Los perros de Riga (28 page)

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Authors: Henning Mankell

BOOK: Los perros de Riga
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Una mañana, al despertarse, se creyó enfermo.

Acudió al médico de la policía y le hicieron un chequeo minucioso. El médico le encontró bien, pero le sugirió que vigilara el peso. Llegó de Riga un miércoles y el sábado se fue a Åhus a cenar y bailar. Tras unos cuantos bailes, le invitaron a unirse a una mesa en la que había una fisioterapeuta de Kristianstadt llamada Ellen, pero incesantemente se le aparecía la cara de Baiba Liepa; le seguía como una sombra, por lo que se retiró temprano a casa. Tomó el camino de la costa y se detuvo ante el campo desierto donde todos los veranos se celebraban las ferias de Kivik, el mismo campo por donde había corrido como un loco el año anterior, pistola en mano, persiguiendo a un asesino. Ahora el campo estaba cubierto por una fina capa de nieve, la luna llena iluminaba el mar, y veía la cara de Baiba Liepa ante él, incapaz de apartarla de sus pensamientos. Continuó hasta Ystad y bebió hasta emborracharse en su apartamento; puso la música tan alta que los vecinos empezaron a golpear las paredes.

La mañana del domingo tenía palpitaciones, y se pasó el día entero esperando no sabía qué.

El lunes llegó la carta. Se sentó a la mesa de la cocina y leyó la pulcra letra. La carta estaba firmada por alguien que decía llamarse Joseph Lippman:

Eres amigo de nuestro país. Desde Riga nos han llegado informes de tus grandes aportaciones. Dentro de poco tendrás noticias nuestras con más detalles acerca de tu regreso.

Joseph Lippman

Wallander se preguntó en qué consistían sus grandes aportaciones y quiénes eran los «nosotros» que enviarían más noticias.

El escueto texto y el mensaje formulado como una orden le irritaron. ¿Acaso no tenía él ni voz ni voto? No estaba decidido en absoluto a integrarse en el servicio secreto de unas personas invisibles, ya que su tormento y sus dudas eran más grandes que su determinación y su voluntad. Lo cierto es que quería volver a ver a Baiba Liepa, pero no se fiaba de sus propias razones, y se veía más bien como un adolescente aquejado de mal de amores.

Pero el martes por la mañana, al despertarse, una determinación había cobrado forma dentro de él. Se dirigió a la comisaría, participó en una reunión sindical sin sentido y fue a ver a Björk.

—Quisiera saber si puedo tomarme unos días de las vacaciones que me quedan —empezó.

Björk le observó con una mezcla de envidia y profunda comprensión.

—Me gustaría poder decir lo mismo —respondió—. Acabo de leer un largo memorando del grupo de homicidios. Me imagino a mis colegas de todo el país haciendo lo mismo, inclinados sobre sus escritorios. Lo he releído y lo único que he sacado en claro es que no entiendo la finalidad del memorando. Se espera de nosotros que nos pronunciemos sobre unos escritos anteriores en relación con la gran reorganización, pero no sé a cuál de esos escritos se refiere este memorando.

—Tómate unos días libres —le propuso Wallander.

Björk apartó irritado un papel de su vista.

—Imposible —respondió—. Solo estaré libre cuando me jubile, si es que vivo para entonces, aunque sin duda sería estúpido morir en el cargo. ¿Dices que quieres unas vacaciones?

—Pensaba ir a esquiar a los Alpes una semana, lo que, además, facilitará en algo la planificación de San Juan. Puedo trabajar entonces y tomar las vacaciones a finales de julio.

Björk asintió con la cabeza.

—¿Y has podido encontrar plaza en algún vuelo chárter? Pensaba que todo estaba al completo en esta época del año.

—No.

Björk levantó las cejas asombrado.

—¿Un viaje improvisado?

—Iré en coche a los Alpes; no me gustan los viajes organizados.

—¿Y a quién le gustan?

De repente Björk le miró con la expresión severa que usaba al considerar que hacía falta recordar quién era el jefe.

—¿Qué investigaciones tienes en marcha ahora mismo?

—Poca cosa; el caso de malos tratos de Svarte es lo más urgente, pero puede encargarse otro.

—¿Y cuándo quieres partir? ¿Hoy?

—El jueves me va bien.

—¿Cuántos días libres piensas tomarte?

—He calculado que todavía me quedan diez días.

Björk asintió con la cabeza y tomó nota.

—Creo que haces bien en tomarte unos días de descanso —dijo—. Últimamente tienes mala cara.

—Es lo menos que se puede decir —contestó Wallander, y salió del despacho.

El resto del día trabajó en la investigación del caso de malos tratos, hizo numerosas llamadas y tuvo tiempo, además, de contestar a un escrito de la caja de ahorros acerca de una duda en su nómina. Mientras trabajaba estuvo esperando que sucediera algo. Buscó en el listín telefónico de Estocolmo y encontró varias personas con el apellido Lippman, pero en las páginas amarillas no había nada llamado Flores Lippman.

Poco después de las cinco, ordenó su escritorio y se fue a casa. Dio un rodeo y se detuvo ante una tienda de muebles recién inaugurada, y entró a echar un vistazo a un sillón de cuero que le había gustado para su apartamento, pero el precio le disuadió. En una tienda de la calle de Hamngatan, compró unas patatas y un trozo de panceta. La joven dependienta le reconoció y le sonrió con amabilidad al pagar. Él recordó que hacía unos cuantos años había dedicado un día entero a buscar a un hombre que había atracado la tienda. Se fue a casa, preparó la cena y se sentó delante de la televisión.

Eran ya más de las nueve cuando se pusieron en contacto con él.

El teléfono sonó y un hombre que hablaba sueco con acento extranjero le pidió que fuera a la pizzería que estaba delante del hotel Continental. Wallander, que ya estaba harto de tanto secreto, pidió al hombre que se identificara.

—Tengo muchos motivos para ser desconfiado —aclaró—. Quiero saber adónde me dirijo.

—Mi nombre es Joseph Lippman. Le envié una carta.

—Sí, pero ¿quién es usted?

—Tengo una pequeña empresa.

—¿Un centro de jardinería?

—Podría llamarse así.

—¿Qué quiere usted de mí?

—Creo que se lo expresé con bastante claridad en la carta.

Wallander decidió zanjar la conversación, ya que de todos modos no recibía las respuestas que quería, y notó que se estaba enfadando. Le cansaba verse rodeado siempre de caras invisibles que le hablaban y le exigían que mostrara interés y estuviera preparado para cooperar. ¿Quién podía asegurarle que este tal Lippman no tenía nada que ver con los dos coroneles letones?

Aparcó el coche y fue caminando por la calle de Regementsgatan hasta el centro. Llegó a la pizzería a las nueve y media. Había comensales en una decena de mesas, pero no vio a ningún hombre solitario que encajara con la descripción de Lippman. Como un destello, le vino a la memoria lo que Rydberg le dijo en una ocasión: «Siempre hay que decidir si es conveniente ser el primero o el último en llegar al lugar de encuentro». Lo había olvidado, pero en este caso no sabía si tenía importancia o no. Se sentó a una mesa en un rincón, pidió una cerveza y esperó.

Joseph Lippman llegó a las diez menos tres minutos. Para entonces, Wallander se preguntaba si le habían llamado con la intención de hacerle salir del apartamento, pero cuando aquel hombre atravesó el umbral de la puerta, supo enseguida que se trataba de Joseph Lippman. Tenía unos sesenta años y llevaba un abrigo demasiado grande para él. Se movía con cuidado por entre las mesas como si tuviese miedo a caerse o pisar una mina. Sonrió a Wallander, se quitó el abrigo y se sentó frente a él. Estaba alerta y miraba con sigilo por el local. En una de las mesas vecinas, dos hombres intercambiaban comentarios acalorados sobre alguien que al parecer se caracterizaba por una incapacidad sin límites.

Wallander pensó que Joseph Lippman era judío, al menos su aspecto lo era. Las mejillas eran grises por la fuerte barba, y sus ojos, pardos tras las gafas sin montura. Pero ¿acaso Wallander sabía cómo era el aspecto de un judío? No.

La camarera se acercó a la mesa y Lippman pidió una taza de té. Su cortesía era tan acusada que Wallander intuía estar frente a un hombre que había sufrido muchas vejaciones en la vida.

—Le agradezco mucho que haya venido —dijo Lippman.

Hablaba tan bajo que Wallander tuvo que inclinarse sobre la mesa para poder oírle.

—No me dio otra opción —respondió—. Primero una carta, después una llamada. ¿Por qué no empieza por decirme quién es usted?

Lippman movió la cabeza en señal de rechazo.

—Quien yo sea carece de importancia. El que importa es usted, señor Wallander.

—No —respondió este, y notó que empezaba a irritarse de nuevo—. Comprenderá que no pienso escucharle si ni siquiera está dispuesto a confiarme quién es usted.

La camarera volvió con el té de Lippman, y la respuesta se quedó suspendida en el aire hasta que estuvieron solos de nuevo.

—Mi papel es simplemente el de coordinador y mensajero. ¿A quién le importa el nombre de un mensajero? A nadie. Después de esta entrevista, yo desaparezco. Lo más probable es que no volvamos a vernos nunca más. No se trata de una cuestión de confianza, sino de decisiones prácticas, y la seguridad es siempre una cuestión práctica. Según mi opinión, la confianza también lo es.

—Entonces podremos concluir enseguida —replicó Wallander.

—Tengo noticias para usted de Baiba Liepa —respondió Lippman con rapidez—. ¿No quiere oírlas siquiera?

Wallander se relajó en su silla. Contemplaba al hombre que estaba sentado frente a él, extrañamente desmadejado, como si su salud fuese tan frágil que pudiese quebrarse en cualquier momento.

—No quiero oír nada hasta saber quién es usted —insistió—. Tan simple como eso.

Lippman se quitó las gafas y vertió con cuidado un poco de leche en el té.

—Si no lo hago, es solo por consideración hacia usted, señor Wallander —aclaró Lippman—. En los tiempos que vivimos, cuanto menos se sepa, mucho mejor.

—Estuve hace poco en Riga —dijo Wallander—, y sé lo que significa estar siempre vigilado y controlado, pero ahora estamos en Suecia, y no en Letonia.

—Quizá tenga usted razón —admitió pensativo—. Tal vez sea un anciano que ya no sabe discernir cómo está cambiando el mundo.

—Los centros de jardinería —dijo Wallander para ayudarle a continuar— tampoco han tenido siempre el mismo aspecto, ¿verdad?

—Llegué a Suecia en 1941 —empezó Lippman removiendo el té lentamente con la cucharilla—. En aquella época, era un joven que albergaba el sueño inmaduro de ser un gran artista. En una madrugada gélida divisamos la costa de Gotland y comprendimos que estábamos a salvo, a pesar de que el barco tenía una vía de agua y que varios de los que huían conmigo estaban muy enfermos. Estábamos desnutridos y teníamos tuberculosis. Pero todavía recuerdo esa gélida madrugada de principios de marzo, y decidí que algún día pintaría un cuadro con el motivo de la costa sueca, como metáfora de la libertad: la puerta del paraíso, congelada y fría, y unas rocas negras entre la niebla. Pero nunca pinté ese motivo y me hice jardinero. Y ahora vivo de dar consejos sobre plantas para diversas empresas suecas. Últimamente he advertido que los que trabajan en las nuevas empresas informáticas tienen gran necesidad de esconder sus máquinas detrás de las plantas. Nunca pintaré la imagen del paraíso, tendré que contentarme con haberlo visto. El paraíso tiene tantas puertas como el infierno, y nosotros tenemos que aprender a discernirlas; de lo contrario, estamos perdidos.

—¿Y sabía discernirlas el mayor Liepa?

Lippman no reaccionó de ningún modo al sacar a relucir el nombre del mayor en la conversación.

—El mayor Liepa sabía cómo eran las puertas —dijo despacio—, pero no murió por eso, sino porque había visto quién salía y entraba por ellas: personas que temen la luz, puesto que la luz les hace visibles a ojos de personas como el mayor Liepa.

Wallander tuvo la impresión de que Lippman era un hombre profundamente creyente. Hablaba como un sacerdote ante una congregación invisible.

—Toda mi vida he vivido en el exilio —continuó—. Los primeros diez años, hasta mediados de los cincuenta, creía que podría volver un día a mi patria. Luego vinieron los largos años sesenta y setenta, y fue cuando perdí la esperanza por completo. Solo los letones muy ancianos que vivían en el exilio, solo los muy ancianos y los muy jóvenes y los muy locos creían que el mundo cambiaría y que, llegaría el día en que podríamos volver al país perdido. Creían en el momento crucial dramático, mientras que yo me esperaba un alargado fin de la tragedia, que ya se podía dar por concluida. Pero de pronto las cosas empezaron a cambiar: empezamos a recibir informes extraños de nuestra vieja patria, informes que rebosaban de optimismo. Vimos sacudirse a la gigantesca Unión Soviética, como si la fiebre latente por fin empezase a brotar. ¿Era posible que lo que nunca nos atrevimos a soñar se hiciera realidad a pesar de todo? Aún no lo sabemos. Somos conscientes de que se nos puede escapar la libertad una vez más. La Unión Soviética está debilitada, pero puede que sea una situación pasajera. Tenemos poco tiempo a nuestra disposición. Eso lo sabía el mayor Liepa y eso era lo que le empujaba a seguir adelante.

—¿Tenemos? —dijo Wallander—. ¿Quiénes?

—Todos los letones de Suecia pertenecen a alguna organización —aclaró Lippman—. Siempre nos hemos asociado en diferentes organizaciones como sustituto de la patria perdida. Hemos intentado ayudar a las personas a preservar su cultura; hemos construido tablas de salvación, hemos instituido fundaciones, hemos recibido las llamadas de auxilio e intentado responderlas, hemos luchado incesantemente para no ser olvidados. Nuestras organizaciones en el exilio han sido una especie de sustituto de las ciudades y los pueblos que nos vimos obligados a abandonar.

La puerta de cristal de la pizzería se abrió y entró un hombre solo. Lippman reaccionó de inmediato. Wallander reconoció al hombre. Se llamaba Elmberg, y era el encargado de una de las gasolineras de la ciudad.

—No pasa nada —dijo—. Ese hombre no ha matado una mosca en su vida. Además, dudo de que jamás se haya preocupado por la existencia del Estado letón. Es el encargado de una gasolinera.

—Baiba Liepa le envía un grito de socorro —dijo Lippman—. Le pide que vaya; necesita su ayuda.

Sacó un sobre del bolsillo interior.

—De Baiba Liepa —afirmó—. Para usted.

Wallander cogió el sobre, que estaba sin cerrar, y sacó la fina hoja con cuidado. El mensaje era breve y estaba escrito a lápiz. Le dio la impresión de que lo había escrito con mucha prisa:

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