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Authors: Jack Vance

Tags: #Ciencia ficción

Los ojos del sobremundo (8 page)

BOOK: Los ojos del sobremundo
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Cugel ascendió la escalinata, asaltado por renovadas dudas. ¿Y si Derwe Coreme se reía de sus pretensiones y le desafiaba a lo peor? ¿Qué entonces? Gruñidos y protestas puede que no fuesen suficientes. Cruzó la terraza con pasos lentos, sintiendo que su optimismo se desvanecía mientras avanzaba, y se detuvo bajo la arcada; quizá, después de todo, fuera prudente buscar refugio en algún otro lugar. Pero miró por encima del hombro y creyó ver una alta figura inmóvil acechando entre los pedestales. Olvidó buscar refugio en otro lugar y caminó rápidamente hacia la alta puerta: si se presentaba humildemente quizá pudiera eludir que Derwe Coreme reparase en él. Se produjo un furtivo ruido en la escalinata. Cugel golpeó con urgencia la aldaba. El sonido reverberó en el interior del palacio.

Pasó un minuto, y Cugel creyó oír más sonidos a su espalda. Golpeó otra vez, y de nuevo el sonido creó ecos en el interior del edificio. Se abrió una mirilla y un ojo inspeccionó a Cugel con cuidado. El ojo se desplazó hacia arriba; apareció una boca.

—¿Quién eres? —dijo la boca—. ¿Qué deseas? —La boca se corrió hacia un lado, dejando sitio a una oreja.

—Soy un viajero, deseo refugio para la noche, y aprisa, porque hay alguien acercándose.

El ojo reapareció, miró atentamente la terraza, luego volvió a enfocarse en Cugel.

—¿Cuáles son tus cualidades, dónde están tus certificaciones?

—No tengo ninguna —dijo Cugel. Miró por encima del hombro—. Preferiría discutir este asunto dentro, puesto que la criatura de la que he hablado antes está subiendo los escalones hacia la terraza.

La mirilla se cerró de golpe. Cugel se quedó contemplando la inmóvil puerta. Golpeó de nuevo el llamador, mirando hacia atrás, a la oscuridad. La puerta se entreabrió con un chirrido. Un pequeño y fornido hombrecillo con una librea púrpura le hizo un gesto.

—Dentro, aprisa.

Cugel no se hizo repetir la indicación y se deslizó rápidamente por la abertura, que el mayordomo se apresuró a cerrar de nuevo y a asegurar con tres pasadores de hierro. En el momento que lo hacía hubo un crujido y una presión contra la puerta.

El mayordomo dio alegremente un golpe a la hoja con el puño.

—He vencido de nuevo a la criatura —dijo con satisfacción—. Si llego a ser un poco menos rápido, hubiera conseguido echársete encima, para mi aflicción tanto corno para la tuya. Esta es ahora mi nueva diversión, privar a la criatura de sus placeres.

—Me parece muy bien —dijo Cugel, respirando pesadamente—. ¿ Qué clase de ser es?

El mayordomo le dio a entender elocuentemente su ignorancia.

—No se sabe nada definido. Ha aparecido muy recientemente, para merodear por la noche entre las estatuas. Su comportamiento es a la vez vampírico y desusadamente lascivo, y algunos de mis asociados han tenido en ello causa de queja; de hecho, todos están muertos a causa de sus odiosos actos. De modo que ahora, para divertirme, incito a la criatura y luego la frustro. —El mayordomo retrocedió unos pasos para examinar a Cugel con atención—. ¿Y qué hay contigo? Tus modales, la inclinación de tu cabeza, el movimiento de tus ojos de un lado para otro, denotan inquietud e impredecibilidad. Espero que mantengas refrenadas estas cualidades, si realmente existen.

—En este momento —dijo Cugel— mis deseos son simples: un rincón, un camastro, un bocado para cenar. Si se me proporciona esto, descubrirás que soy la benevolencia personificada; de hecho, te ayudaré en tu diversión; juntos buscaremos estratagemas para lanzar cebos a esa criatura de ahí fuera.

El mayordomo asintió con la cabeza.

—Tus necesidades serán proveídas. Puesto que eres un viajero que viene de lejos, nuestro gobernante deseará hablar contigo, e incluso puede que extienda su bondad hacia concesiones más espléndidas que tus mínimas peticiones.

Cugel se apresuró a rechazar tamaña ambición.

—Soy de escasa calidad; mis ropas están manchadas, mi persona hiede; mi conversación consiste en insípidas trivialidades. Mejor no molestar al gobernante de Cil.

—Repararemos las deficiencias que podamos —dijo el mayordomo—. Sígueme, por favor.

Condujo a Cugel por corredores iluminados por fanales, y finalmente entraron en una serie de apartamentos.

—Aquí puedes asearte; haré que tus ropas sean cepilladas y mientras tanto te traeré otras limpias.

Cugel se desvistió, reluctante. Se bañó, peinó la suave mata negra de su pelo, se afeitó la barba, frotó su cuerpo con aceite aromático. El mayordomo le trajo ropas limpias y Cugel, sintiéndose mucho más refrescado, se vistió. Mientras se ponía la chaqueta tocó por casualidad el amuleto de su muñeca, presionando uno de los carbúnculos. Desde lo más profundo del suelo brotó un lamento de profundísima angustia.

El mayordomo dio un aterrado salto y sus ojos se posaron en el amuleto. Se lo quedó mirando con la boca muy abierta de asombro, luego se volvió obsequioso.

—Mi querido señor, si me hubiera dado cuenta de tu identidad, te hubiera conducido a los apartamentos nobles y traído las ropas más finas.

—No me quejo —dijo Cugel—, aunque debo reconocer que la ropa estaba un tanto rancia. —Para subrayar sus palabras palmeó burlonamente uno de los carbúnculos de su muñeca, y el lamento correspondiente hizo que las rodillas del sirviente entrechocaran.

—Te suplico que comprendas —gimió.

—No digas más —respondió Cugel—. En realidad, esperaba visitar el palacio de incógnito, por así decirlo, a fin de ver cómo son llevados los asuntos.

—Esto es juicioso —admitió el sirviente—. Indudablemente desearás echar a Sarman el chambelán y a Bilbab el segundo cocinero cuando sus corrupciones salgan a la luz. En cuanto a mí, cuando tu liderazgo devuelva a Cil a su antiguo esplendor, quizá te acuerdes de una modesta sinecura para Yodo, el más leal y cooperativo de tus servidores.

Cugel hizo un gesto de asentimiento.

—Si tal acontecimiento llega a producirse, y es el deseo más ferviente de mi corazón, no serás olvidado. Por el momento deseo permanecer tranquilo en este apartamento. Puedes traerme una cena adecuada, y acompáñala con una variedad de vinos seleccionados.

Yodo hizo una reverencia que barrió el suelo.

—Como su excelencia ordene. —Se fue. Cugel se relajó en el diván más confortable de la habitación y se dedicó a estudiar el amuleto que tan rápidamente había despertado la fidelidad de Yodo. Las runas, como antes, eran inescrutables; los carbúnculos no producían más que gemidos, los cuales, aunque entretenidos, eran de poca utilidad práctica. Cugel probó todo tipo de exhortaciones, compulsiones, rigores y órdenes que su escaso conocimiento de la magia le proporcionaban, sin el menor resultado.

Yodo regresó al apartamento, pero sin la cena que Cugel había ordenado.

—Mi señor, tengo el honor de transmitirte una invitación de Derwe Coreme, antigua gobernante de Cil, que espera que te reúnas con ella para el banquete de la noche.

—¿Cómo es eso posible? —inquirió Cugel—. Ella no tiene ninguna información de mi presencia aquí; si no recuerdo mal, te di instrucciones específicas al respecto.

Yodo hizo otra reverencia escoba.

—Naturalmente, te obedecí, señor. Los ardides de Derwe Coreme escapan a mi comprensión. De alguna forma ha sabido de tu presencia, de modo que ha transmitido la invitación que acabas de oír.

—Muy bien —dijo hoscamente Cugel—. Ten la bondad de indicarme el camino. ¿Le mencionaste a ella mi amuleto?

—Derwe Coreme lo sabe todo —fue la ambigua respuesta de Yodo—. Por aquí, mi señor, te lo ruego.

Condujo a Cugel a lo largo de viejos corredores, a través de una alta y estrecha arcada, hasta un gran salón. A ambos lados había una hilera de lo que parecían ser hombres de armas con armaduras de cobre y cascos de hueso y azabache formando cuadros; había cuarenta en total, pero solamente seis armaduras estaban ocupadas por hombres vivos, mientras que las otras estaban colgadas de perchas. Atlantes exageradamente alargados y de rostros grotescamente distorsionados sostenían las vigas ennegrecidas por el humo; una hermosa alfombra de círculos verdes concéntricos sobre fondo negro cubría el suelo.

Derwe Coreme estaba sentada al fondo de una mesa circular, tan masiva que le daba más que nunca el aspecto de una niñita, una meditativa y terca niñita de delicadísima belleza. Cugel se acercó con aspecto confiado, se detuvo e hizo una corta reverencia. Derwe Coreme lo inspeccionó con hosca resignación, y sus ojos se posaron en el amuleto. Lanzó un profundo suspiro.

—¿A quién tengo el privilegio de dirigirme?

—Mi nombre no tiene importancia —dijo Cugel—. Puedes dirigirte a mí como «Eminente».

Derwe Coreme se alzó indiferente de hombros.

—Como quieras. Creo recordar tu rostro. Te pareces a un vagabundo al que recientemente ordené que azotaran.

—Soy ese vagabundo —dijo Cugel—. No puedo decir que tu conducta no haya dejado en mí un residuo de resentimiento, de modo que ahora estoy aquí para pedir una explicación. —Y Cugel tocó un carbúnculo, evocando un gemido tan desolado y desgarrador que la cristalería retembló sobre la mesa.

Derwe Coreme parpadeó y su boca colgó fláccida. Habló a regañadientes.

—Parece que mis acciones fueron un tanto inoportunas. No capté tu eminente condición, y creí que eras solamente el bribón que tu apariencia sugería.

Cugel avanzó unos pasos, puso su mano bajo la pequeña y puntiaguda barbilla y volvió el exquisito rostro.

—Pero me invitaste a visitarte a ti y a tu palacio. ¿Recuerdas eso?

Derwe Coreme asintió a regañadientes.

—Bien —dijo Cugel—. Aquí estoy.

Derwe Coreme sonrió, y por un breve período de tiempo se volvió atractiva.

—Sí, aquí estás, y mendigo, vagabundo o cual sea tu naturaleza, llevas el amuleto por el que la Casa de Slaye gobernó durante doscientas generaciones. ¿ Eres de esa casa?

—A su debido tiempo me conocerás bien —dijo Cugel—. Soy un hombre generoso, aunque dado a los caprichos, y si no fuera por un tal Firx… Bien, dejémoslo. Tengo hambre, y te invito a compartir el banquete que le encargué al excelente Yodo que dispusiera ante mí. Si tienes la amabilidad de correrte un lugar o dos hacia un lado, podré sentarme.

Derwe Coreme vaciló, ante lo cual la mano de Cugel se dirigió sugerentemente hacia el amuleto. La muchacha se trasladó con presteza, y Cugel se acomodó en el asiento que ella había dejado libre. Golpeó la mesa con los nudillos.

—¿Yodo? ¿Dónde está Yodo?

—¡Estoy aquí, Eminente!

—Trae el banquete: ¡ lo mejor que tenga este lugar para ofrecer!

Yodo hizo una inclinación, se marchó apresuradamente, y a los pocos momentos apareció una hilera de lacayos trayendo bandejas y jarras, y un banquete que era mucho más de lo que Cugel había pedido fue dispuesto sobre la mesa.

Cugel adelantó el talismán que le había proporcionado Iucounu el Mago Reidor, que no sólo convertía los desechos orgánicos en alimentos sino que también lanzaba un repiqueteo de advertencia en presencia de sustancias venenosas. Los primeros platos eran irreprochables, y Cugel comió con placer. Los viejos vinos de Cil eran igualmente benéficos, y Cugel bebió liberalmente en copas de negro cristal, incrustadas con cinabrio y marfil y turquesas y madreperlas.

Derwe Coreme jugueteó con su comida y apenas sorbió su vino, estudiando pensativamente a Cugel todo el tiempo. Fueron traídas más exquisiteces, y entonces Derwe Coreme se inclinó hacia delante.

—¿Realmente tienes intención de gobernar Cil?

—¡Ese es el deseo de mi corazón! —declaró fervientemente Cugel.

Derwe Coreme se acercó más a él.

—Entones, ¿me tomarás como tu consorte? Di que sí; te sentirás más que contento.

—Veremos, veremos —dijo Cugel expansivamente— Esta noche es esta noche, mañana será mañana. Habrá muchos cambios, eso es seguro.

Derwe Coreme sonrió débilmente y le hizo un signo con la cabeza a Yodo.

—Trae el vino más viejo de nuestras cosechas…, beberemos a la salud del nuevo Señor de Cil.

Yodo asintió y trajo una empañada botella llena de polvo y telarañas, que decantó con la mayor solicitud y sirvió en copas de cristal. Cugel alzó su copa, y el talismán zumbó su advertencia. Cugel depositó secamente la copa y observó mientras Derwe Coreme alzaba la suya a los labios. Tendió la mano, cogió la copa, y el talismán zumbó de nuevo. ¿Veneno en ambas? Extraño. Quizá ella no pretendiera beber. Quizá había ingerido ya un antídoto.

Cugel hizo una seña a Yodo.

—Otra copa, por favor…, y la botella. —Cugel sirvió una tercera ración, y el talismán señaló de nuevo peligro. Cugel dijo—: Aunque hace muy poco que conozco al excelente Yodo, ¡lo prornuevo desde este mismo momento al puesto de Mayordomo de Palacio!

—Eminente —tartamudeó Yodo—, es realmente un señalado honor.

—¡Entonces bebe de esta antigua cosecha, para solemnizar esta nueva dignidad!

Yodo hizo una profunda inclinación.

—Con la más profunda gratitud, Eminente. —Alzó la copa y bebió. Derwe Coreme observó indiferente. Yodo volvió a dejar la copa, frunció el ceño, se estremeció convulsivamente, volvió una sorprendida mirada a Cugel, cayó sobre la alfombra, gritó, se retorció y quedó inmóvil.

Cugel inspeccionó ceñudamente a Derwe Coreme. Ella parecía tan sorprendida como lo había parecido Yodo. Se volvió para mirarle.

—¿Por qué has envenenado a Yodo?

—Fue cosa tuya —dijo Cugel—. ¿No ordenaste que pusieran veneno en el vino?

—No.

—Debes decir: «No, Eminente.»

—No, Eminente.

—Si tú no lo hiciste…, ¿quién, entonces?

—Estoy perpleja. Quizá el veneno iba destinado a mí.

—O a ambos. —Cugel hizo una seña a uno de los lacayos—. Retirad el cuerpo de Yodo.

El lacayo llamó a un par de sirvientes encapuchados, que se llevaron fuera al infortunado mayordomo.

Cugel tomó las copas de cristal y observó el ambarino líquido, pero no comunicó sus pensamientos. Derwe Coreme se reclinó en su silla y lo estudió largamente.

—Estoy desconcertada —dijo al fin—. Eres un hombre más allá de las enseñanzas de mi experiencia. No puedo decidir respecto al color de tu alma.

Cugel captó el encanto del extraño giro de la frase.

—Entonces, ¿ves las almas en color?

—Por supuesto. Fue el regalo de nacimiento de una dama bruja, que me proporcionó también el bote andante. Ella está muerta ahora y yo estoy sola, sin ningún amigo ni nadie que piense en mi con amor. Y así he gobernado Cil con poca alegría. Y ahora tú estás aquí, con un alma que parpadea entre muchos colores, como la de ningún ser humano que haya conocido nunca.

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