Al día siguiente, Trenza, como jefe de la ocupación, emitió un decreto decomisando todos los víveres que había en la plaza y los valores que había en los bancos, además de tomar veinte rehenes de las mejores familias, por lo que se pudiera ofrecer.
Esa tarde llegaron Valdivia, Ramírez y Horacio Flores, en los otros dos Curtiss de la Fuerza Aérea, con un tambache de proclamas y de manifiestos políticos, que habían impreso en Tampico y que se pegaron en las esquinas, pero que nadie leyó, porque la gente estaba muy asustada y no salía de sus casas.
Cuando se incorporaron Anastasio Rodríguez y Odilón Rendón, hicimos una Junta de jefes, para decidir, como quien dice, el futuro de la Revolución. —Necesitamos tener un Comando Supremo —dijo Valdivia en esa reunión, y siguió hablando un cuarto de hora, al cabo del cual, lo nombramos Comandante en Jefe del Ejército de Oriente de las Fuerzas Reivindicadoras, que era el nombre que habíamos escogido para nuestro movimiento. Una vez investido de este importante cargo, se levantó y nos dijo—: No quiero dar un paso adelante sin abrir una puerta en la frontera.
Nadie estuvo de acuerdo en eso. Yo abogaba porque nos echáramos sobre la columna de Macedonio antes de que acabara de concentrarse y Trenza estaba conmigo.
—No tenemos fuerza suficiente para semejante empresa —dijo Vardomiano Chávez, que siempre fue muy precavido.
—Esa es cuestión que no podemos decidir, porque no sabemos cuántos hombres tiene Macedonio —dijo Trenza—. Vamos a atacarlo y si nos gana, es que no teníamos fuerza suficiente, y si no, es que sí.
Yo estaba de acuerdo con Trenza.
—El que no se arriesga, no pasa la mar —dije—. Además, cualquiera que sea su fuerza ahora, si nos esperamos va a ser mayor.
—No quiero dar un paso adelante sin las fuerzas de Artajo —dijo Valdivia, nuestro Comandante en Jefe, que lo que quería, evidentemente, era quedarse en Cuévano.
El Camaleón propuso avanzar por la línea de Guadalajara, hasta encontrar a Artajo, que vendría del Norte, con sus siete mil hombres y sus cuatro regimientos de artillería. Todos apoyamos este proyecto y allí mismo nombramos a Augusto Corona, el Camaleón, Comandante de la Fuerza Expedicionaria del Occidente. Pero a pesar de los esfuerzos de Trenza y míos, el avance sobre Celaya se pospuso «para mejor ocasión», como decía el acta que levantó el capitán Zarazúa, que era nuestro secretario.
Valdivia, que era un terco, volvió con su cantaleta:
—Quiero que abramos una puerta en la frontera para comerciar con los americanos.
Se le olvidaba que no teníamos dinero con que comprar nada.
—Que la abra Canalejo —dijo Trenza.
—Canalejo no abre nada —dijo el Camaleón—, es el Ave Negra del Ejército Mexicano. —En esto tenía mucha razón y todos lo sabíamos.
—Propongo que Trenza y Arroyo hagan un viaje relámpago al norte, con una fuerza escogida, y tomen el pueblo de Pacotas —dijo Valdivia.
Aquí fue donde Trenza y yo cometimos el gran error de la reunión, porque aceptamos el encargo. Nos pareció muy fácil ir al Norte, tomar Pacotas, regresar a Cuévano y ya con Artajo y sus siete mil hombres y sus cuatro regimientos de artillería, lanzarnos sobre Macedonio, que iba a estar esperando con los brazos cruzados, a que nos diera la gana hacerlo pedazos.
Los días siguientes fueron de actividad febril. A pesar de los aguaceros torrenciales, Benítez hizo milagros. Construyó un tren blindado que era una verdadera obra maestra de la ingeniería militar. Quedamos tan satisfechos con su trabajo, que Valdivia lo ascendió a teniente coronel.
El día 14 de agosto, nos pusimos en movimiento hacia el norte, en tres trenes, el blindado y dos de transporte. Llevábamos el 45.° regimiento, al mando de Odilón Rendón, dos batallones de infantería y dos baterías de 75.
Hicimos el viaje sin ningún percance y establecimos nuestras líneas en el kilómetro quince (Pacotas era el cero), en donde se nos reunió Canalejo, que venía con sus tropas muy desanimadas, por el fiasco de Laredo.
Cuando estábamos discutiendo el plan de campaña en el tren en donde habíamos establecido el Cuartel General de la Fuerza Expedicionaria del Norte, nos avisaron que en un automóvil con bandera norteamericana había llegado Mister Robertson, que era el cónsul en Pacotas, y que quería hablar con nosotros.
—Si cae una bala de aquel lado del río —nos dijo Mister Robertson, que era un americano tan colorado que parecía que iba a reventar—, el Gobierno de los Estados Unidos le declara la guerra a México.
Nuestro plan de ataque suponía un bombardeo previo, hecho de tal manera, que no iba a caer de aquel lado una bala, sino mil.
—Pero comprenda usted que si estamos tirando de aquí para allá, algunas balas se tienen que ir para aquel lado —dijo Trenza con mucha razón.
Por toda respuesta, el americano nos enseñó una carta del Departamento de Estado que, según el capitán Sánchez, que sabía inglés, decía efectivamente que nos declararían la guerra si se nos iba una sola bala.
—Siempre ha sido un país muy egoísta —le dije yo, que estaba enardecido.
—Ya estamos cansados de sus revoluciones —me contestó él.
Yo le contesté que no era ésa la manera de tratar a un país que había luchado tanto como México por la Justicia Social.
—Nos parece muy bien que ustedes luchen por la Justicia Social, pero si no nos dan garantías, los que vamos a ocupar Pacotas somos nosotros —nos dijo textualmente Mr. Robertson.
Trenza, que, cosa rara, ese día estaba muy conciliador, dijo entonces:
—Comprenda que si queremos abrir la frontera es porque vamos a comerciar con ustedes.
—Pues abran la frontera y comercien con nosotros —dijo el taimado yanqui, y repitió la cantaleta de que si una sola bala… los Estados Unidos…, etc.
Luego sacó un papel, que quería que le firmáramos. Era un compromiso de respetar las propiedades de los ciudadanos norteamericanos, y todo eso.
—Yo no firmo nada —dije. Y hasta tenía ganas de pasar por las armas a Mr. Robertson.
—Si no quiere usted firmar —me contestó—, el Ejército de los Estados Unidos ocupará Pacotas mañana mismo.
Entonces, Trenza firmó, Canalejo firmó y a mí no me quedó más remedio que firmar.
—¿Y ahora qué hacemos? —le pregunté a Trenza cuando se hubo ido el gringo. Era imposible hacer un ataque sin que la mitad de las balas cayeran del lado americano.
—Vamos a ver si quieren rendirse por las buenas —me contestó.
Pero el coronel Medina, que era el jefe de la guarnición de Pacotas, se daba muy bien cuenta del aprieto en que estábamos y no quiso rendirse.
Le ordenamos a Juan Paredes, el héroe de la aviación mexicana, que hiciera un vuelo de reconocimiento en su Curtiss, que habíamos traído en el ferrocarril para el caso. En un asunto tan peligroso, necesitábamos saber exactamente dónde estaban las defensas del enemigo.
Regresó con muy malas noticias. Las defensas estaban en semicírculo alrededor de la estación, de espaldas a y cerca del río y detrás de ellas… el General Pershing.
Yo ya estaba por proponer que nos fuéramos con la música a otra parte, cuando a Benítez se le ocurrió otra de sus ideas geniales.
Consistía en cargar un carro de ferrocarril con dinamita, arrastrarlo con una locomotora hasta las alturas que estaban en el kilómetro 8 y soltarlo desde allí. La vía estaba en un declive que terminaba en la estación a Pacotas y calculábamos que el vehículo llegaría con suficiente ímpetu, para meterse en la casa del Jefe de la Estación y volar en pedazos al coronel Medina y todos sus efectivos, sin causar ningún estropicio en las propiedades norteamericanas.
Este plan recibió nuestra aprobación más calurosa y como no teníamos tiempo que perder, nos pusimos en obra inmediatamente.
Para desempeñar una misión tan delicada, escogimos el carro comedor «Zirahuén», que había visto mejores días. Entre que conseguimos la dinamita y Benítez preparó los detonadores, se nos fue la noche y cuando ya estaba despuntando el día, trajeron una locomotora que tenían preparada y con mucho cuidado la pegamos al «Zirahuén». Subimos en ella Benítez y yo, con el maquinista Cházaro y un fogonero. Cuando di la orden de ponernos en marcha, el convoy empezó a moverse muy lentamente y después, con más velocidad, hasta el lugar en donde empieza la cuesta, que es cerca del kilómetro 10, luego vino la ascensión. Yo tenía miedo de que nos balacearan con no sé cuántos kilos de dinamita entre las manos. Pero no se veía a nadie. Estaba lloviznando.
Al llegar a la cima, detuvimos la locomotora, soltamos el vagón y lo empujamos a mano unos metros, hasta que comenzó a deslizarse cuesta abajo. Cuando lo vimos desaparecer en una curva, ya había tomado un impulso considerable.
Vimos el reloj y esperamos.
No pasó nada. No hubo ninguna explosión.
Ordené el regreso a nuestro campamento. Germán y Canalejo estaban esperándome.
—¿Qué pasó? —me preguntó Trenza—, ¿por qué no tronó?
—No sé —le dije.
Ordenamos que un escuadrón de caballería investigara qué había pasado con el «Zirahuén».
La espera fue terrible. Todos teníamos ganas de terminar esta aventura. Queríamos avanzar o retroceder, pero movernos de allí. Todo estaba preparado para acometer la «acción relámpago» que habíamos planeado y que hubiéramos llevado a cabo si los americanos nos hubieran dado permiso. Nos habíamos quedado, como quien dice, tirados a media vía y ahora, 'además, con la incertidumbre de lo que hubiera pasado con el «Zirahuén» y nuestra dinamita.
El escuadrón regresó ya casi al medio día, con la noticia de que el «Zirahuén» estaba parado a la altura del 4.
Yo, ni tardo ni perezoso, monté en la locomotora, que estaba a presión y lista para lo que se ofreciera. Benítez también subió.
—Avance hasta el 4 ½ , maestro —le dije a Cházaro.
En el kilómetro 4 ½, efectivamente, estaba el «Zirahuén». Nunca he podido explicarme por qué se detuvo allí, porque la vía seguía cuesta abajo y no había obstáculos, ni nada.
—Le faltó impulso —me dijo Benítez—. Vamos a empujarlo ahora.
Yo no estuve de acuerdo, porque no quería meterme con locomotora y «Zirahuén» y dinamita en la casa del Jefe de la Estación de Pacotas.
Enganchamos el vagón y lo arrastramos hasta el kilómetro 8, en donde estaba la cima. Allí nos detuvimos. El fogonero soltó el cople.
—Ahora, maestro —le dije a Cházaro—. A toda máquina hasta el 6.
Y allí vamos, empujando al «Zirahuén», bien asustados, a todo lo que daba la locomotora y cuesta abajo, además, con un quintal de dinamita en las narices.
—Bájele el volumen, maestro —le dije a Cházaro, cuando pasamos el 7.
El «Zirahuén» nos dejó atrás y se fue a toda carrera.
Como el ruido de la máquina no nos dejaba oír, estábamos con la duda de si había habido explosión, o no. Por fin nos detuvimos.
—Tiene que sonar más recio —decía Benítez.
Y nos quedamos allí parados, en el kilómetro 6, sin saber qué hacer y sin ver nada, porque el camino era sinuoso.
Yo no quería meterme en la boca del lobo, porque sabía que tarde o temprano íbamos a encontrar las avanzadas de Medina; por otra parte, no estaba con ánimos de esperar a regresar al campamento y mandar otro escuadrón y todo eso. Era perder todo el santo día.
—Aunque sea nomás hasta la curva —me suplicó Benítez.
—¿Están ustedes seguros de que no oyeron nada? —les pregunté a Cházaro y al fogonero, porque quería cerciorarme de que de veras nuestro avance era indispensable.
—No sabría decirle, mi General —me dijo Cházaro.
—Vamos, pues, adelante, maestro. Despacito.
Y allí vamos, adelante, y despacito, tomando la curva y al salir de ella, encontramos al «Zirahuén». En el 454 otra vez.
Todos lanzamos imprecaciones.
Nos acercamos y enganchamos el carro con mucho cuidado.
—Vamos a regresar al campamento y a ver qué otra cosa se nos ocurre —decía yo. Pero Benítez quería hacer otro intento.
—Vamos a echarlo con todo y máquina y regresamos a pie —me decía.
—En primer lugar, si la máquina va andando, corremos el riesgo de que se siga de frente hasta el lado americano y en segundo, no quiero desperdiciar una máquina, porque no tenemos tantas —le dije.
Él seguía empeñado en hacerle la lucha a su invención, pero yo ordené el regreso al campamento.
—Vamos a ver qué opinan los compañeros —dije, para terminar.
—Vamos a empujarlo nomás hasta el 3, mi General.
Debo confesar que la principal razón que me impulsaba a regresar al campamento, es que ya me había cansado de andar con el «Zirahuén» para arriba y para abajo. «Si lo quieren empujar hasta el 3, que lo empuje otro», dije para mis adentros. Regresamos, pues, al campamento. Ordené que se dejara el «Zirahuén» bien lejos porque no quería volar con él si por un descuido explotaba.
—A este paso, nos quedamos a vivir en este llano —decía—. Además, todo esto lo debió hacer el Chato.
El Chato era Canalejo. Pero lo que debimos hacer desde un principio, fue mandarlo a otra parte, porque siempre fue un hombre de muy mala suerte. En la tarde, hicimos una junta de Estado Mayor. —Yo puedo hacer un bombardeo —dijo Juan Paredes.
—Lo malo es que no tenemos bombas —dijo Germán.
Yo estaba por regresar a Cuévano y seguir sobre México y Odilón Rendón por irnos a Piedras Negras.
—Si derrotamos a Macedonio Calvez, los gringos nos abren la frontera por las buenas.
Canalejo ya ni decía nada, porque Trenza lo había regañado. Benítez, en cambio, insistía con el famoso «Zirahuén».
—Vamos a soltarlo con la máquina andando —decía.
—Suéltenlo como quieran, pero suéltenlo ustedes —les dije con toda franqueza. Y entonces se me ocurrió que lo mejor sería soltarlo con Canalejo adentro, para que se nos quitara su mala suerte, pero me abstuve de decir nada.
En ésas estábamos, cada vez más malhumorados, discutiendo que si es negro que si es blanco, cuando entró el teniente Casado, que era nuestro jefe de transmisiones.
—Hay un telegrama de Estación Azuela, mi general —le dijo a Trenza. Y le entregó el papel en donde estaba escrito lo siguiente:
Pasó tren rumbo norte sin identificarse
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Dávalos
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—Ordene que lo detengan en la Noria —dijo Germán sin darle mayor importancia. Luego, se volvió a nosotros y nos dijo—: Mañana veremos qué se decide, porque hoy estamos de mal humor.