La cuerda por la cual ascendía su comida era demasiado ligera. Si la doblara y la volviera a doblar de modo que sostuviera su peso alcanzaría, como máximo, una cuarta parte de la distancia que lo separaba del suelo. Sus ropas y cueros, retorcidos y anudados entre si, podrían proporcionarle otros seis metros, dejándole colgado en mitad del aire. El ástil de la torre no proporcionaba ningún asidero para los pies. Con herramientas apropiadas y tiempo suficiente tal vez pudiera tallar una escalera que bajara por fuera de la torre, o incluso ir picando enteramente la torre en sí, reduciéndola al final a un muñón desde el que pudiera saltar al suelo… El proyecto no era realizable. Cugel se dejó caer desesperado en los almohadones. Ahora todo estaba claro. Había sido engañado. Era un prisionero. ¿Cuánto tiempo había permanecido el anterior Vigía en su puesto? ¿Sesenta años? La perspectiva ahora no era más alentadora.
Firx, de igual opinión, clavó furiosamente sus garras y dientes, añadiendo su grano de arena a la aflicción de Cugel.
Así pasaron los días y las noches. Cugel meditó larga y sombríamente, contempló la gente de Vull cada vez con mayor revulsión. En una ocasión consideró la posibilidad de hacer sonar el gran gong, como su antecesor se había sentido impulsado finalmente a hacer…, pero recordó la pena y se contuvo.
Cugel llegó a familiarizarse con cada aspecto de la ciudad, del lago y del paisaje circundante. Por la mañana densas brumas cubrían el lago; al cabo de dos horas una brisa las alejaba. Los remolinos sorbían y gruñían, girando aquí y allá, y los pescadores de Vull se aventuraban muy pocas veces a alejarse de la orilla más allá del largo de sus botes. Cugel llegó a reconocer a todos los habitantes del poblado, y aprendió los hábitos de cada uno. Marlinka, su pérfida esposa, cruzaba a menudo la plaza, pero raramente dirigía su mirada hacia arriba. Cugel marcó bien en su memoria la casa donde vivía, y la mantuvo bajo constante vigilancia a través del dispositivo Óptico. Si se divertía con el joven cazador, sin embargo, su discreción era encomiable, y las lúgubres sospechas de Cugel nunca quedaron documentadas.
La comida no mejoraba en calidad, y con no poca frecuencia era incluso olvidada. Firx se mostraba persistentemente irritable, y Cugel recorría los confines de la cúpula con pasos aún más frenéticos. Un día, poco después de la puesta del sol, tras unas particularmente agónicas advertencias de Firx, Cugel se detuvo en seco en sus paseos. ¡Descender de la torre era un asunto de la máxima simplicidad! ¿Por qué había tardado tanto en pensar en ello? ¡Y le llamaban Cugel el Astuto!
Hizo tiras de cada fragmento de tela que contenía la cúpula, y con ellas fabricó una cuerda de seis metros de largo. Ahora debía aguardar a que la ciudad quedara desierta y en silencio: una hora o dos todavía.
Firx lo asaltó una vez más, y Cugel gritó irritado:
—¡Ya basta, escorpión, esta noche escaparemos de esta torre! ¡Tus acciones son inútiles!
Firx cesó en sus demostraciones, y Cugel investigó la plaza. La noche era fría y húmeda: ideal para sus propósitos. La gente de Vull se fue temprano a la cama.
Cugel alzó cuidadosamente la cuerda por la que era izada su comida; la dobló, la dobló de nuevo, volvió a doblarla otra vez aún, y así produjo un cable lo suficientemente fuerte para sostenerle. Hizo un lazo en un extremo, y ató el otro fuertemente a la polea. Tras una última mirada al horizonte, pasó por encima de la barandilla, descendió hasta el extremo del cable, se metió en el lazo que había hecho y quedó sentado en él, balanceándose, a unos ciento veinte metros por encima de la plaza. Ató a un extremo de su cuerda de seis metros uno de sus zapatos para darle peso, y tras varios intentos consiguió pasarla formando un lazo alrededor de la columna central de la torre. Tiró de ambos extremos para acercarse a ella. Con infinito cuidado se soltó del bucle del cable y, utilizando el lazo en torno a la columna como freno, se deslizó lentamente hasta el suelo. Se ocultó rápidamente en las sombras y volvió a calzarse. Justo en el momento en que se ponía en pie la puerta de la taberna se abrió y salió Hylam Wiskode, completamente empapado por dentro en alcohol. Cugel sonrió siniestramente y siguió al vacilante atamán hasta una callejuela lateral.
Un simple golpe en la nuca fue suficiente; el atamán cayó en una zanja. Cugel estuvo inmediatamente sobre él, y con hábiles dedos le quitó las llaves. Se dirigió al almacén público donde estaba guardado el tesoro de la ciudad, abrió la puerta, se deslizó dentro y llenó un saco con gemas, monedas, botellas de caras esencias, reliquias y cosas así.
Regresó a la calle y arrastró el saco hasta un muelle al lado del lago, donde lo ocultó bajo una red. Luego se dirigió hacia la casa de su esposa Marlinka. Avanzando cautelosamente pegado a la pared, llegó a una ventana abierta, se deslizó dentro, y se encontró en el dormitorio de la muchacha.
Marlinka se despertó ante el contacto de sus manos contra su garganta. Cuando intentó gritar él apretó, cortándole el aliento.
—Soy yo —susurró—. ¡Cugel, tu esposo! Levántate y ven conmigo. ¡El primer sonido que hagas será el último!
Presa de gran terror, la muchacha obedeció. A una orden de Cugel se echó una capa en torno a sus hombros y se puso unas sandalias en los pies.
—¿Dónde vamos? —susurró con voz trémula.
—No importa. Ven conmigo…, por la ventana. ¡No hagas el menor ruido!
De pie fuera, en la oscuridad, Marlinka lanzó una horrorizada mirada hacia al torre.
—¿Quién está de guardia? ¿Quién protege Vull contra Magnatz?
—Nadie está de guardia —dijo Cugel—. ¡La torre está vacía!
Las rodillas de la muchacha cedieron; cayó al suelo.
—¡Levántate! —exclamó Cugel—. ¡Arriba! ¡ Tenemos que continuar!
—¡Pero no hay nadie de guardia! ¡Eso invalida el conjuro que el mago lanzó sobre Magnatz, que juró regresar cuando cesara la vigilancia!
Cugel alzó a la muchacha en pie.
—Esto no es asunto mío; declino la responsabilidad. ¿No buscasteis vosotros engañarme y convertirme en vuestra víctima? ¿Dónde estaban mis almohadones? ¿Dónde mis espléndidas comidas? Y mi esposa…, ¿dónde estabas tú?
La muchacha sollozó con el rostro oculto por sus manos, y Cugel la condujo al muelle. Acercó un bote de pesca, le ordenó que subiera a bordo, echó dentro su botín.
Soltó las amarras del bote, sujetó los remos y empezó a remar hacia dentro del lago. Marlinka miró alucinada.
—¡Los remolinos nos hundirán! ¿Acaso has perdido la razón?
—¡En absoluto! He estudiado los remolinos con cuidado y sé exactamente dónde está cada uno.
Cugel avanzó sobre la superficie del lago, contando cada palada de sus remos y observando las estrellas.
—Doscientas paladas al este…, cien paladas al norte…, doscientas paladas al este…, cincuenta paladas al sur…
Así remó Cugel mientras a derecha e izquierda de ellos sonaba el sorbente ruido del agua arremolinada. Pero la bruma se había espesado y ocultaba las estrellas, y Cugel se vio obligado a echar el ancla.
—Ya es suficiente. Ahora estamos a salvo, y todavía nos queda mucho por hacer juntos.
La muchacha se acurrucó en un extremo del bote. Cugel avanzó a popa y se unió a ella.
—¡Aquí estoy, esposa mía! ¿No te alegras de que finalmente estemos solos? Mi habitación en la posada era mucho más confortable, pero este bote será suficiente.
—No —lloriqueó ella—. ¡No me toques! La ceremonia no tenía ningún significado, fue un truco para persuadirte de que sirvieras como Vigía.
—¿Durante sesenta años quizá, hasta que hiciera sonar el gong por pura desesperación?
—¡No es culpa mía! ¡Sólo soy culpable de una broma! ¿Pero qué pasará con Vull? ¡Nadie vigila, y el conjuro se ha roto!
—¡Entonces tanto peor para los desleales ciudadanos de Vull! Han perdido su tesoro, su más hermosa doncella, y cuando despunte el día Magnatz marchará sobre ellos.
Marlinka lanzó un grito de angustia, que quedó ahogado por la bruma.
—¡Nunca pronuncies ese nombre maldito!
—¿Por qué no? ¡Lo gritaré cruzando el agua! ¡Informaré a Magnatz que el conjuro ha sido roto, que ahora ya puede venir en busca de su venganza!
—¡No, no, no lo hagas!
—Entonces compórtate conmigo como espero.
Sollozando, la muchacha obedeció, y finalmente una tenue luz rojiza filtrándose a través de la bruma señaló el amanecer. Cugel se puso en pie en el bote, pero todos los puntos de referencia seguían aún ocultos.
Pasó otra hora; el sol estaba ahora a popa. La gente de Vull descubriría que su Vigía se había ido, y con él su tesoro. Cugel rió entre dientes, y ahora una ligera brisa alzó la bruma, revelando los puntos de referencia que había memorizado. Se dirigió a proa e izó el ancla, pero para irritación suya se había enganchado.
Tiró, la cuerda se tensó y cedió un poco. Cugel volvió a tirar con todas sus fuerzas. Desde abajo llegó un gran burbujeo.
—¡Un remolino! —exclamó aterrada Marlinka.
—No hay ningún remolino aquí —jadeó Cugel, y tiró una vez más. La cuerda pareció ceder, y Cugel alzó el ancla. Miró por encima de la borda, y se encontró contemplando un enorme y pálido rostro. El ancla se había enganchado en las aletas de una nariz. Mientras miraba, los ojos parpadearon y se abrieron.
Cugel soltó la cuerda, se apresuró a los remos y se alejó frenéticamente hacia la orilla sur.
Una mano tan grande como una casa se alzó del agua, aferrante. Marlinka chilló. Hubo una gran turbulencia, un prodigioso chorro de agua que arrojó el bote hacia la orilla como si fuese una astilla, y Magnatz se sentó en el centro del lago Vull.
Del poblado llegó el sonido del gong de aviso, un frenético golpear.
Magnatz se alzó de rodillas, chorreando agua y lodo por todo su enorme cuerpo. El ancla que había atravesado la aleta de su nariz seguía colgando allí, y un líquido negro y espeso brotaba de la herida. Alzó un gran brazo y dio un irritado palmetazo hacia el bote. El impacto arrojó un muro de espuma que envolvió el bote y derramó el tesoro, a Cugel y a la muchacha hacia las oscuras profundidades del lago.
Cugel se agitó y pateó y se impulsó hacia la espumeante superficie. Magnatz se había puesto en pie y estaba mirando hacia Vull.
Cugel nadó hasta la playa y se alzó tambaleante en la orilla. Marlinka debía haberse ahogado, puesto que no se la veía por parte alguna. Magnatz estaba cruzando el lago, dirigiéndose lentamente hacia el poblado.
Cugel no esperó más. Se dio la vuelta y echó a correr a toda velocidad hacia las montañas.
Las montañas estaban detrás: los oscuros desfiladeros, los pequeños lagos, los picos de piedra llenos de ecos…, todo ello no era ahora más que una enorme masa al norte. Durante un tiempo Cugel vagó por una región de bajas y redondeadas colinas con el color y la textura de la madera vieja, con densos bosquecillos de árboles negro—azulados, luego llegó a un apenas marcado sendero que lo llevó hacia el sur dando largos y sinuosos rodeos, y que finalmente desembocó en una enorme y brumosa llanura. A casi un kilómetro a la derecha se alzaba una hilera de altos riscos que atrajo instantáneamente su atención, despertando en él una punzada de «dejá vu». Se detuvo desorientado. En algún momento, en el pasado, había conocido aquellos riscos: ¿cuándo? ¿dónde? Su memoria no le proporcionó ninguna respuesta.
Se sentó sobre una baja roca cubierta de líquenes para descansar, pero Firx estaba ahora impaciente y le infligió un estimulante zarpazo. Cugel saltó en pie, gruñó débilmente y agitó su puño hacia el sudoeste, la presumible dirección de Almery.
—¡Iucounu, Iucounu! Si puedo pagarte una décima parte de lo que me has hecho, el mundo creerá que soy excesivamente duro contigo!
Siguió andando por el sendero, bajo los riscos que lo habían afectado con aquel recuerdo profundo pero imposible. Muy abajo se extendía la llanura, cubriendo tres cuartas partes del horizonte con colores muy parecidos a los de la roca llena de líquenes donde se había sentado brevemente: negras manchas boscosas: un amontonamiento gris allá donde las ruinas llenaban todo un valle; indescriptibles estrías verdegrisáceas, amarronadogrisáceas; el destello plomizo de dos grandes ríos que desaparecían en la bruma, allá en la distancia.
El breve descanso solamente le había servido a Cugel para que sus articulaciones estuvieran más rígidas ahora; cojeaba, y la bolsa golpeaba dolorosamente su cadera. Peor era el hambre que se aferraba a su estómago. ¡Otra cosa que arreglar con Iucounu! Cierto, el Mago Reidor le había proporcionado un amuleto que convertía sustancias normalmente incomibles tales como la hierba, la madera, el cuerno, el pelo, el humus y cosas así en una pasta nutritiva. Desgraciadamente —y aquella era una medida del mordiente humor de Iucounu—, la pasta retenía el sabor de la sustancia original, y durante su paso por las montañas, Cugel había encontrado poco más que llevarse a la boca que tártago, hierbapica, fermento negro, corteza y agallas de roble, y en una ocasión, cuando todo esto había fallado, algunos desechos descubiertos en la cueva de un barbado thawn. Cugel había comido tan sólo mínimamente; su larga figura delgada se había vuelto francamente flaca; sus mejillas brotaban como dos aletas; las negras cejas que en su tiempo se habían curvado gallardamente sobre sus ojos colgaban ahora planas y desanimadas. ¡Cierto, cierto, Iucounu tenía mucho de lo que responder! Y Cugel, a medida que avanzaba, debatía consigo mismo la exacta calidad de la venganza que iba a tomar si alguna vez hallaba el camino de regreso a Almery.
El sendero descendía hacia una amplia llanura de piedra donde el viento había tallado un millar de grotescas figuras. Cugel examinó la zona y creyó percibir una cierta regularidad en la erosionadas formas, y se detuvo para frotarse pensativamente su larga mandíbula. El esquema desplegaba una extrema sutileza…, tan sutil, de hecho, que Cugel se preguntó si no habría sido proyectado por su propia mente. Se acercó, discernió más complejidades y elaboraciones sobre complejidades: curvas, espiras, volutas; discos, anillos, deformadas esferas; torsiones y flexiones; husos, corazones, pináculos lanciformes: las más elaboradas, complejas e intrincadas formas de tallar la roca concebibles no eran manifiestamente un esfuerzo al azar de los elementos. Cugel frunció el ceño, perplejo, incapaz de imaginar un motivo para tan compleja empresa.
Siguió adelante, y un momento más tarde oyó voces junto con el resonar de herramientas. Se detuvo en seco, escuchó cautelosamente, luego siguió avanzando hacia un grupo de unos cincuenta hombres cuya estatura iba de los diez centímetros hasta más de los tres metros. Cugel se acercó con paso tentativo, pero después de una primera mirada los trabajadores no le prestaron ninguna atención y siguieron cincelando, rascando, moliendo, agujereando y puliendo con dedicado celo.