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Authors: Henning Mankell

Los perros de Riga (31 page)

BOOK: Los perros de Riga
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Oscureció y el frío se intensificó.

Poco antes de las siete creyó que ya era hora de intentar salir. Abrió la oxidada trampilla con cuidado, convencido de que de un momento a otro se encenderían los focos, alguien vociferaría unas órdenes y una traca de metralletas dispararía contra el muro. Al fin logró soltar la trampilla y la entreabrió. Una mortecina luz proveniente de una fábrica adyacente iluminaba el patio arenoso. Intentó acostumbrar la vista a la oscuridad. No vio ningún soldado por ninguna parte. A unos diez metros del edificio había unos viejos camiones aparcados en la zona del almacén. Su primer propósito fue intentar llegar ileso hasta allí. Respiró hondo, se agachó y corrió todo lo que pudo hacia los coches desguazados. Cuando llegó al primer camión, tropezó con un neumático desechado y se golpeó la rodilla contra un parachoques. El dolor era muy intenso y tuvo miedo de que el ruido atrajera a los soldados, pero no ocurrió nada. La rodilla le dolía terriblemente y notó que la sangre le manaba y le corría pierna abajo.

¿Cómo seguiría adelante? Intentó imaginarse el consulado o la embajada suecos; no sabía qué clase de rango diplomático tenía la representación sueca en Letonia. Se dio cuenta de que no podía ni quería darse por vencido. Era preciso encontrar a Baiba Liepa, no lanzar una bengala de socorro para sí mismo. Tenía fuerzas para pensar en otras cosas tras salir del horror vivido en el almacén, la casa mortuoria de Inese y del hombre bizco. Había llegado hasta allí por Baiba Liepa, tenía que encontrarla aunque le costara la vida.

Se alejó por entre las sombras. Siguió una verja que rodeaba una fábrica y al final llegó a una calle mal iluminada. Todavía no sabía dónde se encontraba. A lo lejos oyó el estruendo parecido al de una autopista con mucho tráfico, y decidió ir en esa dirección. De vez en cuando se cruzaba con gente, y agradeció a Joseph Lippman que le exigiera ponerse la ropa que Preuss le había traído en una maleta rota. Durante más de media hora caminó en dirección al lugar de donde provenía el ruido de tráfico. En dos ocasiones se escondió a la vista de unos coches patrulla, mientras intentaba pensar qué iba a hacer. Finalmente comprendió que solo podía recurrir a una persona, lo que comportaría un gran riesgo, pero no tenía otra elección. Tenía que pasar otra noche escondido en un lugar que todavía no había encontrado. La tarde era fría y necesitaba encontrar algo de comida para resistir la noche que le esperaba.

Supo que jamás llegaría andando a Riga. Le dolía la rodilla y estaba mareado por el cansancio. Solo podía hacer una cosa: robar un coche. La idea le asustó, pero sabía que era la única posibilidad. Al instante recordó haber visto un Lada aparcado en la calle que acababa de cruzar. No estaba frente a una vivienda sino que parecía abandonado. Dio la vuelta y regresó por donde había venido mientras hacía un esfuerzo por recordar cómo abrían las cerraduras y hacían el puente los ladrones de coches suecos. Pero ¿qué sabía él de un Lada? Quizá ni siquiera se pondría en marcha con aquel sistema.

El coche era gris y tenía el parachoques abollado. Wallander permaneció en la sombra contemplando el Lada y los alrededores. Solo veía edificios de fábricas con las luces apagadas. Se acercó a la verja medio derruida junto al muelle de carga delante de las ruinas de lo que antes había sido una fábrica. Con los dedos rígidos por el frío logró sacar un trozo del alambre de unos treinta centímetros de largo, le hizo un lazo en una punta y se apresuró hacia el coche.

Fue más fácil de lo que había imaginado manipular el alambre por la ventanilla del coche y levantar el cierre. Se metió aprisa en el coche y buscó el contacto y los cables. Se maldijo por no llevar cerillas, el sudor le resbalaba por dentro de la camisa y pronto empezó a tiritar de frío. Al final, por desesperación, tiró de todo el manojo de cables que había detrás del contacto, arrancó el soporte de la cerradura y conectó los cables sueltos. Como había una marcha puesta, el coche dio un salto cuando por fin logró conectar. Puso el coche en punto muerto y volvió a conectar los cables. El coche se puso en marcha, buscó sin éxito el freno de mano, tiró de todos los botones para encender las luces y puso la primera.

«Qué pesadilla —pensó—. Soy un inspector de la policía sueca, y no un loco con un pasaporte falso que se dedica a robar coches en la capital letona.» Se dirigió por donde antes había pasado; buscó la posición de las diferentes marchas mientras se preguntaba por qué el coche apestaba tanto a pescado.

Al cabo de un rato, llegó a la autovía. En la entrada casi se le caló el coche, pero logró mantener encendido el motor. Cuando vio las luces de Riga decidió buscar el barrio del hotel Latvia e ir a uno de los pequeños restaurantes que había visto en su anterior visita. De nuevo agradeció a Joseph Lippman que hubiera dispuesto que Preuss le diera una suma de dinero letón. No sabía cuánto llevaba, pero esperaba que le llegase para poder cenar. Condujo a lo largo del puente que cruza el río y giró a la izquierda por el paseo. El tráfico no era muy intenso, pero quedó atrapado detrás de un tranvía; un taxista, que tuvo que frenar bruscamente detrás de él, le increpó con furia.

Se puso muy nervioso porque no encontraba las marchas; solo pudo adelantar al tranvía torciendo por una calle que era de dirección única, lo que descubrió demasiado tarde. Un autobús le venía de frente, la calle era muy estrecha y por mucho que tanteó la palanca de cambios no encontró la marcha atrás. Estaba a punto de dejarlo todo, abandonar el coche en medio de la calle y huir, cuando por fin encontró la posición correcta e hizo marcha atrás para dar paso al autobús. Giró por una de las calles paralelas que daban al hotel Latvia y aparcó el coche. Estaba empapado de sudor. Pensó de nuevo que contraería una pulmonía si no tomaba pronto un baño caliente y se ponía ropa seca.

El reloj de una iglesia señalaba las nueve menos cuarto. Cruzó la calle y entró en una cervecería que recordaba de su primera visita a Riga. Tuvo suerte y encontró una mesa libre en aquel local lleno de humo. Los hombres que discutían y se inclinaban sobre sus cervezas parecían no notar su presencia. No se veían hombres uniformados por ninguna parte; ahora podría estrenarse en su papel de Gottfried Hegel, viajante de partituras y libros de arte. Cuando Preuss y él estaban en Alemania, había advertido que menú se decía en alemán
Speisekarte
, y eso fue lo que pidió. El texto, sin embargo, estaba escrito en letón, por lo que señaló al azar una de las líneas. Le sirvieron un plato de estofado y tomó una cerveza. Por unos momentos su mente quedó en blanco.

Después de cenar, se encontró mejor. Pidió una taza de café y su mente empezó a funcionar de nuevo. De pronto se le ocurrió dónde pasar la noche; aplicaría sus conocimientos sobre el país: todo se puede comprar. En su visita anterior, había visto pensiones y hostales decadentes cerca del hotel Latvia. Iría allí, usaría el pasaporte alemán, dejaría unos billetes de cien coronas suecas en el mostrador de recepción y con ello pagaría para poder estar en paz y no tener que contestar preguntas incómodas. Corría el riesgo de que los coroneles hubiesen ordenado una extrema vigilancia en todos los hoteles de Riga, pero tenía que arriesgarse, y calculó que la identidad alemana le protegería por lo menos esa noche, hasta que por la mañana revisasen las hojas de inscripción de los hoteles. Además, con un poco de suerte, quizá topara con un recepcionista al que no le gustase demasiado pasar información a la policía.

Se tomó el café, y pensó en los dos coroneles, y en el sargento Zids, quien tal vez había matado a Inese. En algún lugar de esa terrible oscuridad, le esperaba Baiba Liepa. «Baiba llorará de alegría cuando te vea.» Fueron casi las últimas palabras que Inese había pronunciado en su corta vida.

Miró el reloj de encima del mostrador: casi las diez y media. Pagó la cuenta y vio que tenía de sobra para pagar la habitación del hotel.

Salió de la cervecería y se detuvo delante del hotel Hermes, situado a poca distancia de allí. La puerta estaba abierta y subió unas crujientes escaleras hasta la segunda planta. Se abrió una cortina y una anciana encorvada le miró entornando los ojos tras unas gafas de cristales gruesos. Sonrió con toda la amabilidad de la que fue capaz, dijo Zimmer y puso el pasaporte encima del mostrador. La mujer asintió con la cabeza, respondió en letón y le entregó una tarjeta para que la rellenase. Como se dio cuenta de que no se preocupó en mirar el pasaporte, cambió de plan y se registró bajo un nombre falso. Con las prisas no se le ocurrió otro nombre que Preuss, se bautizó con el nombre de pila de Martin, puso la edad de treinta y siete, y Hamburgo como lugar de origen. La anciana le sonrió con amabilidad, le entregó la llave y señaló un pasillo detrás de ella. «No puede estar fingiendo —pensó—. Podré dormir aquí toda la noche mientras la ira de los dos coroneles no se desate y organicen redadas en todos los hoteles de Riga por la noche. No creo que tarden en descubrir que Martin Preuss es Kurt Wallander, pero para entonces ya estaré lejos de aquí.» Abrió con la llave la puerta de la habitación y lleno de júbilo vio que había una bañera; apenas pudo dar crédito cuando comprobó además que poco a poco el agua iba calentándose. Se desnudó y se metió en ella. El calor que le recorría el cuerpo le adormiló.

El agua estaba fría cuando se despertó. Se levantó, se secó y se metió en la cama. Escuchó el traqueteo de un tranvía por la calle. Miró fijamente en la oscuridad y notó cómo le volvía el miedo.

Pensó que tenía que continuar con lo que había planeado. Si perdía el control de sus nervios, los perros que le perseguían pronto le alcanzarían, y para entonces estaría perdido. Sabía lo que debía hacer.

Al día siguiente iría en busca de la única persona en Riga que quizá podía ayudarle a ponerse en contacto con Baiba Liepa.

No sabía su nombre.

Pero sabía que tenía los labios pintados de color rojo.

16

Inese regresó poco antes del amanecer.

Vino a su encuentro en una pesadilla en la que los dos coroneles aguardaban en un segundo plano sin que pudiese descubrirlos. En el sueño ella aún vivía; él intentaba advertirla, pero no le oía, y cuando comprendió que no podía ayudarla, fue arrebatado del sueño y abrió los ojos en la habitación del hotel Hermes.

El reloj de pulsera, que había dejado sobre la mesilla de noche, señalaba las seis y cuatro minutos. Un tranvía traqueteaba abajo en la calle. Se desperezó en la cama, y por primera vez desde que saliera de Suecia, se sintió relajado.

Permaneció un rato en la cama; revivió con una fuerza sobrecogedora los acontecimientos del día anterior. La terrible matanza se le aparecía como irreal en su despejada mente. Aquella masacre indiscriminada era incomprensible. La muerte de Inese le sumía en un profundo estado de desesperación. No soportaba la idea de que no había podido hacer nada por salvarla a ella, ni al hombre bizco ni a los demás que le esperaban, pero de los que ni siquiera tuvo tiempo de conocer el nombre.

La angustia le hizo saltar de la cama. Poco antes de las seis y media salió de la habitación, se dirigió a la recepción y pagó. La anciana de sonrisa amable e incomprensibles frases letonas recibió el dinero, y tras hacer un cálculo rápido, se dio cuenta de que le quedaba aún bastante para dormir unas cuantas noches en un hotel si era necesario.

La mañana era fría. Se subió el cuello de la chaqueta y decidió desayunar antes de llevar a cabo su plan. Después de vagar por las calles durante veinte minutos, encontró una cafetería abierta. Entró en el local semivacío, pidió un café y unos bocadillos, y se sentó en un rincón que le hacía invisible desde la puerta. A las siete y media ya no podía esperar más, pasara lo que pasase. Nuevamente le asaltó la idea de que haber regresado a Letonia era una locura.

Al cabo de media hora, estaba delante del hotel Latvia, en el mismo lugar donde el sargento Zids solía esperarle con el coche. Dudó unos instantes. ¿Era demasiado temprano? ¿Habría llegado ya la mujer de los labios pintados? Cruzó las puertas giratorias, miró de reojo la recepción, donde unos huéspedes madrugadores estaban pagando la factura, pasó por delante del sofá, donde sus sombras se habían ocultado detrás de diferentes periódicos, y vio que la mujer se encontraba en su sitio detrás del mostrador. Estaba a punto de abrir e iba colocando los periódicos. «¿Qué pasará si no me reconoce? —pensó—. Quizá solo sea una intermediaria que no sabe nada del alcance de sus recados.»

En ese instante ella le vio cerca de las altas columnas del vestíbulo. Wallander se dio cuenta de que le reconocía, que sabía quién era y que no se asustaba de volver a verle. Se acercó al mostrador, le tendió la mano y en voz alta y en inglés dijo que quería comprar unas postales. Para darle tiempo de acostumbrarse a su repentina aparición, continuó conversando. ¿No tenía postales de la antigua Riga? Cuando vio que no había nadie cerca y consideró que había charlado lo suficiente, se inclinó sobre el mostrador como si le estuviese pidiendo que le explicara algún detalle de una de las postales.

—Sé que me ha reconocido —empezó—. En una ocasión me dio una entrada para un concierto en el que me reuní con Baiba Liepa. Tiene que ayudarme a verla de nuevo. No puedo acudir a nadie más que a usted. Es muy importante que vea a Baiba. Tiene que saber que es muy peligroso ya que están vigilándola. No sé si sabe lo que ocurrió ayer. Señale algo en el folleto, finja que está explicándome algo, y contésteme mientras.

Empezó a temblarle el labio inferior y se le anegaron los ojos en lágrimas. Como no podía exponerse a que empezase a llorar y llamar así la atención, dijo que estaba interesado en las postales de toda Letonia, no solamente de Riga. Un buen amigo le había dicho que en el hotel Latvia siempre había una buena muestra de ellas.

Cuando ella consiguió dominarse, Wallander le preguntó si alguien la había advertido de que él estaba en Letonia. Ella negó con la cabeza.

—No tengo adónde ir —prosiguió—. Necesito un lugar donde ocultarme mientras me ayuda a encontrar a Baiba.

Ni siquiera sabía su nombre, solo que sus labios eran demasiado rojos. ¿Tenía algún derecho a pedirle eso? ¿No debería abandonarlo todo y dirigirse a la embajada sueca? ¿Dónde se hallaba la frontera entre lo razonable y decente en un país donde se disparaba indiscriminadamente sobre personas inocentes?

—No sé si puedo organizar un encuentro con Baiba —susurró—. No sé si es posible, pero trataré de esconderle en mi casa. Soy demasiado insignificante para que la policía se interese por mí. Vuelva dentro de una hora y espéreme en la parada de autobuses al otro lado de la calle, y ahora váyase.

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