Read Los refugios de piedra Online
Authors: Jean M. Auel
–Yo también te quiero, Lobo, pero a veces me pregunto por qué tú me quieres tanto a mí. ¿Es sólo porque me he convertido en jefa de tu manada, o hay algo más? –preguntó Ayla tocando la frente del animal con la suya y haciéndole después una seña para que bajara.
–Tú impones amor, Ayla –dijo la Primera–, y el amor que invocas no se puede negar.
La joven la miró pensando que aquél era un comentario extraño.
–Yo no impongo nada –repuso.
–Dominas al lobo. Se siente movido a complacerte por el amor que le inspiras. No es que trates de seducir o cautivar, sino que atraes el amor, y quienes te quieren, te quieren profundamente. Lo veo en tus animales. Lo veo en Jondalar. Lo conozco, y él nunca ha querido a nadie como te quiere a ti, y no volverá a querer a nadie de la misma manera. Quizá sea porque te entregas tan completa y abiertamente, o quizá sea un don de la Madre, la facultad de inspirar amor. Siempre te amarán con fervor. No obstante, hay que estar alerta con los dones de la Madre.
–¿Por qué me dices todo eso, Zelandoni? –preguntó Ayla–. ¿Por qué debemos preocuparnos por un don de la Madre? No son buenos todos sus dones.
–Quizá sea precisamente por eso, porque sus dones son buenos. O porque son poderosos. ¿Cómo te sientes cuando alguien te da algo de gran valor?
–Iza me enseñó que un obsequio crea una obligación. Hay que dar a cambio algo del mismo valor.
–Cuantas más cosas descubro sobre la gente con la que te criaste, más la respeto –declaró la Primera–. Cuando la Gran Madre Tierra concede un don, puede esperar algo a cambio, algo del mismo valor. Cuando se da mucho, se espera mucho, pero ¿cómo puede saberse de qué se trata hasta que llega el momento? Por eso la gente está alerta. A veces sus dones son excesivos, más de lo que sería de desear, pero no se pueden devolver. Tener demasiado no proporciona necesariamente más felicidad que no tener suficiente.
–¿Ni siquiera cuando es demasiado amor? –preguntó Ayla.
–El mejor ejemplo para responder a eso es Jondalar. Sin duda la Madre lo favoreció –dijo la mujer que antes se llamaba Zolena–, lo favoreció demasiado. Es tan apuesto y atractivo que no puede evitar llamar la atención. Incluso sus ojos tienen un color tan excepcional que cuesta no mirarlos. Posee un encanto natural; la gente se siente atraída por él, sobre todo las mujeres. No creo que haya una sola mujer capaz de negarle nada, ni la misma Madre. A él le gusta complacer a las mujeres. Es inteligente y está dotado de una habilidad excepcional para tallar el pedernal, y además tiene buen corazón. Pero sufre demasiado. Tiene demasiado amor para dar.
»Incluso su amor para trabajar la piedra, para crear herramientas, es para él una auténtica pasión. La intensidad de sus sentimientos hacia todo lo que ama es tal que puede abrumarlo a él mismo y a aquellos a quienes ama. Se esfuerza por dominarlos, pero a veces se le escapan de las manos. Ayla, no sé si entiendes hasta qué punto son poderosos esos sentimientos. Y todos los dones de la Madre no lo habían hecho feliz hasta ahora; a menudo ha despertado más envidia que amor.
Ayla, con el entrecejo fruncido, movió la cabeza en un gesto de inquietud.
–He oído decir a varias personas que el hermano de Jondalar, Thonolan, era uno de los preferidos de la Madre, y que por eso Ella se lo llevó tan joven –comentó Ayla–. ¿Era excepcionalmente atractivo y tenía muchos dones?
–Era uno de los preferidos no sólo de la Madre sino de todo el mundo. Thonolan era un joven apuesto, pero no poseía la belleza…, no sé cómo decirlo…, la cautivadora belleza masculina de Jondalar. Sin embargo, tenía una gracia y un carácter abierto con los que se ganaba el aprecio de todos, hombres y mujeres. Hacía amigos con facilidad y nadie le guardaba rencor ni lo envidiaba.
Se habían detenido para hablar, y el lobo estaba tendido a los pies de Ayla. Cuando reanudaron la marcha hacia el campamento, la joven seguía preocupada por las palabras de la donier.
–Ahora que Jondalar te ha traído a casa, muchos hombres sienten aún más envidia, y muchas mujeres están celosas de ti, porque él te quiere –prosiguió la Zelandoni–. Por eso Marona intentó dejarte en ridículo. Tenía celos, os envidiaba a los dos, creo, porque habíais encontrado la felicidad. Mucha gente piensa que ella recibió demasiados dones, pero ella sólo ha tenido una belleza excepcional, y la belleza por sí sola es el don más engañoso. No dura. Marona es una mujer antipática, que sólo piensa en sí misma; tiene pocos amigos y ninguna aptitud especial. Cuando su belleza desaparezca, no le quedará nada, me temo, ni siquiera hijos, según parece.
Dieron unos cuantos pasos más, hasta que Ayla se detuvo y miró a la donier.
–No veo a Marona desde hace días, desde antes de salir, de hecho, y tampoco la vi durante la caminata hasta aquí.
–Volvió a la Quinta Caverna con su amiga y vino a la Asamblea con ellos –dijo la Zelandoni–. Vive en su campamento.
–Marona no me cae bien, pero siento que no pueda tener hijos. Iza conocía algunas hierbas para ayudar a una mujer a ser más receptiva a los espíritus.
–Yo también conozco algunas, pero ella no me ha consultado, y si de verdad es incapaz de concebir, nada puede ayudarla.
Ayla percibió un tono de tristeza en la voz de la donier. También ella estaría triste si no pudiera tener hijos. Pero su cara de preocupación dio paso a una radiante sonrisa.
–¿Sabías que voy a tener un hijo? –preguntó.
La Zelandoni le devolvió la sonrisa. Aquello confirmaba sus especulaciones acerca de Ayla.
–Me alegro mucho por ti. ¿Sabe Jondalar que vuestro emparejamiento ha sido bendecido?
–Sí. Ya se lo dije. Está muy contento.
–No me extraña. ¿Quién más lo sabe?
–Sólo Marthona, y ahora tú.
–Si no lo sabe casi nadie, en vuestra ceremonia matrimonial podemos sorprender a todos anunciando la buena nueva –dijo la Zelandoni–. Hay palabras especiales que pueden introducirse en la ceremonia cuando una mujer ya ha sido bendecida.
–Creo que me gustaría –respondió Ayla–. Dejé de contar las lunas desde la última vez que sangré, pero me parece que debería volver a marcar los días para saber cuántos pasarán hasta que nazca el niño. Jondalar me enseñó a usar palabras de contar, pero no sé contar tanto.
–¿Encuentras difíciles las palabras de contar, Ayla?
–No, no. Me gusta usarlas. Pero la verdad es que me sorprendí la primera vez que Jondalar las utilizó. Sólo con las marcas que yo había hecho cada noche en los palos supo cuánto tiempo hacía que vivía yo en el valle. Dijo que había sido aún más fácil contarlos porque yo añadía otra raya sobre la marca correspondiente al día en que empezaba mi período lunar, para estar preparada. Cuando sangraba, me costaba más cazar. Creo que los animales me olfateaban. Al cabo de un tiempo vi que la sangre siempre me llegaba cuando la luna menguante tenía una forma determinada, y no habría sido necesario que hiciera más marcas, pero continué haciéndolas de todos modos. La luna no se ve bien cuando llueve o está nublado.
La Zelandoni pensó que comenzaba a acostumbrarse a las sorpresas que Ayla le daba, de vez en cuando, con toda naturalidad. Sin embargo, hacer marcas de contar cuando sangraba y relacionarlas después con las fases de la luna eran ideas asombrosas para una persona que vivía sola.
–¿Te gustaría aprender más palabras de contar y distintas maneras de emplearlas? –preguntó la donier–. Pueden utilizarse, por ejemplo, para saber cuándo están a punto de cambiar las estaciones, aunque los cambios no sean evidentes, o para contar los días hasta el nacimiento de tu hijo.
–Sí, claro que me gustaría –dijo Ayla sonriendo encantada–. Aprendí a hacer marcas observando cómo las hacía Creb, pero me parece que se puso un poco nervioso cuando se dio cuenta. Las mujeres del clan a duras penas contaban hasta tres, y de hecho los hombres tampoco sabían contar. Creb sabía hacer marcas de contar porque era el Mog-ur, pero no tenía palabras para contar.
–Yo te enseñaré a contar cantidades altas –aseguró la Primera–. Me parece mejor que tengas hijos ahora que eres joven. Cuando tengas más años, quizá no te apetezca cuidar niños pequeños. Vete a saber qué decidirás hacer.
–Ya no soy tan joven, Zelandoni. Cuento diecinueve años…, si Iza no se equivocó con los años que yo tenía cuando me encontró –repuso Ayla.
–Pues aparentas menos edad. –Una ceñuda expresión asomó brevemente al rostro de la Zelandoni–. Da igual. Empiezas con ventaja –añadió casi para sí misma, y pensó: «Es ya una curandera experta; eso ya no necesita aprenderlo para llegar a ser una Zelandoni».
–Empiezo con ventaja ¿para qué? –preguntó Ayla, desconcertada.
–Pues… empiezas con ventaja para fundar una familia, porque ya se ha iniciado una vida dentro de ti. Pero confío en que no tengas muchos hijos. Gozas de buena salud, pero las mujeres se consumen si tienen demasiados hijos, envejecen antes de tiempo.
Ayla tuvo la impresión de que la Zelandoni quería ocultarle sus pensamientos y le había dicho lo primero que le había acudido a la mente para no decir la verdad. «¡Qué más da!», se dijo. La donier tenía todo el derecho a guardarse lo que pensaba, pero se quedó intrigada.
Era casi de noche cuando llegaron a la hoguera del campamento, y apenas se veía. Cuando se acercaron a la zanja que contenía el fuego, los demás las saludaron y les ofrecieron comida. Había sido una tarde muy ajetreada, y Ayla tenía hambre. La Zelandoni comió con ellos y decidió quedarse a dormir en el campamento de la Novena Caverna. De inmediato empezó a hablar con Marthona y Joharran de la siguiente cacería y la búsqueda que deseaba llevar a cabo la zelandonia. Comentó que Ayla los ayudaría, cosa que los demás consideraron muy acertada, por más que a la propia Ayla le inquietase. No quería ser Una De Quienes Servían A La Madre, pero parecía que las circunstancias la empujaban en esa dirección. La idea no le atraía en absoluto.
–Deberíamos ir temprano. He de organizar la colocación de unos cuantos blancos y decidir las distancias –dijo Jondalar cuando salían del alojamiento a la mañana siguiente. Tenía en la mano el vaso con la infusión de menta que Ayla le había preparado, y empezó a masticar el extremo de la ramita de gaulteria que ella le había pelado para que se lavara los dientes.
–Primero quiero ir a ver a Whinney y Corredor. Ayer casi no los vi. ¿Por qué no te adelantas y lo preparas todo? –sugirió Ayla–. Yo me quedaré con Lobo e iré luego.
–No tardes mucho. La gente vendrá pronto, y quiero que les demuestres lo que puedes hacer. Una cosa es que vean que mis lanzas llegan más lejos y otra que vean que una mujer, con el lanzavenablos, es capaz de arrojar una lanza a mayor distancia que cualquier hombre. Así no les quedará ninguna duda.
–Iré en cuanto pueda, pero quiero cepillar a los caballos y examinarle el ojo a Corredor –dijo Ayla–. Lo tenía rojo, como si le hubiera entrado algo. Quiero curárselo.
–Pero ¿te parece grave lo que tiene? ¿Quieres que te acompañe? –se ofreció él, preocupado.
–No, no es para tanto. Seguramente no será nada, pero prefiero mirárselo bien. Adelántate –insistió ella–; yo no tardaré.
Jondalar asintió con la cabeza mientras se frotaba los dientes. Después se enjuagó con la infusión y apuró el resto.
–Con esto uno siempre se siente mejor –dijo sonriendo.
–Notas la boca limpia y fresca –comentó ella. Al poco de conocerlo había empezado a prepararle la infusión y la ramita todas las mañanas, y aquello había acabado convirtiéndose en el ritual matutino de Jondalar–. Me di cuenta cuando la tomaba para combatir las náuseas por las mañanas.
–¿Aún tienes? –preguntó él.
–No, ya no, pero sí noto cómo me crece la barriga.
Jondalar sonrió.
–Me gusta esa barriga tuya cada vez más grande –dijo él mientras le rodeaba los hombros con un brazo y apoyaba una mano en el vientre de Ayla–. Lo que más me gusta es lo que hay dentro.
Ella le devolvió la sonrisa.
–A mí también.
Jondalar la besó cariñosamente.
–Lo que más echo en falta del viaje es que podíamos parar y compartir placeres cuando nos venía en gana. Ahora siempre hay algo que hacer, y ya no es fácil interrumpirse para hacer lo que queremos cuando nos apetece. –Le masajeó el cuello, le tocó los pechos turgentes y volvió a besarla. Con la voz ronca, añadió–: Quizá no haga falta que vaya al campo de tiro tan temprano.
–Sí hace falta –replicó ella, risueña–. Aunque… si quieres quedarte…
–No, tienes razón; pero luego iré a buscarte.
Jondalar se dirigió hacia el campamento principal, y Ayla volvió a entrar en el alojamiento. Al salir llevaba su mochila, la que tenía correas para colgar las lanzas y el lanzavenablos, en cuyo interior había guardado unas cuantas cosas. Llamó a Lobo con un silbido y corrió riachuelo arriba. Los dos caballos la oyeron acercarse y estiraron cuanto les fue posible de las cuerdas que los sujetaban, las cuales se habían enredado en la vegetación. Además de los tallos de hierba alta, en la cuerda de Whinney había prendida parte de un matorral, y Corredor había arrancado un arbusto de raíz. «Quizá un recinto cerrado sería mejor que las cuerdas», pensó Ayla.
Les quitó los cabestros y las cuerdas y examinó el ojo de Corredor. Lo tenía un poco rojo, pero no era nada grave. Corredor y Lobo se frotaron los hocicos, y el joven corcel, contento de verse libre de la restrictiva cuerda, empezó a galopar en círculo seguido por el lobo. Ayla comenzó a cepillar a Whinney, y cuando levantó la cabeza de nuevo, era Corredor quien perseguía a Lobo. Cuando volvió a mirar, una vez más Lobo iba tras los pasos de Corredor. Dejó de cepillar a la yegua para observarlos. Cuando Lobo se acercaba a Corredor, el corcel aminoraba la marcha para dejarlo pasar. Cuando completaban un círculo, Lobo reducía la marcha y dejaba pasar a Corredor.
En un primer momento Ayla pensó que era imposible que lo hicieran intencionadamente, pero después de observarlos durante un rato, no le quedó la menor duda de que aquél era un juego que ambos conocían, y que se lo estaban pasando en grande. Los dos eran machos jóvenes, rebosantes de vida y energía, y habían descubierto una manera de consumirla y divertirse. Ayla sonrió moviendo la cabeza en un gesto de incredulidad. Le habría gustado que Jondalar estuviera allí para reírse de las payasadas de los animales. Continuó cepillando a la yegua. A Whinney ya se le notaba también el embarazo, pero parecía estar bien de salud.