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Authors: Jack Vance

Tags: #Ciencia ficción

Los ojos del sobremundo (7 page)

BOOK: Los ojos del sobremundo
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La concha más apartada se abrió un poco más, lo suficiente para mostrar el indignado rostro en su interior.

—¡No somos en absoluto ignorantes!

—Ni indolentes, ni carentes de gracia, ni desdeñosas —exclamó la segunda.

—¡Ni temerosas! —añadió la tercera.

Cugel asintió juiciosamente.

—Todo eso es posible. ¿Pero por qué os escondisteis tan bruscamente ante mi simple presencia?

—Así es nuestra naturaleza —dijo la primera criatura—concha—. Algunos seres del mar se sentirían felices atrapándonos desprevenidas, y es prudente refugiarse primero e investigar luego.

Las cuatro conchas volvían a estar ahora abiertas, aunque ninguna tan completamente como cuando Cugel se había aproximado.

—Decidme —preguntó—, qué podéis contarme de Cil? ¿Son bien recibidos los extranjeros, o echados a cajas destempladas? ¿Puede encontrarse algún albergue, o el caminante debe dormir en una cuneta?

—Tales cuestiones se hallan más allá de nuestro conocimiento específico —dijo la primera criatura—concha Abrió completamente su concha y extrajo unos pálidos hombros y brazos—. La gente de Cil, si los rumores del mar son correctos, es retraída y suspicaz, incluido su gobernante, que no es más que una chica de la antigua Casa de Domber.

—Ahí viene el viejo Slaye —dijo otra—. Hoy vuelve temprano a su cabaña.

Otra rió con disimulo.

—Slaye es viejo; nunca encontrará su amuleto, y así la Casa de Domber gobernará Cil hasta que el sol se apague definitivamente.

—¿Qué es todo esto? —preguntó Cugel ingenuamente—. ¿De qué amuleto habláis?

—Durante todo el tiempo que recuerda nuestra memoria —explicó una de las criaturas—concha—, el viejo Slaye ha estado cerniendo la arena, y su padre lo hizo antes que él, y otros Slaye lo hicieron mucho antes a lo largo de los años. Buscan un brazalete de metal, con el que esperan recuperar sus antiguos privilegios.

—Una fascinante leyenda —dijo Cugel con entusiasmo—. ¿Cuáles son los poderes del amuleto, y cómo pueden activarse?

—Seguramente Slaye podría darte esta información —dijo dubitativamente una.

—No, porque es hosco y taciturno —declaró otra—. Recordad la irritada manera con que arroja paletadas de arena sin causa justificada!

—¿No puede obtenerse información en ningún otro lugar? —preguntó ansiosamente Cugel—. ¿Ningún rumor en el mar? ¿Ninguna antigua tableta o jeroglífico?

Las criaturas—concha rieron alegremente.

—Preguntas con tanta ansiedad que pareces el propio Slaye. Esa información es desconocida para nosotras.

Ocultando su decepción, Cugel hizo más preguntas, pero las criaturas eran ingenuas e incapaces de mantener su atención fija en un solo asunto. Mientras Cugel escuchaba, se pusieron a discutir sobre los movimientos de las aguas del océano, el sabor de las perlas, el carácter elusivo de cierta criatura marina que habían observado el día antes. Al cabo de unos minutos Cugel volvió de nuevo la conversación a Slaye y el amuleto, pero las criaturas—concha se mostraron una vez más vagas, casi infantiles en la inconsecuencia de su charla. Parecieron olvidar a Cugel y, sumergiendo sus dedos en el agua, extrajeron pálidos hilos de las gotas. Algunas conchas y caracolas habían suscitado su desaprobación por su osadía, y luego discutieron acerca de una gran urna que yacía en el fondo del mar, algo lejos de la costa.

Cugel se cansó finalmente de la conversación y se puso en pie, con lo cual las criaturas—concha le dedicaron de nuevo su atención.

—¿Ya te vas tan pronto? Justo cuando íbamos a preguntarte la razón de tu presencia; pasa muy poca gente por la Gran Playa Arenosa, y pareces un hombre que ha viajado hasta muy lejos.

—Eso último es correcto —dijo Cugel—, y aún he de viajar más lejos todavía. Observad el sol: empieza a descender por la curva occidental del horizonte, y esta noche querría albergarme en Cil.

Una de las criaturas—concha alzó sus brazos y desplegó una fina prenda que había tejido de hilos de agua.

—Te ofrecemos esta prenda como regalo. Pareces un hombre sensible y puede que necesites protección contra el viento y el frío. —Le lanzó la prenda a Cugel. Éste la examinó, maravillándose de la suavidad de la tela y de su reluciente brillo.

—Os doy las gracias. Es una generosidad más allá de lo que esperaba. —Se la puso, pero inmediatamente volvió a convertirse en agua y Cugel quedó empapado. Las cuatro criaturas en sus conchas se echaron a reír ruidosa y alegremente, y cuando Cugel volvió a adelantarse, furioso, cerraron de golpe sus conchas.

Cugel pateó la concha de la criatura que le había arrojado la prenda, haciéndose daño en el pie y maldiciendo de rabia. Alzó una pesada roca y la arrojó contra la concha, aplastándola. Arrancó la chillante criatura y la lanzó en mitad de la playa, donde quedó tendida mirándole, una cabeza y unos pequeños brazos unidos a unas pálidas entrañas.

—¿Por qué me tratas así? —preguntó con una débil voz—. Has estado a punto de arrancarme la vida, y no tengo otra.

—Así aprenderás a no gastar más bromas pesadas —declaró Cugel—. Observa cómo me has calado hasta los huesos.

—Fue solamente una pequeña travesura; algo que no tenía importancia —dijo la criatura—concha con voz que se desvanecía—. Nosotras las de las rocas conocemos muy poca magia, pero a mí se me ha dado el poder de maldecir, y ésta es la maldición que pronuncio ahora: así pierdas lo que más desea tu corazón, sea cual sea su naturaleza; así te veas privado de ello antes de que haya transcurrido un solo día.

—¿Otra maldición? —Cugel agitó la cabeza, descontento—. Ya he recibido dos maldiciones hoy; ¿tengo que verme infligido por otra?

—Ésta maldición no podrás evitarla —susurró la criatura—concha—. Es el último acto de mi vida.

—La malicia es una cualidad que hay que deplorar —dijo Cugel malhumoradamente—. Dudo de la eficacia de tu maldición; sin embargo, sería juicioso por tu parte que limpiaras el aire de este rencor y volvieras a ganar así mi buena opinión.

Pero la criatura—concha no dijo nada más. Se disolvió en un humeante barrillo que fue absorbido inmediatamente por la arena.

Cugel echó a andar de nuevo por la playa, meditando en cómo eludir mejor las consecuencias de la maldición de la criatura—concha.

—Hay que utilizar el talento para combatir las maldiciones —dijo por segunda vez—. Soy conocido como Cugel el Astuto; por algo será. —Pero no se le ocurrió ninguna estratagema, y siguió caminando por la playa pensando en todos los aspectos del asunto.

El promontorio del este se hacía más nítido por momentos. Cugel vio que estaba envuelto por altos y oscuros árboles, por entre los que se apreciaba lo que parecían ser blancos edificios.

Slaye se dejó ver una vez más, corriendo arriba y abajo por la playa como alguien que ha perdido los sentidos. Se acercó a Cugel y cayó de rodillas.

—¡El amuleto, te lo suplico! Pertenece a la Casa de Slaye; ¡nos otorgó el gobierno de Cil! ¡Dámelo, y cumpliré el deseo que pida tu corazón!

Cugel se detuvo en seco. ¡Aquella era una buena paradoja! Si le entregaba el amuleto, Slaye le traicionaría a todas luces, o al menos no cumpliría con su promesa…, si había que creer en el poder de la maldición. Por otra parte, si Cugel retenía el amuleto, perdería lo que más deseara su corazón en un grado no menor —admitiendo el poder de la maldición—, pero el amuleto seguiría siendo suyo.

Slaye interpretó mal su vacilación, considerándola una señal de aquiescencia.

—¡Te haré grande del reino! —exclamó con voz fervorosa—. Obtendrás una barcaza llena de marfil tallado, y doscientas doncellas te servirán en lo que quieras; tus enemigos serán arrojados a un caldero girante…, ¡sólo tienes que darme el amuleto!

—¿Tanto poder confiere este amuleto? —inquirió Cugel—. ¿Es posible conseguir todo esto?

—¡Por supuesto, por supuesto —exclamó Slaye—, cuando uno puede leer las runas!

—Bien —dijo Cugel—. Entonces, ¿cuál es su importe?

Slaye lo miró con aire disgustado.

—Eso no puedo decirlo; ¡tengo que conseguir el amuleto!

Cugel hizo un floreo con su mano, en un gesto despectivo.

—Te niegas a satisfacer mi curiosidad; ¡yo a mi vez acuso tu arrogante ambición!

Slaye se volvió para mirar hacia el promontorio, donde las paredes blancas resplandecían entre los árboles.

—Comprendo. ¡Pretendes gobernar tú mismo Cil!

Había perspectivas menos deseables, pensó Cugel, y Firx, captando algo de aquello, efectuó una pequeña constricción de aviso. Lamentándolo, Cugel dejó a un lado el proyecto; de todos modos, sugería un medio de anular la maldición de la criatura—concha.

—Si he de verme privado del deseo de mi corazón —se dijo Cugel—, sería prudente fijarme una nueva meta, un nuevo y ferviente entusiasmo, al menos para el espacio de un día. En consecuencia aspiro a gobernar Cil, lo cual pasa a ser ahora el deseo de mi corazón.

De modo que, para no despertar la vigilancia de Firx, dijo en voz alta:

—Tengo intención de utilizar este amuleto para conseguir fines muy importantes. Entre ellos puede que esté el gobierno de Cil, al cual creo que tengo derecho en virtud de mi amuleto.

Slaye dejó escapar una seca y sardónica risa.

—Primero tienes que convencer a Derwe Coreme de tu autoridad. Ella pertenece a la Casa de Domber, lúgubre y caprichosa; apenas parece una niña, pero manifiesta la pensativa indiferencia de un grue del bosque. Cuídate de Derwe Coreme: ¡ordenará que tú y mi amuleto seáis arrojados a lo más profundo del océano!

—Si tu temor alcanza hasta este punto —dijo ásperamente Cugel—, entonces instrúyeme sobre el uso del amuleto, e impediré esa calamidad.

Pero Slaye agitó testarudo la cabeza.

—Las deficiencias de Derwe Coreme son bien conocidas; ¿por qué cambiarlas por los excesos extraños de un vagabundo?

Aquellas palabras hicieron a Slaye merecedor de un tremendo bofetón que lo envió rodando al suelo. Cugel siguió caminando a lo largo de la orilla. El sol estaba a punto de ser tragado por el mar; apresuró el paso, ansioso por hallar cobijo antes de que se hiciera oscuro.

Llegó finalmente al extremo de la playa. El promontorio se erguía ante él, con los altos y oscuros árboles aún por encima de su cabeza. Una balaustrada que rodeaba los jardines se mostraba intermitentemente por entre el follaje; un poco más abajo, una glorieta encolumnada dominaba el océano al sur. ¡Grandeza, por supuesto!, pensó Cugel, y examinó el amuleto con renovada atención. El nuevo deseo temporal de su corazón, gobernar sobre Cil, no podía haber sido más oportuno. Y Cugel se preguntó si no debería buscar aún otro…, una aspiración a dominar la ciencia de la cría de animales, por ejemplo, o un ansia compulsiva de ser un maestro en exóticas hazañas… Reluctante, Cugel olvidó aquellos planes. En cualquier caso, la efectividad de la maldición de la criatura—concha aún no era segura.

Un sendero abandonaba la playa para serpentear entre arbustos y olorosos matorrales; dinfianas, heliotropos, membrillos negros, olus, macizos de gotas de estrellas de largos tallos, umbrosas verbéricas, amanitas en flor. La playa se convirtió en una cinta que se desvanecía en el amarronado atardecer, y el promontorio de Benbadge Stull ya no era visible. El sendero se niveló, atravesó un denso bosquecillo de laureles y desembocó en un óvalo lleno de hierbas, un lugar que en otro tiempo debía haber sido un campo de desfiles o ejercicios.

En su límite izquierdo había una alta pared de piedra, partida por un gran pórtico ceremonial que mostraba en lo alto un emblema heráldico de gran antigüedad. Las puertas estaban abiertas de par a un gran paseo de losas de mármol de más de un kilómetro de longitud que conducía al palacio: una elaborada estructura de varios pisos, con un techo de bronce verde. Una terraza se extendía a todo lo largo de la parte frontal del palacio; paseo y terraza estaban unidas por una amplia escalinata. El sol había desaparecido ya; la oscuridad descendía del cielo. Sin otro refugio en perspectiva, Cugel se encaminó hacia el palacio.

El paseo había sido en su tiempo una obra de monumental elegancia, pero ahora se hallaba en un estado de abandono que el crepúsculo adornaba con una melancólica belleza. A derecha e izquierda había elaborados jardines ahora descuidados y llenos de hierbas. Urnas de mármol festoneadas con guirnaldas de cornalina y jade flanqueaban el paso; entre ellas se extendía una línea de pedestales un poco más altos que un hombre. Cada uno de ellos sostenía un busto, identificado por una inscripción en runas que Cugel reconoció eran similares a las talladas en el amuleto. Los pedestales estaban separados cinco pasos los unos de los otros, y se alineaban en todo el kilómetro hasta la terraza. Las facciones de los primeros estaban desdibujadas por el viento y la lluvia hasta el punto que los rostros apenas eran discernibles; a medida que Cugel avanzaba, los rasgos empezaron a verse más claramente. Pedestal tras pedestal, busto tras busto; cada rostro miró brevemente a Cugel mientras éste avanzaba hacia el palacio. El último de la serie, oculto a la fundente luz, mostraba a una mujer joven. Cugel se detuvo en seco: era la muchacha del bote andante que había encontrado en las tierras del norte: Derwe Coreme, de la Casa de Domber, gobernadora de Cil.

Asaltado por las dudas, Cugel hizo una pausa para estudiar el enorme portal. No se había separado de Derwe Coreme en términos amistosos precisamente; de hecho, cabía esperar que ella le guardara un fuerte resentimiento. Por otra parte, en su primer encuentro ella lo había invitado a su palacio, utilizando un lenguaje de indudable calidez; era posible que su resentimiento hubiera desaparecido, dejando solamente la calidez. Y Cugel, recordando su notable belleza, halló estimulante la perspectiva de un segundo encuentro.

¿Pero y si ella aún seguía resentida? Era posible que consiguiera impresionarla con el amuleto, siempre que no insistiera en que Cugel le demostrara su uso. Si tan sólo supiera cómo leer las runas, todo sería mucho más sencillo. Pero puesto que ese conocimiento no podía serle extraído a Slaye, tenía que buscarlo en algún otro lugar, lo cual significaba prácticamente dentro del palacio.

Se detuvo ante una baja escalinata que conducía a la terraza. Los peldaños de mármol estaban cuarteados; la balaustrada a lo largo de la terraza manchada por musgos y líquenes: una circunstancia que la semioscuridad del crepúsculo investía con una melancólica grandeza. El palacio más allá parecía hallarse en condiciones algo mejores. Una arcada extremadamente alta brotaba de la terraza, con esbeltas columnas aflautadas y un entablamiento elaboradamente tallado cuyo dibujo Cugel no pudo discernir en la semioscuridad. Al fondo de la arcada había altas ventanas también en arco, mostrando débiles luces, y el gran portal.

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