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Authors: Jack Vance

Tags: #Ciencia ficción

Los ojos del sobremundo (6 page)

BOOK: Los ojos del sobremundo
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El atardecer se mantuvo hasta que, tambaleándose de cansancio, alcanzó el pie de las laderas orientales, donde su situación se vio empeorada en vez de mejorar. Algunos bandidos semihumanos habían observado su aproximación y ahora se arrojaron sobre él. Un espantoso hedor alcanzó a Cugel antes incluso que el sonido de sus pasos; olvidada la fatiga, echó a correr para alejarse, y fue perseguido ladera arriba.

Una torre derrumbada se alzaba contra el cielo. Cugel se sujetó a las mohosas piedras, extrajo su espada y penetró por la abertura que en sus tiempos había sido una puerta. Dentro había silencio, el olor a polvo y piedras húmedas; Cugel se dejó caer sobre una rodilla y vio contra la línea del cielo las tres grotescas formas que le perseguían detenerse al borde de las ruinas.

Extraño, pensó Cugel, aunque beneficioso…, pese a que, en cierto modo, no dejaba de ser ominoso también. Las criaturas parecían temerle a la torre.

El último vestigio del atardecer se fue; varios portentos le hicieron saber a Cugel que la torre estaba encantada. Cerca de medianoche apareció un fantasma, llevando pálidos ropajes y una faja plateada que sostenía veinte piedras de luna sobre otras tantas varillas plateadas. Evolucionó cerca de Cugel, mirándole con sus vacías órbitas en las que un hombre podía perder sus pensamientos. Cugel se echó hacia atrás contra la pared hasta que sintió crujir sus huesos, incapaz de mover un músculo.

El fantasma dijo:

—Derriba este fuerte. Mientras quede piedra sobre piedra debo permanecer en él, aunque la Tierra se enfríe y se sumerja en la oscuridad.

—Lo haría con gusto —croó Cugel—, si no fuera porque esos de ahí fuera quieren mi vida.

—En la parte de atrás hay un pasadizo. Utiliza fuerza y astucia, luego cumple con mi petición.

—El fuerte merece ser arrasado —declaró fervientemente Cugel—. ¿Pero qué circunstancias te atan de una forma tan inflexible a este lugar?

—Están olvidadas; estoy atado. ¡Cumple con mi petición, o te maldeciré con un tedio eterno como el mío!

Cugel despertó en la oscuridad, doliéndose de frío y calambres. El fantasma había desaparecido: ¿cuánto tiempo había dormido? Miró por la puerta y descubrió en el cielo oriental los colores de la proximidad del amanecer.

Al cabo de una interminable espera apareció el sol, enviando un llameante rayo a través de la puerta hasta el fondo de la estancia. Allá Cugel vio una escalera de piedra que descendía a un polvoriento corredor, que al cabo de cinco minutos de penoso avance le devolvió a la superficie. Desde su escondite estudió el terreno y vio a los tres bandidos, en puntos separados, cada uno oculto bajo una columna caída.

Cugel desenvainó su espada y avanzo con gran precaución. Llegó junto a la primera figura tendida y hundió el acero en el musculoso cuello. La criatura agitó los brazos, engarfió los dedos en el suelo y murió.

Cugel liberó la hoja y la secó con la piel de las ropas del cadáver. Con paso ágil y silencioso llegó detrás del segundo bandido, que al morir lanzó un gemido. El tercer bandido acudió a investigar.

Cugel saltó de su escondite y corrió hacia él. El bandido gritó, extrajo su daga y golpeó, pero Cugel saltó hacia atrás y le lanzó una pesada piedra que le hizo caer al suelo. Quedó tendido allí, haciendo muecas de odio.

Cugel avanzó con cuidado.

—Puesto que te enfrentas a la muerte, dime lo que sepas del tesoro oculto.

—No sé de ninguno —dijo el bandido—. Si hubiera alguno tú serías el último en saberlo, porque me matarás de todos modos.

—Esto no es culpa mía —dijo Cugel—. Vosotros me perseguíais, no yo a vosotros. ¿Por qué lo hacíais?

—Para comer, para sobrevivir, aunque la vida y la muerte son igual de inhóspitas y las desprecio a las dos.

Cugel reflexionó.

—En este caso no necesitas lamentar mi parte en la transición a la que te enfrentas ahora. La cuestión relativa a tesoros ocultos vuelve a ser relevante. ¿Quizá quieras decir algo más al respecto?

—Sí, quiero decir algo más. Te mostraré mi único tesoro. —La criatura rebuscó en su bolsillo y extrajo un guijarro redondo y blanco—. Esta es la piedra—cráneo de un grue, y en este momento tiembla con fuerza. Utilizo esta fuerza para maldecirte, para atraer hacia ti el inmediato ataque de la muerte gangrenosa.

Cugel mató rápidamente al bandido, luego lanzó un suspiro de desánimo. La noche no había traído más que dificultades.

—¡Iucounu, si sobrevivo, puedes estar seguro de que vamos a arreglar cuentas!

Cugel se volvió para examinar el fuerte. Algunas de las piedras caerían al menor contacto; otras requerirían mucho más esfuerzo. Puede que no sobreviviera para realizar la tarea. ¿Cuál eran los términos de la maldición del bandido? « . . .atraer hacia ti el inmediato ataque de la muerte gangrenosa». Más bien retorcido. Pero la maldición del rey fantasma no había sido menos opresiva. ¿Como había dicho? «…el tedio eterno».

Cugel se frotó la mandíbula y asintió gravemente. Alzó la voz y llamó:

—Señor fantasma, puede que no me quede para cumplir tu encargo; he matado a los bandidos y ahora me marcho. Adiós, y que los eones pasen leves para ti.

De las profundidades del fuerte llegó un gemido, y Cugel notó la opresión de lo desconocido.

—¡Activaré mi maldición! —llegó el susurro al cerebro de Cugel.

Cugel se alejó rápidamente hacia el sudeste.

—Excelente; así todo está bien. El «tedio eterno» contrarresta exactamente el «inmediato ataque de la muerte», y me quedo solamente con el «gangrenoso» que, en la persona de Firx, ya me aflije ahora. Hay que usar todo el ingenio para tratar con las maldiciones.

Siguió por el yermo terreno hasta que el fuerte quedó más allá de su vista, y finalmente llegó de nuevo al mar. Miró hacia uno y otro lado de la playa, y vio un oscuro promontorio al este y otro al oeste. Descendió a la playa y echó a andar hacia el este. El mar, indolente y gris, enviaba incansablemente sus olas contra la arena, completamente lisa, sin huellas de pisadas por ninguna parte.

Cugel divisó al frente una mancha negra, que un momento más tarde probó ser un hombre viejo de rodillas, pasando la arena de la playa por un cedazo.

Cugel se detuvo para observar. El viejo le dirigió una digna inclinación de cabeza y siguió con su trabajo.

La curiosidad impulsó finalmente a Cugel a hablar.

—¿Qué es lo que buscas tan concentradamente?

El viejo dejó a un lado el cedazo y se frotó los brazos.

—En algún lugar a lo largo de esta playa el padre de mi bisabuelo perdió un amuleto. Durante toda su vida se dedicó a cerner la arena, con la esperanza de encontrar lo que había perdido. Su hijo, y después de él mi abuelo, luego mi padre y ahora yo, el último de la dinastía, hemos seguido haciendo lo mismo. Hemos cernido la arena durante todo el camino desde Cil, pero todavía quedan seis leguas hasta Benbadge Stull.

—Los nombres son desconocidos para mí —dijo Cugel—. ¿Qué lugar es Benbadge Stull?

El viejo señaló hacia el promontorio al oeste.

—Es un antiguo puerto, aunque ahora solamente encontrarás un rompeolas desmoronado, un viejo muelle y una o dos cabañas. Sin embargo, las barcas de Benbadge Stull llenaban antiguamente el mar, desde Falgunto hasta Melí.

—De nuevo regiones que me son desconocidas —dijo Cugel—. ¿Qué hay más allá de Benbadge Stull?

—La tierra mengua al norte. El sol cuelga bajo sobre pantanos y marismas; no puede hallarse nada excepto algunos solitarios desheredados.

Cugel dirigió su atención hacia el este.

—¿Y qué lugar es Cil?

—Todo esto es Cil, que antiguamente perteneció a la Casa de Domber. Toda grandeza ha desaparecido; lo único que queda es el antiguo palacio y un poblado. Más allá, la tierra se convierte en un bosque oscuro y peligroso, tanto se ha visto reducido nuestro reino. —El viejo agitó la cabeza y volvió a tomar el cedazo.

Cugel lo observó durante unos instantes, luego, pateando ociosamente la arena, captó un destello metálico. Se inclinó y recogió un brazalete de metal negro que resplandecía con un lustre púrpura. En torno a su circunferencia había treinta protuberancias con forma de. carbúnculos, cada una de ellas rodeada por un conjunto de runas grabadas en el metal.

—¡Hey! —exclamó Cugel, mostrando el brazalete—. ¡Mira lo que he encontrado! ¡Un auténtico tesoro!

El viejo dejó a un lado cedazo y pala, se levantó lentamente. Sus ojos estaban my abiertos. Tendió una mano.

—¡Has encontrado el amuleto de mis antepasados, la Casa de Slaye! ¡Dámelo!

Cugel retrocedió unos pasos.

—¡Vamos, vamos, me haces una petición completamente irrazonable!

—¡No, no! El amuleto es mío; haces mal reteniéndolo. ¿Quieres invalidar el trabajo de toda mi vida y de cuatro vidas antes de la mía?

—¿Por qué no te alegras de que el amuleto haya sido encontrado? —preguntó Cugel malhumoradamente—. Te ves liberado de tener que seguir buscando. Explícame por favor, la potencia de este amuleto. Exhala una intensa magia. ¿Qué beneficios proporciona a su propietario?

—Su propietario soy yo —gruñó el viejo—. ¡Te lo imploro, sé generoso!

—Me pones en una incómoda posición —dijo Cugel—. Admito que nunca he sido dadivoso, pero no puedo considerar esto como una falta de generosidad. Si el amuleto lo hubieras encontrado tú, ¿me lo hubieras dado si yo te lo hubiera pedido?

—¡No, puesto que es mío!

—Aquí discrepamos. Reconoce que tu convicción es incorrecta. Tus ojos atestiguarán que el amuleto se halla en mis manos, bajo mi control, y en consecuencia, en pocas palabras, es propiedad mía. Apreciaría, por lo tanto, cualquier información sobre sus cualidades y modo de empleo.

El viejo agitó las manos en el aire, pateó su cedazo con tal intensidad que reventó la malla y lo envió rodando playa abajo hasta el borde del agua. Una ola lo arrastró y se lo llevó flotando; el viejo hizo un movimiento involuntario para recuperarlo, luego volvió a agitar las manos en el aire y avanzó tambaleante hacia el límite de la arena con la tierra. Cugel agitó la cabeza con aire desaprobador y se volvió para proseguir su camino hacia el este a lo largo de la playa.

Entonces se produjo un desagradable altercado con Firx, que estaba convencido de que la forma más rápida de regresar a Almery estaba hacia el este, a través del puerto de Benbadge Stull. Cugel se aferró el vientre con las manos, con un gesto de dolor.

—¡Sólo hay un camino practicable! Por tierra, hacia el sur y el este. ¿Qué importa que el océano ofrezca una ruta más directa? No hay botes a mano; ¡no es posible nadar una distancia tan grande!

Firx administró unas cuantas punzadas dubitativas, pero finalmente permitió a Cugel proseguir hacia el este a lo largo de la orilla. Allá detrás, al borde de la arena, el viejo permanecía sentado, con la pala colgando entre sus piernas, mirando fijamente al mar.

Cugel siguió playa adelante, complacido con los acontecimientos de la mañana. Examinó detenidamente el amuleto: exudaba una intensa sensación de magia, y además era un objeto de no poca belleza. Las runas, grabadas con gran habilidad y delicadeza, estaban desgraciadamente más allá de su capacidad de descifrar. Deslizó cuidadosamente el brazalete en su muñeca, y al hacerlo apretó uno de los carbúnculos. De algún lugar le llegó un gemido abismal, un sonido de profundísima angustia.

Cugel se detuvo en seco, mirando a ambos lados de la playa. Mar gris, arena pálida, matorrales de espinofex, Benbadge Stull al Oeste, Cil al este, un cielo gris encima. Estaba solo. ¿De dónde había procedido aquel enorme gemido?

Con precaución, Cugel volvió a tocar el carbúnculo, y la lacerante protesta brotó de nuevo.

Fascinado, Cugel apretó otro de los carbúnculos, obteniendo esta vez un plañido de desgarradora desesperación emitido por una voz distinta. ¿Quién manifestaba, a lo largo de aquella melancólica orilla, una disposición tan fútil? Fue apretando uno a uno los carbúnculos, y consiguió todo un concierto de lamentos que recorrían la escala entera de la angustia y el dolor. Cugel examinó críticamente el amuleto. Más allá de la evocación de lamentos y sollozos, no mostraba ningún poder obvio, y Cugel empezó a sentirse cansado de aquello.

El sol alcanzó su cenit. Cugel aplacó su hambre con algas, que convirtió en nutritivas frotándolas contra el amuleto que Iucounu le había proporcionado para aquella finalidad. Mientras comía, creyó oír voces y charloteantes risas, tan indistintas que podían ser en realidad el sonido de la resaca. Una lengua de roca penetraba en el océano cerca de allí; escuchando cuidadosamente, Cugel descubrió que las voces procedían de aquella dirección. Eran claras e infantiles, y sonaban con una alegría inocente.

Avanzó cautelosamente hacia la roca. En su extremo, allá donde se alzaba el océano y las oscuras aguas golpeteaban una y otra vez, había pegadas a la roca cuatro grandes conchas. Ahora estaban abiertas; de ellas brotaban otras tantas cabezas, unidas a hombros y brazos desnudos. Las cabezas eran redondas y agraciadas, con suaves mejillas, ojos grisazulados, mechones de cabello pálido. Las criaturas hundían sus dedos en el agua, y de las gotas extraían hilos que tejían diestramente en una tela fina y suave. La sombra de Cugel cayó sobre el agua; instantáneamente las conchas se cerraron y las criaturas desaparecieron dentro.

—¿Qué ocurre? —exclamó alegremente Cugel—. ¿Siempre os encerráis dentro de vosotras mismas a la vista de un rostro extraño? ¿Tan temerosas sois? ¿O simplemente tímidas?

Las conchas siguieron cerradas. La oscura agua remolineaba junto a la prominencia.

Cugel se acercó otro paso, se acuclilló, e inclinó la cabeza hacia un lado.

—¿O quizá sois orgullosas? ¿Por eso os retiráis, por desdén? ¿O tal vez carecéis de gracia?

De nuevo ninguna respuesta. Cugel siguió en la misma postura y empezó a silbar, desgranando una melodía que había oído en la feria de Azenomei.

Finalmente la concha del extremo más alejado de la roca se abrió una rendija, y unos ojos le miraron desde la abertura. Cugel silbó una o dos tonadas más, luego habló de nuevo:

—¡Abrid vuestras conchas! ¡Aquí aguarda un extranjero, ansioso por saber el camino a Cil y algunos otros asuntos de importancia!

Otra concha se abrió una rendija; otro par de ojos brillaron en la oscuridad interior.

—Quizá seáis ignorantes —se burló Cugel—. Quizá no sepáis nada excepto el color de los peces y la humedad del agua.

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