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Authors: Jorge Ibargüengoitia

Tags: #Histórico, Humor, Relato

Los relámpagos de Agosto (5 page)

BOOK: Los relámpagos de Agosto
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Al llegar a la Estación Colonia me di cuenta, con no poca sorpresa, de que Artajo y Germán Trenza estaban esperándome en el andén. Aunque por un momento pretendí no reconocerlos, ellos abrieron los brazos y entonces comprendí que el compañerismo puede más que ninguna de las bajas pasiones que se agitan en el pecho de los militares. Nos abrazamos efusivamente, completamente reconciliados.

El asistente de Artajo se encargó de llevar mi equipaje al Hotel Cosmopolita y nosotros abordamos el Packard de Trenza y nos dirigimos a La Ópera (la cantina que así se llama), «para cambiar impresiones», dijeron ellos.

Debí habérmelo esperado. Vieyra era una zona militar lo bastante importante como para que yo me volviera un partidario apetitoso. Querían que yo entrara en el PRIR.

—Pero Juan Valdivia no es un personaje popular —les dije.

—Precisamente por eso necesita el apoyo del Ejército —me contestaron. Con mucha razón.

El único otro candidato que se perfilaba era Don Gregorio Meléndez, un ingeniero.

—Un ingeniero nunca ganará unas elecciones en México —me dijo Trenza—. Acuérdate de lo que pasó con Bonilla.

Todos sabemos lo que pasó con Bonilla. Por eso acepté.

—Cuenten conmigo —les dije. Nos abrazamos para sellar el pacto; pero yo no estaba borracho, como insinuó Artajo en sus
Memorias
.— La función del Instituto Armado consiste en velar por el cumplimiento de la voluntad de los ciudadanos, y en garantizar la libre expresión de la misma —nos dijo Vidal Sánchez muy serio, en la Reunión famosa, contradiciendo todo lo que me había dicho de «¿quién quiere elecciones libres?» y todo eso—. Es por esto que desde ahora queda terminantemente prohibido a todos los militares con mando de fuerzas, el pertenecer a cualquier partido político.

Todos nos quedamos callados. Estábamos en una mesa larga y él en la cabecera. Nadie se atrevía a expresar sus opiniones delante de otros treinta colegas. —Esto que estoy diciendo no es una orden —siempre era lo mismo: decía «queda terminantemente prohibido», y después «no es una orden»—, sino vía consulta. ¿Puedo contar con la colaboración de ustedes? Todos contestamos que sí, por supuesto. Después nos fuimos a casa de Juan Valdivia, para ver cómo le dábamos la vuelta a nuestra promesa. Más valía perder el prestigio del Partido que las Jefaturas de Zona. La solución era muy fácil: bastaba con nombrar Presidente del PRIR al elocuente Horacio Flores, un diputadillo, y nosotros concretarnos a apoyarlo de trasmano. De esta manera, el Partido contaría, en apariencia, con dos oradores admirables (Horacio y Juan Valdivia) y en la realidad, con veinte mil hombres perfectamente armados y equipados. En la conversación, Juan Valdivia me prometió el Ministerio de Comunicaciones y Obras Públicas. Artajo se quedaría en Guerra y Marina, y Trenza en Gobernación.

Después de tan trascendentales conclusiones, regresé a Vieyra lleno de optimismo. Organizamos una delegación del Partido por medio de Filemón Gutiérrez, que era un muchacho muy hábil (hijo de Don Ramón, por cierto) y con los fondos proporcionados por un rico hacendado que le tenía ganas a la gubernatura del Estado, hicimos una gigantesca manifestación para celebrar la llegada de nuestro candidato, que andaba en su gira política.

Juan Valdivia llegó a Vieyra el 23 de abril y en la estación echó un discurso elocuentísimo, prometiéndoles a todos sus simpatizadores Reforma Agraria y Persecución Religiosa, lo que nos costó perder el apoyo del antes mencionado hacendado. El populacho, en cambio, que habíamos llevado allí con muchos trabajos, pagándoles a dos pesos por
cabeza
, se mostró encantado y casi tuvimos un motín cuando Juan dijo: «Todavía quedan muchas alhóndigas por quemar». Afortunadamente, y gracias a la enérgica intervención de Zarazúa con sus fusileros, las cosas no llegaron a mayores. Lo de las alhóndigas, huelga decirlo, era una alusión a lo que sucedió en la de Granaditas en el 810.

—Procura no ser tan radical en tus discursos, Juan —le dije durante el banquete que le ofreció la Unión de Cosecheros en el Casino de Vieyra. Y él me obedeció, comprendiendo la sensatez del consejo que yo le daba. Al final del banquete dijo otro discurso, en el que prometió Créditos y Seguridad en el Campo, que le valió una estruendosa ovación de los allí presentes. Juan era un candidato perfecto, tenía una promesa para cada gente y nunca lo oí repetirse… ni lo vi cumplir ninguna, por cierto.

En esos días, precisamente, mientras Juan andaba en el Estado visitando pueblos, recibí de Guerra la notificación siguiente:

«Se hace del conocimiento de todos los Jefes, Oficiales y Tropa del Ejército Nacional, que el Ciudadano General de División Melitón Anguiano se hará cargo de esta Dependencia, en sustitución del Ciudadano General de División Vidal Sánchez, que renuncia a su cargo para dedicarse a la actividad política».

La noticia fue un
mazazo para
mí: no sólo quedaba en veremos otra vez mi puesto, porque había que renunciar, como se acostumbraba en esos casos, sino que había que contar en el campo político con un posible contrincante mucho más temible que Gregorio Meléndez.

Inmediatamente me dirigí al Hotel Francés, en donde se hospedaba Juan Valdivia durante su gira por el Estado.

—No puede lanzar su candidatura —me dijo Juan muy perplejo, cuando le di la noticia—. Sería anticonstitucional.

Yo no hallaba qué hacer: si mandar mi renuncia, o esperar a que me la pidieran.

—Deja que averigüemos cómo están las cosas —me dijo Juan, con mucha
razón
—. En una de ésas te la aceptan ¿y qué hacemos después?

Al día siguiente llegó Horacio Flores en el tren del mediodía, con una noticia sensacional: Vidal Sánchez quería hablar con ellos dos. Juan Valdivia dio por terminada la gira, que apenas había comenzado, y regresó a México a parlamentar.

Yo, que seguía sin saber qué hacer de mi renuncia, consulté telegráficamente con Germán Trenza, que me contestó en estos u otros términos semejantes: «No renuncies, déjalos que nos corran si se atreven». Seguí su consejo, porque comprendí que tenía razón. No se atrevieron a corrernos.

CAPITULO VIII

Así estaba la situación política nacional, cuando una mañana fui a cazar liebres a la cañada del Garambuyo, en compañía del capitán Benítez, que era un excelente tirador. En ésas andábamos, cuando vimos a tres de a caballo que venían del cerro del Meco, es decir, como quien va de Vieyra al Garambuyo.

—Uno de ellos es Trinidad —me dijo Benítez. Trinidad era mi asistente. Los otros dos venían de civil, pero con sombrero tejano, así que debían ser militares.

Cuando se acercaron vimos que eran Germán Trenza y Anastasio Rodríguez. Traían unas caras largas, pero no estaban de mal humor, así que no supe si las noticias iban a ser buenas o malas.

Nos fuimos a hablar abajo de unos pirules, lejos de Trinidad y Benítez.

—Vidal quiere formar un Partido Único —me dijo Trenza. La noticia no me fulminó, porque no sabía yo lo que esto iba a significar.

—¿Cómo es eso? —les pregunté.

Me explicaron que Vidal Sánchez quería unificar a los revolucionarios y que para esto, había fundido en un solo partido al PUC, al FUC, al MUC, al POP, al MFRU, al CRPT y al SPQR y ahora buscaba el apoyo del PRIR y del PIIPR. Recordé aquello que me había dicho: «Los revolucionarios seguimos siendo una minoría… tenemos que unirnos…, etc…, etc».

—¿Y nosotros qué ganamos? —pregunté.

—La Presidencia —me contestó Anastasio. Parece que el candidato del PU será Juan Valdivia.

—Si el PU se decide por Juan, Meléndez se retira —dijo Trenza.

Como quien dice, Juan Valdivia ya estaba en el trono.

—Tenemos las elecciones en la bolsa —dijo Anastasio.

—Sí, pero entre ochocientos —les dije yo, y tenía razón. Cuando viniera la repartición de puestos no iban a alcanzar para recompensar a un partido tan numeroso.

—Por eso vinimos —me dijo Germán—. Queremos saber cuál es tu opinión, para ponerle nuestras condiciones a Vidal. Tenemos un buen candidato, la campaña va bien, y además contamos con más de la mitad del Ejército.

Yo monté en el caballo de Trinidad y emprendimos el regreso a Vieyra, dejando que aquél y Benítez lo hicieran a pie.

—¿Y a mí qué me toca? —les pregunté.

—¿Qué quieres? —dijo Germán.

—Comunicaciones, como ya habíamos quedado.

—Es un Ministerio muy peleado —me dijo Germán.

—Habrá que eliminar gente, entonces —repuse.

—Eso mismo digo yo —dijo Trenza, con todo y que a él le habían respetado Gobernación.

Entonces, yo me volví a Anastasio, que como ya he dicho, era muy callado, y le pregunté:

—¿Y a ti qué te tocó?

El se quitó el sombrero y se rascó la cabeza, y me explicó que le habían prometido hacer todo lo posible porque saliera electo Presidente Municipal de Ciudad Gárrulo Cueto, que era su tierra natal. Yo me indigné.

—¿Cómo es posible que después de tantos años de lucha abnegada te den de recompensa la Presidencia Municipal de un pueblo rabón? —Anastasio era el Vencedor de Zapopan. Había ganado la batalla contra el Tuerto, que tenía fuerzas muy superiores y ahora lo tenían relegado a segundo término, nomás porque no era parlanchín—. Protesta —le dije—. Si no lo haces por ti, hazlo por el honor del Ejército. —Así lo pensaba yo. Él no me contestó nada.

Caminamos un rato en silencio, al cabo del cual, dije el fruto de mis reflexiones:

—Este Partido Único no me gusta nada.

—A mí tampoco —dijo Trenza—. Pero es demasiado grande para ir en contra de él. —En esto tenía mucha razón.

Entonces, se nos presentó la solución del problema con gran claridad: si hay una aplanadora, más vale estar encima que abajo de ella.

—Lo único que nos queda, Lupe —me dijo Germán, que estaba pensando lo mismo que yo—, es apoderarnos del famoso Partido Único.

A todo esto, habíamos llegado a la casa estilo morisco que yo había construido en Vieyra. Matilde, espejo de mujer mexicana, estaba en el portal esperándonos. Después de que ellos la saludaron con gran afecto, pasamos a mi despacho.

—Yo quiero ser ministro —les advertí cuando nos hubimos sentado—. De lo que sea, pero ministro. —Porque comprendí que éste era el momento de ponerme las botas. «Ahora o nunca», dije para mis adentros.

Germán estaba de acuerdo conmigo en que teníamos que ser exigentes. Estuvimos discutiendo bastante rato y llegamos a las siguientes conclusiones: Para abrir boca nos dejaríamos ir sobre Vidal Sánchez, pidiéndole tres Ministerios, incluyendo el de Guerra, seis zonas militares y ocho gubernaturas. Él podía quedarse con la Cámara y el Cuerpo Diplomático y todas esas tonterías que tanto le interesaban, para repartirlas entre sus fantoches. Si aceptaba la petición, santo y muy bueno. En el caso contrario, es decir, en el caso de que nos regateara, nosotros podíamos transar por menos… «en principio», y después llevaríamos a cabo la siguiente maniobra: por medio de Maximiliano Cepeda que era un individuo ruin y sin escrúpulos, desprovisto de toda virtud cívica y hasta varonil, y que, sin embargo, gozaba de un gran prestigio de luchador incansable e íntegro, pensábamos formar de trasmano un Partido Villano, que tendría la función de lanzar la candidatura del Chícharo Hernández, que era, como quien dice, el Padre de la Política Obrera. Los partidos socialistas, es decir, el MFRU, el CRPT y el SPQR, se verían obligados a salir del PU para apoyarla y de esta manera, quedarían automáticamente eliminados, porque huelga decir que el Chícharo Hernández no tenía la menor probabilidad de salir electo presidente, ya que contaba con el veto tácito de los Estados Unidos por su actitud radical.

Después pedimos la comunicación con México y cuando nos la dieron, le explicamos a Juan Valdivia, por teléfono, las conclusiones a que habíamos llegado. Él estuvo de acuerdo y le pareció que habíamos tenido una idea magnífica.

—Ahora mismo voy a proponerlo a Vidal —me dijo, y colgó el teléfono.

Nosotros nos fuimos al Casino y cuando estábamos pidiendo la comida, vino el Lagarto, que era el encargado, a avisarme que había un telefonema para mí, de larga distancia. Los tres nos levantamos de la mesa y corrimos al lugar en donde se encontraba el aparato.

Era Juan otra vez.

—No entiendo qué pasa —me dijo—. Aceptó todas nuestras condiciones.

Debió darnos mala espina tanta facilidad, pero por lo pronto, lo único que hicimos fue ponernos muy contentos. Nunca se nos ocurrió que si nosotros habíamos pasado dos horas pensando cómo eliminar gente, Vidal Sánchez llevaba seis meses en las mismas.

Esa noche la pasamos en casa de Doña Aurora Carrasco, en sano esparcimiento.

CAPITULO IX

Había un «acuerdo secreto» entre los partidos que iban a unirse: consistía en que cada cual llevaría a cabo su campaña como si nada hubiera pasado, hasta el 25 de julio, en que iba a declararse oficialmente fundado el Partido Único. Después de esto, Gregorio Meléndez retiraría su candidatura y se conformaría con ser Ministro de Hacienda en el Gabinete de Juan Valdivia. Esto, como ya he dicho, era el «acuerdo secreto». La campaña de Valdivia se llevó a cabo sin ningún tropiezo, y con tanto éxito, que llegamos a arrepentimos de haber entrado en contubernio con tanta gente inicua y tan mala revolucionaria. En Sayula, «las fuerzas vivas», pagadas a precio de oro por Macario Rosas, habían desenganchado el vagón en que viajaba nuestro candidato y lo habían empujado tres kilómetros hasta la estación; en Guateque, su discurso sobre Política Agraria conmovió tanto a los manifestantes, que acabaron linchando a un rico hacendado de la región; en Las Mangas, Coah., se armó una balacera que hizo indispensable la intervención de las fuerzas federales. En Monterrey, en cambio, dijo un discurso tan reaccionario y conservador ante el Club de Industriales, que Vidal Sánchez tuvo que llamarle la atención. Por su culpa asesinaron en Tabasco a dos individuos de quienes se sospechaba, infundadamente, por cierto, que eran sacerdotes católicos, mientras que en Moroleón, en donde dijo un discurso catolizante, lincharon a un pastor metodista. En fin, aunque la cosa tuvo sus altas y sus bajas, hay que reconocer que los resultados generales fueron más que satisfactorios.

Meléndez, en cambio, aunque contaba con la Vendida Prensa Metropolitana, no causaba entusiasmo en ninguna parte.

De común acuerdo y para «tantear los sentimientos de Melitón», como dijo el Gordo Artajo, decidimos que los tres Jefes de
Zona
, es decir, él (Artajo), Trenza y yo, pediríamos una dotación extra de tres mil cartuchos por soldado, para efectuar «algunas operaciones de limpia».

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