Read Los Reyes Sacerdotes de Gor Online
Authors: John Norman
—Sí.
—Entonces, ¿por qué no me matas?
—No deseo hacerlo —dije—. Además, entre nosotros existe la Confianza del Nido.
—Es verdad —admitió Misk, y con las patas delanteras apartó la faja de metal, y dejó que colgase de la cadena—. Pero ahora Sarm te matará.
—Creo que eso habría ocurrido de todos modos —dije.
Pareció que Misk pensaba un momento.
—Sí —dijo— sin duda.
Luego Misk miró a Mul-Al-Ka y a Mul-Ba-Ta:
—También a ellos Sarm los matará —observó.
—Sarm les ordenó que se presentasen en las cámaras de disección —dije, y agregué—: pero decidieron no hacerlo.
—Notable —dijo Misk.
—Están mostrándose humanos —observé.
—Imagino que es su privilegio —dijo Misk.
Después, casi tiernamente, Misk me aferró con sus tentáculos y me apretó contra su tórax, y de ese modo caminó por el techo y descendió por la pared vertical.
Cuando estuvimos en el suelo, con los dos muls, me volví hacia el Rey Sacerdote:
—Debes ocultarte —dije.
—Sí —agregó Mul-Al-Ka—, encuentra un lugar secreto, y quizás un día Sarm sucumba a los placeres del Escarabajo de Oro y tu puedas vivir tranquilo.
—Te traeremos alimentos y agua —propuso Mul-Ba-Ta.
—Ustedes son muy amables —respondió Misk mirándolos—. Pero eso es imposible.
—¿Por qué? —pregunté, desconcertado.
—Es la Fiesta de Tola —explicó—. Y por lo tanto, debo dar Gur a la Madre.
—Te descubrirán y matarán —dije—. Cuando Sarm sepa que estás vivo, tratará de destruirte.
—Naturalmente —dijo Misk.
—Entonces, ¿te ocultarás?
—No seas tonto —dijo Misk—, es la Fiesta de Tola, y debo dar Gur a la Madre.
—Lo lamento —dije.
—Lo que me entristecía —dijo Misk— era el hecho de no poder dar Gur a la Madre, y esa preocupación me agobió todos estos días; pero ahora, gracias a ustedes, podré cumplir con mi deber, hasta que Sarm me mate o yo sucumba a los placeres del Escarabajo de Oro.
—Estamos dispuestos a morir por ti —dijo Mul-Al-Ka.
—Sí, estamos dispuestos —agregó Mul-Ba-Ta.
—No —dijo Misk—, deben ocultarse y tratar de vivir.
Los muls me miraron, impresionados, y yo asentí. —Sí —dije—, ocúltense y enseñen a otros miembros a ser de la especie humana.
—¿Qué les enseñaremos? —preguntó Mul-Al-Ka.
—A ser humanos.
—Pero, ¿qué significa ser humano? —intervino Mul-Ba-Ta—. Tú no nos lo enseñaste.
—Eso debe decidirlo cada uno por sí mismo —expliqué—. Ustedes tienen que decidir qué significa ser humano.
—Es lo mismo con un Rey Sacerdote —intervino Misk.
—Iremos contigo, Tarl Cabot —dijo Mul-Al-Ka—, para luchar contra el Escarabajo de Oro.
—¿Qué significa esto? —preguntó Misk.
—La joven Vika de Treve está en los túneles del Escarabajo de Oro —dije—. Y voy a socorrerla.
—Llegarás demasiado tarde —observó Misk—, porque ya estamos en el tiempo de la incubación.
Nos miramos.
—No vayas, Tarl Cabot —dijo—. Morirás.
—Debo ir —dije.
—Comprendo —afirmó Misk—. Es como dar Gur a la Madre.
—Iremos contigo —afirmó Mul-Al-Ka.
—No —dije—, ustedes deben ocuparse de la especie humana.
—¿También tenemos que hablar a los que llevan Gur? —preguntó Mul-Ba-Ta, estremeciéndose ante el recuerdo de esos cuerpos redondos y pequeños, con brazos, piernas y ojos tan extraños.
—Sí —contesté—, donde quiera haya algún humano... sea lo que fuere, y donde se encuentre.
—Comprendo —dijo Mul-Al-Ka.
—Y yo también —dijo Mul-Ba-Ta.
—Muy bien —dije.
Después de estrecharme la mano, los dos hombres se volvieron y corrieron hacia la salida.
Misk y yo nos quedamos solos.
—Habrá dificultades —dijo Misk.
—Sí —convine—, imagino que sí.
—Y tú serás el responsable —agregó Misk.
—En parte —dije—, pero lo que ocurra finalmente será decidido por los Reyes Sacerdotes y los hombres.
Lo miré.
—Es absurdo —dije— que acudas a la Madre.
—Es absurdo —contestó— que vayas a los túneles del Escarabajo de Oro.
Desenfundé la espada corta y afilada, y la examiné con cuidado. Sí, pensé, podía confiar en ella.
—¿Dónde están los túneles del Escarabajo de Oro? —pregunté.
—Averígualo —dijo Misk—. Son bien conocidos por todos los habitantes del Nido.
—¿Matar a un Escarabajo de Oro es tan difícil como matar a un Rey Sacerdote? —pregunté.
—No lo sé —afirmó Misk—. Nunca matamos a un Escarabajo de Oro y tampoco los hemos estudiado.
—¿Por qué no? —pregunté.
—No lo hacemos —contestó Misk—. Y además, sería un grave delito matarlos.
—Comprendo.
Me volví para salir, pero di media vuelta para enfrentar de nuevo al Rey Sacerdote.
—Misk —pregunté—, con esos filos de tus patas delanteras, ¿podrías matar a un Rey Sacerdote?
Misk invirtió las patas delanteras y examinó los filos.
—Sí —dijo— Podría.
Pareció absorto en sus pensamientos.
—Pero nadie lo hizo en más de un millón de años —dijo.
Elevé mi brazo hacia Misk. —Te deseo bien —dije, utilizando la tradicional despedida goreana.
Misk alzó una pata delantera a modo de saludo, y la proyección afilada desapareció. Sus antenas se inclinaron hacia mí y los vellos dorados de las mismas se extendieron hacia delante.
—Te deseo bien.
Y así nos separamos el Rey Sacerdote y yo, para seguir cada uno su propio camino.
Pensé que había llegado demasiado tarde para salvar a Vika de Treve.
En los profundos túneles oscuros del Escarabajo de Oro, en esos corredores tortuosos excavados en la roca sólida, encontré su cuerpo.
Sostuve la antorcha sobre mi cabeza e iluminé la hedionda caverna donde ella yacía sobre un lecho de musgo sucio.
Estaba cubierta sólo por harapos, los restos de su atuendo otrora tan hermoso ahora desgarrados y manchados por lo que seguramente había sido una fuga terrible a través de esos túneles oscuros y rocosos, corriendo, tropezando y gritando, tratando inútilmente de escapar de las mandíbulas del implacable Escarabajo de Oro.
Me agradó ver que en su cuello ya no llevaba el collar de esclava.
La caverna en que yacía estaba impregnada del hedor del Escarabajo de Oro, al que aún no había encontrado. El contraste con los túneles escrupulosamente limpios del Nido de los Reyes Sacerdotes hacía aún más repulsivos el desorden y la suciedad.
En un rincón había huesos dispersos, y entre ellos astillas de un cráneo humano. Los huesos estaban triturados, y la bestia había devorado la médula.
No tenía modo de determinar cuánto tiempo hacía que Vika estaba muerta, aunque me maldije porque aparentemente su final había sobrevenido pocas horas antes. Su cuerpo estaba rígido, con la apariencia de la muerte reciente, pero no tan frío como yo hubiera esperado.
No se movía, y sus ojos parecían fijos en mí, con todo el horror del último instante en que las mandíbulas del Escarabajo de Oro se habían cerrado sobre ella. Su piel estaba bastante seca, pero no deshidratada.
Como el cuerpo no estaba frío, largo rato busqué el latido del corazón. Le sostuve la muñeca, tratando de hallar el más leve signo de pulso. No pude oír ni latidos ni el pulso.
Aunque había odiado a Vika de Treve, me dolía profundamente su destino. Y ahora que la veía muerta, comprendía que en cierto modo, oscuro, había sentido afecto por ella.
—Lo siento —dije—, lo siento, Vika de Treve.
Aunque era extraño, el cuerpo no tenía heridas graves.
Me pregunté si era posible que ella hubiese muerto de miedo.
Las laceraciones o las magulladuras podían haberse originado en su fuga a través de los túneles. El cuerpo, los brazos y las piernas estaban lastimados y rozados, pero no mostraban desgarros ni fracturas.
Lo único que vi, al principio, fue un pequeño pinchazo en el costado izquierdo; quizá le habían inyectado un veneno.
No obstante, descubrí en su cuerpo cinco grandes protuberancias redondas; pero no imaginaba que pudieran ser la causa de su muerte. Formaban una línea sobre el costado izquierdo, desde el interior del muslo hasta la cintura, y después hasta poco antes del hombro. Las protuberancias, duras, redondas y suaves parecían estar exactamente bajo la piel, y cada una tenía aproximadamente el tamaño de un puño. Pensé que se trataba de una reacción fisiológica ante el veneno que imaginaba le habían inyectado en el sistema.
Ahora, nada podía hacer por ella —salvo quizá buscar al Escarabajo de Oro—.
Me aparté de Vika de Treve, y sosteniendo la antorcha salí de la caverna. En ese instante me pareció oír un alarido silencioso, horrible, pero en realidad no hubo nada de eso. Regresé y acerqué la antorcha, el cuerpo estaba igual que antes, los ojos fijos con la misma expresión de frío horror, de modo que salí de la cámara.
Continué recorriendo los pasajes y los túneles del Escarabajo de Oro, pero no divisé signos de la criatura.
Sostenía la espada en la mano derecha, la antorcha en la izquierda.
Fue una búsqueda prolongada y macabra, a la luz azul de la antorcha, probando primero en un corredor y después en el siguiente.
Mientras recorría las cavernas, mi dolor por Vika de Treve luchaba con mi odio por el Escarabajo de Oro, hasta que me obligué a reprimir los sentimientos y a concentrar la mente en la tarea.
Pero a medida que la antorcha se consumía sin que yo viese signos de la bestia, mis pensamientos retornaban constantemente a la forma inmóvil de Vika, acostada en la caverna del Escarabajo de Oro.
Hacía varias semanas que no la veía, e imaginaba que la habían enviado a los túneles del Escarabajo de Oro varios días antes. ¿Por qué sólo ahora la criatura la había capturado? Y si era cierto que había sido capturada poco antes, ¿cómo había logrado sobrevivir todos esos días en la caverna? Quizá, me dije, al igual que el Gusano del Lodo, se había visto obligada a comer los restos de las víctimas anteriores del escarabajo; pero me parecía difícil creerlo, pues el estado de su cuerpo no indicaba una batalla prolongada y degradante contra el hambre.
¿Y cómo era posible, me preguntaba, que el Escarabajo de Oro no hubiese comenzado a devorar la carne delicada de la orgullosa belleza de Treve?
Comencé a pensar en las cinco extrañas protuberancias que anidaban tan grotescamente en ese hermoso cuerpo, y en lo que Misk me había dicho: que creía que sería demasiado tarde, porque se aproximaba el tiempo de la incubación.
Del fondo de mi corazón brotó un grito de horror, y me volví y corrí enloquecido desandando el camino.
Varias veces tropecé contra salientes rocosos, y me lastimé los hombros y los muslos, pero no disminuí la velocidad de mi carrera hacia la caverna del Escarabajo de Oro. Ni siquiera necesité detenerme para identificar las pequeñas marcas que había dejado en los muros de los corredores con el fin de guiar mis pasos, porque ahora me parecía que conocía cada recodo y cada recoveco de los túneles, como si hubiera tenido un mapa bien detallado, fijo en la memoria.
Irrumpí en la caverna del Escarabajo de Oro y sostuve en alto la antorcha.
—¡Perdóname, Vika de Treve! —grité—. ¡Perdóname!
Me arrodillé al lado del cuerpo de la joven, y hundí la antorcha en un espacio, entre dos piedras del suelo.
En un lugar de su carne, distinguí los ojos relucientes de un organismo pequeño, dorado y del tamaño de una pequeña tortuga, que trataba de salir de su cáscara correosa. Con la espada extraje el huevo y lo aplasté, y destruí a su ocupante con el talón de mi sandalia.
Con cuidado, metódicamente, retiré un segundo huevo. Lo acerqué al oído. En su interior podían oírse arañazos insistentes y horribles, el movimiento de un organismo minúsculo y vivaz. También rompí ese huevo, y no descansé, hasta que destruí lo que había dentro.
Hice lo mismo con los tres huevos siguientes.
Después, tomé la espada y limpié el aceite de un costado del filo, y apliqué el acero reluciente a los labios de la joven de Treve. Cuando lo retiré, grité feliz, al ver un poco de humedad sobre el filo.
La apreté en mis brazos, y la sostuve contra mi pecho.
—Oh, muchacha de Treve —dije—. Vives.
En ese instante oí un leve ruido y advertí que desde la oscuridad de uno de los túneles que partían de la caverna me miraban dos ojos llameantes y luminosos.
El Escarabajo de Oro no era tan alto como un Rey Sacerdote, pero probablemente era bastante más pesado. Tenía más o menos el tamaño de dos rinocerontes, y lo primero que observé después de los ojos llameantes fue la presencia de dos prolongaciones tubulares y huecas, como pinzas ganchudas, que se extendían cerca de un metro. Sin duda eran una mutación aberrante de las mandíbulas. A diferencia de las que tenían los Reyes Sacerdotes, las antenas eran muy cortas. Pero me llamaron la atención varios mechones largos y dorados, casi una melena, que se extendían desde su cabeza, sobre el lomo curvo y dorado, y rozaban el suelo. El lomo parecía dividido en dos gruesas capas, que quizá miles de años atrás eran alas córneas; pero ahora los tejidos se habían unido y formaban una suerte de cáscara gruesa e inmóvil, de color dorado.
Comprendí que el ser que tenía ante mí podía matar a los Reyes Sacerdotes.
Pero sobre todo temí por la seguridad de Vika de Treve.
Permanecí delante del cuerpo de la joven, la espada desenvainada.
Pareció desconcertado no intentó atacar. Era indudable que en su larga vida nunca había encontrado nada parecido en los túneles. Retrocedió un trecho, y escondió la cabeza bajo el caparazón dorado. Alzó las mandíbulas ganchudas y tubulares, como deseoso de proteger los ojos de la luz de mi antorcha.
Pensé que la llama, que ahora ardía en los túneles siempre oscuros del escarabajo, quizá lo había cegado o desorientado, temporalmente. Lo más probable era que el olor de los productos de la combustión de la antorcha que ahora impregnaba las delicadas antenas debía representar una cacofonía tan desagradable como hubiera podido ser para nosotros un estrépito de ruidos prolongados y discordantes.
Alcé la antorcha que había dejado en una grieta entre las piedras, y profiriendo un grito la arrojé al rostro de la criatura. Pero ésta no pareció intimidada. Era evidente que no me temía, ni temía al fuego.