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Authors: Jorge Ibargüengoitia

Tags: #Histórico, Humor, Relato

Los relámpagos de Agosto (2 page)

BOOK: Los relámpagos de Agosto
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CAPITULO II

En este capítulo voy a revelar la manera en que la pérfida y caprichosa Fortuna me asestó el segundo mandoble de ese día, fatídico, por cierto, no sólo para mi carrera militar, sino para mi Patria tan querida, por la que con gusto he pasado tantos sinsabores y desvelos: México.

Al bajar del tren en la estación Colonia, lo primero que hice fue mandar llamar al Jefe de la Estación, quien al ver mi gallardo uniforme y mi actitud decidida y al escuchar la explicación que le di de que estábamos en una Emergencia Nacional, no vaciló en facilitarme el teléfono privado que tenía en su oficina que fue el medio de que me valí para comunicarme con Germán Trenza, que era entonces mi gran amigo.

—¡Se nos murió el viejo, Lupe! —me dijo a través de la línea, casi sollozando. Él iba a ser Ministro de Agricultura y Fomento.

—¿Qué hacemos?

—Ir al velorio. Allí veremos qué se puede arreglar.

Colgué. Ordené al Jefe de la Estación que llevara mis maletas al Hotel Cosmopolita y a bordo de un forcito de alquiler, me dirigí a casa de Trenza, que vivía en Santa María.

Lo encontré poniéndose las botas con ayuda de Camila, su concubina. La casa a que me refiero, era en realidad lo que hoy en día se conoce vulgarmente con el nombre de «leonero». Trenza vivía en Tampico con su legítima esposa y era Jefe de la Zona Militar de Tamaulipas.

Mientras Camila le rizaba los bigotes, me explicó a grandes rasgos la situación: el fallecimiento de González dejaba a la Nación sumida en el caos; la única figura política de importancia en ese momento era Vidal Sánchez, el Presidente en funciones quien, por consiguiente, no podía reelegirse; así que urgía encontrar entre nosotros, alguien que pudiera ocupar el puesto, garantizando el respeto a los postulados sacrosantos de la Revolución y a las exigencias legítimas de los diferentes partidos políticos.

El automóvil de Germán estaba en la puerta de su casa. Subimos en él y mientras viajábamos raudamente rumbo a la casa de González, me dijo:

—Otra cosa que debemos exigir a la persona que escojamos para Presidente, Lupe, —Germán maniobra su poderoso Packard con gran destreza— es que respete las promesas que nos hizo el viejo.

—A mí me acababa de nombrar su Secretario Particular.

Comprendí que aunque yo no tenía la menor ambición política, probablemente mis méritos llegaran a ser reconocidos de una manera oficial, a pesar de la muerte de mi querido jefe, a quien quise como a un padre.

La casa de González, estaba en las calles de Londres, frente a la Embajada Española. La Columna que había de rendirle los últimos Honores Militares, comandada por el Gordo Artajo y formada con tropas de las tres armas, tenía su vanguardia en las calles de Lisboa y llegaba hasta Peralvillo; los coches de los dolientes ocupaban (en doble fila), todas las calles, hasta Chapultepec. La ciudad estaba completamente paralizada. Por entre los visillos podían distinguirse rostros malhumorados; los niños, ajenos a la desgracia que la muerte del Prócer significaba para la Nación, corrían alegres entre los tambores enlutados. El duelo era general.

Hasta la fecha no sé cómo pudimos entrar en la casa: nos abrimos paso entre los Burócratas, entre los Representantes del FUC, del PUC y del MUC, entre el Honorable Cuerpo Diplomático, entre los Aspirantes a Ministros de Estado, entre los Ministros de Estado, entre los Compañeros de Armas del Difunto, entre los Allegados, entre los Parientes, hasta que llegamos junto a la inconsolable viuda, que nos estrechó contra su corazón, como a dos hermanos.

Zenaidita González, la hermana de mi querido y malogrado jefe, nos condujo al Salón Chino, en donde estaba el féretro, a cuyos lados, junto a las velas, hacían guardia en esos momentos, Vidal Sánchez, con levita y banda tricolor en el pecho, el Gordo Artajo en uniforme de gala, Juan Valdivia, que no había tenido tiempo de enlutarse y llevaba un traje de gabardina verde y por último… nada menos que Eulalio Pérez H.

Zenaidita nos empujó hasta el féretro.

—Mírenlo, parece que está dormido.

Juro que nunca vi un cadáver tan desfigurado.

Cuando salí del Salón Chino, encontré a la viuda, que me hizo una seña, como si quisiera decirme algo que nadie más debería oír. La seguí hasta la despensa, situada en el sótano de la casa. Allí se detuvo.

—¿Sabe cuáles fueron sus últimas palabras?

Yo le contesté que no, naturalmente. Entonces, ella me hizo una de las revelaciones más sorprendentes que haya yo tenido nunca:

—«Quiero que mi reloj de oro sea para Lupe».

Para usted.

No puedo expresar la emoción que me produjeron estas palabras. ¡El último pensamiento del Jefe fue para mí! Mis ojos se rasaron de lágrimas. Pero entonces, ella me dio la noticia que tan tristes consecuencias habría dé tener:

—Yo se lo hubiera dado a usted con mucho gusto, porque yo, a Marcos… —aquí dijo que lo quería mucho. Y todo eso—. Pero ¿sabe qué? ¡Se lo han robado! —¿Quién fue? —pregunté lleno de indignación. Entonces, ella me explicó que había dejado el reloj sobre el buró de la recámara y que el único que había entrado en ese lugar (a recoger la espada), había sido Pérez H. Me refiero exactamente al Pérez H. que todos conocemos: Eulalio Pérez H. Que la viuda de Marcos González me dijo que Eulalio Pérez H. se robó el reloj de oro que su marido me había legado con sus últimas palabras, estoy dispuesto a jurarlo ante cualquier tribunal: hasta el Divino.

Arrastrado por un impulso generoso de romperle, como se dice vulgarmente, el hocico, al tantas veces mencionado con antelación, di un paso hacia la salida. Pero la viuda se interpuso.

Conviene hacer un paréntesis. La viuda de González a que me refiero, es la legítima. O mejor dicho, la reconocida oficialmente como legítima: doña Soledad Espino de González y Joaquina Aldebarán de González, que también han sido consideradas como viudas del general González, pertenecen a otra clase social muy diferente.

—¿Adónde va?

Yo le expliqué a qué iba. Ella me suplicó que lo dejara para otra ocasión.

—Bastante triste es quedarse sin marido —me dijo— para agregarle estos escándalos.

En efecto. Como suele ocurrir a los que se dedican a la azarosa, aunque gloriosa vida militar, Marcos González había tenido que recurrir a los servicios de varias mujeres y con algunas de ellas había procreado. Durante el velorio, me explicó entonces la viuda, se habían presentado cuatro enlutadas y cuando menos una docena de vástagos no reconocidos (a los que por cierto se atribuyó después la desaparición de la cuchillería y el cristal veneciano), creando una situación muy desagradable, como es fácil de comprender. Yo, con la galantería que siempre me ha caracterizado, accedí a su petición y le prometí no provocar un escándalo inmediatamente.

Mientras caminaba por los pasillos, de regreso a los salones, cavilando, topé de manos a boca con Vidal Sánchez, que me agarró del brazo y me dijo:

—Date una vuelta por Palacio, Lupe, que tengo que hablar contigo. —Textual. Luego se fue, y antes de que yo tuviera tiempo de contestarle vi, con horror, que el Presidente de la República (Vidal Sánchez, que aunque era un torvo asesino, no por eso dejaba de tener la dignidad que le otorgaba la Constitución) se dirigía al lugar en donde estaba el ratero Pérez H. que acababa de despojarme del último recuerdo de mi querido jefe; conferenciaba con él y después, ambos, iban con Jefferson, el Embajador de los Estados Unidos. Estoy seguro de que vi a este último hacer un signo afirmativo.

Volví la cabeza, tratando de dirigir mis miradas a un lugar menos impuro y descubrí a Baltasar Mendieta guardando en su bolsa una figurilla de porcelana. Desesperado, entré en el Salón Chino e hice un cuarto de hora de guardia, que fue interrumpida por Trenza que se me acercó con mucho misterio y me dijo al oído:

—Los muchachos están en el comedor. —Y se fue.

Yo lo seguí hasta el amplio y oscuro comedor de la mansión (copia fiel del existente en el Castillo de Chapultepec), en donde se habían reunido mis antiguos compañeros de armas para saborear las últimas botellas de aquel delicioso cognac que fuera tan apreciado por el General González.

En la penumbra pude distinguir la figura imponente del Gordo Artajo en uniforme de gala, a cuyo alrededor se habían congregado Trenza, Canalejo, Juan Valdivia, Ramírez, Anastasio Rodríguez y Augusto Corona.

Yo cerré la puerta y Germán la atoró con una silla. Todos los allí presentes me saludaron con amistad y respeto. Cuando Germán y yo tomamos asiento, Juan Valdivia se puso de pie y comenzó diciendo:

—¡Compañeros! —en sus tiempos de estudiante había sido campeón de oratoria en Celaya—. Nos hemos reunido aquí, adustos, expectantes, dolidos, para deliberar la actitud a tomar, la palabra a creer, el camino a seguir, en estos momentos de transición violenta en que la Patria, no recuperada aún del golpe que representa la desaparición de la figura ígnea del general González, contempla un porvenir nebuloso, poblado de fantasmas apocalípticos… etc., etc.

Así siguió por un rato, hasta que acabó cediéndole la palabra al Gordo Artajo, que de todos los allí presentes era el más importante, quizá por ser el más pesado, quizá también, por tener a sus órdenes siete mil hombres, con cuatro regimientos de artillería. (Tenía un ejemplar de la Constitución en la mano.)

—Como todos sabemos —dijo el Gordo sin levantarse de su asiento—, la Constitución de nuestro país establece que cuando el Presidente de la República fallece, el Ministro de Gobernación queda automáticamente investido del cargo.

Todos prorrumpimos en aplausos y vivas para Valdivia Ramírez, que era Ministro de Gobernación. Ya alguien había propuesto un brindis en su honor, cuando Augusto Corona, el Camaleón, levantó la mano diciendo:

—Un momento, compañeros. —Y luego, dirigiéndose a Artajo, agregó—: Me parece que está usted en un error, mi General.

Artajo se molestó visiblemente y sin embargo haciendo gala de caballerosidad, invitó al Camaleón a expresarse con más claridad, lo que éste hizo en los términos siguientes u otros parecidos:

—El párrafo de la Constitución en el que sin duda están basadas sus interesantes palabras, mi General, se refiere a la muerte del Presidente en Funciones y el General González era Presidente Electo. Ese párrafo se aplicaría si el difunto fuera el General Vidal Sánchez, lo cual, desgraciadamente, no es el caso.

Hubo un silencio, que interrumpió el Gordo Artajo diciendo:

—Bueno, es lo mismo.

—No, mi General —contestó el Camaleón—, yo quisiera que se leyera el Inciso N.

El Inciso N resultó tener un significado completamente diferente: cuando fallece el Presidente Electo, la Cámara nombra un Interino que tiene por función convocar a nuevas elecciones.

Hubo otro silencio. Esta vez, lúgubre, porque una cosa era tener a Valdivia, que era de confianza, de interino y otra muy distinta, estar en manos de la Cámara, que es muy espantadiza y hace lo que le ordena el primer bragado que se presenta.

—Propongo —dijo Canalejo, el Ave Negra del Ejército Mexicano— que el compañero Anastasio Rodríguez, que es diputado, promueva en la Cámara la anulación del Inciso N por improcedente.

—¿Improcedente por qué? —preguntó Anastasio, que nunca habló en la Cámara por timidez. No sé cómo llegó a General de Brigada.

—Improcedente porque no nos conviene, muchacho —le explicó Trenza con mucha calma.

Aquí intervine yo. Recuerdo que dije exactamente lo siguiente:

—Nosotros estaremos en la galería para brindarte nuestro apoyo moral. —Y no, como afirma el Gordo Artajo en sus Memorias: «Nosotros rodearemos la Cámara con nuestras tropas y obligaremos a los diputados a declarar en receso la Constitución, por improcedente». Esto constituye una difamación indigna de un militar mexicano: en primer lugar, mis tropas, es decir, el 45.° de Caballería, estaban en Vieyra, Viey.; en segundo, siempre he opinado que la Constitución, nuestra Magna Carta, es una de las más altas glorias nacionales y por consiguiente, no debe ser declarada en receso; en tercero, siempre he creído que los diputados son una sarta de mentecatos y que no hace falta ninguna tropa para obligarlos a actuar de tal o cual manera.

Después de que yo dije esto, es decir, lo de la galería y del apoyo moral y no lo de las tropas, intervino el Camaleón:

—Tengamos en cuenta, compañeros, el mal efecto que causará en la opinión pública cualquier intento de anulación del Inciso N.

Aquí intervino Trenza, que después de todo, era el Héroe de Salamanca, el Defensor de Parral y el Batidor del Turco Godínez, para decir por qué parte del cuerpo se pasaba a la opinión pública.

Todos prorrumpimos en aplausos, ante una actitud tan varonil y Canalejo se puso de pie para proponer lo siguiente:

—Que se borre el Inciso N y se agregue un condicillo que diga así: «Cuando muere el Presidente Electo, el Presidente en Funciones es reemplazado, automáticamente, por el Secretario de Gobernación».

Se oyeron gritos de «¡Abajo Vidal Sánchez!» y «¡Qué Valdivia sea nuestro Presidente!», y cuando estábamos más entusiasmados, notamos que este último, es decir, Valdivia, estaba de pie, pidiendo silencio, listo para otro discurso:

—¡Compañeros! —dijo— mi corazón se funde en el embate de las mil emociones contradictorias que esta escena… —Aquí habló de su agradecimiento para nosotros, del sentido del deber, de la Constitución y de Don Venustiano y de que más vale no menear el bote, porque la Patria y la sangre de sus hijos y todo eso. En resumidas cuentas, que todo podía arreglarse por la buena. Acabó haciendo unas consideraciones que nos dejaron a todos muy impresionados: ¿Quién decide que es Presidente? El anterior. ¿Quién es el anterior? El Interino. ¿Quién nombra al Interino? La Cámara. ¿Quién domina la Cámara? Vidal Sánchez. Entonces, es muy fácil. Basta con arreglar con Vidal Sánchez un interinato para Artajo, quien a su vez arreglará una elección con mayoría aplastante para un servidor de ustedes.

Otra vez hubo aplausos. Todos estuvimos de completo acuerdo y quedamos de vernos al día siguiente en el restaurante del Paraíso Terrenal, para comer juntos y decidir las medidas que tomaríamos para obligar a Vidal Sánchez a acceder a nuestras exigencias, que después de todo, estaban de acuerdo con los elevados postulados de la Revolución Mexicana.

Al llegar a este acuerdo, empezamos a sentir una gran cordialidad unos por otros; brindamos repetidas veces, nos estrechamos las manos, nos abrazamos y no faltó quien dijera un discurso. Todo era alegría en aquel aposento, cuando unos golpes perentorios en la puerta nos volvieron a la triste realidad: el Cortejo Fúnebre estaba a punto de ponerse en marcha, para depositar en su Última Morada al que fuera Jefe de Hombres.

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