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Authors: Jack Vance

Tags: #Ciencia ficción

Los ojos del sobremundo (11 page)

BOOK: Los ojos del sobremundo
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—Este lenguaje es vulgar —dijo Cugel—. El busiaco y yo hicimos un trato, es decir, un acuerdo sagrado, que debe ser cumplido.

—¡Mata a este bruto! —exclamó Derwe Coreme—. ¡Emplea tu espada! ¡El lindero del bosque no puede estar muy lejos!

—Un camino incorrecto puede conducirme al corazón del Gran Erm —argumentó Cugel. Alzó un brazo en señal de despedida—. ¡Mejor tener que soportar a este hirsuto rufián que arriesgarse a morir en las montañas de Magnatz!

El busiaco sonrió satisfecho, y dio a la cuerda un tirón apropiado. Cugel se apresuró a cruzar el claro, perseguido por las imprecaciones de Derwe Coreme, que campanillearon en sus oídos hasta que fueron silenciadas por algún medio que Cugel no observó. El busiaco exclamó:

—Por casualidad te estás acercando al sendero correcto. Síguelo, y al cabo de poco llegarás a un lugar habitado.

Cugel devolvió un último saludo y siguió adelante. Derwe Coreme lanzó un chillido de histérica hilaridad:

—¡Y se llama Cugel el Astuto! ¡Qué broma más extravagante!

Cugel siguió rápidamente por el sendero, algo turbado.

—Esa mujer es una monomaníaca —se dijo a sí mismo—. Le faltan claridad y percepción. ¿Cómo podía hacer otra cosa, para su bienestar y el mío? Soy la racionalidad personificada; ¡es impensable insistir en lo contrario!

Apenas a un centenar de pasos del claro el sendero salía del bosque. Cugel se detuvo en seco. ¿Sólo un centenar de pasos? Frunció los labios. Por alguna curiosa coincidencia, otros tres senderos abandonaban del mismo modo el bosque en las inmediaciones, todos convergiendo cerca del suyo.

—Interesante —dijo Cugel—. Es casi tentador volver junto al busiaco y pedir algún tipo de explicación…

Acarició pensativamente la espada con la yema de los dedos, e incluso dio uno o dos pasos de vuelta hacia el bosque. Pero el sol estaba desapareciendo ya tras el horizonte y las sombras llenaban los huecos entre los retorcidos troncos. Mientras Cugel dudaba, Firx se agitó inquieto y clavó algunas de sus uñas y garfios en el hígado de Cugel, y Cugel abandonó el proyecto de regresar al bosque.

El sendero cruzaba una región abierta, con montañas recortadas contra el cielo meridional. Cugel echó a andar a buen paso, consciente de las profundas sombras del bosque a sus espaldas, y no completamente tranquilo consigo mismo. De tanto en tanto, asaltado por algún pensamiento particularmente inquietante, se golpeaba secamente los muslos. ¡Pero qué tontería! ¡Obviamente había manejado el asunto de la mejor manera! El busiaco era torpe y estúpido; ¿cómo podía haber soñado siquiera en engañar a Cugel? La idea misma era insostenible. En cuanto a Derwe Coreme, sin duda no tardaría en acostumbrarse a su nueva vida…

Cuando el sol acababa de ocultarse tras las montañas de Magnatz llegó a un tosco asentamiento y una taberna junto a un cruce de caminos. Era una recia estructura de piedra y madera, con ventanas redondas formadas cada una de ellas por un centenar de pequeños ojos de buey. Cugel hizo una pausa en la puerta e hizo repaso de sus recursos, que eran más bien escasos. Entonces recordó los botones enjoyados que había tomado de Derwe Coreme, y se felicitó a sí mismo por su previsión.

Cruzó la puerta, y se encontró en una larga estancia de cuyo techo colgaban viejas lámparas de bronce. El tabernero presidía una corta barra desde donde servia grogs y ponches a los tres hombres que eran sus clientes en aquel momento. Todos se volvieron a mirar cuando Cugel entró en el salón.

El tabernero se dirigió a él con más amabilidad de la acostumbrada

—Bienvenido, viajero; ¿qué deseas?

—Primero un vaso de vino, luego cenar y alojamiento para la noche, y finalmente toda la información que puedas proporcionarme sobre el camino al sur.

El tabernero depositó un vaso de vino sobre la barra.

—La cena y el alojamiento vendrán a su debido tiempo. En cuanto al camino al sur, conduce al reino de Magnatz, lo cual ya lo dice todo.

—Entonces, ¿Magnatz es realmente una criatura a la que hay que temer?

El tabernero agitó siniestramente la cabeza.

—Los hombres que se han encaminado al sur nunca han vuelto. Que recuerde, ningún hombre ha venido camino del norte procedente de allí. Eso es todo lo que te puedo decir.

Los tres hombres que estaban bebiendo sentados a la barra asintieron su solemne corroboración. Dos de ellos eran campesinos de la región, mientras que el tercero llevaba las botas negras de un cazador profesional de brujas. El primer campesino hizo un gesto al tabernero:

—Sírvele a ese desgraciado un vaso de vino por cuenta mía.

Cugel aceptó el vaso con entremezclados sentimientos.

—Bebo a tu salud, aunque repudio específicamente el apelativo de «desgraciado», por temor a que la palabra pueda proyectarse sobre mi destino.

—Como quieras —respondió indiferente el campesino—, aunque, en estos melancólicos tiempos, ¿quién puede escapar a ella? —Y por un espacio de tiempo los campesinos se pusieron a discutir la reparación del muro de piedra que separaba sus respectivas propiedades.

—El trabajo es difícil, pero las ventajas grandes —declaró uno de ellos.

—Lo admito —afirmó el otro—, pero mi suerte es tal que apenas haya completado el trabajo el sol se volverá negro, y todo lo hecho no servirá de nada.

El primero agitó los brazos en burlón rechazo del argumento del otro.

—Este es un riesgo que todos debemos correr. Observa: bebo vino, aunque puede que no llegue a vivir el tiempo suficiente para emborracharme. ¿Acaso eso me detiene? ¡No! Rechazo el futuro; bebo ahora, y me emborracharé si las circunstancias así lo dictan.

El tabernero se echó a reír y dio un puñetazo en la barra.

—Eres tan listo como un busiaco, los cuales he oído decir que han montado un campamento cerca. ¿Quizá el viajero se ha topado con ellos? —Y miró interrogador a Cugel, que asintió a regañadientes.

—Encontré un grupo; más sucios que listos, en mi opinión. En cuanto a la ruta al sur de nuevo, ¿hay alguien que pueda proporcionarme algún consejo específico?

El cazador de brujas dijo hoscamente:

—Yo puedo: evítalo. Primero encontrarás deodands ávidos de tu carne. Más allá está el reino de Magnatz, ante el cual los deodands parecen ángeles de misericordia, si una décima parte de los rumores son ciertos.

—Estas noticias son más bien descorazonadoras —dijo Cugel—. ¿No hay otro camino a las rutas del sur?

—Por supuesto que lo hay —dijo el cazador de brujas—, y te lo recomiendo. Regresa al norte siguiendo el sendero del Gran Erm, y avanza hacia el este cruzando la extensión del bosque, que por allí se vuelve más denso y más temible. No hace falta que te diga que necesitarás un brazo fuerte y unos pies alados para escapar a los vampiros, grues, erbs y leucomorfos. Tras penetrar hasta lo más profundo del bosque, deberás girar al sur en dirección al valle de Dharad, donde según los rumores un ejército de basiliscos asedia la antigua ciudad de Mar. Si consigues cruzar ese campo de batalla, encontrarás ante ti la Gran Estepa Central, donde no encontrarás ni comida ni agua y que es el terreno de caza de los pelgrane. Una vez cruzada la estepa, te diriges al Oeste, y entonces tendrás que vadear una serie de ponzoñosos pantanos. Más allá encontrarás una región de la que no se sabe nada excepto que se la denomina la Tierra del Maléfico Recuerdo. Una vez hayas cruzado esa región te encontrarás en un punto al sur de las montañas de Magnatz.

Cugel meditó unos instantes.

—La ruta que acabas de trazar, aunque puede que sea más segura y menos agotadora que el camino directo al sur, parece extraordinariamente larga. Estoy dispuesto a correr el riesgo de las montañas de Magnatz.

El primer campesino lo contempló maravillado.

—Supongo que debes ser un mago de renombre, cargado de conjuros.

Cugel negó sonriente con la cabeza.

—Soy Cugel el Astuto; nada más, pero tampoco nada menos. Y ahora…, ¡vino!

El tabernero trajo entonces la cena: un guiso de lentejas y cangrejos de tierra con guarnición de trepaderas y bayas silvestres.

Después de la cena los dos campesinos bebieron un último vaso de vino y se fueron, mientras Cugel, el tabernero y el cazador de brujas se quedaban sentados ante el fuego, hablando de diversos aspectos de la existencia. Finalmente el cazador de brujas se levantó para retirarse a su habitación. Antes de marcharse se acercó a Cugel y le dijo francamente:

—He observado tu capa, que es de una calidad raras veces vista en esta remota región. Puesto que ya eres hombre muerto, ¿por qué no me la cedes, a mí que tengo necesidad de ella?

Cugel rechazó tensamente la proposición, y fue a su propio cuarto.

Durante la noche, fue despertado por el sonido de un roce a los pies de su cama. Saltó en pie, y capturó a una persona de no mucha estatura. Cuando la alzó a la luz, el intruso resultó ser el mozo, aferrando aún los zapatos de Cugel, que evidentemente había tenido intención de robar.

—¿Qué significa este ultraje? —preguntó Cugel, abofeteando al muchacho—. ¡Habla! ¿Cómo te atreves a llevar a cabo un acto así?

El mozo suplicó a Cugel que no siguiera golpeándole.

—¿Qué diferencia hay? —murmuró—. ¡Un hombre condenado no necesita un calzado tan elegante!

—Yo juzgaré esto —dijo Cugel—. ¿Esperas que vaya al encuentro de mi muerte en las montañas de Magnatz descalzo? ¡Lárgate inmediatamente! —Y envió al muchacho volando por el pasillo.

Por la mañana, en el desayuno, comentó el incidente con el tabernero, que no demostró excesivo interés. Cuando llegó la hora de arreglar cuentas, Cugel depositó uno de los enjoyados botones sobre la barra.

—Fija, a tu criterio, el valor de esta gema, resta el valor de mi cuenta, y dame el cambio en monedas de oro.

El tabernero examinó el adorno, frunció los labios e inclinó a un lado la cabeza.

—El total de tu cuenta asciende exactamente al valor de este adorno…, no hay ningún cambio que entregar.

—¿Qué? —rugió Cugel—. ¿Esta límpida aguamarina flanqueada por cuatro esmeraldas? ¿Por uno o dos vasos de vino, una mierda de cena y un poco de sueño alterado por el intento de robo de tu mozo? ¿Esto es una taberna o un cubil de bandidos?

El tabernero se alzó de hombros.

—Admito que la cuenta es un poco más elevada de lo habitual, pero piensa que el dinero convirtiéndose en polvo en los bolsillos de un cadáver no beneficia a nadie.

Cugel consiguió finalmente extraerle al tabernero algunas monedas de oro, junto con un trozo de pan, queso y vino. El tabernero fue a la puerta y señaló.

—Éste es el único camino que conduce al sur. Las montañas de Magnatz se alzan ante ti. Adiós.

No sin aprensión, Cugel se encaminó al sur. Durante un tiempo el sendero discurría entre los campos de los campesinos locales, luego, a medida que las colinas se alzaban a ambos lados del camino, éste se convirtió en un estrecho rastro que serpenteaba por el lecho seco de un antiguo río, entre matorrales de plantas espinosas, tártago, milenrama, alfódelos. A lo largo de la cresta de la colina, paralelos al sendero, crecían una maraña de retorcidos robles, y Cugel, pensando en aumentar sus posibilidades de pasar sin ser observado, trepó a aquella cresta y prosiguió su camino al amparo del follaje.

El aire era límpido, el cielo de un brillante azul oscuro. El sol derramaba sus rayos desde el cenit, y Cugel recordó las provisiones que llevaba en su bolsa. Se sentó, y al hacerlo captó el movimiento de una elusiva sombra saltarina. Sintió que se le helaba la sangre. Fuera quien fuese, su intención era evidentemente saltarle a la espalda.

Cugel fingió no haberse dado cuenta de nada, y la sombra avanzó de nuevo: un deodand, más alto y fornido que él, negro como la medianoche excepto sus relucientes ojos blancos, sus colmillos blancos y sus garras, llevando unas cintas de piel que sujetaban una camisa de terciopelo verde.

Cugel pensó en la mejor línea de acción. Si se enfrentaba a pecho desnudo, el deodand lo haría pedazos. Con su espada, Cugel podía pinchar y tajar y mantener a la criatura a raya hasta que su frenesí de sangre se sobrepusiera a su miedo al dolor y lo arrojara hacia delante independientemente del posible daño. Posiblemente Cugel corriera más rápido, y pudiera alejarse de la criatura si huía, pero sólo tras una larga y agotadora persecución… La sombra se deslizó de nuevo hacia delante, apostándose tras un amontonamiento de rocas a unos veinte pasos ladera abajo de donde estaba sentado Cugel. Tan pronto como hubo desaparecido, Cugel echó a correr y saltó sobre el montón de rocas. Allá alzó una pesada piedra y, mientras el deodand se agazapaba allá abajo, la arrojó contra las espaldas de la criatura. Cayó al suelo y se agitó pateando, y Cugel saltó abajo para administrarle el golpe de gracia.

El deodand se había arrastrado al amparo de una roca, y silbó horrorizado ante la visión de la hoja desnuda de Cugel.

—Detén tu golpe —dijo—. No ganarás nada con mi muerte.

—Tan sólo la satisfacción de matar a alguien que planeaba devorarme.

—¡Un placer estéril!

—Pocos placeres son de otro tipo —dijo Cugel—. Pero mientras vives, infórmame acerca de las montañas de Magnatz.

—Son como las ves: unas altivas montañas de antigua roca negra.

—¿Y qué hay de Magnatz?

—No conozco a ninguna entidad llamada así.

—¿Qué? ¡Los hombres del norte se estremecen ante este nombre!

El deodand se irguió ligeramente.

—Es posible. He oído el nombre, y lo considero tan sólo una leyenda de los antiguos.

—¿Por qué los viajeros van al sur pero nunca al norte?

—¿Para qué querría nunca nadie viajar al norte? En cuanto a esos que viajan al sur, nos han proporcionado comida a mí y a los míos. —Y el deodand siguió alzándose poco a poco. Cugel tomó una piedra grande, la alzó por encima de su cabeza y la arrojó contra la negra criatura, que cayó hacia atrás, pateando espasmódicamente. Cugel tomó otra piedra.

—¡Espera! —dijo el deodand con voz débil—. No me mates, y te ayudaré a vivir.

—¿Cómo? —preguntó Cugel.

—Quieres viajar al sur; otros como yo viven en cuevas a lo largo del camino: ¿cómo escaparás de ellos a menos que yo te guíe por senderos que ellos no frecuentan?

—¿Puedes hacerlo?

—Si te comprometes a no matarme.

—Excelente. Pero debo tomar precauciones; en tu ansia de sangre, puede que olvides nuestro acuerdo.

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