nuevo tercamente de hombros, ante lo cual Subucule se puso furioso.

—¡Bien, que así sea! ¡Los que quieran ir al sur a este lado, los que estén del lado de Balch a este otro!

Garstang, Cugel y Casmyre se unieron a Subucule; los otros se quedaron con Balch, un grupo de once, que empezaron a susurrar entre sí, mientras los cuatro peregrinos fieles los observaban con aprensión.

Los once se pusieron en pie.

—Adiós.

—¿Adónde vais a ir? —preguntó Garstang.

—No importa. Buscad vuestro templo si lo consideráis necesario; nosotros nos ocuparemos de nuestros propios asuntos. —Con la más breve de las despedidas, se encaminaron al poblado de los lagartos, donde mataron a los machos, limaron los dientes de las hembras, se vistieron con trajes de caña y se instalaron como señores del poblado.

Garstang, Subucule, Casmyre y Cugel, mientras tanto, emprendieron el camino al sur a lo largo de la orilla. A la caída de la noche acamparon y cenaron moluscos y cangrejos. Por la mañana descubrieron que los cuatro animales de carga que quedaban se habían ido, y que ahora estaban solos.

—Esta es la voluntad de Gilfig —dijo Subucule—. ¡Solamente necesitamos encontrar el templo y morir!

—¡Valor! —murmuró Garstang—. ¡No dejemos entrar a la desesperación!

—¿Qué otra cosa nos queda? ¿Veremos de nuevo alguna vez el valle de Pholgus?

—¿Quién sabe? Primero realicemos nuestras devociones en el templo.

Con lo que siguieron andando, y anduvieron durante todo el resto del día. A la caída de la noche estaban demasiado cansados como para hacer algo más que dejarse caer sobre la arena de la playa.

El mar se extendía ante ellos, llano como el sobre de una mesa, tan tranquilo que el sol poniente arrojaba antes su imagen exacta que un rastro de luz. Moluscos y cangrejos proporcionaron una vez más una magra cena, tras la cual se dispusieron a dormir en la playa.

A primeras horas de la madrugada Cugel fue despertado por el sonido de una música. Se puso en pie sobresaltado y miró hacia el agua, para descubrir que una ciudad fantasmal había brotado a la existencia. Esbeltas torres se alzaban hacia el cielo, iluminadas por resplandecientes motas de luz blanca que derivaban lentamente arriba y abajo, adelante y atrás. Por los paseos se movía la más alegre de las multitudes, llevando atuendos pálidamente luminosos y tocando cuernos de delicado sonido. Una barcaza donde se apilaban sedosos almohadones, movida por una enorme vela de seda color aciano, pasó flotando por su lado. Las lámparas a proa y popa iluminaban una cubierta atestada de gente alegre: algunos cantaban y tocaban laúdes, otros bebían en delicados vasos.

Cugel ansió compartir aquella alegría. Se puso trabajosamente de rodillas y llamó. Los juerguistas dejaron sus instrumentos y le miraron, pero por entonces la barcaza ya había pasado, arrastrado por la gran vela azul. Finalmente la ciudad parpadeó y se desvaneció, dejando solamente en su lugar el negro cielo nocturno.

Cugel se quedó mirando a la noche, sintiendo que la garganta le dolía con un pesar que nunca antes había conocido. Ante su sorpresa, se descubrió de pie al borde del agua. A su lado estaban Subucule, Garstang y Casmyre. Todos se miraban entre sí en la oscuridad, pero no intercambiaron ninguna palabra. Todos regresaron a la playa, donde finalmente volvieron a dormirse en la arena.

Durante todo el siguiente día hubo muy poca conversación, e incluso se evitaron entre sí, como si cada uno de los cuatro deseara estar a solas con sus pensamientos. De tanto en tanto uno u otro miraba medio reluctante hacia el sur, pero nadie parecía dispuesto a plantear el asunto, y ninguno habló de partir.

El día transcurrió mientras los peregrinos permanecían sumidos en un semitorpor. Llegó el atardecer, luego la noche; pero ninguno de los componentes del grupo pensó en dormir.

De madrugada la ciudad fantasma reapareció, y esta noche se estaba celebrando una fiesta. Fuegos artificiales de una maravillosa complejidad florecieron en el aire: encajes, filigranas, estallido de estrellas, rojo y verde y azul y plata. A lo largo de uno de los paseos llegó un desfile, con doncellas fantasma vestidas con ropas iridiscentes, músicos fantasma con voluminosos atuendos rojos y naranja, cabrioleantes arlequines. Durante horas el sonido de la fiesta derivó sobre el agua, y Cugel avanzó hasta hundirse en el agua hasta las rodillas, y allí observó hasta que la fiesta se calmó y la ciudad empezó a desvanecerse. Cuando se volvió, los otros le siguieron a la orilla.

Al día siguiente todos estaban débiles por el hambre y la sed. Con voz ronca, Cugel murmuró que tenían que continuar. Garstang asintió y dijo hoscamente:

—¡Al templo, al templo de Gilfig!

Subucule asintió. Las mejillas de su en tiempos rojizo rostro colgaban blandamente; sus ojos estaban como empañados.

—Sí —zumbó—. Ya hemos descansado; tenemos que continuar.

Casmyre asintió sin el menor entusiasmo.

—¡Al templo!

Pero ninguno emprendió la marcha hacia el sur. Cugel fue de un lado para otro durante un tiempo y finalmente se sentó para esperar la noche. Miró a su derecha y vio un esqueleto humano descansando en una postura no muy distinta a la suya. Se estremeció, se volvió hacia la izquierda, y allí había un segundo esqueleto, éste roto por el tiempo y las estaciones, y más allá otro, éste un simple montón de huesos.

Cugel se puso en pie y corrió tambaleante hacia los otros.

—¡Rápido! —exclamó—. ¡Mientras las fuerzas aún nos sostienen! ¡Al sur! ¡Vamos, antes de que muramos como esos otros cuyos huesos están ahí, un poco más arriba!

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