Los perros de Riga (19 page)

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Authors: Henning Mankell

BOOK: Los perros de Riga
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—Buenos días —dijo el coronel Putnis—. Espero que haya dormido bien, señor Wallander.

«Apuesto lo que sea a que sabes que no he dormido casi nada —pensó Wallander furioso—. Habréis oído por el micrófono que apenas he roncado. Seguro que ya tendrás el informe en tu mesa.»

—No puedo quejarme —respondió—. ¿Cómo va el interrogatorio?

—Me temo que no muy bien. Continuaré esta mañana. Vamos a apretar al sospechoso con unos nuevos datos que posiblemente le hagan reflexionar sobre su situación.

—Me siento muy inútil —dijo Wallander—. Me cuesta ver lo que puedo aportar aquí.

—Los buenos policías se caracterizan por ser impacientes —contestó el coronel Putnis—. Pensaba subir a verle dentro de un rato, si no tiene inconveniente.

—Aquí estaré —dijo Wallander.

Al cabo de un cuarto de hora se presentó el coronel Putnis. Le acompañaba un joven policía con dos tazas de café sobre una bandeja. Putnis, con ojeras, tenía cara de cansancio.

—Parece cansado, coronel Putnis.

—Es el aire irrespirable de la sala de interrogatorios.

—Quizá fuma demasiado.

Putnis se encogió de hombros.

—Seguramente sea eso —dijo—. He oído que los policías suecos apenas fuman. Yo no concibo vivir sin tabaco.

«¿Es que tuvo tiempo el mayor Liepa de explicarles cómo era la comisaría de Suecia, donde solo se podía fumar en zonas especiales?», pensó Wallander.

Putnis sacó un paquete de cigarrillos del bolsillo.

—¿Me permite? —preguntó.

—Por favor. Yo no fumo, pero no me molesta el humo.

Wallander bebió un sorbo de café, cuyo regusto era amargo y muy fuerte. Putnis se mostraba muy pensativo mientras contemplaba cómo se elevaba el humo hasta el techo.

—¿Por qué me siguen? —preguntó Wallander.

Putnis le miró sorprendido.

—¿Qué ha dicho?

«Sabe cómo fingir», pensó Wallander, y notó que empezaba a irritarse.

—¿Por qué me vigilan? He advertido que han puesto una sombra tras mis pasos. ¿Creen necesario colocar un micrófono en mi despertador?

Putnis le miró.

—El micrófono del despertador ha sido un lamentable error —dijo—. Algunos de mis subordinados pecan de eficientes. Es por su propia seguridad por lo que le están vigilando.

—¿Qué puede ocurrirme?

—De eso se trata, no queremos que le pase nada. Hasta que no sepamos lo que le ocurrió al mayor Liepa, actuaremos con la máxima precaución.

—Puedo cuidar solo de mí mismo —dijo Wallander con un gesto de rechazo—. En adelante, no quiero más micrófonos; de lo contrario, regresaré a Suecia.

—Lo lamento —aseguró Putnis—. Enseguida reconvendré al responsable.

—¿Fue usted quien dio la orden?

—La de poner el micrófono no —se apresuró a responder— Probablemente sea una iniciativa poco acertada de alguno de mis subordinados.

—El micrófono era muy pequeño —dijo Wallander—. Muy moderno. Imagino que alguien habrá estado en la habitación contigua escuchando.

Putnis asintió con la cabeza.

—Supongo que sí.

—Creí que la guerra fría había acabado —dijo Wallander.

—Cuando un sistema político sustituye a otro, siempre queda algún reducto de personas del antiguo régimen —contestó Putnis filosóficamente—. Me temo que también pueda aplicarse a la policía.

—¿Me permite preguntarle algo que no tiene nada que ver con la investigación?

La sonrisa cansada de Putnis apareció de nuevo.

—Claro, pero no estoy seguro de que pueda satisfacerle.

La exagerada amabilidad de Putnis no concordaba con la imagen que se había formado Wallander de los policías del Este, y recordó que en su primer encuentro le pareció un felino. «Un depredador sonriente —pensó—. Un depredador cortés y sonriente.»

—Tengo que admitir que no sé lo que ocurre en Letonia —empezó a decir—, pero en cambio sí sé lo que pasó aquí el otoño pasado. Carros blindados por las calles; cadáveres amontonados en las cunetas; los estragos producidos por los temidos boinas negras. He visto los restos de las barricadas que aún quedan en las calles y las perforaciones de bala en las paredes. En este país existe la voluntad de liberarse de la Unión Soviética, de acabar por fin con la ocupación, pero esa voluntad topa con una resistencia.

—Hay divergencia de opiniones al respecto —respondió Putnis.

—¿Qué actitud toma la policía respecto a esta situación?

Putnis le miró sorprendido.

—Mantenemos el orden, por supuesto —contestó.

—¿Y cómo mantienen el orden de los carros blindados?

—Lo que trato de decir es que intentamos mantener a la gente tranquila para que no sufra daños innecesarios.

—Pero el principal desorden en realidad son los carros blindados, ¿no?

Putnis apagó su cigarrillo y reflexionó antes de contestar:

—Usted y yo somos policías con un único objetivo: tomar medidas legales contra el crimen y procurar que la gente se sienta segura, aunque trabajemos bajo distintas condiciones, y eso marca la diferencia.

—Usted acaba de decir que hay divergencia de opiniones. ¿Ocurre lo mismo en el cuerpo de policía?

—Sé que los policías de Occidente son funcionarios apolíticos, y que al cuerpo policial no debe importarle el partido que gobierna. En principio, se aplica lo mismo entre nosotros.

—Pero si aquí solo existe un partido.

—Ya no. Últimamente han surgido nuevas organizaciones políticas.

Wallander comprendió que Putnis evitaba un enfrentamiento directo con él, por lo que decidió ir derecho al grano:

—¿Qué opina usted? —preguntó.

—¿Acerca de qué?

—De la independencia, de la liberación.

—Un coronel del cuerpo de policía letón no debe pronunciarse al respecto, al menos no ante un desconocido.

—No creo que aquí haya micrófonos —insistió Wallander—. Lo que me responda quedará entre nosotros. Además, pronto regresaré a Suecia, y no voy a proclamar a los cuatro vientos lo que usted me diga en confianza.

Putnis le miró fijamente antes de contestar.

—Confío en usted, señor Wallander. Déjeme decirle que simpatizo con lo que está ocurriendo en este país y en nuestros países vecinos, y en la Unión Soviética. Pero mucho me temo que no todos mis colegas compartan esta opinión.

«Como el coronel Murniers, aunque no quiera reconocerlo», pensó Wallander.

El coronel Putnis se levantó de la silla.

—Aunque la conversación es muy fructífera, el deber me reclama: un tipo desagradable en la sala de interrogatorios. En realidad solo vine a decirle que mi esposa Ausma quiere saber si le va bien aplazar para mañana la cena. Me había olvidado por completo de que ella tenía otro compromiso para esta noche.

—Por supuesto —contestó Wallander.

—El coronel Murniers desea que se ponga en contacto con él cuanto antes. Quiere hablarle sobre los puntos en los que hay que centrar la investigación a partir de ahora. Por supuesto, si hay alguna novedad en el interrogatorio, le avisaré.

Putnis salió del despacho y Wallander releyó los apuntes que había tomado tras regresar de la cabaña. «Sospechamos del coronel Murniers —le había dicho Upitis—. Creemos que traicionaron al mayor Liepa. No hay otra explicación.»

Se puso al lado de la ventana y contempló los tejados de las casas. Hasta ahora nunca se había encontrado con una investigación similar. El paisaje por el que se movía estaba poblado de gente cuya forma de vida él ignoraba por completo. ¿Qué posición debía tomar? Lo mejor sería quizá que volviese a Suecia, pero al mismo tiempo no podía negar que le picaba la curiosidad. Quería saber por qué habían matado al pequeño y miope mayor Liepa. ¿Dónde estaban las dichosas conexiones? Se sentó ante el escritorio y empezó a repasar de nuevo sus anotaciones. El teléfono que tenía al lado sonó estruendosamente, y lo descolgó pensando que era Murniers.

La línea carraspeaba, y al principio solo oyó un insoportable crujido. Al rato comprendió que era Björk el que intentaba hacerse entender en un pésimo inglés.

—¡Soy yo! Wallander —gritó.

—¡Kurt!, ¿eres tú? Apenas te oigo. Vaya mierda de líneas. ¿Me oyes?

—Sí, te oigo. No hace falta que grites.

—¿Qué dices?

—Que no grites. Habla más despacio.

—¿Cómo te va?

—Es lento. Ni siquiera sé si avanzamos.

—¿Oye?

—He dicho que va despacio. ¿Me oyes?

—Mal. Habla poco a poco, y no grites. ¿De acuerdo?

De pronto la conexión se volvió nítida y audible, como si Björk llamase desde el despacho contiguo.

—Ya te oigo mejor. Repite lo que has dicho, que no te he entendido.

—He dicho que va despacio y que ni siquiera sé si avanzamos. El coronel Putnis está desde ayer interrogando a un sospechoso, pero no sé si conseguiremos algo.

—¿Eres de alguna utilidad?

Wallander dudó un momento. Luego contestó rápido y con decisión.

—Sí —dijo—. Creo que estaría bien que siguiera aquí, siempre y cuando podáis prescindir de mí un poco más.

—No hay inconveniente; no ha ocurrido nada especial, todo está relativamente tranquilo.

—¿Habéis averiguado algo sobre el bote salvavidas?

—Nada.

—¿Hay algo más que tenga que saber? ¿Está Martinson por ahí?

—Está en casa con gripe. Hemos suspendido las investigaciones preliminares, ya que Letonia se ha hecho cargo del caso. No tenemos nada nuevo que aportar.

—¿Ha nevado?

Wallander no supo lo que contestó Björk, porque la comunicación se cortó repentinamente, como si alguien hubiera arrancado el cable telefónico. Cuando Wallander colgó, se acordó de su padre, al que aún no había llamado ni enviado las postales que había escrito. ¿No tendría que comprar algunos recuerdos de Riga? ¿Qué se lleva uno de Letonia?

Un vago sentimiento de nostalgia le distrajo un momento. Luego se tomó el café frío y se inclinó de nuevo sobre sus anotaciones. Al cabo de media hora se recostó en la chirriante silla e hizo estiramientos de espalda. Por fin le desapareció el cansancio. «Lo primero es hablar con Baiba Liepa —pensó—. De lo contrario, todo lo que me proponga serán meras suposiciones. Ella debe de poseer información de gran relevancia. Tengo que saber lo que Upitis quería con su interrogatorio anoche. Lo que esperaba oír, o lo que temía que yo supiera.»

Escribió su nombre en un papel y lo rodeó con un círculo. Tras el nombre puso un signo de admiración. Luego escribió el nombre de Murniers y colocó un signo de interrogación detrás. Recogió los papeles, se levantó y salió al pasillo. Cuando llamó a la puerta del despacho de Murniers, oyó un gruñido desde dentro. Estaba hablando por teléfono cuando entró. Le indicó que pasara y le señaló una de las incómodas sillas para las visitas. Wallander se sentó, y esperó a que acabara. Escuchaba la voz de Murniers. Era una conversación acalorada, hasta el punto de que a veces la voz del coronel se alzaba hasta cobrar forma de rugido. Wallander comprendió que aquel cuerpo hinchado y gastado todavía tenía considerables fuerzas. No entendió ni una palabra de lo que decía, pero se dio cuenta de que no hablaba en letón, porque la sonoridad del idioma era distinta. Tardó un rato en comprender que estaba hablando en ruso. La conversación acabó con una retahíla de palabras que sonaban a órdenes amenazadoras. Y luego colgó el auricular bruscamente.

—Idiotas —murmuró, y se enjugó la cara con un pañuelo.

Luego se volvió con una sonrisa a Wallander más calmado y tranquilo.

—Siempre resulta un quebradero de cabeza cuando los subordinados no hacen lo que deben. ¿Les ocurre a ustedes lo mismo en Suecia?

—Con mucha frecuencia —respondió Wallander cortésmente.

Observó con detenimiento al hombre que estaba sentado frente a él. ¿Pudo ser él quien mató al mayor Liepa? «Claro que sí», se dijo para sus adentros Wallander. Su larga carrera como policía le había enseñado que no había asesinos, sino personas que cometían asesinatos.

—He estado pensando que tendríamos que repasar el material una vez más —dijo Murniers—. Estoy convencido de que el hombre al que está interrogando el coronel Putnis está implicado de alguna manera en este asunto. Mientras tanto, tal vez juntos podamos encontrar nuevos enfoques para el caso.

Wallander decidió atacar.

—Tengo el presentimiento de que la investigación del lugar del crimen es deficiente —dijo.

Murniers enarcó las cejas.

—¿En qué sentido?

—Cuando el sargento Zids me tradujo el informe, varias cosas me llamaron la atención, por ejemplo, que no examinaran el muelle.

—¿Qué podría haberse encontrado allí?

—Marcas de coche, por ejemplo. No creo que el mayor Liepa fuera andando hasta allí.

Wallander esperó a que Murniers le comentara algo, pero como no decía nada, prosiguió:

—Tampoco se ha buscado el arma homicida. Mi impresión general es que el lugar donde encontraron el cadáver no es el lugar del crimen. En los informes que el sargento Zids me tradujo se afirma que el lugar del hallazgo y el del crimen es el mismo, pero en realidad no existen pruebas fehacientes que apoyen tal hipótesis. Además, me ha sorprendido mucho que no se haya interrogado a testigos.

—No había testigos —dijo Murniers.

—¿Cómo lo sabe?

—Hemos hablado con los guardias del puerto. Nadie vio nada. Además, Riga es una ciudad que duerme por las noches.

—Más bien me refería al barrio donde vivía el mayor Liepa. Salió tarde de casa. Alguien pudo haber oído cerrarse una puerta y tener curiosidad por saber quién salía a esas horas de la noche. Cualquier coche pudo haberse detenido. Normalmente, si ahondas un poco, siempre aparece alguien que ha visto u oído algo.

Murniers asintió con la cabeza.

—Estamos en ello —le informó—. Ahora mismo un grupo de policías está pasando por los apartamentos del vecindario con una foto del mayor Liepa.

—¿No es un poco tarde para eso? La gente olvida deprisa. O confunden las fechas y los días. El mayor Liepa entraba y salía de su casa a diario.

—A veces esperar puede ser una ventaja —dijo Murniers—. Al propagarse el rumor de la muerte del mayor Liepa, mucha gente había visto o imaginado cosas. Esperar unos días es la manera de hacer reflexionar a la gente, separar las ideas equivocadas de las observaciones reales.

Wallander sabía que Murniers podía tener razón, pero su experiencia le decía que lo mejor era hacer dos visitas con un intervalo de pocos días.

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