Los ojos del sobremundo (27 page)

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Authors: Jack Vance

Tags: #Ciencia ficción

BOOK: Los ojos del sobremundo
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Cugel los amenazó con su espada, luego cantó aquel conjuro conocido como el Dentro Fuera y Al Revés, mientras los seres—rata lo contemplaban asombrados. Se produjo un gran sonido desgarrante: un retorcimiento y una convulsiva elevación cuando los pasadizos se invirtieron, arrojando todo lo que contenían al bosque. Los seres—rata corrieron chillando de un lado para otro, y también había otras cosas blancas cuya naturaleza Cugel no pudo distinguir a la luz de las estrellas. Los seres—rata y las criaturas blancas se enzarzaron en una lucha feroz, desgarrándose mutuamente, y el bosque se llenó de gruñidos y crujidos y chillidos y vocecillas gritando desesperadas.

Cugel se alejó suavemente, y aguardó tras unos arándanos a que transcurriera el resto de la noche.

Cuando llegó el amanecer regresó cautelosamente al túmulo, esperando poder apoderarse del compendio y el libro de trabajo de Zaraides. Había un gran revoltijo de cosas y muchos pequeños cadáveres, pero los artículos que buscaba no estaban allí. Lamentándolo, Cugel se alejó de nuevo y tropezó casi con la hija de Fabeln, sentada entre los helechos. Cuando se acercó, ella le chilló. Cugel frunció los labios y agitó desaprobadoramente la cabeza. La condujo a un arroyo cercano e intentó lavarla, pero a la primera oportunidad ella se desprendió y corrió a ocultarse bajo una roca.

VII
La mansión de Iucounu

El conjuro del Dentro Fuera y Al Revés era de un origen tan remoto que había sido olvidado. Un mago desconocido del vigesimoprimer eón había construido una versión arcaica; el semilegendario Basil Blackweb había pulido sus contornos, un proceso continuado por Veronifer el Blando, que había añadido una resonancia de refuerzo. Archemand de Glaere había anotado catorce de sus pervulsiones: Phandaal lo había listado en la «A», o categoría «Perfeccionados», de su monumental catálogo.

De esta forma había alcanzado los libros de Zaraides el Sabio, donde Cugel, emparedado dentro de un túmulo, lo había hallado y lo había pronunciado.

Ahora, buscando una vez más entre los diseminados restos provocados por el conjuro, Cugel encontró artículos de la más variada descripción: ropas nuevas y viejas; chaquetas, camisas y capas; antiguos tabardos; pantalones a la nueva moda de Kauchique, o con dobladillo, o adornados con borlas al estilo de la antigua Romarth, o abigarrados y multicolores a la extravagante moda de Andromach. Había botas y sandalias y sombreros de todos tipos; plumas, panaches, emblemas y crestas; viejas herramientas y armas rotas; brazaletes y bisutería; mohosas filigranas, encostrados camafeos; piedras preciosas que Cugel no pudo resistir la tentación de recoger y que quizá le retrasaron de hallar lo que buscaba: los libros de Zaraides, que habían sido esparcidos con todo lo demás.

Cugel buscó durante largo rato. Encontró cuencos de plata, cucharas de marfil, jarras de porcelana, huesos roídos y brillantes dientes de muchos tipos, esos últimos brillando como perlas entre las hojas…, pero por ninguna parte los volúmenes que podían haberle ayudado a vencer a Iucounu el Mago Reidor. Incluso ahora, la coercedora criatura de Iucounu, Firx, se aferraba con todos sus miembros al hígado de Cugel. Finalmente, Cugel dijo en voz alta :

—¡Simplemente estoy buscando la ruta más directa a Azenomei; pronto podrás reunirte con tu camarada en el tanque de Iucounu! Mientras tanto, tómatelo con calma; ¿realmente estás tan impaciente?

Ante eso, Firx aflojó de mala gana su presión. Cugel caminó desconsoladamente de un lado para otro, buscando entre las ramas y debajo de las raíces, mirando por todos los rincones, pateando entre los helechos y las placas de musgo. De pronto, al pie de un tocón, vio lo que buscaba: un cierto número de volúmenes, cuidadosamente apilados. En el tocón estaba sentado Zaraides.

Cugel avanzó hacia él, la boca decepcionadamente fruncida. Zaraides lo observó con una actitud serena.

—Pareces buscar algo que no encuentras. Espero que la pérdida no sea muy seria.

Cugel agitó secamente la cabeza.

—Algunas tonterías que se han perdido. Dejemos que se cubran de moho entre las hojas.

—¡En absoluto! —declaró Zaraides—. Descríbeme lo que has perdido; enviaré una oscilación de búsqueda. ¡Tendrás tus propiedades en un momento!

Cugel se lo pensó.

—No querría imponerte algo tan trivial como esto. Ocupémonos de otros asuntos. —Señaló la pila de libros, sobre la que ahora Zaraides había puesto un pie—. Afortunadamente, veo que has asegurado tu propiedad.

Zaraides asintió con plácida satisfacción.

—Todo está bien ahora; solamente estoy preocupado por ese desequilibrio que distorsiona nuestra relación. —Alzó una mano cuando vio que Cugel retrocedía unos pasos—. No hay motivo de alarma; de hecho, al contrario. Tus acciones evitaron mi muerte; la Ley de la Equivalencia se ha visto alterada, y debo buscar una reciprocidad. —Se peinó la barba con los dedos—. Desgraciadamente, el pago tiene que ser principalmente simbólico.

Podría muy bien cumplir con la totalidad de tus deseos y no alcanzar la escala contra el peso del servicio que has realizado para mí, aunque fuera inconscientemente.

Cugel se sintió algo más alegre, pero entonces Firx, de nuevo impaciente, hizo otra demostración. Cugel se aferró el estómago y gritó:

—Antes que nada, me harías un inmenso servicio extrayendo la criatura que lacera mis entrañas, un tal Firx.

Zaraides enarcó las cejas.

—¿Qué clase de criatura es?

—Un objeto detestable procedente de una lejana estrella. Se parece a un arbusto espinoso, una maraña de púas, garfios y garras blancos.

—No es un asunto difícil —dijo Zaraides—. Esas criaturas son susceptibles a métodos más bien primitivos de extirpación. Ven; mi morada no está muy lejos.

Zaraides se levantó del tocón, reunió sus libros y los lanzó al aire; flotaron muy altos por encima de la copa de los árboles y se perdieron de vista. Cugel los observó tristemente.

—¿Te maravillas? —inquirió Zaraides—. No es nada: el más sencillo de los procedimientos y una forma de frustrar el celo de ladrones y salteadores. Vamos; debemos extirpar a esta criatura que te causa tantas molestias.

Abrió camino por entre los árboles. Cugel le siguió, pero ahora Firx, dándose cuenta demasiado tarde de que las cosas no estaban yendo bien para él, hizo una furiosa protesta. Cugel, doblándose dolorosamente, caminando de lado, se esforzó por seguir el paso de Zaraides, que avanzaba sin ni siquiera echar una mirada hacia atrás.

Zaraides tenía su morada en las ramas de un enorme daobado. Unas escaleras ascendían hasta una gran rama colgante que conducía hasta un rustico porche. Cugel se arrastró casi por la escalera, a lo largo de la rama, y entró en una gran habitación cuadrada. Los muebles eran a la vez sencillos y lujosos. Las ventanas miraban en todas direcciones del bosque; una gruesa alfombra a cuadros negros, marrones y amarillos cubría el suelo.

Zaraides condujo a Cugel hasta su sala de trabajo.

—Nos encargaremos inmediatamente de esta molestia.

Cugel entró tambaleándose tras él y, a un gesto suyo, se subió a un pedestal de vidrio. Zaraides trajo una pantalla compuesta por tiras de zinc y la colocó a espaldas de Cugel.

—Esto es para informar a Firx que hay un mago competente a mano: las criaturas de su tipo son altamente reacias al zinc. Ahora prepararemos una poción simple: azufre, acuastel, tintura de zyche; algunas hierbas: burnada, hilp, cassás, aunque esta última quizá no sea esencial. Bebe, por favor… ¡Firx, sal fuera! ¡Aquí, plaga extraterrestre! ¡Fuera! ¡O espolvorearé todo el interior de Cugel con azufre y lo atravesaré con varillas de zinc! ¡Sal de su cuerpo! ¿Qué? ¿Debo ahogarte con acuastel? ¡Sal, regresa a Achernar de la mejor manera que puedas!

Ante aquello Firx soltó irritadamente su presa y brotó por el pecho de Cugel: un amasijo de nervios y zarcillos blancos, cada uno con su garra o púa o garfio. Zaraides capturó a la criatura en una vasija de zinc y la cubrió con una tela también de zinc.

Cugel, que había perdido el conocimiento, despertó para encontrar a Zaraides serenamente afable, aguardando a que se recuperara.

—Eres un hombre afortunado —dijo Zaraides—. El tratamiento fue justo a tiempo. Una de las tendencias de esos maléficos íncubos es extender sus tentáculos por todas partes a través del cuerpo, hasta que sus uñas alcanzan el cerebro; entonces tú y Firx os convertiríais en una sola cosa. Dime, ¿cómo te infectaste con la criatura?

Cugel hizo una pequeña mueca de desagrado.

—Fue a manos de Iucounu el Mago Reidor. ¿Le conoces? —Porque Zaraides había dejado que sus cejas se alzaran considerablemente.

—Sobre todo por su reputación para el humor y lo grotesco —respondió el sabio. —¡No es ni más ni menos que un bufón! —exclamó Cugel—. Por un pretendido desliz por mi parte me envió al norte del mundo, donde el sol rueda bajo y no arroja más calor que una lámpara. Iucounu se ha divertido, ¡pero ahora yo voy a divertirme también! Me has anunciado tu efusiva gratitud, de modo que, antes de plantear el cuerpo principal de mis deseos, nos vengaremos adecuadamente de Iucounu. Zaraides asintió, pensativo, e hizo correr los dedos por su barba.

—Permíteme que te aconseje. Iucounu es un hombre vano y sensible. Su punto más vulnerable es su autoestima. ¡Vuélvele la espalda, instálate en otro sitio! Este acto de orgulloso desdén le golpeará más dolorosamente que cualquier otra cosa que idees contra él.

Cugel frunció el ceño.

—La venganza parece excesivamente abstracta. Si eres lo suficientemente bueno como para llamar a un demonio, le daré instrucciones referentes a Iucounu. Así el asunto quedará terminado, y podremos pasar a hablar de otras cosas.

Zaraides agitó la cabeza.

—No es todo tan simple. Iucounu, tortuoso como es, no se dejará tomar desprevenido. Al momento sabrá quién ha instigado el ataque, y las relaciones de distante cordialidad que hemos mantenido terminarán.

—¡Bah! —se burló Cugel—. ¿Acaso Zaraides el Sabio teme identificarse con la causa de la justicia? ¿Acaso se asusta y se echa un lado ante alguien tan tímido y vacilante como Iucounu?

—En una palabra… sí —dijo Zaraides—. En cualquier instante el sol puede volverse oscuro; no quiero pasar esas últimas horas intercambiando ataques con Iucounu, cuyo humor es mucho más elaborado que el mío. Así que ahora escucha. Dentro de un minuto debo ocuparme de algunos deberes importantes. Como señal final de gratitud te transferiré a cualquier lugar que elijas. ¿Cuál es ese lugar?

—¡Si esto es lo mejor que puedes hacer por mí, trasládame a Azenomei, a la unión del Xzan y el Scaum!

—Como desees. Ten la bondad de subir sobre este estrado. Extiende las manos así… Inspira profundamente, y durante el trayecto no inhales ni exhales… ¿Estás preparado?

Cugel asintió. Zaraides retrocedió y apeló a un conjuro. Cugel fue lanzado hacia arriba y lejos. Un instante más tarde el suelo entraba en contacto con sus pies, y se hallaba caminando en pleno centro de Azenomei. Inspiró profundamente.

—¡Tras todas las pruebas, todas las vicisitudes, estoy de nuevo en Azenomei! —Y, agitando maravillado la cabeza, miró a su alrededor. Las antiguas estructuras, las terrazas dominando el río, el mercado; todo era como antes. No muy lejos estaba el puesto de Fianosther. Se volvió de espaldas para no ser reconocido y se alejó rápidamente.

—¿Y ahora qué? —rumió—. Primero nuevas ropas, luego la comodidad de una posada donde pueda sopesar todos los aspectos de mi actual condición. Cuando uno desea reírse con Iucounu, debe embarcarse en el proyecto con todas las precauciones.

Dos horas más tarde, bañado, con el pelo cortado, fresco y llevando nuevas ropas negras, azules y rojas, Cugel estaba sentado en la sala común de la Posada del Río con una bandeja de salchichas picantes y una botella de vino verde.

—Este asunto de arreglar cuentas plantea problemas de extrema delicadeza —murmuró—. ¡Debo actuar con cuidado!

Se sirvió vino de la botella y comió varias de las salchichas. Luego abrió su bolsa y extrajo un pequeño objeto envuelto cuidadosamente en suaves telas: la lentilla violeta que Iucounu deseaba para que formara pareja con la que ya poseía. Alzó la lentilla a su ojo, pero se detuvo en seco; le mostraría los alrededores en una ilusión tan favorable que quizá nunca más quisiera quitársela. Y entonces, mientras contemplaba su suave superficie, penetró en su mente un plan tan ingenioso, tan teóricamente efectivo y con tan pocos riesgos, que instantáneamente abandonó la búsqueda de uno mejor.

En esencia, el esquema era simple. Se presentaría a Iucounu y le tendería la lentilla, o por decirlo mejor, una lentilla de apariencia similar. Iucounu la compararía con la que ya poseía, a fin de comprobar la eficacia de la pareja, e inevitablemente miraría a través de las dos. La discordancia entre lo real y lo falso sería como un mazazo en su cerebro y lo dejarla indefenso, en cuyo momento Cugel podría tomar las medidas que le parecieran provechosas.

¿Dónde estaba el fallo en el plan? Cugel no podía ver ninguno. Si Iucounu descubría la sustitución, Cugel tenía simplemente que murmurar una disculpa y sacar la lentilla auténtica, disipando así todas las sospechas de Iucounu. En conjunto, las posibilidades de éxito parecían excelente.

Cugel terminó tranquilamente sus salchichas, ordenó una segunda botella de vino, y observó placenteramente la vista al otro lado del Xzan. No necesitaba apresurarse; de hecho, tratando con Iucounu, la impulsividad era un serio error, como ya había aprendido muy bien.

Al día siguiente, todavía sin hallar ningún fallo en su plan, visitó a un soplador de vidrio cuyo taller estaba situado a orillas del Scaum, a un kilómetro al este de Azenomei, junto a un pequeño bosquecillo de agitantes bilibobs amarillos. El soplador de vidrio examinó la lentilla.

—¿Un duplicado exacto, de la misma forma y color?

No es tarea fácil, con un violeta tan puro e intenso. Este color es el más difícil de trabajar en cristal; no hay tinte específico; tiene que hacerse a base de tanteo y suerte. De todos modos…, prepararé una fusión. Veremos, veremos.

Tras varios intentos produjo un cristal del color requerido, con el cual modeló una lentilla superficialmente indistinguible de la lentilla mágica.

—¡Excelente! —declaró Cugel—. Y ahora, ¿cuál es tu precio?

—Calculo que una lentilla de cristal violeta vale cien terces —respondió el soplador de vidrio con aire casual.

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