Read Los perros de Riga Online
Authors: Henning Mankell
—Esta vez me llamo Gottfried Hegel —dijo cuando llevaban dos horas de viaje y se detuvieron para repostar gasolina de un bidón que sacó del maletero.
—Lo sé —contestó Inese—. No es un nombre muy bonito.
—Dime por qué estoy aquí, Inese. ¿Qué creéis que puedo hacer para ayudaros?
En lugar de responderle, ella le preguntó si tenía hambre y le extendió una botella de cerveza y dos bocadillos de embutido que llevaba en una bolsa de papel. Después continuaron el viaje. Se adormiló, pero como temía que ella se durmiera, se despertó sobresaltado.
Llegaron a las afueras de Riga poco antes del amanecer. Wallander se acordó de que era 21 de marzo, el día del aniversario de su hermana. En un intento de conjurar su nueva identidad decidió que Gottfried Hegel tenía una gran cantidad de hermanos, de los cuales la hermana más pequeña se llamaba Kristina. Se imaginó a la esposa de Hegel como una marimacho con bigote incipiente, y la vivienda de Schwabingen como una casa de ladrillos rojos con un jardín bien cuidado, pero insípido, en la parte trasera. Joseph Lippman le había provisto de una historia muy escueta como base para el pasaporte que Preuss le entregó, por lo que pensó que un interrogador experto tardaría menos de un minuto en desenmascarar a Gottfried Hegel, declarar falso el pasaporte y exigir su verdadera identidad.
—¿Adónde nos dirigimos? —preguntó.
—Ya casi estamos —contestó evasivamente.
—¿Cómo podré ayudaros si no me explicáis nada en absoluto? —insistió—. ¿Qué es lo que no me quieres decir? ¿Qué es lo que ha ocurrido?
—Estoy cansada —respondió—, pero estamos muy contentos de que hayas vuelto. Baiba está feliz. Llorará de alegría cuando te vea.
—¿Por qué no contestas a mis preguntas? ¿Qué es lo que ha ocurrido? Ya veo que estás asustada.
—Estas últimas semanas se ha complicado todo, pero será mejor que te lo cuente Baiba. Hay tantas cosas que tampoco sé yo...
Condujeron por un interminable suburbio. Las siluetas de las fábricas se recortaban como animales prehistóricos contra la luz amarillenta de la calle. Atravesaron la niebla que flotaba a lo largo de las abandonadas calles, y Wallander pensó que de ese modo había imaginado siempre la Europa oriental, la que se había llamado socialista y se había proclamado triunfalmente como la alternativa al paraíso.
Detuvo el coche frente a un almacén alargado y apagó el motor.
Señaló un bajo portal de hierro situado en una de las fachadas laterales del edificio.
—Ve ahí —dijo—. Llama a la puerta y te abrirán. Ahora tengo que irme.
—¿Nos veremos otra vez?
—No lo sé; Baiba lo decidirá.
—No vas a olvidarte de que eres mi amante, ¿verdad?
Ella sonrió al contestar:
—Tal vez me gustase ser la amante del señor Eckers —admitió—, pero no sé si me agrada tanto serlo del señor Hegel. Soy una chica decente que no cambia de hombre así como así.
Cuando Wallander salió del coche ella se marchó de inmediato. Estuvo pensando seriamente si buscar una parada de autobuses para ir a Riga, desde donde se dirigiría al consulado o a la embajada suecos para que le ayudaran a volver a casa. No se atrevía ni a pensar en cómo reaccionaría el funcionario del Estado sueco que escuchara su historia, por más auténtica que fuera. Solo le quedaba desear que los funcionarios de la embajada tuvieran alguna solución para casos de enajenación mental aguda como el suyo.
Sin embargo, se daba cuenta de que ya era demasiado tarde, que tenía que concluir lo que había empezado, así que cruzó la grava y llamó a la puerta.
Abrió un hombre barbudo al que Wallander no había visto jamás. El hombre, que era bizco, le saludó con una sonrisa amable, miró por encima del hombro de Wallander por si alguien le había seguido, le hizo pasar con un suave empujoncito y cerró la puerta a sus espaldas.
Para su sorpresa, Wallander entró en un almacén de juguetes. Por doquier había altos anaqueles de madera repletos de muñecas. Era como si hubiese entrado en unas catacumbas subterráneas donde los sonrientes rostros de las muñecas fuesen cráneos malignos. Pensó que todo aquello era una pesadilla, que en realidad se encontraba en su dormitorio de Ystad, y que nada a su alrededor era real. Solo hacía falta respirar tranquilamente y esperar un despertar liberador. Sin embargo, no había ningún despertar donde refugiarse; de entre las sombras salieron tres hombres y una mujer; reconoció a uno de ellos como el chófer, que, callado, estuvo esperando en la penumbra la noche que Wallander habló con Upitis en la cabaña del bosque.
—Señor Wallander —empezó el hombre que le había abierto la puerta—, le agradecemos mucho que haya venido a ayudarnos.
—He venido porque Baiba Liepa me lo ha pedido —respondió Wallander—. No tengo otro motivo. Es a ella a quien quiero ver.
—En este momento no es posible —replicó la mujer en un perfecto inglés—. A Baiba la están siguiendo día y noche, pero creemos haber dado con un modo de ponerles en contacto.
El hombre se acercó con una silla que cojeaba. Alguien le dio una taza de té. La luz del local era tan tenue que a Wallander le costaba distinguir los rostros de las personas. El hombre bizco parecía ser el líder o el portavoz del comité de bienvenida. Comenzó a hablar acuclillado ante Wallander:
—Nuestra situación es muy difícil —afirmó—. Nos están vigilando a todos, ya que la policía sospecha que el mayor Liepa ocultó unos documentos que podrían comprometerles.
—¿Ha encontrado Baiba Liepa los papeles de su marido?
—Aún no.
—¿Sabe dónde están? ¿Tiene idea de dónde pudo esconderlos?
—No, pero está convencida de que usted va a poder ayudarla.
—¿Cómo voy a poder hacerlo?
—Usted es amigo nuestro, señor Wallander. Usted es un policía acostumbrado a resolver misterios.
«Están locos —pensó Wallander indignado—. Viven en un mundo irreal en el que han perdido el juicio.» Se veía como el clavo ardiendo al que se aferraban, un clavo que había adoptado unas proporciones casi míticas. Comprendió de repente lo que la opresión y el temor hacían con la gente: las esperanzas depositadas en un salvador desconocido que acudía en su auxilio llegaban a extremos excesivos.
El mayor Liepa no era así, nunca había confiado más que en sí mismo y en los amigos y confidentes de su entorno. Para él, la realidad era el principio y el fin de las injusticias que caracterizaban a la nación letona. Era creyente, pero no había permitido que le ofuscase ningún Dios. Con la muerte del mayor, les faltaba su punto de referencia, y ahora el policía Kurt Wallander debía entrar en escena y representar la obra.
—Tengo que ver a Baiba Liepa cuanto antes —repitió—. Es lo único que me importa.
—Lo hará durante el día de hoy —respondió el hombre.
Wallander se sintió muy cansado. Quería tomar un baño y luego meterse en la cama para dormir. No se fiaba de su buen juicio cuando estaba muerto de cansancio y temía cometer errores desastrosos.
El hombre bizco permanecía aún en cuclillas delante de él. De repente, Wallander vio que llevaba un revólver en la cintura.
—¿Qué ocurrirá cuando encuentren los papeles del mayor Liepa? —preguntó.
—Intentaremos publicarlos —respondió el hombre—, sobre todo usted tendrá que procurar sacarlos del país y hacer que se publiquen en Suecia. Será un acontecimiento revolucionario, un acontecimiento histórico. Por fin, el mundo comprenderá lo que ha sucedido y aún está sucediendo en nuestro martirizado país.
Sintió la necesidad de protestar, de encarrilar a esa gente al camino del mayor Liepa, pero en su mente cansada no encontraba la palabra inglesa de «salvador»; le asombraba encontrarse en un almacén de juguetes en Riga sin saber qué hacer.
Todo ocurrió muy deprisa.
La puerta del almacén se abrió de golpe, Wallander se levantó de la silla y vio a Inese correr y gritar entre los anaqueles. No tenía ni la más remota idea de lo que sucedía. Luego siguió una fuerte explosión y se lanzó detrás de un anaquel lleno de cabezas de muñeca.
Luces y fuertes detonaciones cruzaron el almacén, pero hasta que no vio que el hombre bizco sacaba su revólver y disparaba contra un blanco desconocido, no comprendió que estaban en pleno tiroteo. Gateó por detrás de los anaqueles, en algún sitio entre el humo y la confusión había caído un estante lleno de figuras de arlequín, luego alcanzó una pared, pero no pudo llegar más lejos. El repiqueteo de las armas era insoportable, oyó gritar a alguien y al volverse vio que Inese había caído por encima de la silla en la que él mismo había estado sentado hacía un momento. Yacía muerta con la cara ensangrentada como si le hubieran disparado en un ojo. También pudo ver que el hombre que le había abierto la puerta agitaba un brazo por encima de la cabeza; le habían alcanzado, pero Wallander no pudo distinguir si estaba muerto o solo herido. Tenía que salir cuanto antes, pero se hallaba arrinconado cuando los primeros hombres uniformados asaltaron el almacén cargados con metralletas. En una repentina inspiración, tiró de un anaquel lleno de
matrioshkas
, las muñecas rusas, que cayeron por encima de su cabeza hasta dejarle enterrado. Estaba convencido de que le descubrirían y dispararían sobre él, y que su pasaporte falso no le serviría de nada. Inese estaba muerta, el almacén cercado y aquellos locos soñadores no habían tenido siquiera una oportunidad para defenderse.
El fuego cesó tan rápido como había empezado. El silencio que vino después era agobiante; se quedó inmóvil e intentó no respirar. Oyó voces, las de unos soldados o policías que hablaban, y de pronto reconoció la voz del sargento Zids. Pudo vislumbrar los hombres uniformados a través de la montaña de muñecas. Todos los amigos del mayor habían muerto y los estaban sacando de aquel local en camillas grises. Después el sargento Zids salió de las sombras y ordenó a sus hombres que examinaran el almacén. Wallander cerró los ojos pensando que pronto habría acabado todo. Se preguntó si su hija llegaría a enterarse algún día de lo que le había sucedido a su padre, desaparecido durante unas vacaciones en los Alpes, o, por el contrario, su desaparición llegaría a convertirse en un enigma tristemente célebre en los anales de la policía sueca.
Pero ninguno de los soldados apartó de una patada las muñecas de su cara. El eco de las botas se fue alejando poco a poco, la voz irritada del sargento dejó de incitar a su gente, y luego solo quedó el silencio y el olor amargo a munición quemada. Wallander no supo cuánto tiempo permaneció inmóvil. El frío suelo de cemento al final le caló tan hondo que comenzó a temblar tanto que las muñequitas rusas entrechocaban unas con otras. Se irguió con cuidado y notó que tenía un pie dormido, o tal vez estaba helado. El suelo estaba manchado de sangre y había agujeros de bala por doquier; se obligó a respirar hondo varias veces para no vomitar.
«Saben que estoy aquí —pensó—. Las órdenes del sargento Zids a sus soldados iban por mí. A lo mejor piensan que no he llegado aún, que han atacado demasiado pronto.»
Se obligó a sí mismo a reflexionar, a pesar de que no podía quitarse de su mente la imagen inerte de Inese. Tenía que salir de esa casa de muertos, darse cuenta de que estaba solo y de que no podía hacer otra cosa que buscar el consulado sueco para pedir ayuda. Temblaba de miedo. El corazón le latía tan fuerte que pensó que estaba a punto de sufrir un infarto mortal. Pensaba todo el rato en Inese, y por fin los ojos se le anegaron en lágrimas. Lo único que deseaba era salir de allí cuanto antes. Nunca supo cuánto tiempo tardó en reaccionar con control.
La puerta estaba cerrada y estaba convencido de que el almacén estaría bajo vigilancia. No podía salir a plena luz del día. Había una ventana cubierta de suciedad detrás de uno de los anaqueles caídos. Con cuidado, se abrió paso a través de los juguetes pisoteados y miró hacia fuera. Lo primero que vio fueron dos jeeps frente al almacén. Cuatro soldados vigilaban atentamente el edificio con las armas empuñadas. Wallander se apartó de la ventana y miró a su alrededor. Tenía sed, y pensó que en alguna parte debía de haber agua ya que antes le habían ofrecido una taza de té. Mientras buscaba el grifo pensó desesperadamente qué iba a hacer. Era un hombre perseguido por unos cazadores brutales. Pensar en establecer contacto con Baiba Liepa equivalía a preparar el terreno para su propia ejecución. No le cabía la menor duda de que los dos coroneles, o al menos uno de ellos, harían cualquier cosa para evitar que las investigaciones del mayor llegasen a conocerse en Letonia o en el extranjero. Habían matado a Inese a sangre fría, la tímida y reservada Inese, como a un perro indeseado. Tal vez fue su propio chófer, el amable sargento Zids, quien disparó la bala que atravesó su ojo.
Su temor se confundía con un profundo odio. Si hubiese tenido un arma en la mano, no hubiese dudado en usarla. Por primera vez en su vida estaba dispuesto a matar sin tener que justificar legítima defensa.
«Hay un tiempo para vivir y otro para estar muerto», pensó. Aquel era el conjuro que había formulado la vez que un borracho, en el Pildammensparken de Malmö le clavó un cuchillo en el pecho, cerca del corazón. De pronto esa frase cobraba un significado mucho más amplio.
Anduvo errante por aquel local y al final halló un lavabo sucio, donde goteaba un grifo. Se enjuagó la cara y sació la sed. Luego se dirigió a un rincón apartado del almacén, desenroscó una bombilla que estaba encendida en el techo y se sentó a esperar a que se hiciera de noche.
Para controlar el miedo intentó concentrarse en un plan de huida. Tenía que llegar al centro de la ciudad de algún modo y buscar el consulado sueco. Tenía que estar preparado para que cada agente, cada boina negra con que topara conociera sus señas y tuviera órdenes estrictas de permanecer alerta. Sin la ayuda de la delegación sueca estaba perdido. Descartaba la posibilidad de escapar. Además, tenía que contar con que el edificio de la delegación estaría bajo vigilancia.
«Los coroneles creen que conozco el secreto del mayor —pensó—. Si no, no hubieran reaccionado como lo han hecho. Digo los coroneles porque aún no sé quién está detrás de todo lo sucedido.»
Se adormiló unas horas y se despertó repentinamente al oír el frenazo de un coche delante del almacén. De vez en cuando se asomaba a la ventana sucia. Los soldados seguían alerta. Wallander pasó el resto del día con un constante malestar. Aquella maldad era más fuerte que él. Registró el almacén en busca de una salida. La puerta principal quedaba totalmente descartada. Tras un buen rato, cerca del suelo, encontró una trampilla, que con toda seguridad era de ventilación. Puso la oreja contra la fría pared para oír si había soldados en ese lado del almacén, pero no pudo determinar si estaban allí o no. No sabía qué haría después, en caso de que lograse escapar del almacén. Intentó descansar todo lo que pudo, pero no logró conciliar el sueño. El cuerpo abatido de Inese, con el rostro ensangrentado, no le dejaba en paz.