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Authors: Henning Mankell

Los perros de Riga (34 page)

BOOK: Los perros de Riga
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—¿Conoces a alguien que pueda prestarnos un coche? —preguntó.

Ella reflexionó antes de negar con la cabeza.

El miedo le irritó. ¿Por qué era todo tan sumamente complicado en ese país? ¿Cómo podía ayudarla cuando todo carecía de normalidad? No estaba acostumbrado a ese sistema.

De pronto se acordó del coche que había robado el día anterior. La posibilidad era remota, pero no tenía nada que perder yendo a comprobar si todavía estaba donde lo había dejado. Empujó a Baiba para que entrara en un café abierto, creyendo que eso confundiría a la jauría de perseguidores; estos tendrían que separarse convencidos de que él y Baiba tenían en su poder las pruebas que el mayor había dejado. Esa idea le puso eufórico. Se abría una posibilidad que no había considerado hasta entonces: echar falsos cebos a los perseguidores. Se apresuró calle abajo. Lo primero era averiguar si el coche todavía seguía allí.

En efecto, estaba donde lo había dejado. Sin pensárselo, se sentó al volante, y notó de nuevo el olor a pescado, conectó los cables eléctricos y esta vez se acordó de poner el punto muerto. Se detuvo delante de la cafetería y dejó el motor en marcha mientras entraba a recoger a Baiba, que estaba tomando una taza de té. Él también tenía hambre, pero se dominó. Baiba ya había pagado y salieron hasta el coche.

—¿De dónde lo has sacado? —preguntó.

—Ya te lo explicaré en otro momento —respondió—. Has de explicarme cómo se sale de Riga.

—¿Adónde vamos?

—No lo sé. Para empezar, iremos al campo.

El tráfico era más denso, y a Wallander le costaba controlar el motor. Llegaron hasta los suburbios más alejados de la ciudad, desde donde se extendía una llanura con granjas aquí y allá a ambos lados de la carretera.

—¿Adónde va esta carretera? —preguntó Wallander.

—A Estonia. Termina en Tallin.

—No creo que vayamos tan lejos.

El indicador de gasolina empezó a relampaguear, y pararon en una gasolinera. Un señor mayor y tuerto le llenó el depósito, y cuando Wallander fue a pagar, no tenía bastante dinero, por lo que Baiba tuvo que poner lo que faltaba; luego continuaron adelante. Cuando pararon, Wallander aprovechó para echar una ojeada a la carretera. Primero les adelantó un coche negro de marca desconocida, y luego otro. Al salir de la gasolinera, vio por el espejo retrovisor otro coche aparcado en la cuneta detrás de ellos. «Así que son tres —pensó—. Como mínimo tres coches.»

Llegaron a una ciudad cuyo nombre Wallander no acabó de oír bien. Detuvo el coche junto a una plaza, donde un grupo de gente se apiñaba alrededor de un puesto de venta de pescado.

Se sentía muy cansado. Si no dormía un poco, su mente no resistiría más. Al otro lado de la plaza vio el letrero de un hotel y no dudó un instante.

—Tengo que dormir un poco —le dijo a Baiba—. ¿Cuánto dinero tienes? ¿Hay bastante para una habitación?

Asintió con la cabeza. Salieron del coche, cruzaron la plaza y se registraron en el hotel. Baiba dijo algo en letón, que hizo que la recepcionista se ruborizara; no hizo falta que rellenasen los formularios de inscripción.

—¿Qué le has dicho? —preguntó Wallander cuando entraron en una habitación con vistas a un patio interior.

—La verdad —respondió—. Que no estamos casados y que solo nos quedaremos unas horas.

—Se ha ruborizado, ¿verdad?

—Yo también lo habría hecho.

Por un instante la tensión menguó: Wallander se echó a reír y Baiba enrojeció. Se puso serio de nuevo.

—No sé si te das cuenta de que esta es la empresa más disparatada en la que jamás he participado —aclaró—. Tampoco sé si sabes que tengo tanto miedo como tú. A diferencia de tu marido, he trabajado toda mi vida en una ciudad no más grande que esta en la que estamos ahora. No tengo ninguna experiencia con organizaciones criminales ni masacres. De vez en cuando, por supuesto, me he visto en la necesidad de solucionar algún caso de asesinato, pero por lo general me dedico a perseguir ladrones borrachos y rescatar animales perdidos.

Baiba se sentó junto a él en el borde de la cama.

—Karlis me dijo que eres un buen policía —afirmó—, que habías cometido un error por descuido, pero aun así te consideraba un policía muy eficiente.

Wallander recordó con disgusto lo del bote salvavidas.

—Nuestros países son tan distintos... —dijo—. Karlis y yo teníamos puntos de vista muy diferentes. Él, con toda probabilidad, habría sido capaz de prestar un buen servicio también en Suecia, pero yo nunca podría ser un buen policía en Letonia.

—Ahora lo eres —afirmó.

—No —objetó—. Estoy aquí porque me lo pediste, o por ser Karlis quien era. En realidad no sé qué hago aquí en Letonia. Solo estoy seguro de una cosa, y es que quiero que vengas conmigo a Suecia cuando todo esto haya acabado.

Le miró sorprendida.

—¿Por qué? —preguntó.

Comprendió que no podía darle ninguna explicación, ya que ni él mismo sabía cuáles eran sus sentimientos.

—Nada —respondió—. Olvídalo. Tengo que dormir un poco para poder pensar luego con más lucidez. Tú también necesitas descansar. Será mejor que avises en recepción de que nos llamen dentro de tres horas.

—La chica se sonrojará de nuevo —dijo Baiba tras levantarse de la cama.

Wallander se acurrucó debajo de la colcha. Cuando Baiba regresó estaba casi dormido.

Cuando despertó al cabo de tres horas tuvo la impresión de que solamente había dormido unos pocos minutos. Baiba continuaba dormida. Wallander se dio una ducha de agua fría para quitarse de encima el cansancio. Mientras se vestía pensó que lo mejor sería que ella continuara durmiendo hasta que estuviera seguro de cuáles iban a ser los siguientes pasos. En un trozo de papel higiénico le escribió una nota en la que le pedía que le esperara hasta que volviese, que no tardaría mucho rato.

La chica de la recepción le sonrió tímidamente y Wallander tuvo la impresión de que su mirada tenía un punto de lujuria. Cuando se dirigió a ella en inglés, la chica demostró tener algunos conocimientos del idioma. Wallander le preguntó dónde podía comer algo, y ella le señaló la puerta de un pequeño comedor. Se sentó a una mesa desde la que podía observar la plaza. Los puestos de pescado seguían muy concurridos y la gente iba muy abrigada. El coche continuaba en el mismo lugar donde lo habían dejado.

En el lado opuesto de la plaza vio uno de los coches negros que les había adelantado antes, cuando se detuvieron para repostar. Deseó que los perros pasasen frío mientras les esperaban en los coches.

La chica de la recepción también hacía de camarera y le trajo unos bocadillos y una jarra de café. De cuando en cuando echaba un vistazo a la plaza, mientras urdía un plan mentalmente. La idea que le vino le parecía tan increíble que hasta tenía probabilidades de éxito.

Después de comer se sintió mejor. Cuando regresó a la habitación, Baiba ya estaba despierta.

Se sentó en el borde de la cama y empezó a explicarle lo que había pensado.

—Karlis debía de tener algún amigo íntimo entre sus colegas —afirmó.

—No solíamos reunirnos con otros policías —respondió—. Teníamos otros amigos.

—Trata de recordar —suplicó—. Tiene que haber alguien con quien tomase café en alguna ocasión. No es preciso que fuese un amigo, basta con que recuerdes a alguien que no fuese su enemigo.

Baiba se quedó pensativa. Todo su plan dependía de que el mayor hubiese tenido a alguien que, aunque no fuese un amigo íntimo, no desconfiara de él.

—A veces hablaba de un tal Mikelis —dijo—, un joven sargento que no era como los demás, pero no sé nada de él.

—Seguro que te acuerdas de algo. ¿Por qué hablaba de él?

Empujó las almohadas contra la pared, y Wallander vio que hacía un esfuerzo por recordar.

—Karlis solía decir que le asustaba la indiferencia de sus colegas —empezó—, las frías reacciones ante todo el sufrimiento del país. Mikelis era la excepción. Creo que una vez, junto con Karlis, metió en prisión preventiva a un hombre sin recursos y con familia numerosa. Después le dijo a Karlis que esa acción le había parecido detestable. Quizás habló de él en otra ocasión, pero no lo recuerdo.

—¿Cuándo ocurrió eso?

—No hace mucho.

—Intenta ser más exacta. ¿Hace un año? ¿Más?

—Menos. Menos de un año.

—Mikelis debía de trabajar en la brigada criminal si trabajaba con Karlis.

—No lo sé.

—Tiene que ser así. Llama a Mikelis y dile que necesitas verle.

Le miró asustada.

—Hará que me detengan.

—No le digas que eres Baiba Liepa, tan solo dile que tienes algo que puede ayudarle en su carrera, pero exígele que la llamada permanezca en el anonimato.

—No es fácil engañar a los policías de nuestro país.

—Tienes que parecer convincente; no puedes rendirte ahora.

—Pero ¿qué le digo?

—No lo sé. Ayúdame a pensar algo. ¿Cuál puede ser la tentación más grande para un policía letón?

—El dinero.

—¿Divisa extranjera?

—Mucha gente de aquí vendería a su propia madre por un puñado de dólares americanos.

—Dile que conoces a alguien que tiene sumas importantes de dólares americanos.

—Me preguntará de dónde proceden.

Wallander se acordó de un suceso reciente en Suecia.

—Llama a Mikelis y dile lo siguiente: conoces a dos letones que han cometido un robo en un banco de Estocolmo donde han conseguido una gran suma de dinero extranjero, sobre todo dólares americanos. Han atracado una oficina de cambio en la estación central de Estocolmo y la policía sueca no les ha atrapado. Ahora están aquí en Letonia con todas esas divisas.

—Preguntará quién soy y cómo lo sé.

—Hazle creer que eres la amante de uno de los atracadores, pero que te ha abandonado por otra. Quieres vengarte de él, pero tienes miedo y no te atreves a dar el nombre.

—Me cuesta tanto mentir...

Wallander se enfureció.

—Pues tendrás que aprender. Ese Mikelis es nuestra única posibilidad de entrar en el archivo. Tengo un plan y tal vez podamos llevarlo a cabo. Si no tienes otra propuesta, tendrás que aceptar la mía.

Se levantó de la cama.

—Ahora volveremos a Riga. En el coche te explicaré el plan.

—¿Mikelis va a buscar los papeles de Karlis?

—Mikelis no —contestó muy serio—, lo haré yo. Él tan solo me introducirá en el cuartel general de la policía.

Regresaron a Riga. Baiba llamó desde una estafeta de correos y la mentira surtió efecto.

Después se dirigieron al mercado de la ciudad. Baiba le dijo a Wallander que la esperara junto a la inmensa lonja del pescado. Él la vio desaparecer entre la muchedumbre, y pensó que nunca más volvería a verla. Ella se encontró con Mikelis entre los puestos de carne, pasearon por los mostradores mientras conversaban. Baiba le confesó que los supuestos atracadores no existían ni tampoco los dólares americanos. Cuando regresaban a Riga, Wallander, le había dado instrucciones de no titubear, de ir directa al grano, de contar toda la historia. No tenían otra posibilidad, costara lo que costase.

«O te detiene de inmediato —le había dicho—, o hará lo que queremos. Si titubeas, quizá piense que se trata de una conspiración urdida por alguno de sus superiores que duda de su lealtad. Tienes que probarle que eres la viuda de Karlis en caso de que no te reconozca. Tienes que hacer y decir exactamente lo que te he dicho.»

Baiba regresó al cabo de una hora larga al lugar donde Wallander la esperaba. Se dio cuenta de que lo había conseguido.

Su semblante era de júbilo y alivio, y reparó de nuevo en su belleza.

En voz baja le contó que Mikelis se había asustado mucho, se jugaba su puesto de policía, incluso la vida, pero al mismo tiempo advirtió que se sentía aliviado.

—Es de los nuestros —afirmó—. Karlis no se equivocó.

Faltaban muchas horas para que Wallander pudiese poner en práctica el plan, y para matar el tiempo pasearon por la ciudad, eligieron dos puntos de reunión alternativos y continuaron hasta la universidad donde Baiba daba clases. En una desolada sala de biología que olía a éter, Wallander se quedó dormido con la cabeza apoyada en una vitrina que contenía el esqueleto de una gaviota. Baiba se acurrucó en el ancho hueco de la ventana, desde donde contempló el parque. Una espera larga y sin palabras era todo lo que existía.

Se despidieron delante de la sala de biología poco después de las ocho. Convencieron al conserje, que controlaba que todas las luces estuviesen apagadas, para que dejara unos instantes sin luz la puerta trasera de la universidad.

Cuando la luz se apagó, Wallander se deslizó rápidamente por la puerta, corrió a través del oscuro parque en la dirección que Baiba le había indicado, y cuando se detuvo para recobrar el aliento estaba convencido de que la jauría se había quedado esperando delante de la universidad.

En el momento en que las campanas de la iglesia que se alzaba detrás del cuartel general de la policía dieron las nueve, Wallander entró por las puertas iluminadas de la parte abierta al público. Baiba le había dado una detallada descripción del aspecto de Mikelis, y lo único que sorprendió a Wallander cuando lo vio fue su juventud. Mikelis le esperaba detrás de un mostrador. «A saber cómo habrá justificado su presencia», pensó Wallander. Se dirigió hacia él y empezó a representar su papel. Protestó en voz alta y en inglés porque le hubieran robado en plena calle, a él, un inocente turista. Los ladrones le habían despojado de todo el dinero y, lo más sagrado de todo, su pasaporte.

Desesperado, se dio cuenta de que había cometido un grave error: no le había preguntado a Baiba si Mikelis hablaba inglés. «¿Qué pasará si solo habla letón? —pensó consternado—. Tendrá que llamar a alguien que sepa inglés, y estaremos perdidos.

Para su alivio, Mikelis hablaba un poco de inglés, mejor incluso que el mayor; cuando uno de los policías que estaban de guardia acudió al mostrador para ayudarle a deshacerse del pesado inglés, lo rechazó con brusquedad. Mikelis se llevó a Wallander a una sala adyacente. Los demás policías mostraron un poco de curiosidad, pero nada que fuera preocupante.

La sala estaba vacía y fría. Wallander se sentó en una silla mientras Mikelis le miraba con semblante serio.

—A las diez hay cambio de turno —dijo Mikelis—. Para entonces, habré rellenado la denuncia del atraco. Además, haré que una patrulla detenga a unos sospechosos cuyas señas inventaremos. Tenemos exactamente una hora.

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