Read Los refugios de piedra Online
Authors: Jean M. Auel
Jondalar esperaba algún tipo de reacción en su madre –siempre tan mayestática y dueña de sí misma– con la mención de un nombre de su pasado que ella probablemente no recordaba. Para él era una broma más en el amigable juego de las medias palabras e insinuaciones, los comentarios velados, habitual entre él y su madre; pero no preveía una reacción como la que provocó.
Marthona palideció y abrió los ojos desmesuradamente.
–¡Bodoa! ¡Oh, Gran Madre! ¿Bodoa? –exclamó llevándose la mano al pecho, con aparentes dificultades para tomar aire.
–¡Madre! ¿Te encuentras bien? –preguntó Jondalar poniéndose en pie de un brinco y quedándose indeciso junto a ella–. Perdona. No era mi intención sobresaltarte de esta manera. ¿Voy a por la Zelandoni?
–No, no; estoy bien –contestó Marthona respirando hondo–. Pero ha sido una sorpresa para mí. Creía que nunca volvería a oír ese nombre. No sabía siquiera que aún viviera. ¿Llegaste a… a conocerla bien?
–Dijo que estuvo a punto de haber una doble unión entre vosotras y Joconan, pero pensé que exageraba o quizá le fallaba la memoria –explicó Jondalar–. ¿Por qué nunca la habías mencionado?
Ayla le lanzó una mirada burlona. Ignoraba que él hubiera dudado de la palabra de S’Armuna.
–Me resultaba demasiado doloroso, Jondalar. Bodoa era como una hermana. Yo habría accedido gustosamente a esa doble unión, pero nuestro Zelandoni se opuso. ¿Has dicho que ahora es La Que Sirve? Tal vez fuera lo mejor, pero ella estaba indignada cuando se fue. Le supliqué que aguardara al cambio de estación antes de intentar cruzar el glaciar, pero no se atuvo a razones. Me alegra saber que sobrevivió a la travesía, y que me envía su afecto. ¿Crees que hablaba sinceramente?
–Sí, madre, estoy seguro. Pero no tendría que haber vuelto a su hogar –continuó Jondalar–. Su tío ya había dejado este mundo, y también su madre. Se convirtió en S’Armuna, pero la ira la indujo a hacer mal uso de su posición. Ayudó a una mala mujer a llegar a jefa, aunque no sabía que la maldad de Attaroa alcanzaría tales extremos. S’Armuna ha compensado ya aquel error. Creo que se ha reafirmado en su vocación ayudando a su caverna a superar los años difíciles, pero quizá deba actuar como jefa hasta que alguien esté preparado para el cargo, como en otro tiempo lo estuviste tú, madre. Bodoa es una mujer excepcional; incluso ha descubierto una manera de transformar el barro en piedra.
–¿Barro en piedra? Jondalar, hablas como un fabulador ambulante –dijo Marthona–. ¿Cómo voy a saber qué creer y qué no, si cuentas esas cosas tan increíbles?
–Créeme. Es la verdad –aseveró Jondalar con absoluta seriedad, prescindiendo esta vez de sutiles juegos de palabras–. No me he convertido en un fabulador ambulante que va de caverna en caverna adornando historias y leyendas para darles mayor interés, pero he hecho un largo viaje y he visto muchas cosas –lanzó una ojeada a Ayla–. Si no lo hubieras visto tú misma, ¿creerías que las personas pueden montar a lomos de los caballos o entablar amistad con un lobo? Tengo otras cosas que contar que te costará creer, y algunas que enseñarte que cuando las veas no darás crédito a tus ojos.
–De acuerdo, Jondalar. Me has convencido. No volveré a poner en duda tus palabras… aun si me cuesta creerlas –declaró Marthona, y sonrió con un pícaro encanto que Ayla no había percibido en ella hasta entonces. Por un momento la mujer aparentó muchos años menos, y Ayla descubrió de quién había heredado Jondalar su sonrisa.
Marthona cogió su copa de vino y bebió despacio, animándolos a terminar de comer. Cuando acabaron se llevó los cuencos y espetones, les proporcionó una piel suave, húmeda y absorbente para limpiar sus cuchillos antes de guardarlos, y sirvió más vino.
–Has estado fuera mucho tiempo, Jondalar –dijo a su hijo, y Ayla tuvo la impresión de que elegía las palabras con cuidado–. Comprendo que tengas muchas anécdotas que contar de tu largo viaje. Y también tú, Ayla –añadió mirando a la joven–. Tardaréis mucho en contarlas todas, imagino. Espero que tengáis planeado quedaros… por una temporada –dirigió una expresiva mirada a Jondalar–. Podéis estar aquí todo el tiempo que queráis, pero podemos sentirnos un tanto apretados… después de un tiempo. Quizá, llegado el momento, prefiráis una vivienda propia… cerca de aquí…
Jondalar sonrió.
–Sí, madre, ésa es nuestra idea. No te preocupes. No voy a marcharme otra vez. Pienso quedarme, los dos lo pensamos, a menos que alguien se oponga. ¿Es ésta la historia que quieres oír? Ayla y yo aún no estamos unidos, pero lo estaremos. Ya se lo he anunciado a la Zelandoni, que ha venido poco antes de que regresaras con el vino. Deseaba esperar a estar en casa para unirnos aquí, en la ceremonia matrimonial de este verano, y que ella atara el nudo. Estoy cansado de viajar –añadió con vehemencia.
Marthona expresó su felicidad con una amplia sonrisa.
–Sería estupendo ver a un niño nacido en tu hogar, y quizá incluso de tu espíritu, Jondalar –dijo.
–Eso mismo opino yo –convino él, y mirando a Ayla sonrió.
Marthona confió en que estuviera insinuando lo que parecía, pero no quiso preguntar. Debía ser él quien se lo dijera. Sólo deseaba que no se mostrara tan evasivo acerca de un asunto tan importante como la posibilidad de traer un hijo a su hogar.
–Quizá te resulte grato saber –continuó Jondalar– que Thonolan dejó a un niño de su espíritu, aunque no de su hogar, en una caverna como mínimo, tal vez más. Una mujer losadunai llamada Filonia, una que encontró agradable a Thonolan, descubrió que había recibido la bendición poco después de que nosotros hiciéramos allí un alto. Ahora tiene un compañero y dos hijos. Laduna me dijo que cuando corrió la voz de que estaba embarazada todos los hombres losadunai sin pareja buscaron algún pretexto para visitarla. Tuvo donde elegir, pero puso a su primer hijo, una niña, Thonolia. Vi a la pequeña. Se parece mucho a Folara cuando tenía esa edad.
»Lástima que vivan tan lejos, más allá del glaciar. Es un largo trecho, aunque en el camino de regreso diera la impresión de estar cerca de casa –hizo una pausa con actitud pensativa–. Nunca me ha gustado mucho viajar. Nunca habría viajado hasta tan lejos de no ser por Thonolan… –De pronto advirtió la expresión de su madre, y cayendo en la cuenta de quién era la persona acerca de la que hablaba, su sonrisa se desvaneció.
–Thonolan nació en el hogar de Willamar –dijo Marthona–, y nació también de su espíritu, estoy segura. Siempre le gustó moverse, incluso de muy niño. ¿Todavía sigue de viaje?
Ayla volvió a captar un tono indirecto en las preguntas que Marthona formulaba, o a veces se abstenía de formular, pero dejaba claramente en el aire. Recordó entonces que Jondalar siempre había experimentado desconcierto ante el carácter directo y la franca curiosidad de los Mamutoi, y de pronto tomó conciencia de un hecho. Aquellos que se hacían llamar Cazadores de Mamuts, que la habían adoptado y cuyas costumbres ella se había esforzado denodadamente por aprender, no eran iguales que la gente de Jondalar. Si bien el clan se refería a quienes se parecían a ella como «los Otros», los zelandonii no tenían nada que ver con los Mamutoi, y la lengua no era la única diferencia. Debía prestar atención a los distintos usos y maneras de los zelandonii si quería integrarse.
Jondalar respiró hondo, comprendiendo que era hora de comunicar a su madre la muerte de su hermano. Extendió los brazos y cogió las manos de su madre entre las suyas.
–Lo siento, madre. Thonolan viaja ahora por el otro mundo.
La mirada limpia y franca de Marthona reveló el dolor y la tristeza que sintió de pronto por la pérdida de su hijo menor, y pareció que sus hombros se hundían bajo aquella pesada carga. Ya antes había sufrido la pérdida de seres queridos, pero nunca la de un hijo. Daba la impresión de que era más duro perder a un hijo que había criado hasta llegar a adulto, que debería tener aún casi toda la vida por delante. Marthona cerró los ojos, procurando dominar sus emociones; luego enderezó los hombros y fijó la mirada en el hijo que había regresado junto a ella.
–¿Estabas con él, Jondalar?
–Sí –contestó él, reviviendo el momento y sintiendo el mismo dolor de entonces–. Fue un león cavernario… Thonolan se adentró en un cañón… Traté de impedírselo, pero no me hizo caso.
Jondalar se debatía por conservar el control, y Ayla recordó aquella noche en el valle cuando él sucumbió al desconsuelo y ella lo acunó entre sus brazos como a un niño. Por entonces Ayla ni siquiera conocía su lengua, pero no se necesitan palabras para comprender el dolor. Alargó una mano y tocó el brazo de Jondalar para que supiera que estaba allí con él, sin inmiscuirse en aquel momento de intimidad entre madre e hijo. No pasó inadvertido a Marthona que el contacto de Ayla pareció ayudar a Jondalar, que tomó aire.
–Te he traído una cosa, madre –dijo levantándose y yendo hasta su mochila. Sacó un paquete envuelto y, tras meditar un instante, sacó otro–. Thonolan conoció a una mujer y se enamoró. Ella pertenecía a los Sharamudoi. Vivían casi al final del Río de la Gran Madre, allí donde es tan ancho que uno entiende por qué le pusieron ese nombre. Los Sharamudoi eran, en realidad, dos pueblos distintos: los Shamudoi, que vivían en tierra y se dedicaban a la caza de la gamuza en las montañas, y los Ramudoi, que vivían en el agua y pescaban el esturión gigante en el río. En invierno los ramudoi se trasladaban a vivir con los shamudoi, y fueron tantos los lazos de unión entre ambas familias que era raro no encontrar alguna que no estuviera emparentada. Parecían dos pueblos distintos, pero existían entre ellos vínculos estrechos que los convertían en dos mitades de un mismo cuerpo –para Jondalar no era fácil explicar el carácter singular y complejo de aquella cultura–. Thonolan estaba tan enamorado que acabó siendo uno de ellos. Pasó a pertenecer a la mitad shamudoi al unirse a Jetamio.
–Un nombre precioso –comentó Marthona.
–Era una muchacha preciosa. Te habría gustado.
–¿Era?
–Murió al dar a luz a un niño que, de haber nacido, habría sido hijo del hogar de Thonolan. Él no pudo soportar la pérdida. Creo que deseaba seguirla al otro mundo.
–Fue siempre tan alegre, tan despreocupado…
–Lo sé, pero cambió con la muerte de Jetamio. Dejó de ser alegre y despreocupado y se convirtió en un hombre temerario. Ya no podía quedarse con los Sharamudoi. Intenté convencerlo para que me acompañara a casa, pero insistió en marcharse hacia el este. No podía dejarlo solo. Los ramudoi nos dieron uno de los excepcionales botes que construían, y nos fuimos río abajo, pero lo perdimos todo en el gran delta, al final del Río de la Gran Madre, donde desemboca en el Mar de Beran. Yo resulté herido, y Thonolan estuvo a punto de hundirse en unas arenas movedizas; afortunadamente nos rescató un campamento de mamutoi.
–¿Conociste allí a Ayla?
Jondalar miró a la joven y luego de nuevo a su madre.
–No –dijo, y guardó silencio por un instante–. Al dejar el Campamento del Sauce, Thonolan decidió que quería ir al norte y cazar mamuts con ellos durante su Reunión de Verano, pero dudo que le interesara realmente. Sólo quería seguir yendo de un lado a otro. –Jondalar cerró los ojos y volvió a tomar aire antes de reanudar su relato–. Estábamos cazando una cierva, pero no sabíamos que la acechaba también una leona. La leona saltó sobre la cierva casi al mismo tiempo que nosotros arrojamos las lanzas. Las lanzas alcanzaron primero el blanco, pero la leona se llevó la presa. Thonolan se empeñó en ir tras sus pasos; dijo que la presa era suya, no de la leona. Le aconsejé que no se enfrentara con ese animal, que le dejara salirse con la suya, pero él insistió en seguir a la leona hasta su guarida. Esperamos un rato, y cuando la fiera se fue, Thonolan decidió entrar en el cañón y coger un trozo de carne. Pero la leona tenía un compañero, que no quiso renunciar a aquella presa. El león mató a Thonolan y también me atacó a mí, dejándome malherido.
Marthona arrugó la frente en gesto de preocupación.
–¿Te atacó un león?
–A no ser por Ayla, también yo estaría muerto –dijo Jondalar–. Me salvó la vida. Me alejó de aquel león y curó mis heridas. Es curandera.
Marthona, sorprendida, miró a Ayla y luego de nuevo a Jondalar.
–¿Te alejó de un león?
–Whinney me ayudó –intentó explicar Ayla–, pero aun así yo no habría podido ayudar a Jondalar si se hubiera tratado de cualquier otro león.
Jondalar comprendió el desconcierto de su madre y supo que esa explicación no aclaraba mucho más lo ocurrido.
–Ya has visto con qué respeto la tratan Lobo y los caballos…
–¿No irás a decirme…?
–Cuéntaselo, Ayla –propuso Jondalar.
–Encontré a ese león cuando era un cachorro –empezó a relatar Ayla–. Lo había pisoteado una manada de renos, y su madre lo dio por muerto. Casi lo estaba. Era yo quien perseguía a esa manada con la intención de que alguno de los renos cayera en una trampa que les había preparado. Atrapé uno, y de regreso a mi valle encontré al cachorro y me lo llevé también. A Whinney no le entusiasmó demasiado; el olor del león la asustaba. Aun así llegué a mi caverna con el reno y el cachorro de león. Lo atendí, y se recuperó, pero era incapaz de valerse por sí mismo, así que tuve que hacer de madre. También Whinney aprendió a cuidar de él –Ayla sonrió al recordarlo–. Resultaba tan gracioso verlos juntos cuando el león era pequeño.
Marthona observó a la joven y entonces lo entendió.
–¿Es así cómo lo haces? –preguntó–. ¿Con el lobo? ¿Y también con los caballos?
Esta vez fue Ayla la sorprendida. Hasta entonces nadie había establecido la relación tan deprisa. Tanto le complació la perspicacia de Marthona que la miró con una radiante sonrisa.
–¡Sí! ¡Claro! Eso he intentado hacer entender a todo el mundo. Si encuentras a un animal muy joven, y lo alimentas y lo crías como si fuera tu propio hijo, el animal se siente unido a ti, y tú a él. El león que mató a Thonolan e hirió a Jondalar era el león que yo había criado. Era como un hijo para mí.
–Pero por entonces era ya un león adulto, ¿no? ¿Emparejado con una leona? ¿Cómo conseguiste apartarlo de Jondalar? –preguntó Marthona con incredulidad.
–Cazábamos juntos –dijo Ayla–. Cuando era pequeño compartía con él mis presas, y cuando creció le enseñé a que compartiera las suyas conmigo. Siempre me obedecía. Yo era su madre. Los leones acostumbran respetar a sus madres.
–Tampoco yo lo entiendo –terció Jondalar al advertir la expresión de su madre–. Era el león más grande que he visto en mi vida y, sin embargo, se detuvo en el acto al ordenárselo Ayla, cuando se disponía ya a atacarme por segunda vez. La vi montar a lomos de ese león en más de una ocasión. Todos los asistentes a la Reunión de Verano de los mamutoi la vieron montada en ese león. Pese a haberlo visto con mis propios ojos, aún me cuesta creerlo.