Read Los refugios de piedra Online
Authors: Jean M. Auel
Tardó un momento en tomar conciencia de un detalle curioso. Si bien la joven hablaba en zelandonii con fluidez –de hecho, lo usaba como si fuera su lengua materna–, no cabía duda de que era forastera.
La Que Servía no era ajena al hecho de que los visitantes hablaban con el acento de otras lenguas, pero Ayla tenía un deje particularmente exótico, distinto de todo lo que había oído. Su voz, más bien grave, no era desagradable, pero sí un poco gutural, y le costaba pronunciar ciertos sonidos. Recordó el comentario de Jondalar sobre lo lejos que había llegado en su viaje, y una idea cruzó la mente de la Zelandoni durante los breves instantes en que permaneció cara a cara con aquella desconocida: esa mujer había accedido a recorrer una gran distancia para acompañar a Jondalar al lado de los suyos.
Sólo entonces advirtió que el rostro de la joven tenía un aspecto claramente foráneo e intentó identificar la diferencia. Ayla era atractiva, pero no cabía esperar otra cosa de cualquier mujer que Jondalar trajera a casa. Su cara era algo más ancha y menos alargada que las de las mujeres zelandonii, pero de hermosas proporciones y mandíbula bien definida. Era un poco más alta que Zolena, y la oscura tonalidad de su cabello trigueño se veía realzada por el contraste con algunos mechones aclarados por el sol. Sus ojos, de color azul grisáceo, escondían secretos y revelaban una voluntad férrea, pero ni el más leve asomo de malicia.
La Zelandoni movió la cabeza en un gesto de asentimiento y se volvió hacia Jondalar.
–Servirá.
Él dejó escapar el aire de los pulmones y luego miró alternativamente a las dos mujeres.
–¿Cómo has sabido que ella era la Zelandoni, Ayla? Aún no habíais sido presentadas, ¿no?
–Muy fácil. Tú aún la amas, y ella te ama a ti.
–Pero… pero… ¿cómo…? –balbuceó Jondalar.
–¿No sabes que he visto esa expresión en tus ojos? ¿Crees que no comprendo cómo se siente una mujer que te ama? –preguntó Ayla.
–Algunos tendrían celos si vieran a alguien a quien amaban mirar con amor a otra persona –dijo él.
La Zelandoni sospechó que con ese «algunos» Jondalar se refería a sí mismo.
–¿Acaso piensas que no es capaz de ver a un hombre joven y apuesto y a una mujer vieja y gorda, Jondalar? Es lo que vería cualquiera. Tu amor por mí no representa una amenaza para ella. Si la memoria te ciega, ya me doy por satisfecha. –Dirigiéndose a Ayla, dijo–: No estaba segura de ti. Si hubiera tenido la impresión de que no eras adecuada para Jondalar, nunca habría permitido que te unieras por muy largo que hubiera sido tu camino para llegar hasta aquí.
–No habrías podido hacer nada para impedírmelo –aseveró Ayla.
–¿Lo ves? –dijo la Zelandoni volviéndose hacia Jondalar–. Ya te he dicho que si era adecuada para ti, yo no podría hacerle daño.
–¿Considerabas que Marona era adecuada para mí, Zelandoni? –preguntó Jondalar un tanto irritado, empezando a sentirse como si entre ellas él no tuviera derecho a tomar decisiones por su cuenta–. No pusiste el menor reparo cuando me comprometí con ella.
–Eso daba igual. No la amabas. Ella no podía hacerte daño.
Las dos mujeres lo miraban, y pese a que no se parecían en nada, sus expresiones eran tan semejantes que parecían idénticas. De pronto, Jondalar se echó a reír.
–Bueno, me alegra saber que los dos amores de mi vida van a ser amigas.
La Zelandoni enarcó una ceja y le lanzó una severa mirada.
–¿Qué te hace pensar que vamos a ser amigas? –dijo, y se marchó con una sonrisa burlona en los labios.
Jondalar experimentó una extraña mezcla de emociones encontradas mientras veía salir a la Zelandoni. No obstante, le complacía la buena disposición para aceptar a Ayla que aparentemente había mostrado la poderosa mujer. Su hermana la había tratado con cordialidad y también su madre. Todas las mujeres que realmente le importaban parecían dispuestas a acogerla; al menos de momento, pensó. Su madre incluso había declarado que haría cuanto estuviera en su mano para que Ayla se sintiera como en casa.
La cortina de cuero de la entrada se movió, y Jondalar sintió un hormigueo de sorpresa al ver aparecer a su madre precisamente cuando acababa de pensar en ella. Marthona entró en la vivienda cargada con el estómago desecado de un animal de tamaño medio. El líquido que transportaba en él había traspasado el recipiente casi impermeable, hasta el punto de mancharlo de un intenso color morado. Una sonrisa iluminó el semblante de Jondalar.
–¡Madre, nos has traído un poco de tu vino! –exclamó–. Ayla, ¿recuerdas la bebida que tomamos cuando estuvimos con los Sharamudoi? ¿El vino de arándano? Ahora tendrás ocasión de probar el vino de Marthona. Se la conoce por la calidad de su vino. Sea cual sea la fruta utilizada, a mucha gente se le agria el jugo; pero mi madre tiene un arte especial para elaborarlo –sonrió a Marthona, y añadió–: Quizá algún día me cuente el secreto.
Marthona devolvió la sonrisa a su hijo, pero no hizo ningún comentario. Por su expresión, Ayla presintió que, en efecto, tenía una técnica particular, y también que era una mujer que sabía guardar secretos, tanto los suyos como los ajenos. Probablemente conocía muchos. Pese a que era franca y directa en todo lo que decía, se adivinaba en ella la existencia de profundidades ocultas. Y pese a su actitud cordial y acogedora, Ayla sabía que la madre de Jondalar se reservaría la opinión antes de aceptarla plenamente.
De pronto, Ayla se acordó de Iza, la mujer del clan que había sido como una madre para ella. También Iza conocía muchos secretos y, sin embargo, como el resto del clan, nunca mentía. Con un lenguaje gestual, donde los matices se transmitían mediante posturas y expresiones, no podían mentir. Se habría notado de inmediato. Pero podían abstenerse de mencionar ciertas cosas. Aunque se diera la impresión de estar ocultando algo, se permitía por respeto a la intimidad.
Cayó en la cuenta de que ésa no era la primera vez que se acordaba del clan en los últimos momentos. Joharran, hermano de Jondalar y jefe de la Novena Caverna, le había recordado a Brun, el jefe de su propio clan. «¿Por qué los familiares de Jondalar le recordaban al clan?», se preguntó.
–Debéis de tener hambre –dijo Marthona mirándolos a ambos.
Jondalar sonrió.
–¡Sí, desde luego, yo sí! No hemos comido desde esta mañana temprano. Me urgía tanto llegar aquí y estábamos tan cerca que no quise parar.
–Si ya habéis colocado todas vuestras cosas, sentaos y descansad mientras yo os preparo algo de comer –Marthona los llevó hasta una mesa baja, les señaló unos almohadones para que tomaran asiento y les sirvió el líquido de color rojo intenso en sendas copas. Echó una ojeada alrededor–. No veo a tu lobo, Ayla, y me consta que lo has traído. ¿También él necesita comida? ¿Qué come?
–Normalmente le doy lo mismo que comemos nosotros, pero también caza por su cuenta –dijo Ayla–. Lo he traído antes para que supiera cuál era su sitio, pero cuando me ha acompañado la primera vez que he vuelto a bajar al valle donde están los caballos ha decidido quedarse allí. Va y viene a su aire, a menos que yo lo necesite.
–¿Cómo sabe cuándo lo necesitas?
–Ayla tiene un silbido especial para llamarlo –explicó Jondalar–. También llamamos con silbidos a los caballos –levantó su copa, probó el contenido y luego, con una sonrisa, lanzó un suspiro de aprobación–. Ahora sé que estoy en casa –volvió a probar el vino, cerrando los ojos para saborearlo–. ¿De qué fruta lo has hecho, madre?
–Básicamente he usado esas bayas redondas que forman racimos y crecen en largas parras sólo en laderas orientadas al sur y protegidas de los elementos –explicó Marthona en atención a Ayla–. Hay una zona a varios kilómetros al sureste de aquí a donde siempre voy a buscar estos frutos. Algunos años no maduran bien, pero hace unas cuantas temporadas tuvimos un invierno bastante benévolo, y al otoño siguiente salieron unos racimos enormes, colmados de fruta que, no obstante, no era demasiado dulce. Añadí un poco de jugo de bayas de saúco y moras, no mucho. Este vino tuvo mucho éxito. Es un poco más fuerte que de costumbre. Ya casi no me queda.
Ayla percibió el aroma a fruta al acercarse la copa a los labios para degustar el vino. El líquido tenía un sabor acre y penetrante, seco, no dulce como ella esperaba a juzgar por el olor afrutado. Notó el carácter alcohólico que había paladeado por primera vez al tomar la cerveza de abedul elaborada por Talut, el cacique del Campamento del León, pero este vino se parecía más al jugo de arándano de los Sharamudoi, salvo que aquél era más dulce, según recordaba Ayla.
No le había gustado la aspereza del alcohol al probarlo por primera vez, pero como en el Campamento del León todos mostraban tanto entusiasmo por la cerveza de abedul, y ella deseaba integrarse y ser como los demás, se había obligado a beberla. Con el tiempo fue acostumbrándose, pero sospechaba que, en realidad, a la gente no le gustaba tanto por el sabor como por la sensación de embriaguez –si bien un tanto imprevisible– que producía. Consumida en exceso provocaba aturdimiento y un ánimo demasiado cordial en algunos; había personas que tras beberla se mostraban tristes, iracundas, o incluso violentas.
Sin embargo, esta bebida tenía algo más. Escurridizas complejidades alteraban de un modo extraordinario la naturaleza elemental del jugo de fruta. Era una bebida que podía llegar a gustarle.
–Está muy bueno –elogió Ayla–. No, nunca había probado… –se interrumpió y, un tanto avergonzada, rectificó–:
Nunca
había probado algo así.
Se sentía cómoda hablando en zelandonii; era la primera lengua oral que había aprendido después de vivir con el clan. Jondalar se la había enseñado mientras se recobraba de las heridas sufridas por el ataque del león. Aunque le costaba articular ciertos sonidos –por más que se esforzara, no conseguía pronunciarlos correctamente–, ya rara vez cometía errores de expresión como ése. Lanzó una ojeada a Jondalar y Marthona, pero al parecer su error les había pasado inadvertido. Se relajó y miró alrededor.
Si bien había entrado y salido varias veces de la morada de Marthona, no la había examinado aún con atención. Se tomó un momento para observarla y encontró no pocos motivos de sorpresa y satisfacción. La construcción era interesante, similar, pero no idéntica a la de las viviendas edificadas dentro de la caverna Losadunai, donde habían hecho un alto antes de cruzar el glaciar de la meseta.
Los primeros cuatro o cinco palmos de los muros exteriores de cada morada eran de piedra caliza. Colocados a ambos lados de la entrada, había bloques bastante grandes toscamente cortados, ya que no había herramientas adecuadas para dar una forma precisa de manera rápida o sencilla a la piedra de construcción. El resto de la piedra caliza usada en la parte baja de los muros se había incorporado tal cual se encontraba en la naturaleza o bien, en algunos casos, había sido trabajada con el mazo. Numerosos fragmentos, en su mayoría casi del mismo tamaño –entre cinco y ocho centímetros de ancho, algo menos de hondo y tres o cuatro veces más de largo–, aunque algunos eran de dimensiones mayores y otros bastante más pequeños, habían sido encajados ingeniosamente de modo que quedaran trabados en una estructura firme y compacta.
Se seleccionaban fragmentos aproximadamente romboides y se clasificaban según su tamaño. Luego se colocaban longitudinalmente uno tras otro de manera que la anchura de los muros era equivalente a la longitud de las piedras. Los gruesos muros se construían en hiladas, apilándose cada nueva piedra sobre la unión de las dos piedras situadas debajo. De vez en cuando se utilizaban piedras más pequeñas para rellenar los huecos, sobre todo en torno a los bloques de mayor tamaño cercanos a la entrada.
En el lado interior del muro cada hilada sobresalía un poco respecto a la inmediatamente inferior. Se llevaba a cabo una minuciosa selección y colocación a fin de que cualquier irregularidad de la piedra contribuyera a desviar hacia el exterior el agua, se tratara de lluvia arrastrada por el viento, condensación acumulada o hielo fundido.
No se requería argamasa ni barro para tapar agujeros o reforzar la construcción. La rugosa superficie de la piedra caliza proporcionaba adherencia suficiente para evitar el deslizamiento, y la masa de piedras se sostenía por su propio peso y aguantaba incluso el empuje de una viga de enebro o pino empotrada en los muros para dar soporte a otros elementos de la edificación o a estantes. Las piedras estaban encajadas con tal habilidad que no penetraba un rayo de luz, ni podían encontrar una sola abertura las ráfagas de viento invernal. Con su agradable textura, la construcción resultaba atractiva, en especial vista desde fuera.
Dentro, el muro cortavientos exterior quedaba casi oculto por una segunda pared compuesta de paneles de cuero crudo –piel sin tratar que al secarse quedaba rígida y dura– sujetos a postes de madera clavados en el suelo de tierra. Los paneles empezaban a ras de suelo y rebasaban verticalmente los muros de piedra, hasta alcanzar una altura de más de dos metros y medio. Ayla recordó que los paneles superiores presentaban una magnífica decoración en su cara externa. En la cara interior de muchos de los paneles también había pintados animales y signos enigmáticos, pero dentro, a causa de la mayor oscuridad, los colores parecían menos vivos. Como la estructura de Marthona estaba adosada al fondo ligeramente inclinado de la propia caverna, bajo el saliente rocoso, una pared de la vivienda era de piedra maciza.
Ayla alzó la vista. No había más techo que, a cierta altura sobre la morada, la cara inferior del saliente de piedra. Excepto por alguna que otra corriente baja de aire, el humo del fuego se elevaba por encima de los paneles hasta la alta piedra y se dispersaba, sin enturbiar apenas el aire. El saliente del precipicio los protegía de las inclemencias del tiempo, y si se usaba ropa de abrigo, las moradas podían ser muy confortables incluso cuando arreciaba el frío. Eran espaciosas, a diferencia de otras viviendas que Ayla había visto, las cuales, siendo acogedoras y fáciles de calentar por estar totalmente cerradas, a menudo se llenaban de humo.
Aunque las paredes de madera y cuero ofrecían protección contra el viento y la lluvia, su función era más bien delimitar un espacio personal y proporcionar cierto grado de intimidad, no respecto a los oídos ajenos pero sí respecto a las miradas. Parte de las secciones superiores de los paneles podía abrirse, si se deseaba, para dar paso a la luz y a las conversaciones de los vecinos; pero cuando esos paneles-ventana estaba cerrados, se consideraba que, por cortesía, los visitantes debían usar la entrada y pedir permiso para acceder a la vivienda, en lugar de llamar a gritos desde fuera o entrar sin más.