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Authors: Jack Vance

Tags: #Ciencia ficción

Los ojos del sobremundo (5 page)

BOOK: Los ojos del sobremundo
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Firx no hizo más demostraciones.

Ahora, pensó Cugel, ¿dónde pasar la noche? El palacio de siete pisos de Radkuth Vomin ofrecía manifiestamente amplio y espacioso acomodo tanto para él como para Bubach Angh. En esencia, sin embargo, los dos iban a estar un tanto apretados en la choza de una sola habitación, con un único montón de cañas húmedas como camastro. Muy a su pesar, Cugel cerró el ojo derecho, abrió el izquierdo.

Smolod era como antes. El hosco Bubach Angh permanecía sentado ante la puerta de la choza de Radkuth Vomin. Cugel avanzó y le dio una patada con todas sus ganas a Bubach Angh. Este, sorprendido, abrió ambos ojos, y los impulsos contrapuestos estallaron en su cerebro, produciéndole una parálisis. Allá en la oscuridad, el campesino desbarbado rugió y cargó a toda velocidad, azada en ristre, y Cugel abandonó su plan de degollar a Bubach Angh. Se metió dentro de la choza y cerró y atrancó la puerta.

Volvió a cerrar su ojo izquierdo y a abrir el derecho. Se halló en el magnífico vestíbulo de entrada del palacio de Radkuth Vomin, cuyo acceso estaba cerrado por un rastrillo de hierro forjado. Fuera, el príncipe de pelo dorado vestido de ocre y negro estaba levantándose con fría dignidad del pavimento de la plaza, tapándose un ojo con la mano. Alzando un brazo en un gesto de noble desafío, Bubach Angh se echó la capa al hombro y se alejó para unirse con sus guerreros.

Cugel deambuló por el palacio, inspeccionando con placer sus distintas dependencias. De no ser por las molestias que le ocasionaba Firx, no hubiera tenido ninguna prisa en emprender el peligroso viaje de regreso al valle del Xzan.

Cugel seleccionó una lujosa habitación encarada al sur, se quitó su regio atuendo para ponerse una camisa de noche de satén, se instaló en un lecho con sábanas de seda azul pálido, e instantáneamente se quedó dormido.

Por la mañana tuvo una cierta dificultad en recordar qué ojo debía abrir, y Cugel pensó que lo mejor sería fabricarse un parche para llevar encima del ojo que no quisiera utilizar en un momento determinado.

De día los palacios de Smolod eran más majestuosos todavía, y ahora la plaza estaba repleta de príncipes y princesas, todos ellos de inigualable belleza.

Cugel se vistió con un precioso atuendo negro, con un gallardo sombrero verde y sandalias verdes. Descendió al vestíbulo de la entrada, alzó el rastrillo con un gesto de mando y salió a la plaza.

No había el menor signo de Bubach Angh. Los otros habitantes de Smolod le saludaron con cortesía, y las princesas mostraron un apreciable interés hacia él, como si lo consideraran un buen partido. Cugel respondió educadamente, pero sin fervor: ni siquiera la lentilla mágica podía persuadirle contra aquellas deprimentes masas de grasa, carne, suciedad y pelo que eran las mujeres de Smolod.

Desayunó un surtido de deliciosas viandas en el refectorio, luego regresó a la plaza para estudiar su siguiente paso. Una inspección rápida de los alrededores reveló a varios guerreros de Grodz de guardia. No había perspectivas inmediatas de escape.

La nobleza de Smolod se dedicaba a sus diversiones. Algunos vagabundeaban por los prados; otros remaban en los deliciosos canales del norte. El viejo jefe, un príncipe de rostro noble y sagaz, permanecía sentado a solas en un banco de ónice, sumido en profundas meditaciones.

Cugel se acercó; el viejo jefe alzó la mirada y dirigió a Cugel un saludo de comedida cordialidad.

—No estoy tranquilo con lo ocurrido —declaró—. Pese a la indudable equidad de mi juicio, y admitiendo tu inevitable ignorancia de nuestras costumbres, tengo la sensación de que se ha cometido una injusticia, y no sé como repararla.

—Me parece —dijo Cugel— que el caballero Bubach Angh, aunque indudablemente es un hombre de valía, demuestra una falta de disciplina que no encaja con la dignidad de Smolod. En mi opinión, debería permanecer aún unos cuantos años más dedicándose a sus cultivos en Grodz.

—Hay algo de cierto en lo que dices —respondió el viejo—. A veces son esenciales algunos pequeños sacrificios personales para el bienestar del grupo. Tengo la sensación de que tú, si se presentara la circunstancia, ofrecerías de buen grado tu lentilla y te enrolarías de nuevo en Grodz. ¿Qué son unos cuantos años? Pasan aleteando como mariposas.

Cugel hizo un suave gesto.

—O podría organizarse un sorteo, en el que participasen todos los que disponen de dos lentillas; quien perdiera donaría una de sus lentillas a Bubach Angh. Yo me seguiría contentando con la que tengo.

El viejo frunció el ceño.

—Bueno…, se trata de una remota posibilidad. Mientras tanto, debes participar en nuestras diversiones. Si se me permite decirlo, tienes buena planta, y algunas de las princesas no han dejado de mirar en tu dirección. Ahí, por ejemplo, está la encantadora Udela Narshag…, y allí Zokoxa la de Pétalos de Rosa, y más allá la vivaz Ilviu Lasmal. No debes sentirte cohibido; aquí en Smolod vivimos una vida sin represiones.

—El encanto de esas damas no ha escapado a mi atención —dijo Cugel—. Desgraciadamente, estoy ligado a un voto de continencia.

—¡Hombre desgraciado! —exclamó el viejo jefe—. Las princesas de Smolod no tienen par. Y observa…, ¡ahí hay otra solicitando tu atención!

—Seguro que es a ti a quien reclama —dijo Cugel, y el viejo fue a hablar con la joven en cuestión, que había llegado a la plaza conduciendo un magnífico vehículo con forma de bote y que avanzaba por medio de seis patas de cisne. La princesa permanecía reclinada en un asiento rosa y era tan hermosa que Cugel maldijo sus recuerdos, que no dejaban de proyectarle cada greña de pelo, verruga, labio inferior colgante, sudorosos sobacos y arrugas de cada una de las mujeres de Smolod en primer término de su memoria. Aquella princesa era sin lugar a dudas la esencia de un sueño: esbelta y graciosa, con una piel como crema batida, una nariz delicada, pensativos ojos luminosos, una boca de deliciosa flexibilidad. Su expresión intrigó a Cugel, pues era más compleja que la de las demás princesas: pensativa pero voluntariosa; ardiente pero insatisfecha.

Bubach Angh apareció en la plaza, armado de pies a cabeza, con peto, morrión y espada. El viejo jefe fue a hablar con él; y entonces, ante la irritación de Cugel, la princesa del bote andante le hizo un gesto de que se acercara.

Se acercó.

—¿Si, princesa? Creo que me has saludado.

La princesa asintió.

—Estaba preguntándome sobre los motivos de tu presencia en estos parajes tan septentrionales. —Hablaba con una voz clara y suave, como música.

—Estoy aquí cumpliendo una misión —dijo Cugel—; estaré poco tiempo en Smolod, y luego debo seguir hacia el sur.

—¡Qué excitante! —dijo la princesa—. ¿Cuál es la naturaleza de tu misión?

—Para ser sincero; fui traído hasta aquí por la malicia de un mago. No hallé medios de escaparme.

La princesa rió suavemente.

—Veo pocos extranjeros por aquí. Anhelo rostros nuevos y distintas formas de hablar. Quizá quieras venir a mi palacio y hablar conmigo de magia y de las extrañas circunstancias que se acumulan en la Tierra moribunda.

Cugel hizo una rígida inclinación.

—Tu oferta es tentadora. Pero deberás acudir a otro lado; estoy ligado por un voto de continencia. Controla tu desagrado, porque se aplica no solo a ti sino también a Udela Narshag allí, a Zokox y a Ilviu Lasmal.

La princesa alzó las cejas, se reclinó en su blando asiento. Sonrió débilmente.

—Por supuesto, por supuesto. Eres un hombre duro, un hombre severo e inflexible, para rechazar a tantas implorantes mujeres.

—Este es el caso, y así debe ser. —Cugel se volvió para hacer frente al viejo jefe, que se acercaba con Bubach Angh a sus espaldas.

—Malas noticias —anunció el viejo jefe con voz turbada—. Bubach Angh habla en nombre del poblado de Grodz. Declara que no serán proporcionadas más vituallas a Smolod hasta que se haga justicia, y por ello entienden que entregues tu lentilla a Bubach Angh y tu persona a un comité de castigo que aguarda en aquel parque.

Cugel rió nerviosamente.

—¡Qué visión más distorsionada! Supongo que les habrás dicho, por supuesto, que nosotros los de Smolod comeremos hierba y destruiremos las lentillas antes que aceptar tan detestables medidas.

—Me temo que he temporizado —afirmó el viejo jefe—. Tengo la sensación de que los demás caballeros de Smolod estarán a favor de una acción más suave.

La implicación era clara, y Firx empezó a agitarse exasperado. A fin de examinar la situación de la manera más realista posible, Cugel cambió el parche de su ojo izquierdo al derecho.

Algunos ciudadanos de Grodz, armados con hoces, azadas y palos, aguardaban a una distancia de unos cincuenta metros: evidentemente se trataba del comité de castigo al que se había referido Bubach Angh. A un lado estaban las chozas de Smolod; al otro el bote andante y su princesa… Cugel miró de nuevo, atónito. El bote seguía siendo como antes, erguido sobre sus seis patas de ánade, y reclinada en su asiento de color rosa estaba la princesa…, más hermosa, si era posible, que nunca. Pero ahora su expresión, en vez de ligeramente sonriente, era fría y seria.

Cugel inspiró profundamente y echó a correr. Bubach Angh gritó una orden de alto, pero Cugel no le prestó atención. Corrió por la yerma tierra, con el comité de castigo tras sus talones.

Cugel rió alegremente. Tenía largas piernas, buen fondo; los campesinos eran rechonchos, musculosos, de aliento corto. Podía hacer fácilmente dos kilómetros por cada uno de ellos. Se detuvo un momento y se volvió para decirles adiós. El corazón se le cayó a los pies cuando vio que dos de las patas del bote andante se habían desprendido del casco y habían echado a correr tras él. Cugel siguió corriendo desesperadamente. En vano. Las patas lo alcanzaron, una por cada lado. Giraron en redondo y le obligaron a detenerse a base de patadas.

Cugel regresó hoscamente, con las patas saltando tras él. Justo antes de alcanzar el límite de Smolod metió la mano bajo el parche y se quitó la lentilla mágica. Cuando el comité de castigo iba a lanzarse sobre él la alzó en el aire.

—¡Retroceded… o la hago pedazos!

—¡Alto! ¡Alto! —gritó agudamente Bubach Angh —¡No puedes hacer esto! Vamos, dame la lentilla y acepta lo que te mereces.

—Todavía no se ha decidido nada —le recordó Cugel—. El viejo jefe aún no ha dicho la última palabra.

La muchacha se alzó de su asiento en el bote.

—Yo la diré; soy Derwe Coreme, de la Casa de Domber. Dame el cristal violeta, sea lo que sea.

—Ni lo sueñes —dijo Cugel—. Toma el de Bubach Angh.

—¡Nunca! —exclamó el caballero de Grodz.

—¿Qué? ¿Los dos tenéis una lentilla y ambos queréis las dos? ¿Qué son esos objetos tan preciosos? ¿Los lleváis como ojos? Dádmelos.

Cugel extrajo su espada.

—Prefiero correr, pero lucharé si es necesario.

—Yo no puedo correr —dijo Bubach Angh—. Prefiero luchar. —Se quitó la lentilla del ojo—. Ahora, vagabundo, prepárate a morir.

—Un momento —dijo Derwe Coreme. De una de las patas del bote brotaron delgados brazos que sujetaron las muñecas de Cugel y Bubach Angh. Las lentillas cayeron al suelo; la de Bubach Angh golpeó una piedra y se hizo añicos. El hombre aulló de pura angustia y saltó contra Cugel, que se mantuvo firme ante el ataque.

Bubach Angh no sabía nada de esgrima; tajaba y pinchaba como si estuviera limpiando pescado. La furia de su ataque, sin embargo, era enorme, y Cugel se vio en apuros para defenderse. Además de los mandobles y tajos que le lanzaba Bubach Angh, Firx estaba deplorando la pérdida de la lentilla.

Derwe Coreme había perdido interés en el asunto. El bote se alejó por el desolado terreno, avanzando más y más aprisa. Cugel lanzó un ataque con su espada, retrocedió, retrocedió de nuevo, y por segunda vez echó a correr, mientras la gente de Smolod y Grodz gritaba maldiciones a sus espaldas.

El vehículo—bote avanzaba bamboleándose a una apreciable velocidad. Sintiendo arder sus pulmones, Cugel consiguió alcanzarlo, y con un gran brinco saltó por encima de la borda y se metió dentro.

Era como había esperado. Derwe Coreme había mirado a través de la lentilla y permanecía inmóvil, alucinada. El cristal violeta reposaba en su regazo.

Cugel lo agarró, luego miró por un momento el exquisito rostro y se preguntó si se atrevería a algo más. Firx decidió que no. Además, Derwe Coreme estaba ya suspirando y volviendo la cabeza.

Cugel saltó fuera del bote, apenas a tiempo. ¿Le había visto ella? Corrió hasta un cañizal junto a un estanque y se metió en el agua. Desde allí vio como el bote se detenía mientras Derwe Coreme se ponía en pie. Buscó la lentilla por todo el asiento rosa, luego miró a su alrededor, como esperando hallar algo en el desolado paisaje. Pero la luz rojo sangre del sol en su ocaso se reflejaba en sus ojos cuando miró hacia donde estaba Cugel, y solamente vio las cañas y el reflejo del sol en el agua.

Furiosa y más hosca que nunca, puso en movimiento el bote. Echó a andar, luego a trotar, luego a galopar hacia el sur.

Cugel salió del agua, inspeccionó la lentilla mágica, la metió en su bolsa y miró hacia Smolod. Echó a andar en dirección al sur, luego se detuvo. Sacó la lentilla de la bolsa, cerró el ojo izquierdo, y ajustó la lentilla al derecho. Los palacios brotaron, piso a piso, torre tras torre, con los jardines colgando de las terrazas… Cugel hubiera seguido mirando durante mucho rato, pero Firx empezó a ponerse nervioso.

Cugel devolvió la lentilla a la bolsa y echó a andar de nuevo hacia el sur, dispuesto a emprender el largo camino de vuelta a Almery.

II
Cil

El atardecer que cruzaba los páramos del norte se extendía sobre un melancólico paisaje, lánguido como el sangrar de un animal muerto; el crepúsculo descubrió a Cugel afanándose en cruzar unas marismas de sal. La oscura luz roja del atardecer le había engañado; caminando por las desoladas extensiones yermas, primero había encontrado humedad bajo sus pies, luego una pegajosa blandura, y ahora por todas partes había lodo, hierba de las marismas, unos cuantos alerces y sauces, charcos y cenagales que reflejaban el plomizo púrpura del cielo.

Al este había una colinas bajas; hacia ellas se encaminaba Cugel, saltando de matorral en matorral, corriendo delicadamente sobre el costroso barro. A veces fallaba al poner el pie, y caía al barro o entre podridas raíces, en cuyos momentos sus amenazas e imprecaciones hacia Iucounu el Mago Reidor alcanzaban el máximo de rencor.

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