Read Los perros de Riga Online
Authors: Henning Mankell
—¿Tiene usted alguna otra pregunta? —inquirió Murniers.
—¿Cómo iba vestido el mayor Liepa?
—¿Que cómo iba vestido?
—¿Llevaba uniforme o iba vestido de civil?
—Llevaba uniforme. Le había dicho a su esposa que tenía que entrar en servicio.
—¿Qué encontraron en sus bolsillos?
—Cigarrillos, cerillas, unas cuantas monedas y un bolígrafo. Nada sospechoso. Tampoco faltaba nada. En el bolsillo superior tenía la tarjeta de identificación. La cartera se la había dejado en su casa.
—¿Llevaba el arma reglamentaria?
—El mayor Liepa prefería no llevarla, a no ser que corriera peligro.
—¿Cómo solía llegar el mayor Liepa a la comisaría?
—Tenía un chófer a su disposición, pero a menudo prefería venir andando. Dios sabe por qué.
—En el informe del interrogatorio a Baiba Liepa se dice que ella no recuerda haber oído ningún coche detenerse en la calle.
—Claro; no tenía ningún servicio, le habían engañado.
—Pero eso él no lo sabía. Como no volvió a su casa, debió de creer que algo habría ocurrido con el coche. ¿Qué hizo entonces?
—Creemos que echó a andar, pero no estamos seguros.
A Wallander no se le ocurrieron más preguntas. La conversación que habían mantenido había acabado de convencerle de que la investigación estaba mal llevada, tan mal llevada que incluso parecía estar amañada, pero para ocultar ¿qué?
—Me gustaría visitar su casa y las calles adyacentes —dijo Wallander—. El sargento Zids puede ayudarme.
—No encontrará nada —respondió Murniers—, pero por supuesto es libre de seguir su propia iniciativa. Si ocurre algo importante en la sala de interrogatorios, haré que le avisen.
Llamó al timbre, y en el acto apareció el sargento Zids. Wallander le pidió que empezara por enseñarle la ciudad. Sentía que necesitaba distraer su cabeza antes de ocuparse de la suerte que había corrido el mayor Liepa.
El sargento Zids se alegró de poder enseñarle la ciudad. Le describió con todo lujo de detalles las calles y los parques por donde pasaron, y Wallander notó el orgullo con que hablaba. Condujeron por el largo y monótono bulevar Aspasias; a la izquierda estaba el río, donde el sargento se detuvo para señalarle el alto monumento a la libertad. Wallander intentó ver lo que representaba el gran obelisco, ya que le vinieron a la memoria las palabras de Upitis sobre la libertad tan anhelada como temida. Al pie del monumento se acurrucaban unos hombres astrosos, y Wallander vio cómo uno de ellos recogía una colilla de la calle. «Riga es una ciudad de contrastes sin misericordia —pensó—. En todo lo que veo y poco a poco creo entender descubro inmediatamente su polo opuesto. Bloques de apartamentos altos sin pintar se mezclan con ornamentadas casas en ruinas de antes de la guerra. Enormes avenidas desembocan en callejones estrechos o en inmensas plazas, el campo de pruebas de la guerra fría de cemento gris y toscos monumentos de granito.»
Cuando el sargento se detuvo ante un semáforo en rojo, Wallander observó con atención la corriente de personas que andaban por las aceras. ¿Eran felices? ¿Eran acaso distintas a los suecos? No podía discernirlo.
—Aquí tenemos el parque Verman; hay dos cines —dijo el sargento Zids—: el Spartak y el Riga. A la izquierda tenemos la avenida, y ahora estamos entrando por la calle Valdemar. Después de pasar por el puente sobre el canal de la ciudad, puede ver el Teatro Nacional a la derecha. Ahora volvemos a girar a la izquierda, hacia el muelle del Once de Noviembre. ¿Quiere que sigamos, coronel Wallander?
—Ya es suficiente por hoy —respondió Wallander, que no se sentía en absoluto como un coronel—. Me gustaría que luego me ayudaras a comprar unos regalos, pero ahora quiero que pares cerca de la casa del mayor Liepa.
—El mejor sitio es la calle Skarnu —dijo el sargento Zids—. Está en el corazón del casco antiguo de Riga.
Detuvo el coche detrás de un maloliente camión que estaba descargando sacos de patatas. Wallander dudó un momento si llevarse consigo al sargento: sin él no podría preguntar nada, pero al mismo tiempo sentía la necesidad de estar a solas con sus observaciones y pensamientos.
—Ahí está la casa del mayor Liepa —dijo señalando un edificio encajado entre dos bloques altos que parecían sostener el edificio de en medio.
—¿Su casa da a la calle? —preguntó Wallander.
—Segundo piso. Las cuatro ventanas de la izquierda.
—Espera aquí en el coche —dijo Wallander.
Aunque era de día, no se veía mucha gente por la calle. Wallander se dirigió despacio a la casa de la que había salido el mayor Liepa la última noche de su vida. Pensó en las palabras que Rydberg pronunció una vez: que a veces un policía debe ser como un actor; que tiene que afrontar lo desconocido con arrojo; meterse en la piel del criminal o de la víctima e imaginarse los pensamientos y los patrones de conducta. Wallander se acercó al portal exterior y lo abrió. Las escaleras estaban a oscuras y notó el agrio olor a orines. Cuando soltó la puerta, esta se cerró con un débil clic.
Nunca pudo saber de dónde le vino la inspiración, pero al observar fijamente las escaleras oscuras, de pronto le pareció entender el sentido de todo. Fue como una breve ráfaga de luz que se apagó en el acto, por lo que era preciso que recordara todo lo que había intuido. «El asunto debía de venir de lejos», pensó. Cuando el mayor Liepa llegó a Suecia, ya debían de haber ocurrido cosas. El bote salvavidas que descubrió la viuda de Forsell en la playa de Mossby Strand era otro eslabón de una gran conspiración, una conexión que el mayor Liepa perseguía, y precisamente era eso lo que Upitis quería saber cuando le estuvo interrogando. ¿Había revelado el mayor Liepa sus sospechas? ¿Había compartido lo que sabía o lo que creía saber acerca de la conspiración que se estaba forjando en su país? Wallander comprendió con toda lucidez que se le había escapado algo de lo que debería haberse dado cuenta. Si Upitis tenía razón, si el mayor Liepa había sido traicionado por uno de los suyos, tal vez por el coronel Murniers, ¿no sería lógico que otros se hicieran la misma pregunta?: «¿Qué es lo que realmente sabe el inspector sueco Kurt Wallander?». ¿Acaso el mayor Liepa compartió sus conocimientos o sus sospechas con él?
Wallander comprendió que la sensación de miedo que le había asaltado en Riga en diferentes ocasiones era una señal de advertencia. Quizá debería ser más cauto a partir de ahora. No cabía ninguna duda de que los que estaban detrás de los asesinatos de los dos hombres del bote salvavidas y del mayor Liepa no dudarían en matar de nuevo.
Cruzó la calle y echó una mirada a las ventanas. «Baiba Liepa debe de saberlo —pensó—. Pero ¿por qué no vino ella misma a la cabaña? ¿Acaso también la vigilaban? ¿Es esa la razón de que me hayan convertido en el señor Eckers? ¿Por qué hablé con Upitis? ¿Quién es Upitis? ¿Quién estuvo escuchando detrás de la puerta a la pálida luz de una lámpara?»
«Capacidad de identificación», pensó. En este momento, Rydberg se dedicaría a dar rienda suelta a su imaginación: «El mayor Liepa vuelve de Suecia. Presenta su informe a los coroneles Putnis y Murniers. Luego se dirige a su casa. Algo relacionado con sus pesquisas en Suecia le sentencia a muerte. Cena con su esposa y le enseña el libro que Wallander, el inspector sueco, le ha regalado. Está contento de estar otra vez en casa, no sospecha que será la última noche de su vida. Al morir, su viuda se pone en contacto con el inspector sueco, se inventa al señor Eckers, y un tal Upitis le interroga para descubrir lo que sabe o lo que ignora. Instan al inspector sueco a que les ayude, sin precisar cómo. Lo que parece claro es que el crimen está relacionado con el desorden político del país, y que el centro neurálgico es el mayor Liepa. Por tanto, existe otro eslabón que hay que añadir a los anteriores: la política. ¿Habló de ello el mayor con su esposa la última noche de su vida? Poco antes de las once, suena el teléfono. Nadie sabe quién llama, pero el mayor Liepa no parece sospechar que haya sido sentenciado a muerte. Dice a su esposa que tiene servicio de noche y abandona la casa. Y nunca más regresa.
»No apareció ningún coche —pensó Wallander—. Espera unos minutos. Todavía no sospecha nada. Al cabo de un rato piensa que probablemente el coche se haya estropeado, y decide ir a pie».
Wallander sacó el mapa de Riga del bolsillo y echó a andar. El sargento Zids le observaba desde el coche. «¿A quién presentará su informe? —pensó Wallander—. ¿Al coronel Murniers?»
La voz que llamó por teléfono e hizo salir de noche al mayor Liepa tenía que ser de su confianza. Seguro que el mayor no sospechaba nada. ¡Tenía motivos para desconfiar de todo el mundo! ¿En quién confiaba en realidad?
La respuesta era obvia: en Baiba Liepa, su esposa.
Wallander comprendió que no iba a avanzar más con un mapa en la mano. Los que recogieron al mayor —porque debían de ser más de uno— la última noche de su vida, lo hicieron con absoluta precisión. Wallander tendría que ir tras otras pistas para avanzar en la investigación.
De vuelta al coche, donde Zids le esperaba, le extrañó que no hubiera ningún informe por escrito sobre el viaje del mayor a Suecia. Wallander había visto con sus propios ojos cómo tomaba notas sin cesar todos los días que permaneció en Ystad, y en varias ocasiones le comentó la importancia de los informes redactados de inmediato con todo lujo de detalles. La memoria oral no era suficiente para un policía que trabajaba con tanta meticulosidad.
Aun así, el sargento Zids no le tradujo ningún informe por escrito del mayor Liepa. Putnis o Murniers se habían limitado a informarle de viva voz acerca de su último encuentro con el mayor.
Le parecía ver al mayor Liepa ante sí: en cuanto despegó el avión de Sturup, lo más seguro es que bajara la mesita y se pusiera a redactar el informe. Habría continuado durante la espera en el aeropuerto de Arlanda y habría seguido trabajando durante el trayecto final del viaje, sobre el mar Báltico hasta Riga.
—¿El mayor Liepa no dejó ningún informe por escrito sobre su trabajo en Suecia? —preguntó al sentarse en el coche.
El sargento Zids le miró sorprendido.
—¿Cómo podría haber tenido tiempo para eso?
«Sí que tuvo tiempo —pensó Wallander para sus adentros—. Ese informe tiene que estar en alguna parte, pero quizás haya alguien interesado en que no lo vea.»
—Me gustaría comprar algunos regalos en unos grandes almacenes —dijo Wallander—. Después iremos a comer, pero no quiero que tengamos que quitarle la mesa a nadie.
Aparcaron delante del almacén central, donde durante una hora estuvo pululando con el sargento pegado a sus talones. Había mucha gente, pero la oferta de mercado era muy escasa. Solo se detuvo con interés cuando llegó al departamento de libros y música. Encontró unas cuantas grabaciones de ópera con cantantes y orquestas rusas a precios muy bajos y se compró unos libros de arte igual de baratos, si bien no tenía claro a quién iba a regalárselos. Se lo entregaron todo envuelto en papel de regalo, y el sargento le condujo con gran habilidad por las diferentes cajas: todo era tan complejo que rompió a sudar.
Cuando salieron a la calle, le propuso sin rodeos que comieran en el hotel Latvia. El sargento asintió contento, como si por fin sus palabras hubiesen surtido efecto.
Wallander subió a la habitación con los paquetes, colgó la chaqueta y se lavó las manos en el cuarto de baño. Esperaba ilusamente que el teléfono sonara y que alguien preguntase por el «señor Eckers», pero no llamó nadie. Cerró con llave y bajó en el lento ascensor hasta la planta baja. Pese a estar con el sargento Zids, preguntó si había algún recado para él. El recepcionista negó con la cabeza. Echó una mirada en busca de las sombras, pero ni rastro de ellas. Mandó al sargento Zids que pasara delante, con la vana esperanza de que les indicasen una mesa distinta.
De pronto vio que una mujer, sentada detrás de un mostrador donde vendían periódicos y postales, le hacía señas con la mano. Miró a su alrededor antes de estar seguro de que se dirigía a él, y luego se acercó a ella.
—¿No quiere usted unas postales, señor Wallander? —preguntó.
—Quizá más adelante —respondió al tiempo que se preguntaba cómo sabía su nombre.
La mujer de detrás del mostrador tendría unos cincuenta años y vestía un traje gris. En un desesperado intento se había pintado los labios de color rojo intenso, y Wallander pensó que precisaba de una buena amiga que le advirtiera de que no le sentaba bien.
Le acercó unas postales.
—¿Verdad que son bonitas? —preguntó—. ¿No le apetece conocer más a fondo la realidad de nuestro país?
—Desgraciadamente no creo que tenga tiempo —respondió—. Si no, con mucho gusto hubiese hecho un viaje turístico por su país.
—¿Pero verdad que tendrá tiempo para asistir a un concierto de órgano? —insistió la mujer—. A usted le gusta la música clásica, ¿no es así, señor Wallander?
Se sobresaltó casi imperceptiblemente. ¿Cómo podía saber cuáles eran sus gustos musicales? Eso no constaba en su pasaporte.
—Hay un concierto de órgano en la iglesia de Santa Gertrudis esta noche —prosiguió—. Empieza a las siete. Le he trazado un mapa por si quiere ir.
Se lo entregó, y Wallander vio que el reverso, escrito a lápiz, rezaba: «señor Eckers».
—El concierto es gratis —dijo la mujer al ver que buscaba la cartera.
Wallander asintió con la cabeza y se metió el mapa en el bolsillo. Se llevó unas cuantas postales y se dirigió luego al comedor.
Esta vez estaba seguro de que se encontraría con Baiba Liepa.
El sargento Zids le hacía señas sentado a la mesa de siempre. Había bastante gente en el comedor, y por primera vez los camareros parecían darse prisa para atender a todos los clientes.
Wallander se sentó y le mostró sus postales.
—Vivimos en un país muy hermoso dijo el sargento Zids. «Un país desgraciado, herido y lacerado como un animal moribundo», pensó Wallander.
Esa noche iba a reunirse con una de esas aves de alas rotas. Con Baiba Liepa.
A las cinco y media de la tarde Kurt Wallander salió del hotel. Pensó que si en el término de una hora no lograba deshacerse de sus vigilantes nunca lo conseguiría. Tras despedirse del sargento Zids después de comer —se disculpó diciendo que tenía mucho que hacer y que prefería trabajar en su habitación—, dedicó el resto de la tarde a urdir un plan para librarse de sus perseguidores.