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Authors: Jorge Ibargüengoitia

Tags: #Histórico, Humor, Relato

Los relámpagos de Agosto (7 page)

BOOK: Los relámpagos de Agosto
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Juan Valdivia se metió en un traje de charro con ribetes de oro y salió a recibir a la concurrencia.

Cuando llegó Jefferson, Artajo me miró con desprecio, como si yo fuera culpable de un pánico completamente injustificado. La Típica de Lerdo suspendió la ejecución que hacía en esos momentos de
El caminante del Mayab
, y el himno americano surgió majestuoso de los metales de la Banda de Artillería.

—Tú y tus sustos —me dijo el Gordo, que media hora antes era el más asustado.

—Espérate a que llegue Pérez H. —le contesté. Yo le pedía a Dios que no llegara el antes mencionado, en parte porque no quería verle la cara y en parte también porque no quería que mis compañeros se burlaran de mí.

A Juan Valdivia le pareció de muy mal gusto tomar bebidas alcohólicas ante el representante de un país en donde imperaba la Ley Seca y a una orden suya, los mozos ocultaron las setenta y dos cajas de aperitivos, cordiales, espumosos, digestivos y estimulantes que estaban destinados al consumo de los invitados. Esta medida provocó un sentimiento de hostilidad hacia los Estados Unidos. La fiesta se fue a pique.

Así estaban las cosas cuando se me acercó Baltasar Mendieta, que era un individuo al que yo despreciaba profundamente, y me dio el pitazo:

—Metieron en la cárcel a Pittorelli —me dijo.

—¿Por qué razón? —le pregunté.

—Por escribir el Testamento Político del general González.

Me quedé helado, comprendiendo que la noticia que me daban era la de la muerte política de Valdivia… y la mía. También era la explicación de las tropas en la carretera. Me fui corriendo a avisarles a mis compañeros.

Nos reunimos en la sala de billar y empezaron otra vez las discusiones: que si nos vamos, que si nos quedamos, que para dónde nos vamos, que si las tropas en la carretera, pero Valdivia ya no dijo nada de irnos a la frontera. Todos estuvimos de acuerdo en levantarnos en armas, no fui yo el que lo propuso, como afirma Artajo.

—Vámonos antes de que nos agarren —dijo Trenza, con mucha razón.

El Camaleón propuso regresar por Cuautla y todos estuvimos de acuerdo. Si nos tenían preparado un susto en México, no iba a ser por la carretera de Puebla.

Cuando salimos de la sala de billar, nos dimos cuenta de que Jefferson había desaparecido como por arte de magia. Esta circunstancia no hizo más que reforzar nuestros temores y apresurar nuestra partida.

—Que saquen los vinos —ordenó Valdivia.

Y mientras sacaban los vinos y los servían y se animaba la fiesta, nosotros subimos en los automóviles y nos fuimos yendo, muy disimuladamente, hacia la salida de Cuautla.

El viaje fue infernal, porque el camino era muy malo, pero no encontramos un soldado hasta Yautepec y el que encontramos allí estaba paseando unos caballos y nomás nos miró pasar.

Llegamos a México a la media noche, a casa de Trenza, que era la única "secreta''. Entramos en ella con muchas precauciones, pensando que nos estaría esperando la Policía, pero no encontramos más que a Camila y a la criada, que estaban muy bien dormidas.

Allí nos separamos, después de haber jurado, solemnemente, seguir al pie de la letra el «plan de emergencia» que teníamos preparado desde abril. Al día siguiente, regresé a Vieyra en el vagón del Express, que estaba al cargo de un muchacho que nos había ayudado en la campaña política.

Ese día salieron nuestras fotos en los periódicos y una noticia, completamente equivocada, que decía: «CONFABULACIÓN DE GENERALES. LOS GENERALES (aquí decía nuestros nombres) SE LEVANTARON EN ARMAS Y FUERON APRESADOS EN CUERNAVACA POR FUERZAS FEDERALES. EN TODA LA REPÚBLICA REINA LA PAZ Y LA TRANQUILIDAD» y así seguía por dos planas enteras, diciendo que todo estaba muy tranquilo y que nosotros éramos unos sinvergüenzas.

Mientras leía esta noticia, cómodamente instalado entre los bultos del correo, fui comprendiendo que nuestra oportuna huida había frustrado uno de los planes más diabólicos que se hayan forjado en la ya de por sí bastante turbia política mexicana.

Pittorelli había «confesado» ser el autor del Testamento Político de González, lo cual era perfectamente cierto, pero además, que nosotros le habíamos pagado porque lo hiciera, lo cual era una gran mentira. Nunca lo desenmascaramos, porque no nos convenía, pero tampoco le ordenamos que lo hiciera. Y esta confesión la hizo nada menos que dos días antes de que se fundieran los partidos y se eligiera el candidato único del Partido Único, cuando que era un dato suficiente no sólo para quemar un candidato, sino para meter en la cárcel a una buena media docena de personas que precisamente estaban ese día juntas en el banquete de Juan Valdivia. Toda esta coincidencia, más los tres mil cartuchos por soldado que nos acababan de entregar, de ribete, era, huelga decirlo, fruto de la perversa mente de Vidal Sánchez, que en esos momentos ha de haber estado dándose topes contra una pared porque nos habíamos escapado de entre sus garras.

CAPITULO XI

Melitón Anguiano había telegrafiado a Cenón Hurtado ordenándole que se hiciera cargo de la Zona y que me apresara si me aparecía por allí, pero cuando entré en mi despacho y me lo encontré muy sentado frente a mi escritorio, lo único que atinó hacer fue levantarse y ponerse a mis órdenes.

Después de cerciorarme de que todo estaba realmente bajo mi férula, la primera providencia que tomé fue mandar a Matilde y a los niños con un hermano de ella que era inspector de Aduanas en Ciudad Juárez. Este acto no fue de derrotismo, sino de precaución, porque aunque es bien sabido que los familiares de los revolucionarios muy rara vez han sufrido represalias, no quería que en el porvenir se dijera, «una excepción es lo que le sucedió al general Arroyo». El caso es que, como ya dije, mandé a Matilde y a los niños a Ciudad Juárez. Luego, cité a junta a los comandantes de las corporaciones.

Cuando estuvieron reunidos, les dije:

—Necesitamos el control absoluto de los ferrocarriles, de los telégrafos, y de los bancos. —Luego, expliqué que el Gobierno de Pérez H. había violado la Constitución y todo eso, y terminé diciendo—: El que no esté de acuerdo, puede retirarse con todos los honores militares. —Nadie se movió de su asiento.

Entonces, les expliqué mi plan de campaña, que como ya he dicho, estaba basado en el que habíamos preparado mis compañeros y yo desde abril. Mi misión consistía en apoderarme de Apapátaro, capital del Estado del mismo nombre, y luego, de ser posible, de Cuévano, el famoso centro ferroviario en donde pensábamos que nos íbamos a reunir todos: Artajo, que venía de Sonora; Trenza, que venía de Tamaulipas; Canalejo, que venía de Monterrey, y el Camaleón, que venía de Irapuato. Valdivia, Anastasio y Horacio Flores, se habían ido con Trenza a Tampico. Una vez establecido el contacto en Cuévano, nos lanzaríamos sobre la capital de la República y formaríamos un Gobierno Provisional que convocaría a otras elecciones, etc., etc., etc.

Decidimos, mis comandantes y yo, y no yo, " …con el despotismo que siempre me caracterizó", como insinuó Cenón Hurtado durante el Consejo de Guerra que se me formó, más tarde, apresar a Don Virgilio Gómez Urquiza, el Gobernador del Estado, a Don Celestino Maguncia, que era gerente del Banco de Vieyra, y a cuatro de los miembros más fuertes de la Unión de Cosecheros y de exigirles seiscientos mil pesos de rescate, so pena de pasarlos por las armas, si esta cantidad no era entregada transcurridas veinticuatro horas.

Quiero hacer un paréntesis para justificar esta actitud que me valió tantos vituperios: la primera consideración que tenemos que hacer es la Patria; la Patria estaba en manos de un torvo asesino: Vidal Sánchez, y de un vulgar ratero, Pérez H.; había que liberarla. Para liberarla se necesita un ejército y todos sabemos que un ejército en campaña es algo que cuesta muy caro. Ahora bien, en México las clases populares siempre se han mostrado muy generosas con su sangre, cuando se trata de la defensa de una causa justa. Pero nunca se ha sabido de un ejército que se mueva con donativos populares. El dinero tiene que venir o de las arcas de caudales de los ricos, o bien, de las del Gobierno de los Estados Unidos. Como no contábamos ni con el apoyo, ni con las simpatías de este último, nos fuimos sobre los primeros.

¿Cuándo se ha sabido que un rico mexicano dé voluntariamente dinero para algo? Aunque no sea patriótico. Nunca. Es por eso que Zarazúa se encargó de meter a estos seis personajes en el calabozo del cuartel de las Puchas.

Doña Cesarita, la esposa de Don Celestino Maguncia, vino hecha un mar de lágrimas a pedirme que no fusilara a su marido.

—Si no lo voy a fusilar, señora —le dije para tranquilizarla—, nomás me entregan el dinero y lo pongo en libertad.

—Es que mi marido es dueño de un banco, pero somos muy pobres —me dijo ella, con tanto descaro, que me dieron ganas de pasarla por las armas.

Yo, comprendiendo que tenía que habérmelas con una mujer de negocios, le expliqué lo de que «les hago un vale y nomás que triunfe la Revolución, el Gobierno se encargará de liquidar esta inversión que ustedes hacen, más réditos a razón del cuatro por ciento anual». Ella no me lo creyó, porque desgraciadamente muchos han sido los que han prometido lo mismo y no lo han cumplido.

Ella se alzó el velo (porque traía sombrero y todo) y entonces me di cuenta de que quería tanto a su marido que estaba dispuesta a entregárseme con tal de que lo soltara. O, mejor dicho, quería tanto a su dinero. Me la quedé mirando y pensé para mis adentros: «esta mujer no vale seiscientos mil pesos en ningún lado», pero no le dije nada.

Cuando se dio cuenta de que no había esperanzas por ese lado, decidió hablarme con franqueza:

—Mire, general, yo sé que usted es un hombre de razón: comprenda que si mete usted en la cárcel a seis y les exige un rescate global, los familiares van a querer que pague el que parece más rico, que es mi marido. Pídales cien mil pesos a cada uno y amenaza con fusilar al que no pague y verá como mañana tiene el dinero.

Me quedé espantado de lo inteligente que puede ser una mujer en cuestiones de dinero. Di las órdenes pertinentes para que se notificara a los deudos esta nueva modalidad. Entonces vino la segunda parte del negocio. Como nadie tenía efectivo, a Doña Cesarita, porque era la del Banco, le vendieron tierras, casas y acciones al precio que a ella le dio la gana.

Como habíamos tenido muy buen ojo y habíamos escogido seis gallones de veras ricos, al día siguiente teníamos el rescate de todos, menos de Don Virgilio, cuyo único capital eran los fondos del Estado, que ya estaban en nuestro poder. Le perdoné la vida, y los soltamos a los seis.

—Este dinero que ustedes nos dan —les advertí cuando ya se iban—, no está perdido. Se queda aquí en calidad de garantía. Cuando triunfe la Revolución…, etc.

Ellos se fueron sin creerme. Hicieron bien, porque ese dinero nunca lo volvieron a ver.

Alentados con tan buen éxito, decidimos (mis comandantes de corporación y yo), apresar a quince cosecheros al día siguiente; pero cuando Zarazúa los fue a buscar, descubrimos que todos los ricos de la ciudad se habían escondido Dios sabe dónde. No podían estar muy lejos, porque habíamos capturado los dos trenes que habíamos pasado en esos días, pero como no teníamos tiempo de andar buscándolos, decidimos irnos sobre el famoso Padre Jorgito, que a pesar de tantas persecuciones, seguía ejerciendo su oficio en el Santuario de Guadalupe. Lo metimos en el cuartel de las Puchas, con la intención de pedir cincuenta mil pesos de rescate, pero cuando apenas estaban cerrando la puerta del calabozo, apareció una manifestación de ratas de sacristía que venían a protestar por lo que ellas llamaban «una arbitrariedad».

No queriendo enemistarme con la masa de la población, ordené que se hiciera una carga de caballería (simulada) para disolver el evento, que se pusiera en libertad al Padre Jorgito y que se pasara por las armas a su sacristán, para que quedara bien claro que no éramos tan blanditos. Mis órdenes fueron cumplidas al pie de la letra.

Este fue el último intento que hice en Vieyra para conseguir fondos para la Revolución, porque al día siguiente me puse en movimiento con todos mis efectivos rumbo a Apapátaro, Aptro.

CAPITULO XII

Mientras ocurrían todos estos fenómenos en el campo de las finanzas, el capitán Benítez, que era mi jefe de técnicos y un hombre muy ingenioso, se ocupó de construir un carro blindado, usando para este fin una góndola vieja de la American Smelting, los restos de un carro tanque, el cañón de 75 que era nuestra única pieza de artillería (sólo teníamos 42 proyectiles) y dos ametralladoras Hotchkiss. Este armatoste, que era un verdadero ariete, lo pegamos delante de una locomotora de patio y constituía nuestra vanguardia.

Transportamos la infantería en los dos trenes que habíamos capturado, mientras que la caballería cubrió por sí misma los 150 kilómetros que separan a Vieyra de Apapátaro. Mi plan consistía en tomar la ciudad por sorpresa usando solamente la infantería. En caso de que nuestro primer intento fracasara, podíamos retirarnos un poco, esperar a la caballería y lanzar un segundo asalto con todos los efectivos.

Como la ciudad de Vieyra nunca fue un punto estratégico, la abandonamos, llevando con nosotros solamente lo más indispensable. Yo había hecho especial hincapié en la rapidez del movimiento. Todo nuestro futuro dependía, pues, de la toma de Apapátaro.

Hicimos el viaje de noche, en tres convoyes. El primero estaba formado por el carro blindado que ya he descrito, la locomotora, que también estaba cubierta, y una góndola en la que viajaba una compañía de infantería. El segundo tren, que venía un kilómetro después, transportaba el 12.° Batallón al mando de Cenón Hurtado, y el tercero, con el mismo intervalo de un kilómetro, estaba al mando del coronel Pacheco y traía el resto de nuestros efectivos. Yo, huelga decirlo, viajaba en el primer convoy con los capitanes Benítez y Zarazúa.

Al llegar a la altura de Los Lobos, la vía estaba cortada y estuvimos a punto de descarrilar. Afortunadamente, todo estaba previsto. En la góndola trasera venía nuestro equipo de reparación y, al cabo de dos horas, nos volvimos a poner en marcha.

Ordené que se apagaran las luces de los trenes, y el fanal de la primera locomotora, porque no quería que nadie se diera cuenta de la fuerza de nuestro dispositivo.

Al llegar a un corte que está cerca del rancho del Zopilote, a diez kilómetros de nuestro destino, nos balacearon, pero contestamos con tal estruendo, que los callamos. Proseguimos nuestro viaje.

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