Read Los refugios de piedra Online
Authors: Jean M. Auel
–¿De qué? –preguntó la mujer, intuyendo la preocupación de Ayla por la expresión de su rostro.
–Me ha dicho Lanidar que vais a quitarle la niña a Lanoga.
–Bueno, yo no lo expresaría así –repuso Proleva–. Pensaba que te complacería saber que habíamos encontrado un hogar para Lorala. Una mujer de la Vigésimo cuarta Caverna perdió a su hijo. Nació con una grave deformidad y murió. La mujer tiene mucha leche, y está dispuesta a adoptar a Lorala, aunque sea ya algo mayor. Desea mucho tener un niño, y me da la impresión de que ha abortado varias veces. Me pareció una solución perfecta.
–Eso parece, pero ¿quieren dejarlo ahora las mujeres que estaban amamantando a Lorala? –quiso saber Ayla.
–En realidad, no. La verdad es que me sorprendió. Cuando se lo pregunté a un par de ellas, las noté un tanto disgustadas. Incluso Stelona comentó que la Vigésimo cuarta Caverna está muy lejos y que lamentaría no poder ver crecer sana y fuerte a Lorala.
–Me consta que has pensado que eso sería lo mejor para Lorala, pero ¿le has preguntado a Lanoga?
–No, lo cierto es que no –contestó Proleva–. Se lo pregunté a Tremeda. Supuse que para Lanoga sería un alivio librarse de la responsabilidad de cuidar a su hermana. Es muy joven para preocuparse de cuidar de un bebé a todas horas. Ya tendrá tiempo de sobra para eso cuando sea madre.
–Dice Lanidar que Lanoga lleva todo el día llorando.
–Ya sé que se ha llevado un disgusto, pero pienso que lo superará. Al fin y al cabo, ella no amamanta a Lorala; ni siquiera es aún una mujer. No cuenta más de once años.
Ayla recordó que ella misma no tenía más de doce años cuando dio a luz a Durc, y no fue capaz de abandonarlo. Hubiera preferido morir antes que separarse de él. Cuando se le retiró la leche, las mujeres del clan amamantaron a Durc, pero no por eso ella fue menos madre de su hijo. Aún lamentaba haberlo tenido que dejar cuando se vio obligada a apartarse del clan. En aquel momento deseaba llevárselo, y sólo por el temor a lo que pudiera ocurrirle si llegaba a pasarle algo a ella, dejó allí a su hijo de tres años. No le sirvió de consuelo saber que Uba lo amaría y cuidaría como si fuera suyo. Sufría aún cada vez que se acordaba de él. Nunca lo había superado, y no quería que Lanoga padeciera esa clase de dolor.
–No es amamantar lo que la convierte a una en madre, Proleva, y tampoco la edad, desde luego –declaró Ayla–. Fíjate en Janida. No es mucho mayor que Lanoga, y a nadie se le ocurriría quitarle a su hijo.
–Janida tiene un compañero con cierta posición, y el niño nacerá en el hogar de él. Peridal se responsabilizará de su bienestar, e incluso si el emparejamiento no dura, varios hombres han hecho saber ya que estarían dispuestos a aceptarla como compañera. Janida tiene una buena situación, es atractiva y está embarazada. Sólo espero que Peridal se dé cuenta de que se ha unido a una mujer muy favorecida antes de que su madre, la de Peridal, cause más problemas. Esa mujer llegó al extremo de ir a buscarlos durante el período de prueba para intentar que él renunciara al emparejamiento. –Proleva se interrumpió. Habría tiempo de sobra para contarle eso a Ayla–. Pero Lanoga no es Janida.
–No, Lanoga no es una joven favorecida, pero debería serlo. Es imposible pasarse casi un año cuidando de un bebé, y no tomarle afecto. Ahora Lorala es más hija de Lanoga que de Tremeda. Puede que sea joven, pero ha sido una buena madre.
–Sí, claro que lo ha sido. Ésa es la cuestión. Es una niña extraordinaria, y será una excelente madre algún día –dijo Proleva– si llega a tener la oportunidad. Pero cuando tenga edad de emparejarse, ¿qué hombre estará dispuesto a aceptarla teniendo que quedarse también con su hermana pequeña, y no como segunda mujer, sino como una niña de la que hacerse responsable aunque no haya nacido en su hogar? Lanoga tiene ya las cosas bastante complicadas, considerando el hogar en el que ella y Lorala nacieron. Me temo que el único dispuesto a aceptarla será alguno como Laramar, al margen de quien recomiende a Lanoga. Me gustaría saber que, al menos, tiene la oportunidad de mejorar su vida.
Ayla estaba segura de que Proleva tenía toda la razón, y era obvio que se preocupaba sinceramente por la niña y que haría todo lo posible por ayudarla. Sin embargo, sabía cómo se sentiría Lanoga si perdía a Lorala.
–Lanoga no tiene que preocuparse por encontrar a un compañero –intervino Lanidar.
Ayla y Proleva casi habían olvidado que el muchacho estaba allí. También Jondalar se sorprendió. Había escuchado atentamente la discusión entre las dos mujeres, y comprendía los motivos de ambas partes.
–Aprenderé a cazar, y a imitar los cantos de las aves para hacer de reclamo en las cacerías, y cuando sea mayor, me emparejaré con Lanoga y la ayudaré a cuidar de Lorala, y de sus demás hermanos si ella quiere. Ya se lo he propuesto, y ha accedido. Es la única niña que he conocido que no le da importancia a mi brazo, y no creo que a su madre le preocupe demasiado.
Ayla y Proleva miraron boquiabiertas a Lanidar, y luego se miraron como si no estuvieran seguras de haber oído lo mismo, ni de estar pensando lo mismo. En realidad, no sería un mal emparejamiento, sobre todo si Lanidar perseveraba en su intención de aprender a hacer cosas para mejorar. Los dos eran buenos chicos, y asombrosamente maduros para las edades que tenían. Eran muy jóvenes, desde luego, y podían cambiar de idea, pero, por otra parte, ¿qué otras opciones tenían?
–Así que no le des la niña de Lanoga a otra mujer –dijo Lanidar–. No me gusta verla llorar.
–Lanoga quiere mucho a esa niña –añadió Ayla–, y la Novena Caverna ha demostrado que está dispuesta a ayudarla. ¿Por qué no dejamos las cosas como están?
–¿Qué le diré ahora a la mujer que iba a adoptar a Lorala? –dijo Proleva.
–Dile sencillamente que la madre no ha querido separarse de ella –sugirió Ayla–. Es la verdad. Tremeda no es en realidad su madre; lo es Lanoga. Si esa mujer de verdad quiere un niño, lo tendrá, ya sea propio o de algún otro que necesite una madre, quizá incluso un recién nacido. En el territorio zelandonii hay muchas cavernas y mucha gente. Continuamente ocurren cosas.
Casi todas las personas de la Novena Caverna de los zelandonii y la Primera de los lanzadonii acudieron a la gran celebración conjunta por los emparejamientos del hermano del jefe de una y la hija del hogar del jefe de la otra, que además estaban emparentados. Resultó que otras dos personas de la Novena Caverna se habían unido también con personas de otras cavernas. Proleva se enteró y se aseguró de que se los incluyera. Una joven llamada Tishona se había unido a Marsheval de la Decimocuarta Caverna, y se iría a vivir con él. Y otra mujer algo mayor, Dynoda, se había ido hacía tiempo y había tenido un hijo, pero recientemente había cortado el nudo con su antiguo compañero y formado una nueva relación con Jacsoman de la Séptima Caverna. Volverían a establecerse en la Novena Caverna. Dynoda tenía a su madre enferma y quería estar cerca de ella.
En el transcurso del día, otros acudieron a expresar sus mejores deseos. Levela, Jondecam y la madre de ella, Velima, que era también madre de Proleva, pasaron con ellos la mayor parte del día, lo cual fue del agrado de Ayla y Jondalar, y de Joplaya y Echozar. Todos disfrutaban de su mutua compañía. La madre y el tío de Jondecam también estuvieron allí un rato.
Ayla y Jondalar se alegraron de ver a Kimeran, que ahora estaba lejanamente emparentado con ellos a través de la compañera de su sobrino, que era hermana de Proleva. Ayla se desorientó con algunos de los enrevesados lazos de parentesco, pero le complació especialmente ver a la madre de Jondecam, la Zelandoni de la Segunda Caverna. Por alguna razón se alegró de conocer a una Zelandoni que había tenido hijos, en particular uno tan sociable y seguro de sí mismo como Jondecam.
Janida y Peridal pasaron también casi todo el día con la Novena Caverna, y –circunstancia significativa– sin la madre de él. Deseaban marcharse de la Vigésimo novena Caverna, y hablaron con Kimeran y Joharran para ver si la Segunda o la Novena Caverna estarían dispuestas a aceptarlos. Jondalar tenía la certeza de que una u otra los acogería. La Primera ya había hablado con los jefes y con la Zelandoni de la Segunda Caverna al respecto. Consideraba sensato separar a la joven pareja de la madre de Peridal, al menos por una temporada. La Primera se había enfurecido con la mujer por presentarse ante ellos a la fuerza durante el período de aislamiento.
Al final del día, cuando las cosas empezaron a calmarse, Marthona preparó una infusión para varios parientes y amigos que aún estaban allí. Proleva, Ayla, Joplaya y Folara ayudaron a repartir los vasos. Estaba también allí un joven que había sido aceptado recientemente como acólito del Zelandoni de la Quinta Caverna, y se había quedado sólo porque era la primera vez que se hallaba en tan augusta compañía y no deseaba marcharse. Le imponía especial respeto la Primera.
–Estoy seguro de que ese joven herido por el rinoceronte no volvería a andar si no hubiera habido allí alguien que supiera qué hacer –comentó el acólito. Había dirigido sus palabras a todos los presentes, pero en realidad pretendía impresionar a la gran donier.
–Creo que tu observación es del todo correcta, Cuarto Acólito del Zelandoni de la Quinta –declaró la corpulenta mujer–. Eres muy perspicaz. El resto depende de la Gran Madre, y de la capacidad de recuperación del joven.
El acólito rebosaba de orgullo por el hecho de que la Zelandoni le hubiera respondido, y más aún por su halago. Era para él una enorme satisfacción verse incluido en aquella conversación informal con la Primera.
–Puesto que ahora eres acólito, ¿no te correspondería uno de los turnos en los cuidados de Matagan? Es de tu caverna, ¿no? –preguntó la Zelandoni–. Naturalmente es difícil quedarse en vela toda la noche, pero de momento necesita alguien a su lado continuamente. Supongo que tu Zelandoni ha solicitado tu colaboración. Si no es así, puedes ofrecerte voluntario. El de la Quinta sin duda sabrá valorarlo.
–Sí, claro que haré uno de los turnos –afirmó él, y se puso en pie–. Gracias por la infusión. Ahora debo irme; he de atender mis responsabilidades. –Tratando de adoptar un aire digno, cuadró los hombros y con expresión seria se encaminó hacia el campamento principal.
Cuando el joven acólito se hubo marchado, varios de los presentes dejaron brotar la sonrisa que habían estado reprimiendo.
–Has hecho muy feliz a ese muchacho, Zelandoni –dijo Jondalar–. Casi resplandecía de placer. ¿Toda la zelandonia siente el mismo respeto por ti?
–Sólo los jóvenes –contestó ella–. Por como los demás discuten conmigo, a veces me pregunto por qué siguen aceptándome como Primera. Quizá se deba a mi imponente presencia –sonrió. Era una broma en referencia a su considerable tamaño.
Jondalar le devolvió la sonrisa, captando el sentido. Marthona se limitó a dirigirle una mirada elocuente con las cejas enarcadas. Ayla advirtió el cruce de gestos, y creyó comprenderlo, aunque no estaba muy segura. Las sutilezas derivadas del profundo entendimiento entre personas que se conocían desde hacía mucho tiempo no estaban aún a su alcance.
–En todo caso –prosiguió la Zelandoni–, creo que prefiero las discusiones. Es bastante agotador cuando cada palabra que pronuncio se recibe como si saliera directamente de la boca de Doni. Me produce la sensación de que he de andarme con pies de plomo con todo lo que digo.
–¿Quiénes deciden qué Zelandoni es el Primero Entre Quienes Sirven a la Madre? –preguntó Jondalar–. ¿Se nombra igual que al jefe de una caverna? ¿Simplemente cada Zelandoni dice quién le parece que debería ocupar el puesto? ¿Han de estar todos de acuerdo, o la mayoría, o sólo algunos en concreto?
–La elección de los zelandonia forma parte del proceso, pero no acaba ahí. Se toman en consideración muchas cosas. La aptitud para el arte de curar es una de ellas, y nadie juzga eso con más severidad que los curanderos de la zelandonia. Es posible disimular cierta ineptitud ante la gente sin conocimientos medicinales, pero no puede engañarse a alguien que sabe. No obstante, ejercer de curandero no es absolutamente esencial. Ha habido Primeros que tenían sólo un conocimiento rudimentario del arte de curar, pero esa carencia quedaba más que compensada por su capacidad en otros terrenos. Algunos tienen dotes naturales u otros atributos.
–Sólo oímos hablar del Primero o la Primera. ¿Hay un Segundo o un Tercero? ¿Puede actuar alguien como sustituto si le ocurre algo al Primero? ¿Y hay un Último? –preguntó Jondalar, cada vez más entusiasmado con el tema.
Todos estaban interesados. La Zelandoni casi nunca daba tantas explicaciones acerca del funcionamiento interno de la zelandonia, pero percibía el interés de Ayla y tenía motivos para mostrarse así de comunicativa.
–El orden no decrece individualmente. Hay rangos. Sería difícil que una caverna aceptara al Último Entre Quienes Sirven, ¿no? Los acólitos tienen la posición más baja, naturalmente, pero también entre los acólitos hay categorías, a veces en función de sus aptitudes particulares. Es posible que hayáis adivinado que el joven que es el Cuarto Acólito del Zelandoni de la Quinta Caverna ha sido aceptado muy recientemente. Es un novicio, el rango inferior, pero tiene posibilidades, de lo contrario ni siquiera habría sido aceptado. Algunos no desean pasar de acólitos. No quieren asumir el peso de la responsabilidad de ser Zelandoni; sólo quieren sacar partido a sus aptitudes, y pueden hacerlo mejor en el seno de la zelandonia.
»El rango inmediatamente superior al de acólito es el de los nuevos doniers. Cada Zelandoni debe sentir que ha sido llamado personalmente, y más importante aún, debe convencer al resto de la zelandonia de que ha sido una llamada verdadera. Algunos nunca pasan de la categoría de acólito aunque lo deseen. A veces un acólito, movido por un ferviente deseo de ser Zelandoni, cree erróneamente recibir la llamada o incluso lo finge, pero en tales casos siempre se rechaza al candidato. Aquellos que han pasado por la difícil prueba perciben la diferencia. Eso ha provocado mucho resentimiento entre algunos acólitos… algunos ya antiguos.
–¿Qué más se requiere para llegar a Zelandoni? –insistió Jondalar–. ¿Y qué se necesita en concreto para ser la Primera o el Primero?
Los demás no tenían inconveniente en dejarle a él las preguntas. Aunque algunos de los presentes, como era el caso de Marthona, que había sido acólita en su día, conocían los requisitos, los demás rara vez habían recibido respuestas tan directas por parte de la Zelandoni.