Los ojos del sobremundo (29 page)

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Authors: Jack Vance

Tags: #Ciencia ficción

BOOK: Los ojos del sobremundo
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—Por fin, Iucounu, las cosas empiezan a ponerse como deberían. ¿Recuerdas las indignidades con que me abrumaste? ¡Qué groseras fueron! Juré que lo pagarías. Y ahora voy a cumplir el juramento. ¿Me explico lo bastante? —La expresión del distorsionado rostro de Iucounu fue una adecuada respuesta. Cugel se sentó con un vaso del mejor vino amarillo de Iucounu en la mano—. Pienso resolver el asunto de esta manera: Calcularé la suma de todas las penalidades que he sufrido, incluidas cualidades tan inconmensurables como resfriados, corrientes de aire, insultos, punzadas de aprensión, inseguridades, desesperaciones, horrores y disgustos y otras miserias indescriptibles, muchas de las cuales fueron administradas por el innombrable Firx. De este total restaré mi indiscreción original, y posiblemente una o dos mejoras posteriores, dejando un imponente balance a mi favor. Afortunadamente, eres Iucounu el Mago Reidor: seguro que sabrás extraerle una diversión muy impersonal a la situación. Cugel dirigió una mirada interrogativa a Iucounu, pero la que recibió de vuelta lo fue todo menos divertida.

—Una cuestión final —dijo Cugel—. ¿Has dispuesto alguna trampa o engaño por la cual yo pueda resultar destruido o inmovilizado? Un parpadeo significará «no»; dos, «si».

Iucounu se limitó a mirarle despectivamente desde el tubo.

Cugel suspiró.

—Veo que voy a tener que actuar con cuidado. Llevándose el vino al gran salón, empezó a familiarizarse con la colección de instrumentos mágicos, artefactos, talismanes y curiosidades: ahora, a todos los efectos, propiedad suya. La mirada de Iucounu lo siguió por todas partes, con una ansiosa esperanza que no era en absoluto tranquilizadora. Los días transcurrieron y la trampa de Iucounu, si existía, siguió sin revelarse, y Cugel llegó a creer finalmente que no existía ninguna. Durante todo este tiempo se dedicó a los libros y grimorios de Iucounu, pero con resultados decepcionantes. Algunos de los libros estaban escritos en lenguas arcaicas, caligrafía indescifrable o terminología arcana; otros describían fenómenos más allá de su comprensión; otros exudaban un aroma de peligro tan intenso que Cugel cerró instantáneamente sus tapas. Halló uno o dos de los libros de trabajo susceptibles de ser comprendidos por él. Los estudió con gran diligencia, grabando sílaba tras sílaba en su mente, y notando como se agitaban de un lado para otro y presionaban y distendían sus sienes. Finalmente fue capaz de abarcar unos pocos de los conjuros más simples y primitivos, algunos de los cuales probó sobre Iucounu: notablemente el del Deprimente Prurito de Lugwiler. Pero en general Cugel se sintió decepcionado por lo que parecía una falta innata de competencia. Los magos más hábiles podían abarcar tres o incluso cuatro de los conjuros más potentes; para Cugel, conseguir incluso un conjuro sencillo era una tarea de extraordinaria dificultad. Un día, mientras aplicaba una transposición espacial a un almohadón de satén, invirtió algunas de las pervulsiones y fue él mismo quien se vio lanzado de espaldas de un lado a otro del vestíbulo. Irritado por la sonrisa burlona de Iucounu, Cugel llevó el tubo a la parte delantera de la casa y le colocó un par de abrazaderas de las que colgó lámparas, que a partir de entonces iluminaron la zona delantera del edificio durante las horas nocturnas.

Pasó un mes, y Cugel empezó a sentirse algo más confiado acerca de su ocupación de la casa. Los campesinos de un poblado vecino le traían provisiones, y a cambio Cugel realizaba para ellos los pequeños servicios de que era capaz. En una ocasión el padre de Jince, la doncella que venía a limpiarle el dormitorio, perdió un valioso brazalete en una profunda cisterna, e imploró a Cugel que se lo devolviera. Cugel aceptó de buen grado, y bajó el tubo que contenía a Iucounu a la cisterna. Iucounu indicó finalmente la localización del brazalete, que fue entonces recuperado con un garfio.

El episodio hizo que Cugel imaginara otros usos para Iucounu. En la feria de Azenomei se había preparado un «Concurso de fenómenos». Cugel inscribió a Iucounu, y aunque no llegó a ganar el primer premio, sus muecas fueron inolvidables y atrajeron muchos comentarios.

En la feria Cugel encontró a Fianosther, el vendedor de talismanes y utensilios mágicos que había sido el causante original de que Cugel acudiera a la mansión de Iucounu. Fianosther miró con divertida sorpresa de Cugel al tubo que contenía a Iucounu, que Cugel llevaba de vuelta a casa en una carreta.

—¡Cugel! ¡Cugel el Astuto! —exclamó Fianosther—. Entonces, los rumores son ciertos! ¡Eres ahora el señor de la mansión de Iucounu y de su gran colección de instrumentos y curiosidades!

Al primer momento Cugel fingió no reconocer a Fianosther, luego habló con la más fría de las voces.

—Completamente cierto —dijo—. Iucounu ha decidido participar menos activamente en los asuntos del mundo, como puedes ver. De todos modos, la casa es una madriguera de trampas mortales; algunas bestias hambrientas rondan el lugar por la noche, y he establecido un conjuro de intensa violencia para guardar cada una de las entradas.

Fianosther pareció no observar los distantes modales de Cugel. Frotándose las gordezuelas manos, inquirió:

—Puesto que ahora controlas una enorme colección de curiosidades, ¿no venderías algunos de los artículos menos escogidos?

—Nunca he tenido necesidad ni deseo de hacerlo —dijo Cugel—. Los cofres de Iucounu contienen oro suficiente como para que dure hasta que el sol se vuelva oscuro. —Y ambos hombres, según la costumbre de los tiempos, alzaron la vista para calibrar el color de la moribunda estrella.

Fianosther hizo un gesto despreocupado.

—En este caso, te deseo un buen día, y a ti también.

—Lo último iba dirigido a Iucounu, que se limitó a devolverle una hosca mirada.

Cugel regresó a la casa y devolvió a Iucounu al vestíbulo; luego subió al tejado y se reclinó en el parapeto y contempló la extensión de colinas que se prolongaban ondulando hasta el horizonte como las olas de un mar. Por centésima vez se interrogó sobre la peculiar falta de previsión de Iucounu; un error en el que él, Cugel, no debía caer de ninguna de las maneras. Y miró a su alrededor con un ojo puesto en la defensa.

Encima suyo se alzaban las torres de espiralado cristal verde; debajo se inclinaban los pronunciados aleros y gabletes que Iucounu había considerado estéticamente correctos. Solamente la fachada de la antigua fortaleza ofrecía un método fácil de acceso a la casa. Cugel dispuso a lo largo de los inclinados remates exteriores hojas de esteatita, de tal modo que cualquiera que trepara los parapetos debería pisarlas y resbalar hasta su fatal destino. Si Iucounu hubiera tomado similares precauciones —reflexionó Cugel— en vez de disponer aquel supersutil laberinto de cristal, ahora no estaría contemplándole desde el alto tubo de cristal.

Había que perfeccionar también otras defensas: para ellas podían utilizarse los recursos derivados de las propias estanterías de Iucounu.

Regresó al gran salón y comió lo que le habían preparado Jince y Skivvee, sus dos criadas para todo, y luego se dedicó inmediatamente a sus estudios. Aquella noche estaban relacionados con el Conjuro del Enquistamiento Remoto, un medio de represalia quizá más favorecido en eones pasados que en el presente, y en la Transferencia a Larga Distancia, mediante la cual Iucounu lo había transportado a los páramos del norte. Ambos conjuros eran muy poderosos; ambos requerían un control osado y absolutamente preciso, que al principio Cugel temió no ser capaz de proporcionar nunca. Sin embargo insistió, y finalmente se creyó capaz de aplicar o el uno o el otro, según sus necesidades.

Dos días más tarde ocurrió lo que Cugel había esperado: una llamada a la puerta delantera, que, cuando Cugel abrió la hoja, reveló la no grata presencia de Fianosther.

—Buenos días —dijo Cugel hoscamente—. Estoy indispuesto, y debo pedirte que te marches inmediatamente.

Fianosther hizo un blando gesto.

—Me llegaron noticias de tu inoportuna enfermedad, y tal fue mi preocupación que me apresuré a venir a verte con un opiato. Permíteme que pase —y diciendo esto empujó con su corpulenta figura y se abrió camino—, y decantaré la dosis exacta.

—Sufro una dolencia espiritual —dijo significativamente Cugel— que se manifiesta con estallidos de furiosa ira. Te suplico que te marches, para evitar que, en un incontrolable acceso, pueda hacerte pedazos con mi espada o, peor aún, invocar la magia.

Fianosther se detuvo inseguro, pero tras un momento prosiguió con una voz firmemente optimista:

—Creo que también traigo una poción contra esos desórdenes. —Extrajo un frasco negro—. Toma un simple sorbo, y tus ansiedades habrán desaparecido.

Cugel sujetó el pomo de su espada.

—Me parece que voy a tener que hablar sin ambigüedades. Te ordeno: ¡márchate, y no vuelvas nunca! Sé tus propósitos y te advierto que hallarás en mí a un enemigo menos indulgente de lo que era Iucounu. ¡Así que ahora lárgate! O infligiré sobre tu persona el Conjuro del Dedo del Pie Macroide, por el cual el dedo designado crece hasta adquirir las proporciones de una casa.

—Que así sea, pues —exclamó furioso Fianosther—. ¡Echemos a un lado las máscaras! Cugel el Astuto se ha revelado como un ingrato. Pregúntate a ti mismo: ¿quién te animó al pillaje de la casa de Iucounu? ¡Fui yo, y según todos los estándares de honesta conducta debería merecer una parte de las riquezas de Iucounu!

Cugel extrajo su espada.

—Ya he oído suficiente: ahora actuaré.

—¡Espera! —Y Fianosther alzó por encima de su cabeza el negro frasco—. Necesito tan sólo arrojar al suelo esta botella para liberar una terrible purulencia, a la que yo soy inmune. ¡Retrocede!

Pero Cugel, enfurecido, saltó hacia delante, atravesando con su espada el alzado brazo. Fianosther lanzó un grito de miedo y dolor y lanzó la negra botella al aire. Cugel saltó para atraparla con gran destreza; pero mientras tanto Fianosther saltó también y le golpeó, y Cugel trastabilló hacia atrás y colisionó con el tubo de cristal que contenía a Iucounu. Cayó al suelo y se hizo añicos; Iucounu reptó penosamente, alejándose de los fragmentos.

—¡Ja, ja! —rió Fianosther—. ¡Ahora las cosas se mueven en otra dirección!

—¡En absoluto! —exclamó Cugel, extrayendo un tubo de concentrado azul que había encontrado entre los instrumentos de Iucounu.

Iucounu forcejeaba con uno de los trozos de cristal para cortar la sustancia que sellaba sus labios. Cugel proyectó una vaharada de concentrado azul, e Iucounu lanzó un gemido de rabia entre semisellados labios.

—¡Deja caer el cristal! —ordenó Cugel—. Vuélvete de cara a la pared. —Amenazó a Fianosther—. ¡Tú también!

Ató con gran cuidado los brazos de sus enemigos, luego se dirigió hacia el gran salón y tomó el libro de trabajo que había estado estudiando.

—Y hora… ¡los dos fuera! —ordenó—. ¡Rápido! ¡Las cosas van a dirigirse ahora a su definitiva conclusión!

Obligó a los dos a caminar hasta una zona plana detrás de la casa, y los hizo detenerse algo apartados el uno del otro.

—Fianosther, tienes bien merecido tu destino. ¡Por tus engaños, avaricia y odiosas acciones, lanzo sobre ti el Conjuro del Enquistamiento Remoto!

Fianosther gimió lastimosamente y se dejó caer de rodillas. Cugel no le prestó atención. Consultó el libro y pronunció el conjuro; luego, señalando y nombrando a Fianosther, pronunció las temibles sílabas.

Pero Fianosther, en vez de hundirse en el suelo, permaneció de rodillas como antes. Cugel consultó apresuradamente el libro y vio que por error había invertido un par de pervulsiones, invirtiendo así la cualidad del conjuro. De hecho, mientras se daba cuenta del error, por todos lados se producían pequeños sonidos, y víctimas anteriores a lo largo de los eones estaban brotando ahora de una profundidad de setenta kilómetros. Allí quedaban, tendidas en la superficie, parpadeando con velados ojos de sorpresa; unos pocos estaban rígidos, demasiado alucinados para reaccionar. Sus ropas se habían convertido en polvo, aunque los enquistados más recientes se cubrían todavía con algunos harapos. A los pocos momentos todos menos los más rígidos o desconcertados iniciaban tentativos movimientos, aspirando con ansia el aire, intentando aferrar el cielo, maravillándose ante el sol.

Cugel lanzó una seca risa.

—Parece que lo he pronunciado incorrectamente. Pero no importa. No será así la segunda vez. Iucounu, tu pena debe ser equivalente a tu ofensa: ¡ni más, ni menos!

Me enviaste lo quisiera o no a los páramos del norte, a una tierra donde el sol permanece siempre muy decantado hacia el sur. Haré lo mismo contigo. Me infligiste con Firx; yo te infligiré con Fianosther. Juntos podréis recorrer las tundras, penetrar en el Gran Erm, cruzar las montañas de Magnatz. No supliquéis; no pongáis excusas: en este caso soy inflexible. ¡No os mováis a menos que querráis que os inflija adicionalmente una nueva descarga de concentrado azul!

Cugel se aplicó entonces a la Transferencia a Larga Distancia, y estableció cuidadosamente los sonidos activadores dentro de su mente.

—¡Preparaos —exclamó—, y adiós!

Pronunció con voz potente el conjuro, dudando solamente ante una pervulsión, que se trabó por unos momentos en su lengua. Pero todo fue bien. Desde lo alto llegó un golpe y un grito gutural, y un maldicente demonio se detuvo en mitad de su vuelo.

—¡Aparece, aparece! —gritó Cugel—. ¡El destino es el mismo de antes: las orillas del mar septentrional, donde la carga debe ser depositada viva y sana! ¡Aparece! ¡Toma a las personas designadas y transpórtalas de acuerdo con lo ordenado!

Un gran aleteo azotó el aire; una negra sombra con un horrible rostro miró hacia abajo. Bajó una garra; Cugel fue alzado y transportado al norte, traicionado una segunda vez por una pervulsión invertida.

Durante todo un día y una noche voló el demonio, gruñendo y gimiendo, con Cugel suspendido de sus garras. En algún momento después del amanecer Cugel fue arrojado sobre una playa, y el demonio se alejó a toda velocidad por el cielo.

Hubo silencio. A derecha e izquierda se extendía la playa gris. Detrás se alzaba el terreno continental, con unos pocos matorrales de hierba de la sal y arbustos espinosos. A unos pocos metros playa arriba estaba todavía la caja en la que, en una ocasión anterior, Cugel había sido depositado en aquel mismo lugar. Con la cabeza baja y los brazos aferrando sus rodillas, Cugel permaneció sentado, contemplando la infinitud del océano.

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