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Authors: Jorge Ibargüengoitia

Tags: #Histórico, Humor, Relato

Los relámpagos de Agosto (10 page)

BOOK: Los relámpagos de Agosto
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Y se levantó y se fue a refocilar con Camila, que no se le separaba. Los demás, nos fuimos a dormir.

CAPITULO XVII

Yo ocupaba uno de los compartimentos del carro pullman que llevábamos para los jefes. Y allí estaba yo muy tranquilo, reparando mis desgastadas fuerzas, cuando Germán Trenza me despertó sacudiéndome.

—Avisan de la Noria que en el tren viene Valdivia.

—¿Cuál tren? —pregunté, porque ya no me acordaba del telegrama famoso que había traído Casado.

Claro que cuando desperté bien, comprendí que aquello estaba muy raro.

—¿A qué viene Valdivia?

—Es lo que hay que preguntarle cuando llegue, que será dentro de media hora. Vístete. —Cuando dijo esto, él se fue a lo mismo, porque andaba en calzones.

Luego, regresó vestido, caminando muy quedito.

—Que nadie nos oiga, por si trae malas noticias.

Bajamos del carro y fuimos hasta la tienda de campaña en donde dormían nuestros asistentes y les ordenamos que ensillaran los caballos.

La noche estaba muy oscura por estar el cielo encapotado; el piso estaba muy húmedo, pero no llovía. Mandamos llamar al oficial de guardia.

—Advierta a los muchachos que el general Arroyo y yo vamos a salir, para que no nos vayan a balacear —le dijo Trenza.

Entonces, trajeron los caballos. Montamos y cabalgamos a lo largo de la vía unos tres kilómetros hacia el sur, hasta llegar a las guardias. Cuando oímos la locomotora, Trenza ordenó encender una linterna y colocarla en la vía. Entonces apareció a lo lejos el fanal, que se fue acercando, hasta detenerse junto a nosotros con mucho ruido.

Nos dimos cuenta de que todos los que venían en ese tren estaban muy asustados.

—¿Quién vive? —nos preguntaron desde la máquina.

—Patria y Reivindicación Revolucionaria —contestó Trenza. Este era el lema que habíamos adoptado.

—En este tren viaja el general Valdivia.

—Díganle que aquí están Trenza y Arroyo, que queremos hablar con él.

Mientras se decían estas frases, se habían bajado del tren varios hombres. Uno de ellos, que venía envuelto en un sarape, se adelantó. Era Anastasio Rodríguez.

—¿Qué pasó, Tacho? —le preguntamos.

—Vengan —fue todo lo que nos contestó.

Lo seguimos. El tren consistía de dos jaulas y un carro comedor. En las jaulas había soldados dormidos; en la plataforma del carro comedor estaba Juan Valdivia, con una gorra de estambre, una bufanda y un suéter blanco. Nos abrazó con tanta emoción, que comprendimos que algo muy malo le había pasado.

—Hemos sido traicionados —nos dijo, casi sollozando.

—A ver, cuéntanos —dijo Trenza. Nos metimos en el carro y nos sentamos alrededor de la mesa.

Lo que nos contó Juan Valdivia, es posiblemente uno de los episodios más vergonzosos en la historia del Ejército Mexicano.

Esto es que, en los días que transcurrieron después de nuestra partida de Cuévano, Valdivia dedicó su tiempo a fortificar los alrededores de la población, como habíamos quedado. Las noticias que se recibían de los dos cuerpos expedicionarios eran inconclusas, porque ni Augusto Corona, el Camaleón, encontraba a Artajo, ni nosotros tomábamos Pacotas, y, en cambio, se sabía a ciencia cierta que la columna de Macedonio Gálvez había salido ya de Irapuato para atacar a las fuerzas reivindicadoras.

Todo esto, decía Juan Valdivia, había contribuido a producir una situación tensa entre la tropa: empezaron las deserciones. Ahora bien, según mi experiencia, las deserciones nunca empiezan porque las noticias sean inconclusas y el peligro inminente si estas circunstancias no van acompañadas del convencimiento intuitivo o demostrado de que el ejército en cuestión está en manos de un incompetente. El hecho de que Juan Valdivia era un incompetente, está más que demostrado y lo extraño no es que la tropa haya descubierto su incompetencia durante esos días, sino que nosotros no la hubiéramos descubierto cuando lo nombramos Comandante en Jefe del Ejército de Oriente.

Así las cosas, y con Vardomiano que quería regresar a Apapátaro y con Cenón cada vez más calladito, ¿qué se le va ocurriendo a este grandísimo tarugo (Juan Valdivia)? Nada menos que organizar una «jugada» en un carro de ferrocarril. (Cuando digo jugada me refiero a la reunión de varias personas con el objeto de dedicarse a los juegos de azar.) Y en ésas estaban, a la juegue y juegue, Anastasio Rodríguez, Juan Valdivia, Horacio Flores y algunos oficiales, en un carro comedor, cuando de buenas a primeras y sin decir agua va, les avientan una rociada de balas que rompió los vidrios y los hizo meterse debajo de las mesas. De allí no atinaron a levantarse más que para ordenarle al maquinista de una locomotora que pasaba arrastrando dos jaulas con un cargamento de marihuanos, que los enganchara y se los llevara para el Norte.

Todo esto lo oímos, Trenza y yo, de boca de Juan Valdivia, sin excusa y sin siquiera imaginarse que la necesitaba. Hasta la fecha no se ha sabido quién hizo esa descarga, ni por qué razón, porque de todos los que estaban allí, a ninguno se le ocurrió (o si se le ocurrió no tuvo los tamaños suficientes para hacerlo), bajarse y averiguar cuál era la situación y si se podía dominar.

Es cierto que Vardomiano, cuando supo que se les venía encima Macedonio Gálvez y vio que nosotros no teníamos para cuándo, decidió pasarse del lado de los federales. Pero nunca se sabrá qué tan perdida estaba la cosa, porque nadie intentó componerla. Los que dispararon esa descarga, ganaron la batalla más barata de la historia y nosotros perdimos seis mil hombres en una noche, la rica y populosa ciudad de Cuévano, y la de Apapátaro, porque Cenón Hurtado hizo al día siguiente una proclama diciendo que él estaba con Pérez H. y «los Poderes Legítimos» y en premio le dieron un ranchito de catorce mil hectáreas por el Salto de la Tuxpana.

Nosotros, en cambio, Trenza y yo, sólo recibimos esa noche a un general incompetente y sin ejército, que lo único que salvó de lo que nosotros habíamos conquistado a sangre y fuego, fue su pellejo, que de nada nos servía y que de lo único que teníamos ganas en ese momento era de agujerearlo, porque nadie se mereció tanto juicio sumario y fusilamiento. No se lo dimos, porque ya estaba escrito que de ese día en adelante, todo lo que íbamos a hacer, lo haríamos mal.

Estuvo mal no deshacernos de Valdivia; mal, suspender el asalto a Pacotas y abandonar la frontera, porque ése hubiera sido el momento de haberla cruzado y pedir asilo político en los Estados Unidos, mal también, retirarnos rumbo a Ciudad Rodríguez, que era un centro ferroviario perdido en el desierto, porque si bien es verdad que allí nos encontró el Camaleón y nos hubiera encontrado el Gordo Artajo, si nos hubiera buscado, también es cierto, que a fin de mes, allí estábamos sitiados y esperando a que por cada una de las cuatro vías que convergían en ese lugar, llegara un ejército a despedazarnos.

CAPITULO XVIII

¿Por qué instalamos a la brigada de caballería en la hacienda de Santa Ana? No sabría decir. De todas las diferentes maneras de disponer de nuestro efectivo, ésta era evidentemente la más torpe. Sin embargo, en esos días, no sólo propuse este dispositivo, sino que acepté el mando de la brigada.

Es cierto que Santa Ana era un excelente puesto de observación; es cierto que el casco de la hacienda proporcionaba un cómodo alojamiento para nuestros tres regimientos; también es cierto que la señora Ellen Goo, que era la dueña, era una anfitriona admirable. ¿Pero qué hacíamos allí con mil hombres, si lo único que se necesitaba en este puesto eran unos buenos catalejos y un teléfono?

Por otra parte, las declaraciones que hizo Germán Trenza en el
Heraldo de León
me parecen una verdadera infamia, porque yo no propuse estacionar la brigada en Santa Ana «… sólo como un pretexto para pasar unos días con Ellen Goo…», porque si hubiera abrigado alguna intención deshonorable hacia la antes mencionada dama, no hubiera necesitado de la brigada, ni de ningún pretexto, ya que con ella me liga hasta la fecha una amistad entrañable y me hubiera bastado la más leve indicación para conseguir lo que mi capricho hubiera dictado. Yo llegué a Santa Ana porque, como ya he dicho, en esos días todo lo hicimos mal.

Pues el caso es que allí estábamos Odilón Rendón, Anastasio y yo, como Aníbal en Capua, jugando póker día y noche con Ellen Goo, cuando el 25 de agosto a las doce del día vinieron a avisarnos que acababan de divisar las avanzadas de Macedonio. Comprendiendo que la inactividad había terminado y que se acercaba el momento culminante de la campaña, nos levantamos de la mesa de juego y fuimos al puesto de observación.

En efecto, pudimos distinguir una fuerza de caballería de unos cuatro escuadrones que avanzaba a lo largo de la vía del ferrocarril que conecta Cuévano con Ciudad Rodríguez. Después de dar las órdenes pertinentes, regresé a la hacienda y cuando hacía yo girar la manija del teléfono, los clarines ya estaban tocando a zafarrancho de combate.

Me contestó la estación del Sauce.

—No hay comunicación al Sur, mi General —me dijeron.

Comprendí entonces que las avanzadas de Macedonio ya habían cortado la línea.

—Deme el Cuartel General, en Ciudad Rodríguez —ordené. Se oyó el ruido de la comunicación y luego una voz:

—Cuartel General.

—¡Ya le he dicho que me identifique primero! —grité furioso, porque siempre se les olvidaba identificarme.

—Doscientos veintiséis —dijeron.

—Trescientos cuarenta y dos —les contesté. Teníamos una clave que era imposible descubrir si no estaba uno en el secreto. Cambiaba con cada llamada telefónica. Pedí comunicación con Valdivia, que no estaba. Vino Trenza.

—Ya están aquí —le dije.

La situación era peligrosa, pero no desesperada. Teníamos que habérnoslas con un enemigo muy superior a nosotros en número y en material y sabíamos que sólo podríamos vencerlo actuando rápidamente y atacándolo antes de que tuviera tiempo de concentrarse y tomar posiciones. Antes de colgar el teléfono, vino Anastasio a avisarme que ya se veían los trenes de Macedonio.

—Atácalos con la caballería —me dijo Trenza cuando le di esta última noticia, y me prometió embarcar a la tropa en nuestros trenes y venir a apoyarme lo antes posible.

Esta conversación fue la causa de que dos horas más tarde atacara yo a las fuerzas de Macedonio Gálvez en el punto denominado Las Vacas y de que, al no aparecer Trenza con la infantería, como lo había prometido, me viera yo obligado a retirarme con fuertes pérdidas. Esta escaramuza sin importancia, fue calificada por los periódicos como una gran derrota. Es cierto que me retiré con bastante prisa hasta Santa Ana, es cierto que tuvimos más de cien bajas entre muertos, heridos, prisioneros y desertores, es cierto también que esa noche tuvimos que abandonar Santa Ana, pero no fue una gran derrota. Sobre todo, no fue culpa mía.

Después de la retirada, cuando estábamos tomando posiciones defensivas en Santa Ana, por si se les ocurría venir en nuestra persecución, llegó Germán Trenza en un automóvil que venía levantando una polvareda.

Me insultó antes de saludarme.

—¡Por tu culpa se fue todo a la no sé cuántos! —me gritó.

—¡Por la tuya, grandísimo tal por cual! —le contesté.

Así estuvimos un rato, cambiando improperios. Cuando nos serenamos, nos dimos cuenta de que había ocurrido algo verdaderamente inaudito: después de que gracias a nuestra conversación telefónica, habíamos quedado de acuerdo en que Trenza saldría a atacar a las tropas de Macedonio Gálvez, que se acercaban a Ciudad Rodríguez por la vía de Cuévano, recibieron en el Cuartel General otra llamada telefónica, que indiscutiblemente la hizo el enemigo, que, indiscutiblemente, también había escuchado nuestra conversación anterior y, gracias al descuido de los operadores, a quienes siempre se les olvidaba identificarme, en esa segunda conversación telefónica, el enemigo le plantó a Trenza la gran mentira de que había contraorden y que el ataque se llevaría a cabo sobre la vía de Monterrey. Así que mientras yo me batía brava, aunque inútilmente, con las avanzadas de Macedonio, Germán Trenza se había ido a pasear con tres mil hombres, por el ferrocarril de Monterrey, en donde, huelga decirlo, no encontró alma viviente.

—¿Cuántas veces les dije que no se les olvidara identificarme? —dije, más enojado que nunca—. Si se hace una clave es para usarla.

Germán tenía tanta vergüenza del gran ridículo que acababa de hacer, que no se atrevió a contestarme.

—Más vale que te incorpores —me dijo después de un rato—. Vamos a defender Ciudad Rodríguez.

Tenía razón. No tenía caso conservar la brigada de caballería en Santa Ana. El enemigo había desembarcado de los trenes y estaba ya en línea de combate. Nuestras fuerzas no alcanzaban más que para defender Ciudad Rodríguez y resistir lo más posible, con la esperanza de que mientras llegara el Gordo Artajo, por la vía de Culiacán, con sus siete mil hombres y sus cuatro regimientos de artillería.

Germán y yo nos despedimos tristes, pero ya reconciliados. Él regresó al pueblo en su automóvil y yo me dirigí a la casa de la hacienda a preparar la retirada y a despedirme de la señora Ellen Goo.

CAPITULO XIX

Ciudad Rodríguez no era ciudad, sino un pueblo rabón. Llegué a la media noche, con la brigada de caballería muy mermada, porque Odilón se nos perdió en la oscuridad con un regimiento. Primero creíamos que había tomado un atajo, pero después comprendimos que se había pasado al enemigo. No lo critico. Hizo bien. Yo hubiera hecho lo mismo si no fuera tan íntegro.

No encontramos dónde acuartelar las tropas, que acabaron durmiendo en la plaza principal. Yo ordené que colocaran mi catre de campaña en los portales y fui con Anastasio al Hotel Rodríguez, que era donde estaba el Cuartel General.

Valdivia, Trenza, el Camaleón y Canalejo, estaban en el comedor, con caras desencajadas, tratando de averiguar la manera de ganar una batalla que estaba más perdida que mi santa madre. Se los dije.

—Vamos a la frontera y pedimos asilo político.

Pero ellos todavía creían que Artajo iba a llegar, con sus siete mil hombres y sus cuatro regimientos de artillería. Es decir, ellos menos el Camaleón, que no creía en nada.

—Si yo fuera Artajo, no vendría a meterme en esta ratonera —dijo él, con mucha razón.

Valdivia le contestó no sé qué cosas, de la hermandad y del compañerismo, como si él fuera un gran amigo. El caso es que ellos siguieron creyendo lo de Artajo y el Camaleón y yo, no.

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