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Authors: Henning Mankell

Los perros de Riga (29 page)

BOOK: Los perros de Riga
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Hay un testamento y un guardián. Pero me temo que yo sola no pueda encontrar el lugar exacto. Confía en los mensajeros, tal y como un día confiaste en mi marido.

Baiba

—Le asistiremos en todo lo que necesite para ir a Riga —explicó Lippman cuando Wallander apartó la carta.

—No podrá volverme invisible, ¿verdad?

—¿Invisible?

—Si voy a Riga tendré que cambiar de identidad. ¿Cómo lo hará? ¿Cómo podrá garantizar mi seguridad?

—Tendrá que confiar en nosotros, señor Wallander. Pero no nos queda mucho tiempo.

Wallander comprendió que Joseph Lippman también estaba preocupado. Intentó convencerse de que nada de lo que estaba ocurriendo a su alrededor era real, pero sabía que no era cierto. También pensó que ese era el aspecto del mundo. Baiba Liepa le había enviado uno de los miles de gritos de socorro que cruzan los continentes sin cesar. Iba dirigido a él y tenía que contestar.

—He pedido vacaciones a partir del jueves —continuó—. Oficialmente me voy a los Alpes a esquiar. Puedo estar fuera una semana larga.

Lippman apartó la taza de té. El rasgo débil y triste de su cara de repente se volvió firme y decidido.

—Es una idea estupenda —respondió—. Muchos policías suecos viajan cada año a los Alpes para probar suerte en las pistas. ¿Qué camino tomará?

—Vía Sassnitz. En coche a través de la antigua Alemania oriental.

—¿Cómo se llama su hotel?

—No tengo ni idea. Jamás he estado en los Alpes.

—Pero ¿sabe esquiar?

—Sí.

Lippman se quedó ensimismado. Wallander hizo señas a la camarera y pidió una taza de café. Lippman negó ausente con la cabeza cuando Wallander preguntó si quería más té.

Al final se quitó las gafas y las limpió con la manga del abrigo.

—Es una idea excelente viajar hasta los Alpes —repitió—. Necesito un poco de tiempo para organizarlo todo. Mañana por la noche, le informarán del transbordador que debe tomar en Trelleborg. Sobre todo, no deje de colocar los esquís en la baca del coche. Haga las maletas como si realmente se dirigiese a los Alpes.

—¿Ha pensado la manera de entrar en Letonia?

—En el transbordador se enterará de todo lo que le haga falta saber. Se pondrán en contacto con usted. Tiene que confiar en nosotros.

—No garantizo que vaya a aceptar sus planes.

—En nuestro mundo no existen las garantías, señor Wallander. Lo único que puedo garantizarle es que vamos a intentar superarnos a nosotros mismos. ¿Qué le parece si pagamos y nos vamos?

Se separaron delante de la pizzería. Soplaba de nuevo un viento fuerte y racheado. Joseph Lippman se despidió apresuradamente y desapareció en dirección a la estación de ferrocarril. Wallander fue andando hasta su casa por la desierta ciudad sin poder dejar de pensar en lo que había escrito Baiba Liepa.

«Los perros van tras ella —pensó—. Tiene miedo. Están persiguiéndola. Los dos coroneles han entendido por fin que el mayor tuvo que haber dejado un testamento.»

De pronto comprendió que el tiempo apremiaba. No había tiempo para el temor o la reflexión. Tenía que responder a aquel grito de socorro.

Al día siguiente se preparó para el viaje.

Poco después de las siete de la tarde, una mujer llamó diciendo que tenía una reserva en el transbordador que saldría de Trelleborg a las cinco y media de la mañana siguiente.

Ante la sorpresa de Wallander, se presentó como representante de Viajes Lippman.

Se acostó a medianoche.

Antes de dormirse pensó que todo el asunto era una locura.

Estaba dispuesto a involucrarse por propia voluntad en algo que estaba destinado al fracaso. Al mismo tiempo sabía que el grito de socorro de Baiba Liepa era real, que no era un sueño, y él tenía la obligación de darle una respuesta.

A la mañana siguiente, muy temprano, condujo su coche a bordo del transbordador en el puerto de Trelleborg. Uno de los policías de aduanas, que acababa de entrar en su turno de servicio, le saludó con la mano y le preguntó adónde se dirigía.

—A los Alpes —contestó Wallander.

—Suena agradable.

—Hay que salir de vez en cuando.

—A todos nos hace falta.

—No aguantaba ni un día más.

—Podrás olvidarte unos días de que eres policía.

—Sí.

Wallander sabía con toda seguridad que no sería así. Estaba camino de la misión más difícil de su vida, una misión que ni siquiera existía.

El amanecer era gris. Subió a cubierta cuando el transbordador salía del muelle. Tiritando, vio cómo se extendía lentamente el mar al tiempo que el barco se alejaba de tierra.

Poco a poco la costa sueca fue desapareciendo en el horizonte.

Estaba comiendo en la cafetería, cuando un hombre que decía llamarse Preuss se puso en contacto con él. El tal Preuss llevaba en sus bolsillos tanto las instrucciones escritas por Joseph Lippman como la nueva identidad que Wallander usaría a partir de entonces. Preuss era un hombre de unos cincuenta años, tenía la cara subida de color y esquivaba la mirada.

—Demos un paseo por cubierta —sugirió Preuss.

La niebla era densa sobre el mar Báltico el día que Wallander volvía a Riga.

15

La frontera era invisible.

Pero estaba dentro de él, como un alambre espinoso debajo del esternón.

Kurt Wallander tenía miedo. Más adelante recordaría los últimos pasos que dio en tierra lituana hacia la frontera letona como un andar de paralítico hacia un país desde el que podría gritar las palabras de Dante: « ¡Abandonad toda esperanza los que entréis aquí! De aquí no regresa nadie, al menos no un inspector sueco vivo».

Era una noche estrellada. Preuss, que le había acompañado durante todo el trayecto desde que se puso en contacto con él en el transbordador de Trelleborg, tampoco parecía impasible ante lo que les esperaba. Wallander oía su respiración, rápida e irregular, en la oscuridad.

—Tenemos que esperar —susurró Preuss en un incomprensible alemán—.
Warten, warten.

Durante los primeros días, a Wallander le había enfurecido que el guía que le habían asignado no hablara ni una palabra de inglés. Se preguntó por qué Joseph Lippman daba por sentado que un inspector de la policía de Suecia que apenas chapurreaba el inglés, debía hablar el alemán a la perfección. Wallander había estado a punto de cancelar una empresa que cada vez se parecía más al triunfo de unos locos fanáticos sobre su propio sentido común. Pensó que los letones que llevaban demasiado tiempo exiliados habían perdido el contacto con la realidad. Amargados o exageradamente optimistas o locos sin más, intentaban socorrer ahora a sus compatriotas, que de repente veían la posibilidad de un renacimiento glorioso. Ese tal Preuss, ese pequeño hombre enjuto con la cara llena de cicatrices, ¿cómo podía infundirle ánimos, y menos aún seguridad, para que él volviera a Letonia como una persona invisible? De hecho, ¿qué sabía de Preuss, el hombre que apareció a su lado en la cafetería del transbordador? Que quizás era un ciudadano letón que tal vez vivía en el exilio y que tal vez vivía de lo que ganaba como comerciante de monedas en la ciudad alemana de Kiel, si era cierto lo que le había dicho. Pero ¿qué más? Nada en absoluto.

Algo le impulsó a seguir adelante, y Preuss permaneció sentado a su lado en el asiento delantero del coche durmiendo, mientras Wallander se apresuraba en dirección este según las indicaciones que su acompañante le daba regularmente señalando el mapa de carreteras. Viajaron a través de la antigua Alemania oriental, y llegaron a la frontera polaca pasada la tarde del primer día. Delante de una granja en ruinas, a unos cinco kilómetros de la estación fronteriza polaca, Wallander introdujo el coche en un granero medio derruido.

El hombre que les recibió hablaba inglés y también era un letón que vivía lejos de su tierra; garantizó a Wallander que custodiaría el coche hasta que regresase. Después esperaron que anocheciera para adentrarse en el bosque de abetos, que cruzaron a trompicones hasta llegar a la frontera: habían conseguido atravesar la primera línea invisible camino de Riga. En una pequeña ciudad, insignificante y olvidada cuyo nombre no recordaba, un hombre resfriado llamado Janick les estaba esperando con un camión oxidado, e iniciaron un viaje de traqueteos y saltos a través de la campiña polaca. El conductor no tardó en contagiar a Wallander su resfriado, y éste empezó a echar de menos una buena cena y un buen baño, pero en ningún sitio les ofrecieron otra cosa que chuletas de cerdo frías y unas incómodas camas plegables en viviendas gélidas.

El viaje prosiguió muy despacio, ya que prácticamente se desplazaron de noche o justo antes de que amaneciera. El resto del tiempo discurría en una larga espera. Wallander hizo un esfuerzo por entender todas las precauciones que adoptaba Preuss, pero era incapaz de ver la posible amenaza que representaba Polonia, y Preuss no supo darle ninguna explicación plausible. La primera noche divisó las luces de Varsovia a lo lejos y la segunda, Janick atropelló a un ciervo en la carretera. Wallander intentaba comprender cómo estaba organizada aquella red de ayuda letona y qué función tenía aparte de escoltar a algún desorientado policía sueco e introducirlo ilegalmente en Letonia. Pero Preuss no le entendía, y Janick, cuando no estornudaba repartiendo una buena carga de bacilos, canturreaba sin cesar una canción inglesa de los tiempos de la guerra. Cuando por fin alcanzaron la frontera lituana, Wallander ya odiaba el estribillo de
We'll meet again, y
pensó que podía encontrarse tanto en el interior de Rusia como en alguna parte de Polonia. ¿Y por qué no en Checoslovaquia o en Bulgaria? Había perdido por completo la orientación, apenas sabía en qué dirección podía quedar Suecia, y a cada kilómetro que el camión avanzaba hacia lo desconocido la empresa le parecía más insensata.

Atravesaron Lituania en distintos autobuses, todos sin suspensión; por fin, a los cuatro días de conocer a Preuss, comenzaron a acercarse a la frontera letona, muy adentrados en un bosque que olía a resina.

—Warten
—repitió Preuss.

Wallander se sentó obedientemente a esperar encima de un tocón. Tenía frío y se encontraba mal.

«Llegaré a Riga moqueando —pensó desesperado—. De todas las sandeces que he cometido en mi vida, esta es la más disparatada, y no merece ningún respeto, sino una estruendosa carcajada sarcástica. Aquí, sobre un tocón del bosque lituano, se sienta un policía de mediana edad que ha perdido por completo el juicio y el sentido común.»

Sin embargo, no había retorno posible. Sabía que nunca podría encontrar el camino de vuelta por sí solo. Dependía por completo del maldito Preuss, que el loco de Lippman le había atado al cuello como compañero de viaje; y el camino llevaba hacia delante, lejos de la razón, hacia Riga.

En el transbordador, más o menos cuando la costa sueca desaparecía simbólicamente de la vista, Preuss se puso en contacto con él cuando estaba en la cafetería tomando un café. Salieron a cubierta, donde soplaba un viento gélido. Preuss llevaba una carta de Lippman en la que se le comunicaba, para su asombro, su nueva identidad. Ya no sería el «señor Eckers», ahora se suponía que su nombre era «Hegel», Gottfried Hegel, un alemán comerciante de partituras y libros de arte. Para su sorpresa, Preuss le entregó, como si fuera la cosa más natural del mundo, un pasaporte alemán con su fotografía pegada y sellada, y recordó que Linda se la había tomado unos años antes. Cómo se había hecho con ella Joseph Lippman era un misterio insoportable para él. Pero ahora era el señor Hegel y por los gestos insistentes de Preuss, entendió que hasta nueva orden debía entregarle su pasaporte sueco. Se lo entregó y acto seguido pensó que estaba loco de remate por haberlo hecho.

Ya llevaba cuatro días rebelándose contra su nueva identidad. Preuss estaba acurrucado encima de una raíz y Wallander podía vislumbrar su cara en la oscuridad. Le pareció que Preuss oteaba sin cesar hacia el este. Habían pasado pocos minutos de la medianoche, cuando Wallander creyó que caería irremediablemente enfermo de pulmonía si permanecía sentado más tiempo en el tocón helado.

De pronto, Preuss alzó la mano y señaló con fervor al este. Habían colgado un quinqué en una rama para que Wallander pudiera ver a Preuss. Se levantó y entornó los ojos en la dirección que Preuss le señalaba. Al cabo de unos segundos vio una tenue luz intermitente, como si una bicicleta con la dinamo irregular se acercara hacia ellos. Preuss bajó de un salto del tocón y apagó el quinqué.

—Gehen
—susurró—.
Schnell, nun. Gehen!

Las ramas le golpeaban con fuerza en la cara. «Estoy traspasando la última frontera —pensó—. Pero el alambre espinoso lo llevo en el estómago.»

Salieron a una linde cortada, como si se tratara de una calle. Preuss detuvo a Wallander para escuchar atentamente. Luego cruzaron la linde hasta que pudieron introducirse de nuevo en el espeso bosque. Al cabo de diez minutos más o menos llegaron a un sucio sendero en un paúl, donde les esperaba un coche. Wallander atisbó la débil luz de un cigarrillo, y alguien salió y se acercó con una linterna. Más tarde se dio cuenta de que era Inese la que estaba ante él.

Durante mucho tiempo recordaría la alegría liberadora que sintió al verla, el reencuentro con alguien conocido. A la débil luz de la linterna le sonrió pero no se le ocurrió nada que decirle. Preuss extendió la mano para despedirse, y antes de que Wallander tuviera tiempo de decirle adiós, las sombras ya lo habían engullido.

—Nos espera un largo viaje hasta Riga —dijo Inese—. Tenemos que irnos.

Llegaron a Riga al amanecer. De cuando en cuando se detenían junto a la carretera para que Inese descansara. Además, una de las ruedas traseras pinchó, y Wallander la cambió después de muchos esfuerzos. Se ofreció para conducir, pero ella se limitó a rechazar con la cabeza sin darle ninguna explicación.

Enseguida comprendió que algo había sucedido. Había en el semblante de Inese algo duro y resuelto que no se debía solo al cansancio y la concentración de conducir por las carreteras sinuosas. Como no estaba seguro de que ella realmente tuviese fuerzas para contestar a sus preguntas, permaneció callado. Aun así, le informó de que Baiba Liepa estaba esperándole y de que Upitis continuaba encarcelado. Los periódicos se habían hecho eco de su confesión, de que había sido uno de los tres asesinos del mayor Liepa. Wallander no sabía cuál era el motivo del temor de Inese.

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