Read Los perros de Riga Online
Authors: Henning Mankell
Wallander se sintió ligeramente avergonzado porque compró el libro con prisas y sin ilusión alguna, ya que no tenía ningún valor sentimental para él. Ahora, al oír sus palabras, se sentía como si la hubiese engañado.
—El mayor debió de decirle algo cuando llegó a casa —sugirió Wallander, consciente de que su vocabulario en inglés era cada vez más pobre.
—Estaba eufórico, pero también preocupado y furioso. Pero sobre todo recuerdo que estaba contento.
—¿Qué fue lo que pasó?
—Dijo que por fin lo veía todo claro. «Ahora sí que estoy completamente seguro», repetía una y otra vez. Como sospechaba que nuestro apartamento estaba intervenido, me llevó a la cocina, abrió los grifos de agua y me lo susurró al oído. Dijo que había descubierto una conspiración de tal envergadura y tan atroz que por fin vosotros, los occidentales, os veríais obligados a ver lo que estaba ocurriendo en el Báltico.
—¿Eso fue lo que dijo? ¿Una conspiración en el Báltico? ¿No en Letonia?
—Estoy completamente segura. Solía irritarse cuando se hablaba de los tres Estados como una unidad, por las grandes diferencias que existen entre ellos, pero esa noche no hablaba solo de Letonia.
—¿Usó la palabra conspiración?
—Sí. Conspiración.
—¿Sabía usted lo que significaba?
—Claro. Todo el mundo sabía desde hacía tiempo que había conexiones directas entre delincuentes, políticos y policías. Se protegían los unos a los otros para posibilitar todo tipo de crímenes y compartir así los beneficios. También habían intentado sobornar a Karlis muchas veces, pero nunca aceptó dinero de nadie, puesto que eso hubiese destrozado su amor propio. Durante mucho tiempo intentó elaborar un mapa de lo que ocurría y quiénes estaban involucrados. Yo, por supuesto, estaba al corriente de todo: vivimos en una sociedad que no es más que una pura conspiración. Desde un mundo imaginario colectivo, ha crecido un monstruo, y la conspiración es la única ideología viva.
—¿Cuánto tiempo llevaba investigándolo?
—Empezó a investigar antes de que nos conociéramos, y estuvimos casados ocho años.
—¿Qué pretendía conseguir?
—Al principio, la verdad.
—¿La verdad?
—Para la posteridad, para el futuro que estaba convencido iba a llegar, en el que sería posible revelar lo que se escondía bajo la ocupación.
—O sea, que era enemigo del régimen comunista. ¿Cómo pudo llegar a ser un alto oficial de policía?
Le respondió con brusquedad, como si acabara de acusar ignominiosamente a su marido.
—¿Es que no lo entiende? ¡Precisamente era comunista! Su desespero era la traición, y su pena, la corrupción y la apatía. El sueño de una sociedad que se había convertido en una farsa.
—¿Así que llevaba una doble vida?
—No creo que pueda imaginarse lo que significa tener que aparentar año tras año lo que no eres, expresar opiniones que desprecias y defender el régimen que odias. Pero no solo le ocurría a mi marido, sino a mí y a toda la gente de este país que se niega a perder la esperanza de un mundo diferente.
—¿Qué descubrió?
—No lo sé; desgraciadamente, no tuvimos tiempo de comentarlo. Manteníamos nuestras conversaciones más íntimas bajo el edredón, donde nadie podía oírnos.
—¿No dijo nada?
—Tenía hambre, solo quería comer y beber vino. Creo que por fin sentía que podía relajarse unas horas y entregarse a su alegría. Si no llega a ser porque sonó el teléfono, hubiese empezado a cantar con la copa de vino en la mano.
De repente se calló, y Wallander esperó a que prosiguiera. Ni siquiera sabía si habían enterrado al mayor Liepa.
—Trate de recordar un momento —insistió—. Puede que dejara entrever algo. A menudo los que saben cosas de gran trascendencia revelan detalles inconscientemente.
Ella negó con la cabeza.
—He reflexionado sobre ello largo y tendido, y estoy segura —respondió—. Quizá tenga que ver con algo que descubrió en Suecia. Quizás en su mente por fin dedujera la conclusión de un problema crucial.
—¿Dejó algunos papeles en casa?
—Nada. Era muy cauteloso: el testimonio escrito puede ser muy peligroso.
—Y a sus amigos, ¿no les dejó nada? ¿A Upitis?
—No; lo hubiese sabido.
—¿Se fiaba de usted?
—Nos fiábamos el uno del otro.
—¿Se fiaba de alguien más?
—Confiaba en sus amigos. Sin embargo, ha de entender que las confidencias pueden volverse una carga. Estoy segura de que no confiaba tanto en nadie como en mí.
—Tengo que saberlo todo —dijo Wallander—. Cualquier detalle que sepa sobre esta conspiración es de suma importancia.
Se quedó callada un momento antes de proseguir. Wallander notó que había empezado a sudar de tan concentrado que estaba.
—A finales de la década de los setenta, unos años antes de que nos conociéramos, ocurrió algo que le hizo abrir los ojos respecto a lo que ocurría en este país. Me lo contaba a menudo para sostener la hipótesis de que cada persona se conciencia de forma individual. Solía usar un símil que al principio no entendí: «Los gallos despiertan a algunas personas y el silencio, a otras». Ahora sé lo que quería decir. Hace más de diez años, invirtió mucho esfuerzo en la investigación de un crimen que concluyó con la detención de un culpable, un hombre que había robado innumerables iconos de nuestras iglesias, unas obras de arte irreemplazables: las sacó de contrabando de nuestro país y luego las vendió por elevadas sumas de dinero. Las pruebas eran concluyentes, y Karlis estaba seguro de que sería condenado, pero no fue así.
—¿Qué ocurrió?
—Ni siquiera tuvieron que absolverlo porque no llegaron ni a juzgarle. La investigación del caso fue sobreseída. Karlis exigió que se celebrara el juicio, pero soltaron al hombre de la prisión preventiva y todos los informes fueron declarados secreto de sumario. El superior de Karlis le ordenó que se olvidara del caso. Todavía recuerdo su nombre, Amtmanis. Karlis estaba convencido de que el tal Amtmanis había protegido al delincuente y que incluso habían compartido las ganancias. Aquel suceso le afectó mucho.
De pronto a Wallander le vino a la memoria la noche de tormenta en que el mayor Liepa estuvo sentado en el sofá de su apartamento. «Soy creyente —había manifestado entonces—. No creo en ningún Dios, pero soy creyente de todos modos.»
—¿Qué pasó después? —preguntó, interrumpiendo sus propios pensamientos.
—Yo aún no conocía a Karlis, pero supongo que sufrió una profunda crisis. Quizá pensara en huir a Occidente, o dejar el trabajo de policía. De hecho, siempre he creído que fui yo quien le convenció de que tenía que continuar con su trabajo.
—¿Cómo se conocieron?
Ella le miró inquisitivamente.
—¿Tiene eso importancia?
—No lo sé, pero tengo que preguntar para poder ayudarla.
—¿Cómo se conoce la gente? —dijo con una sonrisa melancólica—. A través de amigos. Había oído hablar de un joven oficial de policía que no era como los demás. No parecía gran cosa, pero me enamoré de él la primera noche que le conocí.
—¿Qué ocurrió después? ¿Se casaron? ¿Continuó él con su trabajo?
—Cuando nos conocimos era capitán, pero le promocionaron con una rapidez inesperada. Cada vez que subía de rango, llegaba a casa diciendo que le habían colgado otro crespón negro en sus charreteras. Seguía en busca de pruebas de una posible conexión entre la administración política del país, la policía y distintas organizaciones criminales. Había decidido elaborar un mapa de todos los contactos, y alguna vez habló de que existía un departamento invisible en Letonia cuya única misión era coordinar todos los contactos entre el hampa y los políticos y policías involucrados. Hace unos tres años le oí usar por primera vez el término «conspiración». No olvide que para entonces ya sentía que el viento comenzaba a soplar a su favor. La
perestroika
de Moscú ya había llegado también a nosotros, y nos reuníamos cada vez más a menudo para comentar más abiertamente lo que se tenía que hacer en nuestro país.
—¿Su jefe todavía era Amtmanis?
—Amtmanis había muerto. Murniers y Putnis ya eran por entonces sus superiores más directos. Desconfiaba de los dos, ya que tenía la firme sospecha de que uno de ellos estaba inmiscuido en el meollo, y que incluso podía ser el líder de la conspiración que intentaba desenmascarar. Solía decirme que dentro de la policía había un «cóndor» y un «frailecillo», pero no sabía cuál era uno y cuál el otro.
—¿Un cóndor y un frailecillo?
—El cóndor es una especie de buitre y el frailecillo, un inocente pájaro cantor. De joven, a Karlis le interesaban mucho los pájaros, incluso había soñado con ser ornitólogo.
—¿Y no sabía quién era uno y quién era el otro? Creí que sospechaba del coronel Murniers.
—Eso ocurrió mucho después, hará unos diez meses.
—¿Qué pasó?
—Karlis iba tras la pista de una importante red de contrabando de narcóticos. Dijo que era un plan diabólico que nos mataría por partida doble.
—¿«Matarnos por partida doble»? ¿Qué quería decir con eso?
—No lo sé.
Se levantó bruscamente, como si tuviese miedo de continuar.
—Solo puedo ofrecerle una taza de té; lo siento, pero no tengo café —dijo.
—Con mucho gusto tomaré té —respondió Wallander.
Desapareció en la cocina y Wallander valoró el tipo de preguntas que haría para proseguir. Sentía que era sincera con él, aunque todavía no sabía para qué querían su ayuda. Dudaba de su capacidad para cumplir las expectativas que tenían depositadas en él. «Solo soy un simple policía de homicidios de Ystad —pensó—. Necesitaríais un hombre de la talla de Rydberg, pero, al igual que el mayor, Rydberg está muerto.»
Ella entró con la tetera y unas tazas en una bandeja. «Debe de haber otra persona en el apartamento. No se hierve tan rápido el agua. Estoy rodeado por doquier de vigilantes invisibles —pensó—. En este país soy incapaz de captar lo que ocurre a mi alrededor.»
Vio que parecía cansada.
—¿Cuánto tiempo podremos continuar? —preguntó.
—No mucho más. Mi casa debe de estar vigilada. No puedo ausentarme por más tiempo. Pero podemos continuar mañana por la noche en este mismo lugar.
—Mañana estoy invitado a cenar en casa del coronel Putnis.
—Entiendo. ¿Y pasado mañana?
Asintió con la cabeza, tomó un sorbo del flojo té, y siguió con las preguntas.
—A usted debió de intrigarle qué podía querer decir con eso de que los narcóticos les matarían por partida doble —continuó—. Igual que a Upitis, supongo. Lo han comentado, ¿verdad?
—Karlis dijo en una ocasión que se puede hacer chantaje con cualquier pretexto —contestó—. Al preguntarle qué quería decir, dijo que era algo que había dicho uno de los coroneles. No sé por qué lo recuerdo, quizá porque Karlis era muy reservado e introvertido en aquella época.
—¿Chantaje?
—Sí, utilizó esa palabra.
—¿Chantajear a quién?
—A nuestro país. A Letonia.
—¿Eso dijo? ¿Chantaje a todo un país?
—Sí. Si tuviese la menor duda, no lo diría.
—¿Cuál de los dos coroneles habló de chantaje?
—Creo que Murniers, pero no estoy segura.
—¿Qué opinión tenía Karlis del coronel Putnis?
—Decía que no era de los peores.
—¿Qué quería decir?
—Que obedecía la ley, que no aceptaba sobornos de cualquiera.
—Pero ¿los aceptaba?
—Todos lo hacen.
—¿Y Karlis?
—Jamás. Él era diferente.
Wallander notó que ella empezaba a inquietarse, y comprendió que las preguntas tendrían que esperar.
—Baiba —dijo; era la primera vez que usaba su nombre de pila—. Quiero que reflexiones sobre todo lo que me has contado esta noche. Pasado mañana tal vez vuelva a preguntarte lo mismo.
—Sí, no hago otra cosa.
Por un instante pensó que rompería a llorar, pero se contuvo y se levantó. Descorrió una cortina de la pared; detrás había una puerta, y la abrió.
Una joven entró en la habitación. Esbozó una fugaz sonrisa y retiró las tazas de té.
—Te presento a Inese —dijo Baiba Liepa—. Si alguien te pregunta, dirás que a quien has visitado esta noche es a ella; que la has conocido en el club nocturno del hotel Latvia y que es tu amante; que no sabes exactamente dónde vive, solo que está al otro lado del puente; que ignoras su apellido porque solo es tu amante en Riga por unos pocos días y supones que es una simple administrativa.
Wallander escuchaba atónito. Baiba Liepa dijo algo en letón y la chica llamada Inese se colocó frente a él.
—Fíjate bien en su cara —dijo Baiba Liepa—. Pasado mañana te recogerá ella. Ve al club nocturno después de las ocho de la noche; ella te esperará allí.
—¿Cuál será tu coartada?
—Que he ido a un concierto de órgano y luego he visitado a mi hermano.
—¿Tu hermano?
—El que conduce el coche.
—¿Por qué me encapucharon para reunirme con Upitis?
—Porque tiene más sentido común que yo. No sabíamos si podíamos confiar en ti.
—¿Y ahora lo sabéis?
—Sí —afirmó muy seria—. Confío en ti.
—¿Qué creéis que puedo hacer?
—Lo sabrás pasado mañana —dijo evasivamente—. Tenemos que darnos prisa.
El coche esperaba frente a la verja. Durante el trayecto de regreso al centro de la ciudad, Baiba permaneció callada, y Wallander creyó que estaba llorando. Cuando le dejaron cerca del hotel, le estrechó la mano y le murmuró algo ininteligible en letón. Wallander se apresuró a salir del coche, que desapareció en el acto. Pese a sentirse hambriento, se fue derecho a la habitación. Se sirvió una copa de whisky y se echó en la cama tapándose con el cubrecama.
Pensaba en Baiba Liepa.
No se desnudó, y hasta pasadas las dos de la noche no se metió en la cama. Soñó que alguien estaba a su lado, pero no era la amante que le había tocado, Inese, sino otra, cuya cara no le permitieron ver los coroneles que aparecían en el sueño.
El sargento Zids le recogió a las ocho en punto de la mañana, y a las ocho y media el coronel Murniers entró en su despacho.
—Creemos haber encontrado al asesino del mayor Liepa —afirmó.
Wallander le miró incrédulo.
—¿El hombre que el coronel Putnis ha interrogado durante dos días?
—No es ese. Será algún astuto malhechor metido en alguna parte de la trama. Pero este es otro hombre. ¡Sígame!