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Authors: Henning Mankell

Los perros de Riga (33 page)

BOOK: Los perros de Riga
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Una vez dentro de la habitación de detrás de la sacristía, ella le abrazó con fuerza. Lloraba, y el dolor y la rabia eran tan intensos que notó las manos como garras de hierro alrededor de su espalda.

—Han matado a Inese —susurró—. Los han matado a todos. Creí que tú también estabas muerto. Creí que todo había acabado cuando Vera se puso en contacto conmigo.

—Fue espantoso —dijo Wallander—, pero no pensemos ahora en ello.

Le miró asombrada.

—Siempre tenemos que pensar en ello —replicó—. Si lo olvidamos, olvidaremos que somos personas.

—No digo que lo olvidemos —aclaró—. Quiero decir que tenemos que continuar. La tristeza nos paralizaría.

Se dejó caer sobre la silla, y Wallander vio que estaba demacrada por el cansancio y el dolor. Se preguntó cuánto tiempo podría resistir.

La noche que pasaron en la iglesia fue un punto de inflexión en la existencia de Kurt Wallander. Hasta entonces había dedicado muy poco tiempo a reflexionar sobre su vida desde una vertiente existencial; solo en momentos dramáticos le atenazaba la fugacidad de la vida, cuando veía a personas asesinadas, niños muertos en accidentes de tráfico, o personas desesperadas que se habían suicidado; le daba escalofríos la brevedad de la vida, y el larguísimo tiempo que se estaba muerto. Pero tenía la suerte de poder apartar tales pensamientos de su cabeza. Para él, la vida consistía en algo práctico y no se fiaba de su talento para enriquecer su existencia con recetas filosóficas. Tampoco se había preocupado por la época que por casualidad le había tocado vivir. Nacías cuando nacías y morías cuando morías, más allá de eso no había contemplado las fronteras de la existencia. Sin embargo, aquella noche, junto a Baiba Liepa en la gélida iglesia tuvo que mirar con más profundidad que nunca dentro de sí mismo. Se dio cuenta de que el mundo casi no se asemejaba en nada a Suecia, y que sus propios problemas parecían insignificantes en comparación con la despiadada vida que marcaba a Baiba Liepa. Era como si, por primera vez, esa noche pudiera comprender la carnicería que acabó con Inese y los otros; lo irreal se convirtió en real. Los coroneles existían, el sargento Zids disparaba balas asesinas con armas reales, armas que reventaban los corazones y en un instante podían crear un universo desierto. Pensó en la insoportable tortura que debía de suponer vivir en un permanente estado de temor. «La era del miedo —pensó—. Esta es mi época, y no lo he entendido hasta ahora, cuando ya estoy en la mitad de mi vida.»

Ella le aseguró que en el interior de la iglesia estaban seguros, si es que podían estar seguros en alguna parte. El sacerdote había sido íntimo amigo de Karlis Liepa y no dudó en poner un escondite a disposición de Baiba cuando solicitó su ayuda. Wallander le habló sobre su premonición de que le habían encontrado y de que le esperaban en las sombras.

—¿Para qué iban a esperar? —objetó Baiba—. Para esa clase de tipos no hay espera que valga cuando tienen la intención de atrapar y castigar a los que les amenazan.

Wallander pensó que a lo mejor estaba en lo cierto. Insistió en la importancia de los papeles, era esa prueba póstuma la que temían sus perseguidores, y no a la viuda y menos aún a un inofensivo inspector de la policía sueca que había emprendido su particular
vendetta
secreta.

Se le ocurrió de pronto otra idea, pero era tan asombrosa que prefirió no comentársela a Baiba de momento: comprendió que podía existir un tercer motivo para que las sombras permaneciesen al acecho sin dejarse ver, para detenerlos luego y llevarlos al cuartel general de la policía. Durante la larga noche que pasaron en la iglesia esa posibilidad le parecía cada vez más probable, pero no le dijo nada a Baiba para no exponerla a más presiones que las absolutamente necesarias.

Entendía que su aflicción se debía a que no sabía dónde había ocultado su marido los papeles y a la pérdida de Inese y de sus otros amigos. Había sopesado a fondo todas las posibilidades y en vano trató de pensar como su marido. Había arrancado los azulejos del cuarto de baño y la tapicería de los muebles, pero solo encontró polvo y huesos de ratones muertos.

Wallander intentaba ayudarla. Estaban sentados a la mesa y ella sirvió té en las tazas. La luz del quinqué convirtió las tristes bóvedas de la iglesia en un cuarto cálido y confortable. Hubiera preferido abrazarla y compartir su pena, y volvió a considerar la posibilidad de llevársela a Suecia, pero por ahora, con Inese y los demás amigos asesinados, ella no podía planteárselo. Preferiría morir que dejar de luchar por el legado de su marido.

Estuvo sopesando la tercera posibilidad, la respuesta a por qué las sombras no intervenían de momento. Si era como se imaginaba cada vez con más convicción, no tenían solo un enemigo acechando en las sombras, sino también un enemigo del enemigo que les vigilaba. «El cóndor y el frailecillo —pensó—. Todavía no sé qué coronel lleva cada plumaje. Tal vez el frailecillo conozca al cóndor y quiera proteger a las supuestas víctimas.»

La noche en la iglesia fue como un viaje a un continente extraño, en el que debían buscar algo que ignoraban. ¿Un paquete envuelto en papel marrón? ¿Un maletín? Wallander estaba convencido de que el mayor era demasiado inteligente como para saber que un escondite muy oculto no tenía valor. Tenía que saber más sobre Baiba para conocer el mundo de su esposo. Le preguntó cosas que no deseaba saber, pero ella le exigió que no tuviera contemplaciones.

Puso un cerco a su vida en los detalles más íntimos. Cuando creían haber encontrado una pista, resultaba que Baiba ya había examinado esa posibilidad sin éxito.

A las tres y media estuvo a punto de darse por vencido. Con la mirada cansada contempló la extenuada cara de Baiba.

—¿Qué más hay? —preguntó tanto a ella como a sí mismo—. ¿Dónde más podemos buscar? En algún lugar, dentro de algún recinto tiene que haber un escondrijo. Un espacio permanente, hermético, ignífugo. ¿Qué nos queda por indagar?

Se obligó a proseguir.

—¿Vuestra casa tiene sótano? —le preguntó.

Ella negó con la cabeza.

—Hemos hablado ya del desván. Hemos puesto patas arriba el apartamento, la casa de verano de tu hermana, la casa de su padre en Ventspils. Piensa, Baiba, tiene que haber otra posibilidad.

Notó que ella estaba a punto de derrumbarse.

—No —respondió—. No hay otro lugar.

—No es preciso que sea el interior de una casa. Me has contado que a veces os ibais a la costa. ¿Os sentabais en unas determinadas rocas? ¿Dónde colocabais la tienda?

—Ya te lo he contado. Karlis nunca escondería nada allí.

—¿Levantabais la tienda siempre en el mismo lugar? ¿Ocho veranos seguidos? ¿Alguna vez elegisteis un sitio diferente?

—A los dos nos gustaba sentir la alegría del reencuentro con algún lugar conocido.

Ella quería avanzar pero Wallander le hacía retroceder todo el tiempo. Era de la opinión de que el mayor jamás habría elegido un escondite casual. El sitio tenía que estar relacionado con su historia en común.

Empezó desde el principio otra vez. El aceite del quinqué estaba acabándose, y Baiba buscó unas velas que fijó echando unas gotas de cera en una servilleta de papel. Después volvieron a recorrer la vida en común del mayor y ella. A Wallander le pareció que Baiba iba a desmayarse por el agotamiento.

Se preguntó cuándo habría dormido por última vez, e intentó animarla con un optimismo que no sentía. Retomó la investigación de su apartamento. ¿Podría haber descuidado algún detalle? Una casa tiene innumerables recovecos.

Recorrieron mentalmente una habitación tras otra, y al final ella se sentía tan cansada que empezó a gritar:

—¡No existe! Teníamos una casa y, salvo los veranos, permanecíamos siempre allí. Durante el día yo estaba en la universidad y Karlis iba al cuartel general de la policía. No hay documento alguno. Karlis debió de pensar que era inmortal.

Wallander se dio cuenta de que dirigía su rabia a su difunto marido. Su grito de socorro le recordó un suceso del año anterior, cuando en Suecia asesinaron brutalmente a un refugiado somalí, y Martinson intentaba calmar a la desesperada viuda.

«Vivimos en una era de viudas —pensó—. Los habitáculos de las viudas son nuestros hogares...»

Interrumpió su pensamiento, y Baiba se percató de que se le había ocurrido una idea.

—¿Qué ocurre? —susurró.

—Espera —respondió—. Tengo que pensar.

¿Sería posible? Dio vueltas a la idea e intentó rechazarla como si se tratara de una minucia, pero no podía apartarla de su cabeza.

—Voy a preguntarte algo que quiero me respondas sin pensar —dijo despacio—. Quiero que me contestes en el acto. Si reflexionas, tal vez no sirva de nada.

Baiba le miró tensa a la luz parpadeante de la vela.

—¿Puede ser que Karlis eligiese el más improbable de todos los escondites? —preguntó—. ¿El cuartel general de la policía?

Vio un reflejo brillante en sus ojos.

—Sí —contestó deprisa—. Podría ser.

—¿Por qué?

—Karlis era así, iba con su carácter.

—¿Dónde?

—No lo sé.

—Imposible en su propio despacho. ¿Hablaba alguna vez del cuartel?

—Lo detestaba como si fuera una cárcel, porque en realidad era una cárcel.

—Ahora piensa, Baiba. ¿Hablaba de alguna sala en especial? ¿Una que significase algo diferente? ¿Qué la detestase más que las otras? ¿O que le gustaba más?

—Las dependencias de los interrogatorios le ponían enfermo.

—Allí no se puede ocultar nada.

—Odiaba los despachos de los coroneles.

—Allí tampoco pudo haberlo escondido.

Baiba entrecerró los ojos por el esfuerzo.

Cuando salió de sus pensamientos y abrió por fin los ojos, tenía la respuesta.

—Karlis hablaba a menudo de lo que llamaba el cuarto de la maldad —le explicó—. Decía que en ese cuarto se escondían todos los documentos que hablaban de las injusticias que habían afectado a nuestro país. Seguro que escondió su testamento allí, en medio de los recuerdos de todos los que han sufrido tanto y durante tanto tiempo. Tuvo que guardar los papeles en alguna parte del archivo del cuartel general de la policía.

Wallander contempló el rostro de Baiba, en el que de repente se había desvanecido el cansancio.

—Sí —dijo—, creo que tienes razón. Eligió un escondite dentro de otro. Como una caja china. Pero ¿cómo marcó los papeles para que solo tú los encontraras?

Se puso a reír y a llorar a la vez.

—Lo sé —sollozó—. Ahora entiendo su razonamiento. Cuando nos conocimos, solía hacerme trucos de cartas. De joven no solo quiso ser ornitólogo, también pensó en ser mago. Cuando le pedía que me enseñara los trucos, él se negaba. Era como un juego entre nosotros. Me enseñó un solo truco, el más fácil de todos: se divide la baraja en dos partes, todas las cartas negras en una pila y las rojas en otra. Luego se pide a alguien que coja una carta, la recuerde y la vuelva a meter en el mazo. Extendiendo las cartas, una carta roja queda entre las negras o una negra entre las rojas. A menudo decía que en aquel mundo tan gris, yo iluminaba su vida. Por eso siempre buscábamos una flor roja entre las azules o las amarillas, una casa verde entre las blancas. Era un juego secreto entre nosotros. Debió de pensar en ello al esconder su testamento. Supongo que el archivo estará lleno de carpetas de distintos colores y en alguna parte habrá una carpeta que se distinga o por el color o por el tamaño.

—Supongo que el archivo de la policía será enorme —comentó Wallander.

—A veces, cuando se iba de viaje, solía dejar la baraja encima de mi almohada con una carta roja metida entre las negras —continuó Baiba—. En el archivo habrá una carpeta sobre mí, y puede que ahí haya escondido la carta desconocida.

Eran las cinco y media. Todavía no habían llegado a la meta, pero creían saber dónde se encontraba ésta. Wallander tendió una mano y rozó el brazo de Baiba.

—Quisiera que vinieras conmigo a Suecia —le dijo en sueco.

Ella le miró sin entender nada.

—Digo que tenemos que descansar —explicó—. Tenemos que salir de aquí antes de que amanezca. No sabemos adónde ir, ni tampoco cómo realizar el truco de magia más grande de todos: entrar en los archivos de la policía, por lo que tenemos que descansar.

Había una manta en un armario enrollada debajo de una vieja mitra. Baiba la extendió en el suelo, y se tumbaron abrazados para mantener el calor, como si fuese la cosa más natural del mundo.

—Duerme —le susurró—. Yo solo necesito descansar. Me mantendré despierto, y cuando tengamos que irnos te despertaré.

Esperó un rato.

No le respondió.

Ya se había dormido.

17

Salieron de la iglesia poco antes de las siete.

Wallander tuvo que sostener a Baiba porque esta desfallecía de cansancio. Todavía era de noche cuando abandonaron el recinto. Mientras ella dormía junto a él en el suelo, Wallander había permanecido despierto, trazando un plan de actuación, sabía que tenía que preparar un plan. Baiba sería de poca ayuda, ya no había retorno, y ambos eran unos proscritos. A partir de ahora él sería su salvador y mientras reflexionaba en la oscuridad, se dio cuenta de que su capacidad de invención estaba agotada, que no se le ocurría ningún plan.

Aun así, la idea de la tercera posibilidad le obligaba a seguir adelante, si bien comprendió que corrían un gran riesgo si confiaba ciegamente en ella; podía estar equivocado, y de ser así jamás escaparían al asesino del mayor. Sin embargo, a las siete decidieron salir de allí, pues era consciente de que no había otra opción.

La mañana era fría. Se detuvieron en la penumbra delante del portal. Baiba se apoyaba en su brazo. Wallander oyó un ruido casi imperceptible en la oscuridad, como si alguien hubiese cambiado de posición y sin querer hubiese rascado con el pie la gravilla helada. «Ya vienen —pensó—. Están soltando los perros.» Pero no ocurrió nada, todo permanecía en calma, y arrastró a Baiba hasta el muro del cementerio. Cuando salieron a la calle, estaba seguro de que los perseguidores se hallaban muy cerca, porque le pareció vislumbrar el movimiento de una silueta en un portal y oyó el chirrido de la verja que se abría otra vez detrás de ellos. «No son muy hábiles los perros de la jauría de uno de los coroneles —pensó con ironía—. O quizá quieren que sepamos que siguen nuestro rastro.»

Baiba se despabiló cuando les dio el aire fresco. Se detuvieron en una esquina. Wallander sabía que tenía que inventarse algo.

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