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Authors: Henning Mankell

Los perros de Riga (26 page)

BOOK: Los perros de Riga
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Pensó que nunca llegaría a saberlo.

«Nunca sabré lo que pasó, y quizá sea mejor así, porque no creo que lo entendiera. Baiba Liepa, en cambio, sí lo entenderá. Alguien tiene el testamento del mayor; su investigación, aunque proscrita, sigue viva, y se esconde en algún lugar donde no solo el espíritu del mayor la vigila.

»Lo que estoy buscando es el
guardián
, y eso es lo que tiene que saber Baiba Liepa: que en alguna parte existe un secreto que no se puede perder, y que está tan bien guardado que solo ella puede encontrarlo y descifrarlo, porque en ella era en quien confiaba el mayor, ella era su ángel en un mundo en el que todos los demás eran ángeles caídos.»

El sargento Zids se detuvo ante una puerta en los antiguos muros de la ciudad de Riga, y Wallander comprendió que era la Puerta de Suecia de que le había hablado la esposa de Putnis. Se estremeció, y pensó que de nuevo habían bajado las temperaturas. Contempló el muro de ladrillo agrietado e intentó interpretar unas señas antiguas grabadas en la piedra, pero se rindió en el acto y volvió al coche.

—¿Continuamos? —preguntó el sargento.

—Sí, quiero ver todo lo que merezca la pena ser visto —respondió Wallander.

A Zids le gustaba conducir, y Wallander prefería la soledad del asiento trasero, el frío y la mirada inquieta del sargento en el espejo retrovisor a la habitación de su hotel. Pensó en la noche, en que era de vital importancia que no ocurriese nada que imposibilitara el encuentro con Baiba Liepa. Se le ocurrió de pronto que lo mejor sería intentar encontrarla en ese preciso momento, buscarla por la universidad, que tenía que estar en alguna parte, y contarle lo que sabía en un pasillo sin gente, pero no sabía qué asignatura impartía; ni siquiera si había más de una universidad en Riga.

También había algo que lentamente iba cobrando forma inteligible en su mente. Los pocos y breves encuentros que había tenido con Baiba Liepa, tan volátiles e impregnados de su amargo punto de partida, significaban algo más que la simple conversación sobre la muerte repentina del mayor: una sensación que sobrepasaba con mucho lo que acostumbraba a sentir. Eso le preocupaba y en su interior retumbaban las palabras furiosas de su padre, que le reprochaba que no solo se hubiera hecho policía, sino que, además, fuera tan estúpido como para enamorarse de la viuda de un oficial de policía letón.

¿Acaso se estaba enamorando de Baiba Liepa?

El sargento Zids pareció leerle el pensamiento, porque en ese momento extendió el brazo hacia un horroroso edificio alargado de ladrillo y le explicó que era una parte de la Universidad de Riga. Wallander contempló el edificio lúgubre a través del cristal empañado de la ventanilla, y pensó que allí dentro, en algún lugar de aquel edificio de aspecto carcelario, estaba Baiba Liepa. Todos los edificios oficiales del país le parecían cárceles y las personas que estaban dentro, presos. Salvo el mayor y Upitis, a pesar de que éste ahora estaba preso de verdad y no solamente en un sueño perverso que tal vez nunca acabara. Pidió al sargento que regresara al hotel porque de pronto se sintió cansado, y sin saber por qué, le dijo que volviera a recogerle a las dos de la tarde.

En la recepción vio a uno de los hombres de gris que lo vigilaban, y pensó que los coroneles ya no tenían que fingir. Entró en el comedor y se sentó ostentosamente en una mesa distinta de la habitual, a pesar de que al camarero se le mudó la cara. «Puedo provocar un gran revuelo rebelándome contra el departamento estatal encargado del reparto de mesas», pensó furioso. Se dejó caer pesadamente, pidió un aguardiente y una cerveza, al tiempo que notó que le estaba volviendo uno de los forúnculos que de vez en cuando le salían en las nalgas, lo que le puso aún más furioso. Estuvo sentado en el comedor durante más de dos horas. Cuando acabó con sus copas, indicó al camarero que las llenara de nuevo. Mientras su ebriedad iba en aumento, sus ideas iban y venían, y en un arrebato de sentimentalismo barato se imaginó que Baiba Liepa le acompañaba de regreso a Suecia. Al abandonar el comedor, no pudo menos de saludar con la mano al hombre de gris que le vigilaba desde un sofá. Se fue a su habitación, se echó en la cama y se durmió. Mucho más tarde, le pareció soñar que alguien golpeaba en la puerta, pero no era un sueño, sino el sargento que le llamaba desde el pasillo. Wallander se sobresaltó en la cama, le gritó que esperara y se lavó la cara con agua fría. Después le pidió al sargento que le llevara fuera de la ciudad, a algún bosque donde pudiera dar un paseo y prepararse para el encuentro con la amante que le conduciría a Baiba Liepa.

Tuvo frío en el bosque, notó el suelo duro bajo los pies y pensó que aquella situación era imposible.

«Vivimos en una época en la que los ratones persiguen al gato, si bien nadie sabe quién es el ratón y quién el gato —pensó—. Esta es la época que me ha tocado vivir. ¿Cómo se puede ser policía cuando ya nada es lo que aparenta ser, cuando ya nada encaja? Ni siquiera Suecia, el país que una vez creí comprender, es la excepción a esta regla. Hace un año conducía mi coche en un estado de grave embriaguez, pero no ocurrió nada porque mis colegas me protegieron; incluso en esa situación el delincuente estrecha la mano de su perseguidor. »

Mientras caminaba por el pinar, y el sargento Zids le esperaba en algún lugar detrás de él, dentro del coche negro, decidió de pronto solicitar el trabajo como jefe de seguridad en la fábrica de caucho de Trelleborg. Había llegado a un punto en que la decisión salía por pura necesidad. Comprendió que había llegado la hora de partir, sin un gran esfuerzo de voluntad de su parte, sin dudar siquiera.

La repentina idea le puso eufórico, y volvió al coche. Regresaron a Riga. Se despidió del sargento y fue a buscar la llave en la recepción, donde había una carta para él del coronel Putnis en la que le informaba de que su avión para Helsinki despegaría a las nueve y media del día siguiente. Subió a la habitación, tomó un baño tibio y se metió en la cama. Aún faltaban tres horas para que se encontrara con su amante, y de nuevo repasó todo lo que había sucedido hasta entonces. En sus pensamientos acompañó al mayor, intuyendo el profundo odio que debió de albergar en su corazón. Odio e impotencia por tener acceso a una cadena de pruebas y, sin embargo, no poder hacer nada. Había mirado directo al corazón oscuro de la corrupción, en la que Putnis o Murniers, o tal vez los dos, se reunían con los delincuentes, y negociaban lo que ni siquiera había logrado la mafia, una actividad criminal controlada por el Estado. Él había visto demasiadas cosas y por eso lo asesinaron. Lo único que quedaba de él en algún lugar era su testamento, su investigación y su colección de pruebas. Wallander se enderezó en la cama.

Comprendió que había pasado por alto el legado del mayor. La suposición que él mismo había hecho no se les habría pasado por alto ni a Putnis ni a Murniers. Naturalmente, habrían llegado a la misma conclusión que él, y estarían tan deseosos como él de encontrar las pruebas que el mayor Liepa había escondido.

Una vez más sintió que le invadía el miedo: comprendió que no habría nada tan sencillo en ese país como hacer desaparecer a un inspector de la policía sueca. Se podría amañar un accidente, redactar un informe criminal como si se tratara de un juego de palabras y enviar un ataúd de zinc a Suecia junto con una nota de condolencia.

¿Sospechaban acaso que sabía demasiado?

¿O la repentina decisión de que se marchara cuanto antes a casa era señal de que se sentían seguros porque no sabía nada?

«No puedo fiarme de nadie —pensó Wallander—. Aquí estoy completamente solo y tengo que hacer como Baiba Liepa, decidir en quién confiar y asumir el riesgo de tomar una decisión equivocada. Me siento del todo desamparado, y a mi alrededor están al acecho ojos y oídos que no dudarán en mandarme por el mismo camino que al mayor. »

Sería muy arriesgado reunirse otra vez con Baiba Liepa. Se levantó de la cama, se puso delante de la ventana y miró por los tejados. Estaba oscuro, eran cerca de las siete, y sabía que tenía que decidirse ya.

«Soy un cobarde —pensó—. No me parezco en nada al policía intrépido que desprecia la muerte y afronta los riesgos. Preferiría investigar crímenes menos sangrientos y resolver alguna estafa en cualquier rincón tranquilo de Suecia.»

Luego pensó en Baiba Liepa, en su miedo y en su rebeldía, y supo que nunca se perdonaría a sí mismo si cedía. Poco después de las ocho se puso el traje y bajó al local de variedades.

Un nuevo hombre de gris estaba sentado en el vestíbulo con un periódico, pero Wallander ni siquiera se molestó en saludarle con la mano. Aunque era bastante temprano, el oscuro local ya estaba abarrotado de gente. A tientas, se abrió paso entre las mesas, desde donde algunas mujeres le sonrieron seductoramente, hasta que al fin encontró una mesa libre. Había decidido no probar el alcohol, porque quería tener las ideas claras, pero cuando el camarero se acercó a la mesa, le pidió un whisky. El escenario para la orquesta estaba vacío; una estridente música descendía desde unos altavoces colgados del techo pintado de negro. Trató de distinguir a alguien en aquel país de ocaso lleno de humo, pero todo eran sombras y voces entremezcladas con la espantosa música.

Inese surgió de la nada y desempeñó su papel con una seguridad asombrosa. No quedaba ni rastro de la mujer tímida que había conocido días antes. Iba muy maquillada y vestía una provocativa minifalda. Wallander, que no se había preparado en absoluto para participar en aquel juego, estiró la mano para saludarla, a lo que ella no hizo ningún caso, y se inclinó sobre él y le besó.

—Aún no nos vamos —musitó—. Pídeme algo, sonríe, demuestra que te alegras de verme.

Ella bebía whisky y fumaba nerviosa, mientras que Wallander intentaba parecer un hombre de mediana edad halagado por haber atraído a una muchacha. Intentó atravesar el estruendo de los altavoces, y le explicó el largo viaje por la ciudad con el sargento como cicerone. Notó que ella se había sentado de forma estratégica para poder ver la puerta de entrada. Cuando Wallander le dijo que se marchaba al día siguiente, se sobresaltó. Se preguntó hasta qué punto estaría involucrada, si también ella era uno de «los amigos» de los que le había hablado Baiba Liepa, los amigos que formaban parte de la garantía de que el futuro del país no fuera echado a los lobos.

«Tampoco puedo confiar en ella —pensó Wallander—. Podría estar sirviendo a dos bandos a la vez, por obligación, por necesidad o desesperación.»

—Paga —ordenó—. Pronto nos iremos.

Wallander vio que se encendían las luces del escenario y unos músicos, vestidos con chaquetas de seda de color rosa, empezaban a afinar sus instrumentos. Pagó al camarero mientras ella le sonreía, fingiendo susurrar palabras de amor a su oído.

—Junto a los lavabos hay una puerta trasera que está cerrada con llave —explicó—. Dale unos golpes, y alguien te abrirá. Saldrás a un garaje. Allí hay un Moskvitch blanco con un guardabarros amarillo sobre la rueda delantera derecha. El coche está sin cerrar. Siéntate en el asiento de atrás. Yo llegaré enseguida. Y ahora, sonríeme, susúrrame algo al oído y bésame, y luego vete.

Hizo lo que le había dicho, y se levantó. Junto a los lavabos llamó a la puerta de acero, y al momento se oyó un clic en la cerradura. La gente entraba y salía de los lavabos y nadie notó que desapareció por la puerta del garaje.

«En este país parece que todo consiste en entradas y salidas secretas, y nada se hace a las claras», pensó.

El garaje era estrecho, olía a grasa y gasolina, y estaba mal iluminado. Wallander vio un camión al que le faltaba una rueda, unas bicicletas y el Moskvitch blanco. El hombre que le había abierto la puerta desapareció en el acto. Wallander tocó la puerta del coche, que estaba abierta. Se acomodó en el asiento trasero y esperó. Poco después llegó Inese con prisas. Puso el coche en marcha, las puertas del garaje se abrieron, salió del hotel y torció a la izquierda, alejándose de las calles anchas que rodeaban la manzana, cuyo punto neurálgico era el hotel Latvia. Vio que estaba pendiente del espejo retrovisor por si algún coche les seguía y dio innumerables rodeos según un mapa invisible que pronto le hizo perder la orientación. Al cabo de veinte minutos de repetidos cambios de calles, parecía estar segura de que nadie les seguía. Pidió a Wallander que le alcanzara un cigarrillo. Pasaron por un largo puente de hierro y desaparecieron en la aglomeración de sucias fábricas y zonas residenciales de aspecto cuartelario. Wallander no reconoció la casa cuando ella frenó y apagó el motor.

—Date prisa —dijo—. Tenemos poco tiempo.

Baiba Liepa los hizo pasar e intercambió unas rápidas palabras con Inese. Se preguntó si le habría informado de que se marchaba de Riga al día siguiente, pero lo único que hizo ella fue cogerle la chaqueta y ponerla sobre una silla. Inese se había ido, y de nuevo estaban los dos solos en la silenciosa habitación. Wallander no sabía cómo empezar, ni qué decir, y optó por lo que Rydberg tantas veces le había aconsejado: ¡Di la verdad, eso nunca va a empeorar las cosas, así que di la verdad!

Cuando le contó que Upitis había confesado ser el asesino de su marido, ella se acurrucó en el sofá como si le sobreviniese un gran dolor.

—No es verdad —susurró.

—Me han traducido su confesión —dijo Wallander—. Dice haber tenido dos cómplices.

—¡No es verdad! —gritó, y era como si un río empezara a desbordarse.

Inese apareció junto a una puerta que con toda probabilidad llevaba a la cocina, miró a Wallander y él no supo qué hacer. Se acercó al sofá y abrazó a Baiba Liepa, que temblaba por el llanto. Wallander pensó que quizá lloraba porque Upitis había cometido una traición tan terrible que sobrepasaba toda capacidad de comprensión, o bien porque estaban ahogando la verdad tras una falsa confesión forzada. Lloraba furiosa, y se agarraba a él como en un estado de conmoción.

Más adelante pensaría que en ese preciso momento traspasó definitivamente la frontera invisible y empezó a reconocer su amor por Baiba Liepa. Comprendió que el amor que experimentaba nacía de la necesidad que sentía ella por él, y se preguntó si alguna vez en la vida había sentido algo semejante.

Inese entró con dos tazas de té, acarició la cabeza de Baiba Liepa con suavidad y poco después esta dejó de llorar. Estaba pálida.

Wallander explicó lo acontecido y que regresaba a Suecia. Le informó de toda la historia que había ensamblado, y se sorprendió de poder explicarla con tanta convicción. Para finalizar le habló del secreto que debía de existir escondido en alguna parte; ella asintió con la cabeza en señal de haber comprendido a lo que se refería.

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