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Authors: Jack Vance

Tags: #Ciencia ficción

Los ojos del sobremundo (9 page)

BOOK: Los ojos del sobremundo
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Cugel prefirió no mencionar a Firx, cuyas exhalaciones espirituales, mezcladas con las de Cugel, causaban indudablemente las diferencias que Derwe Coreme había notado.

—Hay una razón para este efecto —dijo Cugel—, que a su debido tiempo sabrás y comprenderás.

—Intentaré recordarlo, Eminente.

Cugel frunció el ceño. En las observaciones y en la inclinación de la cabeza de Derwe Coreme observó una apenas disimulada insolencia, que encontraba exasperante. De todos modos, había mucho tiempo para corregir aquello una vez hubiera aprendido el uso del amuleto, un asunto de primera urgencia. Cugel se reclinó en los almohadones y habló como alguien que medita indolentemente:

—En estos tiempos de la Tierra moribunda se observan por todas partes circunstancias excepcionales. Recientemente, en la mansión de Iucounu el Mago Reidor, vi un gran libro que indexaba todos los escritos sobre magia y todos los estilos de runas taumatúrgicas. ¿Es posible que poseas volúmenes similares en tu biblioteca?

—Es posible —dijo Derwe Coreme—. El decimocuarto Garth Haxt de Slaye era un diligente coleccionista, y compiló un voluminoso compendio sobre esas materias.

Cugel unió las manos, disimulando su excitación.

—Me gustaría ver inmediatamente este importante trabajo.

Derwe Coreme le miró maravillada.

—Entonces, ¿eres tan bibliófilo como eso? Una lástima, porque el octavo Rubel Zaff ordenó que ese compendio en particular fuera sumergido más allá del cabo del Horizonte.

Cugel hizo una mueca.

—¿No hay otros tratados a mano?

—Indudablemente —dijo Derwe Coreme—. La biblioteca ocupa toda el ala norte. ¿Pero no te bastará mañana para tu investigación? —Y, desperezándose en una lánguida calidez, consiguió adoptar con su cuerpo primero una lujuriosa postura, luego otra.

Cugel apuró el contenido de una copa de cristal negro.

—Sí, no hay prisa al respecto. Y ahora… —fue interrumpido por una mujer de mediana edad vestida con voluminosas ropas marrones, evidentemente una de las sirvientas de segundo orden, que entró precipitadamente en aquel momento en el salón. Gritaba histéricamente, y varios lacayos corrieron a su encuentro para sostenerla. Entre desgarradores sollozos hizo saber la fuente de su angustia: un abominable acto que acababa de cometer la criatura de fuera sobre su hija.

Derwe Coreme señaló graciosamente a Cugel.

—Este es el nuevo Señor de Cil; posee enormes poderes mágicos, y ordenará que esa criatura sea destruida. ¿No es así, Eminente?

Cugel se frotó pensativo la mandíbula. Un dilema, realmente. La mujer y todos los sirvientes cayeron de rodillas.

—¡Eminente, si controlas esta magia corrosiva, empléala ahora mismo para destruir a esa vil criatura!

Cugel se sobresaltó; volvió la cabeza hacia Derwe Coreme, y sus ojos se cruzaron con su pensativa mirada. Saltó en pie.

—¿Para qué necesito la magia cuando puedo esgrimir una espada? ¡Despedazaré a la criatura, órgano a órgano! —Hizo una seña a los seis hombres de armas que permanecían de pie con sus armaduras de cobre—. ¡Venid! ¡Traed antorchas! ¡Iremos a desmembrar a ese monstruo!

Los hombres de armas obedecieron sin entusiasmo. Cugel los condujo hacia el gran portal.

—¡Cuando abra de par en par las puertas, salid con las antorchas para que iluminen a la vil criatura! ¡Tened desenvainadas las espadas para poder asestarle el golpe de gracia cuando os lo envíe agonizante!

Los hombres de armas, cada cual con su antorcha y la espada en la mano, aguardaron ante el portal. Cugel corrió los pasadores de hierro y abrió las hojas de par en par.

—¡Fuera! ¡Arrojad sobre el monstruo la última luz de su existencia!

Los hombres de armas corrieron fuera desesperadamente, con Cugel fanfarroneando detrás, agitando su espada. Los hombres de armas se detuvieron en el arranque de la escalinata, mirando inseguros hacia el paseo, desde donde llegaba el más horrible de los sonidos.

Cugel miró por encima del hombro y vio a Derwe Coreme observándole atentamente desde el umbral.

—¡Adelante! —gritó—. ¡Rodead a esa maligna criatura, que lleva la muerte revoloteando sobre su cabeza!

Los hombres de armas descendieron torpemente la escalinata, con Cugel en retaguardia.

—¡Golpead con ganas! —exclamó—. ¡Hay mucha gloria para todos! ¡Arrojaré mi magia sobre aquel que falle un golpe!

Las parpadeantes luces brillaban en los pedestales, alineados en una larga hilera que se perdía al fondo en la oscuridad.

—¡Adelante! —gritó de nuevo Cugel—. ¿Dónde está ese ser bestial? ¿Por qué no aparece para recibir su merecido? —Y Cugel escrutó las oscilantes sombras, esperando que por aquel entonces la criatura se hubiera alarmado lo suficiente como para huir.

A su lado se produjo un pequeño sonido. Cugel se volvió y vio una forma alta y pálida de pie e inmóvil. Los hombres de armas jadearon y huyeron inconteniblemente escalinata arriba.

—¡Mata a la bestia con tu magia, Eminente! —exclamó el sargento—. ¡El método más expeditivo es a menudo el mejor!

La criatura avanzó; Cugel retrocedió tambaleante. El monstruo dio un rápido paso adelante. Cugel saltó tras un pedestal. La criatura agitó un brazo; Cugel golpeó con su espada, saltó a la protección de otro pedestal, luego corrió con gran habilidad hacia atrás cruzando la terraza. La puerta se estaba cerrando ya; Cugel se deslizó rápidamente por la cada vez más estrecha abertura. Ayudó a cerrar la hoja y colocó los pasadores en su sitio. El peso de la criatura golpeó violentamente contra las maderas, y los pasadores protestaron con un crujido.

Cugel se volvió para enfrentarse con los brillantes y evaluadores ojos de Derwe Coreme.

—¿Qué ocurrió? —quiso saber—. ¿Por qué no mataste al monstruo?

—Los guerreros huyeron con las antorchas —dijo Cugel—. No podía ver ni donde golpear ni donde tajar.

—Extraño —murmuró Derwe Coreme—. Parecía haber suficiente iluminación para un ejercicio tan poco importante. ¿Por qué no empleaste el poder del amuleto o arrancaste a la criatura miembro tras miembro?

—Una muerte simple y rápida no es adecuada aquí —afirmó Cugel con dignidad—. Debo meditar largamente y decidir cómo puede expiar mejor sus crímenes.

—Por supuesto —dijo Derwe Coreme—. Por supuesto.

Cugel regresó al gran salón.

—¡Volvamos al banquete! ¡Que corra el vino! ¡Todo el mundo debe beber por la ascensión del nuevo Señor de Cil!

Derwe Coreme dijo con voz sedosa:

—¡Por favor, Eminente, haz alguna demostración del poder del amuleto, para gratificar nuestra curiosidad!

—¡Por supuesto! —Y Cugel tocó carbúnculo tras carbúnculo, produciendo gruñidos y lamentos de anhelos insatisfechos, con algún ocasional gemido o grito.

—¿Puedes hacer más? —preguntó Derwe Coreme, con la suave sonrisa de una niña traviesa.

—Naturalmente, si quiero. ¡Pero ya basta! ¡Bebamos todos a una!

Derwe Coreme hizo una seña al sargento de la guardia.

—Saca la espada y rebana el brazo de ese estúpido; tráeme el amuleto.

—Con placer, Gran Dama. —El sargento avanzó, con la espada desnuda.

—¡Quieto! —gritó Cugel—. ¡Un paso más, y la magia pondrá cada uno de tus huesos en ángulo recto!

El sargento miró a Derwe Coreme, que se echó a reír.

—Haz lo que te dije o teme mi venganza, que ya conoces.

El sargento se estremeció y siguió avanzando. Pero entonces un sirviente de segundo orden avanzó precipitadamente hacia Cugel, y bajo su capucha Cugel vio el curtido rostro del viejo Slaye.

—Yo te salvaré. ¡Muéstrame el amuleto!

Cugel dejó que los ansiosos dedos tantearan los carbúnculos. Slaye presionó uno de ellos y dijo algo con una voz tan exultante y temblorosa que las sílabas se perdieron. Hubo un gran estremecimiento, y una enorme forma negra se irguió al fondo del salón.

—¿Quién me atormenta? —gimió—. ¿Quién dará fin a mi penar?

—¡Yo! —exclamó Slaye—. ¡Avanza por el salón, mata todos menos a mí!

—¡No! —gritó Cugel—. ¡Soy yo quien posee el amuleto! ¡Yo a quien tienes que obedecer! ¡Mata a todos menos a mí!

Derwe Coreme aferró a Cugel por el brazo, intentando ver el amuleto.

—¡No conseguirás nada a menos que lo llames por su nombre! ¡Estamos todos perdidos!

—¿Cuál es su nombre? —gimió Cugel—. ¡Aconséjame!

—¡Retroceded! —declaró Slaye—. He considerado…

Cugel le lanzó un terrible golpe y lo envió despatarrado debajo de la mesa. El demonio se estaba acercando, deteniéndose tan sólo para agarrar a los hombres de armas y lanzarlos contra las paredes. Derwe Coreme volvió a sujetar a Cugel por el brazo.

—¡Déjame ver el amuleto! ¿No sabes nada en absoluto? ¡Yo le ordenaré!

—¡Ni lo sueñes! —dijo Cugel—. ¿Acaso soy Cugel el Astuto por nada? Muéstrame que carbúnculo es, recítame el nombre.

Derwe Coreme inclinó la cabeza, leyó la runa, adelantó una mano para presionar un carbúnculo, pero Cugel apartó su brazo de un manotazo.

—¿Qué nombre es? ¡O moriremos todos!

—¡Llama a Vanille! ¡Presiona aquí, llama a Vanille!

Cugel apretó el carbúnculo.

—¡Vanille! Detén la refriega.

El negro demonio no hizo el menor caso. Hubo un nuevo gran sonido, y un segundo demonio apareció. Derwe Coreme lanzó un grito de horror.

—¡No era Vanille; muéstrame otra vez el amuleto!

Pero ya no había tiempo; el demonio negro estaba sobre ellos.

—¡Vanille! —aulló Cugel—. ¡Destruye a ese monstruo negro!

Vanille era bajo y robusto y de un color verde deslucido, con ojos como faros escarlata. Se lanzó contra el primer demonio, y el terrible golpe del encuentro atronó en todos los oídos, y los ojos no pudieron seguir el frenesí de la lucha. Las paredes se estremecieron cuando las dos grandes fuerzas chocaron y rebotaron. La mesa se astilló bajo los golpes de enormes pies. Derwe Coreme fue arrojada a un rincón. Cugel se arrastró tras ella, de cuatro patas, y la encontró encogida contra la pared, mirando con ojos muy fijos la escena, semiconsciente pero privada de voluntad. Cugel situó el amuleto ante sus ojos.

—¡Lee las runas! ¡Llama los nombres, los probaré todos, uno a uno! ¡Rápido, para salvar nuestras vidas!

Pero Derwe Coreme se limitó a hacer un suave movimiento con los labios. Tras ellos, el demonio negro, montado a horcajadas sobre Vanille, estaba arrancando metódicamente con sus garras puñados de su sustancia y arrojándolos a un lado, mientras Vanille aullaba y chillaba y volvía su feroz cabeza a uno y otro lado, lanzando inútiles dentelladas y golpeando con sus verdes brazos. El demonio negro hundió profundamente uno de sus brazos, agarró algún nódulo central y tiró, y Vanille se convirtió en un resplandeciente limo verde que se desmoronó en una minada de partes, cada una de las cuales brilló y chispeó brevemente y se estremeció antes de disolverse y desaparecer sobre las piedras.

Slaye se irguió sonriente encima de Cugel.

—¿Quieres conservar la vida? Pásame el amuleto y te la salvaré. ¡Duda un instante, y estarás muerto!

Cugel se sacó el amuleto de la muñeca, pero no pudo obligarse a dárselo al otro. Dijo con repentina astucia:

—Puedo darle el amuleto al demonio.

Slaye lo miró con ojos llameantes.

—Y entonces todos estaremos muertos. A mí no me importa. Así que hazlo. Te desafío. Pero si quieres la vida…, el amuleto.

Cugel miró a Derwe Coreme.

—¿Y ella?

—Ambos podréis marcharos de aquí. El amuleto, porque el demonio ya está encima nuestro.

El demonio negro se erguía como una mole ante ellos; Cugel tendió apresuradamente el amuleto a Slaye, que pronunció un seco grito y tocó un carbúnculo. El demonio pareció contraerse, hundirse sobre si mismo, y desapareció.

Slaye retrocedió unos pasos, sonriendo triunfal.

—Ahora fuera los dos, tú y la chica. Mantengo mi palabra; no más. Podéis conservar vuestras miserables vidas: iros.

—¡Concédeme un deseo! —suplicó Cugel—. ¡Transpórtanos a Almery, al valle del Xzan, donde pueda librarse de ese azote llamado Firx!

—No —dijo Slaye—. Te niego el deseo de tu corazón. Marchaos inmediatamente.

Cugel alzó a Derwe Coreme en pie. Aún atontada, la muchacha contempló el destrozo del salón. Cugel se volvió a Slaye.

—La criatura aguarda en el paseo.

Slaye asintió.

—Puede que así sea. Mañana tendré que encargarme de ella. Esta noche llamaré a los artesanos del submundo para que reparen el salón y restablezcan la gloria de Cil. ¡Fuera! ¿Creéis que me importa cómo os las arreglaréis con la criatura? —Su rostro enrojeció, y su mano jugueteó sobre los carbúnculos del amuleto—. ¡Fuera, inmediatamente!

Cugel tomó el brazo de Derwe Coreme y la condujo fuera del salón, hacia la gran puerta delantera. Slaye permaneció detrás con los pies separados, los hombros encorvados, la cabeza inclinada hacia delante, los ojos siguiendo cada uno de los movimientos de Cugel. Cugel soltó los pasadores, abrió la puerta y salió a la terraza.

El paseo estaba sumido en el silencio. Cugel condujo a Derwe Coreme escalinata abajo y hacia un lado, hacia las descuidadas plantas del viejo jardín. Allá hizo una pausa para escuchar. Del palacio llegaban sonidos de actividad: raspar y frotar, roncos gritos y chillidos, el destellar de multicolores luces. En el centro del paseo surgió una alta forma blanca, saltando de un pedestal a otro. Hizo una pausa para escuchar los sonidos y observar maravillada las destellantes luces. Mientras estaba así absorta Cugel condujo a Derwe Coreme alejándose de ella, protegidos por el oscuro follaje, hasta desaparecer en la noche.

III
Las montañas de Magnatz

Poco después del amanecer Cugel y Derwe Coreme emergieron del establo en la ladera de la colina donde habían pasado la noche. El aire era frío y el sol, una burbuja color vino tras una alta bruma, no calentaba. Cugel se palmeó los brazos y dio saltitos arriba y abajo, mientras Derwe Coreme permanecía con el rostro fruncido, apoyada blandamente contra el viejo establo.

Finalmente Cugel se sintió irritado por su actitud, que implicaba un sutil menosprecio hacia él.

—Ve a buscar un poco de leña —dijo secamente—. Encenderé un fuego; desayunaremos con un poco de comodidad.

Sin una palabra, la hasta entonces Princesa de Cil fue a buscar leña. Cugel se volvió para inspeccionar el brumoso paisaje hacia el este, lanzando una automática maldición contra Iucounu el Mago Reidor, cuya malevolencia lo había traído hasta aquellos páramos septentrionales.

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