Los refugios de piedra (126 page)

Read Los refugios de piedra Online

Authors: Jean M. Auel

BOOK: Los refugios de piedra
6.67Mb size Format: txt, pdf, ePub

–Echozar me contó que a su madre le habían echado la maldición porque su compañero había muerto intentando defenderla de un hombre de los Otros. Al descubrir que estaba embarazada, le permitieron quedarse hasta que nació Echozar.

Jonayla había soltado el pezón y alborotaba un poco. Ayla se la apoyó en el hombro y le dio unas palmadas en la espalda.

–¿Quieres decir que un hombre de nuestra raza forzó a su madre? –preguntó la Zelandoni–. Supongo que esas cosas pasan, pero no alcanzo a comprenderlas.

–Le ocurrió también a una mujer que conocí en la Reunión del Clan. Tenía una hija mestiza. Me contó que la habían forzado unos hombres de los Otros, hombres que tenían el mismo aspecto que yo. Su propia hija murió cuando uno de esos hombres la agarró y la niña se le cayó de los brazos. Cuando se dio cuenta de que volvía a estar encinta, deseó otra niña, lo cual enfureció a su compañero. Se supone que las mujeres del clan sólo deben desear niños varones, pero en secreto muchas mujeres desean tener niñas. Cuando la pequeña nació deforme, él la obligó a quedársela para darle una lección.

–¡Qué historia tan triste! –exclamó la donier–. Verse tratada así por su compañero después de haber sido forzada por hombres violentos y haber sufrido tal pérdida…

–Me pidió que intercediera ante Brun, el jefe de mi clan, para pactar un emparejamiento entre su hija, Ura, y mi Durc. Temía que, de lo contrario, su hija nunca encontrara compañero. Me pareció una buena idea. A los ojos del clan, Durc también era deforme, y tendría exactamente las mismas dificultades para encontrar pareja. Brun accedió. Ahora Ura está prometida a Durc. Después de la siguiente Reunión del Clan, ella debía trasladarse al Clan de Brun… Bueno, ahora es el Clan de Broud. Ya debe de estar allí. No creo que Broud la trate con mucha consideración. –Ayla hizo una pausa y pensó en la situación de Ura al tener que trasladarse a un clan que no conocía–. Será duró para ella separarse de los suyos, y de una madre que la quiere, e ir a vivir con gente que quizá no la reciba muy bien. Espero que Durc se convierta en la clase de hombre dispuesto a ayudarla. –Ayla movió la cabeza en un gesto de lástima. La pequeña dejó escapar un ligero eructo, y ella sonrió. La dejó apoyada en su hombro un rato más, dándole aún palmadas en la espalda–. Durante nuestro viaje, Jondalar y yo oímos más historias sobre hombres jóvenes de los Otros que habían forzado a mujeres del clan. Según parece, les divierte desafiarse mutuamente a hacerlo, pero a la gente del clan eso no le gusta.

–Sospecho que tienes razón, Ayla, por más que la idea me resulta inquietante. Por lo visto, algunos jóvenes disfrutan haciendo lo que no deben. Pero violar a una mujer, sea o no una mujer del clan, es del todo inaceptable –declaró la Primera.

–No estoy segura de que todos los niños mezclados sean fruto de una mujer del clan forzada por hombres de los Otros, o viceversa –dijo Ayla–. Rydag era mestizo.

–Ése era el niño que adoptó la compañera del jefe de los mamutoi con quienes viviste, ¿no? –preguntó la Zelandoni.

–Sí. Su madre era del clan, y como ellos, no era capaz de hablar; bueno, sólo emitía algunas palabras que nadie entendía muy bien. Era un niño enfermizo, y por eso murió. Nezzie me contó que la madre de Rydag estaba sola, y los siguió. Eso no es propio de las mujeres del clan. Debían de haberla maldecido por alguna razón, o de lo contrario no se habría quedado sola, y menos con un embarazo tan avanzado. Yo creo que debió conocer a alguien de los Otros, alguien que la trató bien, de lo contrario se habría escondido de los mamutoi, y nunca los habría seguido. Quizá fue el hombre que inició en ella la vida de Rydag.

–Quizá –se limitó a decir la Zelandoni. Pensó en aquellos cuyos espíritus eran mixtos, se preguntó si Ayla sabía algo más acerca de Echozar. Estaba más interesada en él desde que había sido aceptado por la gente de Dalanar y autorizado a unirse a la hija de Jerika–. ¿Y la madre de Echozar? ¿Has dicho que fue maldecida? No sé si entiendo muy bien lo que eso significa.

–Fue expulsada, desterrada. Se la consideró una mujer de mal agüero, porque su compañero resultó muerto cuando ella fue atacada y sobre todo después de dar a luz a un hijo «deforme». A la gente del clan tampoco le gustan los niños mestizos. Un hombre llamado Andovan la encontró sola, a punto de morir con su hijo después de ser rechazada por su clan. Echozar dijo que era un hombre de cierta edad, que vivía solo por alguna razón y que los acogió a él y a su madre. Creo que era un s’armunai, pero vivía en la periferia del territorio zelandonii y conocía vuestra lengua. Es posible que escapara de Attaroa. Crio a Echozar y le enseñó a hablar en zelandonii y un poco en s’armunai, mientras que con su madre el niño aprendió el lenguaje de señas del clan. Andovan también tuvo que aprenderlo, porque ella no sabía hablar su zelandonii. Pero Echozar sí. Era como Durc. –Volvió a interrumpirse, y se le empañaron los ojos–. Mi hijo podría haber aprendido a hablar si hubiera tenido a alguien que le enseñara. Hablaba ya un poco cuando yo me marché, y era capaz de reír. ¿Cómo podían pensar que Durc se parecería a la gente del clan si era hijo mío, nacido de mí? Sin embargo, no se parecía del todo a mí, no como Jonayla; lo que es lógico pues fue Broud quien lo inició.

–¿Quién es ese Broud?

–Era hijo de Ebra, la compañera de Brun. Brun era el jefe del clan. Era un buen jefe. Broud fue quien me obligó a abandonar el clan cuando tomó el mando. Crecimos juntos, pero desde niños ya me odiaba. Siempre me odió.

–Pero ¿no has dicho que fue él quien inició en ti la vida de tu hijo? –preguntó la Zelandoni–. Tú piensas que la vida se origina al compartir placeres. ¿Por qué quería compartir placeres contigo si te odiaba?

–No compartí placeres con él. Para mí no hubo ningún placer. Broud me forzó. No sé por qué lo hizo la primera vez, pero fue horrible. Me hizo mucho daño. Me resultó odioso, y también él por hacerme algo así. Supo lo mucho que me desagradaba, y por eso volvió a hacerlo. Quizá sabía ya desde el principio que me repugnaría, pero me consta que por eso continuó haciéndolo una y otra vez.

–¡Y tu clan lo consintió! –exclamó la Zelandoni.

–Las mujeres del clan deben aparearse siempre que un hombre lo desee, siempre que él da la señal. Eso es lo que les enseñan.

–No lo entiendo. ¿Por qué habría de desear un hombre a una mujer si ella no lo desea a él?

–No creo que a las mujeres del clan eso les importe demasiado –contestó Ayla–. Apenas disponen de maneras de inducir a un hombre a darles la señal. Iza me habló de esas tácticas, pero yo nunca quise utilizarlas, y menos con Broud. Aquello me repugnaba tanto que era incapaz de comer, no tenía ganas de levantarme por las mañanas, no quería salir del hogar de Creb. Pero cuando me di cuenta de que iba a tener un hijo, me alegré tanto que ya ni siquiera me preocupaba Broud. Me limité a soportarle, a ignorarlo. A partir de ese momento no volvió a tocarme. No le divertía si yo ya no oponía resistencia, si no podía forzarme contra mi voluntad.

–Dijiste que no contabas más de doce años cuando nació tu hijo. Eras muy joven. La mayoría de las muchachas no son siquiera mujeres todavía a esa edad.

–Sin embargo, para el clan yo era ya mayor –dijo Ayla–. Entre ellos, algunas niñas se hacen mujeres a los siete años, y cuando tienen diez, la mayoría han tenido su primera regla. En el Clan de Brun algunos pensaban que yo nunca pasaría por esa experiencia. Estaban seguros de que nunca tendría hijos; decían que mi tótem es demasiado fuerte para una mujer.

–Pero obviamente se equivocaban.

Ayla guardó silencio un momento mientras pensaba.

–Sólo las mujeres pueden dar a luz. Pero si quedan embarazadas de una mezcla de espíritus, ¿para qué creó Doni a los hombres? ¿Sólo para hacer compañía a las mujeres, sólo para compartir placeres con ellas? Creo que tiene que haber otra razón. Las mujeres pueden hacerse compañía mutuamente, pueden ayudarse a mantenerse unas a otras, pueden cuidarse entre ellas e incluso darse placer mutuamente. Attaroa de los s’armunai aborrecía a los hombres. Los tenía encerrados. No les permitía compartir el don de los placeres con las mujeres. Las mujeres compartían sus hogares con otras mujeres. Attaroa pensaba que si prescindía de los hombres, los espíritus de las mujeres se verían obligados a combinarse y tendrían sólo hijas; pero eso no dio resultado. Algunas mujeres compartían placeres, pero no podían aparearse, no podían mezclar sus esencias. Nacían muy pocos niños.

–Pero ¿nacían algunos? –preguntó la Zelandoni.

–Algunos, sí, pero no sólo niñas… Attaroa dejó lisiados a un par de niños varones. La mayoría de las mujeres no estaba de acuerdo con la manera de hacer las cosas de Attaroa. Algunas visitaban furtivamente a sus hombres, ayudadas por las propias guardianas de los prisioneros. Las mujeres con hijos fueron las primeras que tuvieron un compañero con quien compartir sus hogares la primera noche que los hombres quedaron en libertad. Eran las que estaban emparejadas o querían estarlo. Creo que la única razón por la que tuvieron hijos fue que visitaban a sus hombres. No se debió a que compartieran un hogar y pasaran juntos el tiempo necesario para que un hombre demostrara que tenía méritos suficientes para que su espíritu fuera elegido. Aquellas mujeres rara vez veían a sus hombres, y cuando los veían sólo era por un momento, el tiempo justo para aparearse. Era peligroso. Attaroa las habría hecho matar de haberlo averiguado. Creo que las mujeres quedaban embarazadas al compartir los placeres con sus parejas.

La Zelandoni movió la cabeza en un gesto de asentimiento.

–Es un razonamiento interesante. Se nos ha enseñado que la vida se origina gracias a una mezcla de espíritus, y eso parece dar respuesta a la mayoría de los interrogantes acerca de ese misterioso hecho, por lo que la mayoría de la gente no lo pone en duda; sencillamente acepta esa verdad. Tu infancia fue distinta, y estás más dispuesta a cuestionar cosas; pero te aconsejo que no hables de esa idea con cualquiera. Para algunos resultaría demasiado perturbadora. Yo misma me he preguntado algunas veces por qué creó Doni a los hombres. Es cierto que las mujeres podrían cuidarse solas si fuera necesario. Incluso he llegado a preguntarme por qué creó a los animales macho. Las hembras por lo general cuidan de sus crías solas, y machos y hembras no pasan mucho tiempo juntos, sino que se reúnen en determinados momentos del año para compartir placeres.

Ayla se sintió animada a continuar.

–Cuando vivía con los mamutoi, conocí a un hombre del Campamento del León. Se llamaba Ranec y vivía con Wymez, el tallador de pedernal.

–¿El tallador del que habla Jondalar?

–Sí. Wymez realizó un viaje muy largo cuando era joven. Regresó diez años más tarde. Fue al sur del gran mar, lo rodeó por el este hasta el final y luego volvió por el oeste. Se emparejó con una mujer que conoció allí, e intentó traer a ella y a su hijo al territorio de los mamutoi, pero ella murió en el camino. Al llegar traía sólo al hijo de su compañera. Me contó que ella tenía la piel casi tan negra como la noche, al igual que toda su gente. Tuvo a Ranec después de emparejarse con Wymez, y éste decía que su hijo era distinto de todos los demás niños porque tenía la piel muy clara y, sin embargo, a mí su piel me parecía muy oscura. Era una piel marrón casi tan oscura como la de Corredor, y tenía el cabello muy negro y rizado.

–¿Crees que ese hombre era de ese color porque su madre era casi negra y su compañero blanco? –preguntó la Zelandoni–. También eso podría ser resultado de una mezcla de espíritus.

–Podría –admitió Ayla–. Eso creían los mamutoi, pero si allí todos eran negros excepto Wymez, ¿no había muchos más espíritus negros con los que poder mezclarse el espíritu de la madre? Estaban emparejados; compartían placeres. –Ayla miró por un momento a su hija y luego de nuevo a Zelandoni–. Hubiera sido interesante ver qué aspecto tendrían mis hijos si me hubiera unido a Ranec.

–¿Es el hombre con quien ibas a emparejarte?

Ayla sonrió.

–Tenía unos dientes muy blancos y una mirada risueña. Era inteligente y gracioso. Me hacía reír. Y era el mejor tallador que he conocido. Hizo una donii especialmente para mí, y una talla de Whinney. Me amaba. Decía que nunca había deseado nada en su vida tanto como unirse conmigo. Era distinto a todas las personas que he conocido antes y después. Tan distinto que incluso tenía facciones muy diferentes a todos los demás. Me fascinaba. A no ser porque amaba ya a Jondalar, podría haber amado a Ranec.

–Si era tal como dices, lo comprendo –comentó la Zelandoni sonriendo–. Es curioso. Corren rumores de que viven algunas personas de piel oscura con una caverna que se encuentra al sur, más allá de las montañas que se alzan a orillas del gran mar. Un joven y su madre, se dice. Nunca he acabado de creerlo, porque nunca se sabe qué hay de verdad en esas historias; además, me parecía imposible. Ahora ya no estoy tan segura de que sea mentira.

–Ranec se parecía a Wymez pese a las diferencias de color y facciones –dijo Ayla–. Eran de la misma estatura, tenían la misma constitución y caminaban exactamente igual.

–No es necesario ir tan lejos para encontrar parecidos –observó la Zelandoni–. Muchos niños se parecen al compañero de la madre, pero algunos se parecen a otros hombres de la caverna, a veces algunos que apenas conocen a la madre.

–Podría haber ocurrido durante una fiesta o una ceremonia para honrar a Doni. ¿No comparten placeres muchas mujeres con hombres que no son sus compañeros en esas ocasiones?

La Zelandoni permaneció pensativa.

–Ayla, esa idea tuya requiere hondas reflexiones. No sé si comprendes las posibles consecuencias. Si eso es cierto, provocaría cambios que ni tú ni yo podemos siquiera imaginar. Una revelación así sólo podría proceder de la zelandonia. Nadie aceptaría semejante idea a menos que creyeran que partía de alguien que habla en nombre de la Gran Madre Tierra. ¿A quién has hablado de eso?

–Sólo a Jondalar, y ahora a ti –contestó Ayla.

–Te recomiendo que no se lo comentes a nadie más todavía. Hablaré con Jondalar y le insistiré también en la necesidad de que lo mantenga en secreto.

Las dos guardaron silencio por un momento, inmersas en sus cavilaciones.

–Zelandoni, ¿te has preguntado alguna vez qué se siente siendo un hombre? –preguntó Ayla.

–No es común preguntarse una cosa así.

–Pensaba en algo que me dijo Jondalar. Fue cuando yo quería salir de casa, y él prefería que me quedara. Sé que la razón era en parte que se proponía volver aquí y construir nuestra morada, pero no era sólo eso. Dijo algo acerca de necesitar una finalidad. «¿Cuál es la finalidad de un hombre si las mujeres dan a luz a los niños y también los mantienen?», dijo. Yo nunca me había planteado que para vivir fuera necesaria una razón. ¿Cómo me sentiría si pensara que mi vida no tiene sentido?

Other books

The Harder They Fall by Budd Schulberg
The Job by Doris O'Connor
A Wizard of Earthsea by Ursula K. Le Guin
Warrior's Lady by Amanda Ashley
Home Fires by Margaret Maron