Los habitantes de Vull se mostraron generosamente expansivos ante la noticia, y felicitaron a Cugel como si fuera un residente de toda la vida.
Todos se congregaron en la taberna; fueron sacados vino y carne adobada; aparecieron unos músicos, y hubo púdicos bailes y alegría.
Durante el transcurso de la tarde Cugel estuvo observado a una hermosa muchacha que bailaba con un joven que había formado parte del grupo de caza. Cugel llamó al atamán, dirigió su atención hacia ella.
—Oh, sí: la deliciosa Marlinka. Baila con el muchacho con quien creo que piensa casarse.
—¿Es posible que sus pensamientos puedan sufrir alguna variación? —inquirió significativamente Cugel.
El atamán hizo un malicioso guiño.
—¿La encuentras atractiva?
—Por supuesto, y ya que es un prerrequisito de mi oficio, declaro en este mismo momento que esa deliciosa criatura es la elegida para mi esposa. ¡Que la ceremonia sea celebrada de inmediato!
—¿Tan rápido? —inquirió el atamán—. Oh, bueno, la impetuosa sangre de la juventud no admite espera. —Hizo una seña a la muchacha, y ella se dirigió bailando alegremente hacia la mesa. Cugel se levantó e hizo una profunda reverencia. El atamán dijo—: Marlinka, el Vigía de la Ciudad te encuentra deseable y te quiere como su esposa.
Marlinka pareció sorprendida al principio, luego regocijada. Miro pícaramente a Cugel e hizo una profunda reverencia.
—El Vigía me hace un gran honor.
—Además —entonó el atamán—, requiere que la ceremonia nupcial sea celebrada ahora, en este mismo instante.
Marlinka miró dubitativa a Cugel, luego por encima del hombro al joven con quien había estado bailando.
—Muy bien. Como quieras.
Fue celebrada la ceremonia, y Cugel se halló casado con Marlinka, la cual, examinada de más cerca, comprobó que era una muchacha de deliciosa alegría, encantadores modales y exquisita apariencia. Puso un brazo en torno a su talle.
—Ven —susurró, marchémonos de aquí y sellemos nuestro convenio nupcial.
—No tan pronto —murmuró Marlinka—. Necesito tiempo para prepararme; ¡estoy sobreexcitada! —Se soltó y se alejó bailando.
Hubo más fiesta y alegría, y con enorme descontento Cugel observó que Marlinka bailaba de nuevo con el joven al que estaba anteriormente prometida. Mientras observaba abrazó a aquel joven con grandes evidencias de ardor. Cugel avanzó hacia ellos, detuvo el baile y llevó a un lado a su recién desposada.
—Este acto no es de lo más apropiado; ¡sólo llevas casada una hora!
Marlinka, sorprendida y desconcertada, se echó a reír, luego frunció el ceño, luego se echó a reír de nuevo y prometió comportarse con mayor decoro. Cugel intentó conducirla a su habitación, pero ella volvió a declarar inmediatamente que el momento no era el adecuado.
Cugel lanzó un profundo suspiro irritado, pero se consoló recordando sus otras prerrogativas: el libre acceso al almacén de los tesoros, por ejemplo. Se inclinó hacia el atamán.
—Puesto que ahora soy guardián titular de las riquezas comunales, es prudente que tome conocimiento con detalle, lo más pronto posible, del tesoro que debo custodiar. Si tienes la bondad de entregarme las llaves, haré ahora mismo un inventario rápido.
—Mejor aún —dijo el atamán—. Te acompañaré, y haré todo lo que pueda por ayudarte.
Se dirigieron al almacén. El atamán abrió la puerta y encendió la luz. Cugel entró y examinó los objetos de valor.
—Veo que todo está en orden, y quizá sea aconsejable esperar hasta que mi cabeza se haya asentado un poco antes de iniciar un inventario detallado. Pero mientras tanto… —Cugel se dirigió al cofre de las joyas, seleccionó algunas gemas y empezó a meterlas en su bolsa.
—Un momento —dijo el atamán—. No quisiera incomodarte. Dentro de poco serás equipado con ropajes de ricas telas acordes con tu rango. Las riquezas es más conveniente guardarlas aquí en el tesoro; ¿por qué molestarte con el peso, o incurrir en la posibilidad de una pérdida?
—Tienes razón en lo que dices —observó Cugel—, pero deseo ordenar la construcción de una casa dominando el lago, y necesitaré algo de valor para pagar los costes de construcción.
—A su debido tiempo, a su debido tiempo. Difícilmente podrán empezar los trabajos hasta que hayas examinado la zona y elegido el lugar más idóneo.
—Cierto —admitió Cugel—. Puedo ver que se aproximan tiempos atareados. Pero ahora… ¡volvamos a la taberna! ¡Mi esposa es demasiado tímida, pero ya no voy a aceptarle ningún otro retraso!
Pero a su regreso fue imposible encontrar a Marlinka por parte alguna.
—Indudablemente ha ido a ponerse ropas más seductoras —sugirió el atamán—. ¡Ten paciencia!
Cugel frunció los labios con desagrado, y todavía se irritó más cuando descubrió que el joven cazador también se había ido.
La fiesta prosiguió a buen ritmo, y después de muchos brindis Cugel empezó a sentirse un tanto achispado y fue llevado a su habitación.
A primera hora de la mañana el atamán llamó a la puerta, y entró tras ser invitado por Cugel a ello.
—Ahora debemos visitar la torre de observación —dijo el atamán—. Mi propio hijo ha custodiado Vull esta última noche, porque nuestra tradición exige una vigilancia incesante.
Cugel se vistió de mala gana y siguió al atamán al frío aire matutino. Caminaron hasta la torre, y Cugel se sintió asombrado tanto por su altura como por la elegante simplicidad de su construcción, con sólo un esbelto eje central irguiéndose ciento cincuenta metros en el aire para sostener la cúpula.
Una escalera de cuerda era el único medio de subir. El atamán inició el ascenso y Cugel siguió detrás, con la escalera oscilando y balanceándose de tal modo que Cugel empezó a sentir vértigo.
Alcanzaron sanos y salvos la cúpula, y el cansado hijo del atamán descendió. La cúpula estaba amueblada de un modo algo menos lujoso de lo que Cugel había esperado, de hecho parecía casi austera. Señaló aquel hecho al atamán, que afirmó que la deficiencias serían rápidamente subsanadas.
—Simplemente indica lo que quieres, y será hecho.
—Muy bien: Deseo una gruesa alfombra en el suelo…, en tonos verdes y dorados sería lo más adecuado. Una cama más elegante y cómoda que ese triste camastro que veo contra la pared, y más grande también, porque supongo que Marlinka pasará también buena parte de su tiempo aquí. Una caja fuerte para joyas y otros artículos de valor aquí, un compartimiento para provisiones allí, unas estanterías para esencias en este lado. En este rincón una banqueta para enfriar los vinos.
El atamán asintió sin discusión a todo.
—Será como tú dices. Pero ahora debemos examinar tus deberes, que son tan simples que ni siquiera requieren ser enumerados: simplemente debes mantener la vigilancia sobre Magnatz.
—Eso lo tengo entendido, pero como antes, se me ocurre un corolario: a fin de trabajar con una eficiencia óptima tendría que saber qué o a quién debo vigilar. Magnatz podría pasearse impunemente por esta misma explanada de abajo si soy incapaz de reconocerle. ¿Cuál es su aspecto?
El atamán agitó la cabeza.
—No puedo decirlo; la información se pierde en las brumas del tiempo. La leyenda informa solamente de que fue engañado y alejado por un mago. —El atamán se dirigió al punto de observación—. Fíjate: aquí hay un instrumento óptico. Está basado en un ingenioso principio, y acerca y hace grandes las escenas hacia las cuales lo diriges. De tanto en tanto puede que quieras inspeccionar los puntos de orientación de la zona. En esta dirección se halla el monte Temus; más abajo está el lago Vull, donde nadie puede navegar debido a los remolinos. En esta otra dirección está el paso de Padagar, que conduce al este, a las tierras de Merce. Si te fijas puedes distinguir el túmulo conmemorativo mandado erigir por Guzpah el Grande, cuando reunió ocho ejércitos para atacar a Magnatz. Magnatz erigió otro túmulo, ¿ves ese gran montículo al norte?, a fin de cubrir todos sus cadáveres. Y ahí está la melladura que abrió Magnatz entre las montañas para que el aire fresco circulara por el valle. Al otro lado hay algunas ruinas titánicas, donde Magnatz tenía su palacio.
Cugel inspeccionó los distintos puntos de orientación a través del aparato óptico.
—Por lo que se ve, Magnatz era una criatura de enorme poder.
—Así afirma la leyenda. Ahora, un asunto final. Si Magnatz aparece…, una probabilidad ante la que hay que echarse a reír, por supuesto…, debes tirar de esta cuerda, que hará sonar el gran gong. Nuestras leyes prohiben rigurosamente hacer sonar el gong, excepto si es avistado Magnatz. La pena por esta transgresión es tremendamente severa; de hecho, el último Vigía traicionó su alto oficio haciendo sonar el gong sin motivo. Es inútil que te diga que fue juzgado severamente y, tras ser despedazado entre cadenas que iban siendo retorcidas lentamente, sus trozos fueron arrojados a los remolinos del lago.
—¡Qué tipo más idiota! —observó Cugel—. ¿Por qué despreciar tanta riqueza, comodidad y honor por una estúpida diversión?
—Eso es lo que opinamos todos —afirmó el atamán.
Cugel frunció el ceño.
—Me siento desconcertado por ese acto. ¿Era un hombre joven, para ceder tan fácilmente a un capricho tan frívolo?
—Ni siquiera esta disculpa puede argumentarse en su beneficio. Era un sabio de ochenta años, sesenta de los cuales los había pasado como Vigía de la ciudad.
—Su conducta se hace todavía más increíble —fue el pensativo comentario de Cugel.
—Todos en Vull sienten lo mismo. —El atamán se frotó vivamente las manos—. Bien, creo que ya hemos visto todo lo esencial; ahora te dejaré para que disfrutes de tus deberes.
—Un momento —dijo Cugel—. Insisto en algunos cambios y mejoras: la alfombra, las cajas, los almohadones, las estanterías, la cama.
—Por supuesto —dijo el atamán. Inclinó la cabeza sobre la barandilla, gritó instrucciones a los de abajo. No hubo una respuesta inmediata, y el atamán se exasperó—. ¡Qué fastidio! —exclamó—. Parece que voy a tener que resolverlo yo mismo. —Empezó a bajar la escalera de cuerda.
—Ten la bondad de enviar aquí arriba a mi esposa Marlinka —pidió Cugel tras él—, pues hay ciertos asuntos que quiero arreglar con ella.
—La buscaré inmediatamente —dijo el atamán por encima del hombro.
Unos minutos más tarde hubo un crujir de la gran polea; la escalera fue bajada al extremo de la cuerda que la sostenía. Mirando por encima de la barandilla, Cugel vio que los almohadones estaban a punto de ser izados. La gruesa cuerda que sostenía la escalera se deslizó por la polea, subiendo otra cuerda más fina —apenas algo más que un cordel grueso—, a la que iban atados los almohadones. Cugel los examinó desaprobadoramente; eran viejos y polvorientos, y en absoluto de la calidad que había deseado. ¡Por supuesto, iba a insistir en un equipamiento mucho mejor que aquél! Posiblemente el atamán pretendía que aquellos suplieran la ausencia hasta que pudiera proporcionarle los auténticos de la calidad y elegancia requeridas. Cugel asintió con la cabeza; sí, aquella era obviamente la situación.
Escrutó el horizonte. Magnatz no era visible por parte alguna. Agitó los brazos una o dos veces, caminó de uno a otro lado, y fue a mirar abajo a la plaza, donde esperaba encontrar a artesanos ensamblando lo que había pedido. Pero no había tal actividad; la gente parecía dedicada a sus asuntos habituales. Cugel se alzó de hombros y fue a efectuar otra inspección del horizonte. Como antes, Magnatz era invisible.
Examinó una vez más la plaza. Frunció el ceño, achicó los ojos: ¿no era aquella su esposa Marlinka, paseando por allí abajo en compañía de un joven? Enfocó el instrumento óptico sobre la esbelta figura: era Marlinka, sin la menor duda, y el joven que la tenía sujeta del brazo con tan insolente intimidad era el cazador con el que antes había estado prometida. Cugel encajó la mandíbula, irritado. ¡Aquel comportamiento no podía proseguir! Cuando Marlinka se presentara, le hablaría seriamente del tema.
El sol llegó al cenit; la cuerda se agitó. Cugel miró por encima de la barandilla y vio que su comida estaba siéndole subida en un cesto de mimbre, y se frotó las manos con anticipación. Pero el cesto, cuando alzó la tela que lo cubría, tan sólo contenía media hogaza de pan, un trozo de carne dura y una botella pequeña de insípido vino. Cugel contempló impresionado la magra ración, y decidió descender inmediatamente para poner las cosas en claro. Carraspeó y llamó abajo para que subieran la escalera. Nadie pareció oírle. Llamó más fuerte. Una o dos personas alzaron la vista ligeramente curiosos, pero siguieron andando en dirección a sus asuntos. Cugel tiró furioso de la cuerda y la izó por medio de la polea, pero no apareció ninguna cuerda gruesa ni ninguna escalera. La cuerda fina era un bucle sin fin, capaz de sostener aproximadamente el peso de un cesto de comida.
Cugel se sentó pensativo y examinó la situación. Luego, dirigiendo el aparato óptico de nuevo hacia la plaza, buscó al atamán, el único hombre al que podía dirigirse exigiendo una satisfacción.
A última hora de la tarde Cugel estaba observando por casualidad la puerta de la taberna cuando tuvo la oportunidad de ver al atamán salir tambaleándose del local, obviamente muy cargado de vino. Cugel le llamó perentoriamente; el atamán se detuvo en seco, buscó la fuente de la voz, agitó perplejo la cabeza y siguió su camino cruzando la plaza.
El sol se acercaba al horizonte al otro lado del lago Vull; los remolinos eran espirales marrones y negras. La cena de Cugel llegó: un plato de puerros hervidos y un bol de gachas. Lo inspeccionó todo con escaso interés, luego fue al lado de la cúpula.
—¡Subid la escalera! —grito—. ¡Llega la oscuridad! ¡En ausencia de luz, es inútil vigilar a Magnatz o a nadie!
Como antes, sus observaciones pasaron sin ser oídas. Firx pareció darse repentinamente cuenta de la situación y clavó varias afiladas uñas en partes vitales de Cugel.
Cugel pasó una noche horrible. Cuando los últimos clientes salieron de la taberna los llamó para transmitirles sus quejas, pero hubiera podido ahorrarse el aliento.
El sol apareció por encima de las montañas. La comida de la mañana de Cugel era de calidad aceptable, pero en absoluto la estándar descrita por Hylam Wiskode, el atamán de lengua bífida de Vull. Irritado, Cugel aulló órdenes a los de abajo, pero fue ignorado. Inspiró profundamente; parecía que había sido dejado a sus propios recursos. ¿Pero y qué? ¿Acaso no era Cugel el Astuto? Estudió varios métodos de descender de la torre.