Read Los perros de Riga Online
Authors: Henning Mankell
Bajaron al piso inferior. Murniers abrió una puerta que daba a una antesala. En una de las paredes había un falso espejo. Murniers indicó a Wallander que se acercara.
La sala interior consistía en paredes desnudas, una mesa y dos sillas. En una de ellas estaba sentado Upitis. Llevaba una venda sucia sobre una de las sienes. Wallander vio que llevaba la misma camisa que la noche que hablaron en la desconocida cabaña de caza.
—¿Quién es? —preguntó Wallander sin dejar de mirar a Upitis. Tenía miedo de que su nerviosismo le delatara, aunque Murniers quizá ya lo supiera.
—Un hombre al que hemos tenido bajo vigilancia durante bastante tiempo —respondió Murniers—. Un académico fracasado, poeta, coleccionista de mariposas y periodista. Bebe y habla demasiado. Estuvo unos años en la cárcel por repetidas malversaciones de fondos. Hace tiempo que sabemos que estaba involucrado en círculos delictivos. Recibimos un anónimo en el que se decía que tenía algo que ver con la muerte del mayor Liepa.
—¿Hay pruebas?
—No ha dicho nada, pero tenemos pruebas que pesan tanto como una confesión.
—¿Cómo?
—Tenemos el arma homicida.
Wallander se volvió y miró a Murniers.
—El arma homicida —repitió Murniers—. Lo mejor será que vayamos a mi despacho y que le informe sobre la detención. El coronel Putnis debe de haber llegado ya.
Wallander subió las escaleras detrás de Murniers, y oyó cómo el coronel canturreaba por lo bajo.
«Alguien me ha engañado —pensó con horror—. Alguien me ha engañado y no tengo ni idea de quién es. No sé quién y ni siquiera por qué.»
Habían detenido a Upitis. Cuando la policía registró su domicilio, encontraron un viejo mazo de madera con manchas de sangre y cabellos. A Upitis le costó gran esfuerzo explicar lo que había estado haciendo la tarde y la noche que asesinaron al mayor Liepa: dijo que se había emborrachado y que había ido a ver a unos amigos, pero no recordó a quiénes. Por la mañana, Murniers envió una jauría de policías para interrogar a posibles personas que pudieran ofrecerle una coartada a Upitis, pero ninguno recordaba haberle visto ni haberle recibido ese día. Murniers mostraba una energía arrolladora, mientras que el coronel Putnis se mantenía a la expectativa.
Wallander intentaba febrilmente comprender lo que estaba ocurriendo a su alrededor. El primer pensamiento que le vino a la mente al ver a Upitis al otro lado del cristal fue que también a él le habían traicionado, pero al cabo de un rato empezó a dudar. Todavía quedaban muchos puntos oscuros. Las palabras de Baiba Liepa acerca de que vivían en una sociedad donde la conspiración era el mayor denominador común resonaban todo el tiempo en su cabeza. Aunque las sospechas del mayor Liepa hubiesen sido ciertas, y Murniers fuese un policía corrupto y tal vez también fuese el responsable de la muerte del mayor, Wallander creyó que todo el asunto empezaba a cobrar proporciones irreales. ¿Por qué iba Murniers a correr el riesgo de enviar a un inocente ante un tribunal solo para deshacerse de él? ¿No sería el síntoma de una arrogancia irracional?
—Si es el culpable —preguntó—, ¿qué castigo recibirá?
—En este país somos tan anticuados que aplicamos la pena de muerte —contestó Putnis—. Asesinar a un alto oficial de policía es uno de los peores delitos que se pueden cometer. Imagino que se le ejecutará, y personalmente creo que es un castigo justo. ¿Usted qué opina, inspector Wallander?
No respondió nada. Saber que se encontraba en un país donde colgaban a los criminales le horrorizó tanto que por un instante se quedó sin habla.
Se dio cuenta de que Putnis estaba a la expectativa. Comprendió que los dos coroneles cazaban en distintas direcciones sin informarse el uno al otro. No habían dicho nada a Putnis sobre el soplo anónimo que había recibido Murniers. En uno de los más frenéticos ataques de actividad de éste por la mañana, Wallander se llevó a Putnis a un despacho, envió al sargento Zids a por café e intentó que Putnis le aclarara lo que estaba sucediendo. Recordó que desde el primer día había intuido gran tensión entre los dos coroneles, y ahora, en medio de la gran confusión, pensó que no tenía nada que perder por plantear su asombro ante Putnis.
—¿Realmente es el hombre que estamos buscando? —preguntó—. ¿Qué móvil pudo haber tenido? Un mazo de madera con manchas de sangre y unos cabellos. ¿Cómo pueden considerarlo una prueba sin haber analizado antes la sangre? Los cabellos pueden ser los bigotes de un gato, ¿no?
Putnis se encogió de hombros.
—Ya veremos —respondió—. Murniers parece estar seguro de lo que hace. Raras veces detiene al hombre equivocado. Es bastante más eficiente que yo. Parece que usted tiene dudas, inspector Wallander. ¿Puedo preguntarle por qué?
—No tengo dudas —contestó Wallander—. En más de una ocasión he acabado por detener a la persona menos sospechosa de todas. Solo pregunto, nada más.
Permanecieron callados mientras se tomaban el café.
—Estaría bien que se detuviera al asesino del mayor Liepa —dijo Wallander—. Sin embargo, el tal Upitis no parece ser el líder de ningún complicado grupo de delincuentes que haya querido deshacerse de un oficial de policía.
—Quizá sea drogadicto —contestó Putnis vacilante—. Los drogadictos son capaces de cualquier cosa. Alguien le podría haber dado la orden.
—¿De matar al mayor Liepa con un mazo de madera? Con un cuchillo o una pistola, desde luego. Pero ¿con un mazo? ¿Y cómo logró llevar el cuerpo hasta el puerto?
—No lo sé, pero ya lo averiguará Murniers.
—¿Qué tal le va con el hombre que está interrogando?
—Bien, aunque de momento no ha confesado nada importante, pero ya lo hará. Estoy convencido de que estaba involucrado en el tráfico de estupefacientes en el que andaban metidos los dos cadáveres que aparecieron en Suecia. De momento estoy a la espera. Le estoy dando tiempo para que reflexione sobre su situación.
Putnis salió del despacho y Wallander se quedó inmóvil en la silla intentando formarse una idea de lo que estaba ocurriendo. Se preguntó si Baiba Liepa sabía que habían detenido a su amigo por el asesinato de su marido. Retrocedió en la memoria hasta la cabaña del bosque y comprendió que Upitis quizá temiese que Wallander supiese algo que le obligara a darle también un mazazo a él. Wallander comprendió que se derrumbaban todas las teorías y que se enfriaban todos los argumentos uno detrás de otro. Intentó juntar las piezas para aferrarse a algo que le permitiera proseguir.
Después de pasar a solas una hora en el despacho, comprendió que solamente podía hacer una cosa: regresar a Suecia. Estaba en Riga porque la policía letona había solicitado su ayuda, pero no había podido ayudarles en nada; y ahora, que al parecer ya habían detenido al autor del crimen, no le quedaban motivos para quedarse allí. Solo podía aceptar su propia confusión, que él mismo había sido interrogado una noche por el hombre que quizá era el asesino del mayor. Había desempeñado el papel de «señor Eckers» sin conocer nada de la obra en la que supuestamente participaba. Lo más sensato sería que se fuera a casa cuanto antes y se olvidara de todo el asunto.
Pero aun así, se resistía. Tras todo el malestar y confusión que sentía, había algo más: el miedo y la rebeldía de Baiba Liepa, los ojos cansados de Upitis. Pensó que aunque existían muchas cosas en la sociedad letona que no era capaz de ver, podía ser que a la vez viera lo que otros no veían.
Así que decidió alargar su estancia unos días más. Como sintió la necesidad de hacer algo práctico, y no pasarse el día entero cavilando en su despacho, le pidió al sargento Zids, que esperaba pacientemente en el pasillo, que le trajera las investigaciones de las que el mayor Liepa se había ocupado los últimos doce meses. Al no ver ninguna posibilidad de avanzar por el momento, decidió hacer un salto atrás en el tiempo, profundizar en el pasado del mayor. Quizás encontrara algo en los archivos que le permitiera avanzar.
El sargento Zids demostró una gran diligencia, y al cabo de media hora regresó cargado con una pila de carpetas polvorientas.
Seis horas después el sargento Zids estaba afónico y se quejaba de dolor de cabeza. Ni siquiera se habían concedido una pausa para comer. Una tras otra, repasaron todas las carpetas, y el sargento Zids tradujo, aclaró, contestó a las preguntas de Wallander y continuó traduciendo. Habían llegado a la última página del último informe de la última carpeta, cuando Wallander no pudo menos de admitir su decepción. Anotó que el mayor Liepa había dedicado el último año de su vida a la detención de un violador y a la de un atracador que había tenido en vilo a un suburbio entero de Riga; a solventar dos casos de falsificaciones de correos, y a esclarecer tres asesinatos, dos de los cuales se habían cometido en el seno de una familia. En ningún sitio encontró rastro alguno de lo que según Baiba Liepa había sido la verdadera misión de su marido. No se podía cuestionar la imagen del mayor Liepa como un investigador eficiente, tal vez a ratos puntilloso, pero eso era todo lo que Wallander sacó de los archivos. Despachó a Zids con las carpetas y pensó que lo más destacable de todo era lo que brillaba por su ausencia. «Tuvo que guardar el material de la investigación secreta en algún sitio», pensó Wallander. Carecía de sentido que lo tuviera todo almacenado en la cabeza, si bien sabía que corría el riesgo de ser descubierto. ¿Cómo podía dedicarse seriamente a una investigación, con la ambición de que fuese para la posteridad, si no legaba un «testamento»? Se exponía a que le atropellasen en la calle y que no quedase nada de su investigación. En algún lugar tenía que estar el material escrito, y alguien sabía dónde. ¿Acaso Baiba Liepa? ¿O Upitis? ¿O había alguien más en la vida del mayor que ni siquiera reveló a su propia esposa? «No es improbable del todo —argumentó—. Toda confidencia es una carga», había admitido Baiba Liepa, unas palabras que seguramente eran de su marido.
El sargento Zids volvió del archivo.
—¿Tenía el mayor Liepa más familia aparte de su mujer? —preguntó.
—No lo sé —respondió—, pero ella lo sabrá, ¿no?
Wallander no quería preguntárselo de momento a Baiba Liepa. Pensó que en adelante tendría que actuar según la norma vigente: no proporcionar informaciones ni confidencias innecesarias, sino ir a la caza por el terreno que él mismo eligiera.
—Quiero ver el expediente personal sobre el mayor Liepa —dijo.
—No tengo acceso a esa información —respondió Zids—. Solo unas pocas personas tienen permiso para sacar material del archivo personal.
Wallander señaló el teléfono.
—Entonces llame a quienquiera que tenga ese permiso —dijo—. Diga que el inspector sueco quiere echar un vistazo al expediente personal del mayor Liepa.
Tras insistir un rato, el sargento Zids logró encontrar al coronel Murniers, que prometió sacar el expediente del mayor Liepa de inmediato. Cuarenta y cinco minutos después estaba sobre la mesa de Wallander. Tenía las tapas rojas. Lo primero que vio al abrirlo fue la cara del mayor. La fotografía era antigua, pero se sorprendió de que el aspecto del mayor apenas hubiese cambiado en diez años.
—Traduce —le ordenó a Zids.
—No me está permitido ver el contenido de estos expedientes —contestó.
—Si puedes ir a buscar la carpeta, podrás también traducir el contenido para mí, ¿verdad?
—No tengo permiso —contestó apesadumbrado.
—Te lo doy yo. Lo único que quiero que me digas es si el mayor Liepa tenía más familia aparte de su mujer. Te ordeno que luego lo olvides todo.
El sargento Zids se puso a hojear la carpeta de mala gana. A Wallander le dio la impresión de que Zids tocaba las páginas con el mismo asco que si estuviese examinando un cadáver.
El mayor Liepa tenía padre. Según el expediente, se llamaba igual que su hijo, Karlis, y era jefe de correos, ahora jubilado, residente en Ventspils. Wallander recordó el folleto que le enseñó la mujer de los labios pintados de rojo del hotel que hablaba de un viaje a la costa y a la ciudad de Ventspils. Según el expediente, el padre tenía setenta y cuatro años y era viudo. Wallander cerró la carpeta y la apartó tras contemplar la fotografía del mayor una vez más. En ese momento entró Murniers en el despacho y el sargento Zids se levantó con rapidez para distanciarse lo máximo posible de la carpeta roja.
—¿Ha encontrado algo interesante? —preguntó Murniers—. ¿Algo que se nos haya escapado?
—Nada; estaba a punto de devolver la carpeta a los archivos.
El sargento cogió la carpeta roja y salió del despacho.
—¿Cómo le va con el detenido? —preguntó Wallander.
—Terminará confesando —respondió Murniers con dureza—. Estoy convencido de que es nuestro hombre, si bien el coronel Putnis parece tener sus dudas.
«Yo también tengo mis dudas —pensó Wallander—. Quizá pueda hablar de ello con Putnis esta noche para ver los diferentes puntos de vista.»
De repente decidió comenzar de inmediato su marcha solitaria para salir de la gran confusión en la que estaba inmerso. Ya no había razones para mantener los pensamientos en secreto.
«En el reino de la mentira, la media verdad es el rey —pensó—. ¿Por qué decir lo que piensas cuando tienes permiso para manejar la verdad de cualquier manera?»
—Durante su estancia en Suecia, el mayor Liepa me dijo algo que me desconcierta mucho —empezó Wallander—. El sentido no está muy claro. Había bebido bastante whisky, pero insinuó su preocupación porque algunos de sus colegas no mereciesen su absoluta confianza.
Murniers no mostró ni con una mueca que las palabras de Wallander le hubiesen sorprendido.
—Había bebido —prosiguió Wallander, con un ligero malestar por tener que mentir sobre una persona muerta—, pero si no le entendí mal, sospechaba que uno de sus superiores estaba involucrado en los círculos de delincuencia del país.
—Una afirmación interesante, aun viniendo de una persona ebria —dijo Murniers pensativo—. Si usó la palabra «superiores», solo pudo referirse al coronel Putnis o a mí.
—No mencionó ningún nombre.
—¿Indicó alguna prueba de sus sospechas?
—Habló del tráfico de estupefacientes y de las nuevas rutas de la Europa oriental. En su opinión, dicho tráfico resultaría imposible sin la protección de una persona con un alto cargo.
—Interesante —comentó Murniers—. Siempre consideré al mayor Liepa una persona extraordinariamente sensata, una persona con una moral intachable.