Read Los Reyes Sacerdotes de Gor Online
Authors: John Norman
En vista del número de Reyes Sacerdotes y del tiempo que cada uno necesitaba para dar Gur a la Madre, supuse que la ceremonia había comenzado varias horas antes.
Ya me había familiarizado con la asombrosa paciencia que caracterizaba a los Reyes Sacerdotes, y no me sorprendió la inmovilidad casi total de los que esperaban su turno. Pero ahora comprendí, mientras observaba el temblor leve y casi absorto de las antenas que respondían a la música olorosa, que esta no era una mera demostración de paciencia, sino un momento de exaltación, una concentración de todas las fuerzas del Nido, la rememoración de sus orígenes comunes y su historia compartida, la conciencia de su propio ser, los únicos que podían denominarse Reyes Sacerdotes en todo el universo.
Sarm había dicho que el Nido era eterno.
Pero en la plataforma a la que se acercaban esas criaturas doradas yacía la Madre, quizá ciega, casi insensible, el enorme y débil ser al que todos reverenciaban: una pobre criatura, pardusca, arrugada, el cuerpo enorme al fin agostado y vacío.
Pensé que se aproximaba la muerte de los Reyes Sacerdotes.
Traté de distinguir a Sarm y a Misk en las filas de doradas criaturas.
Una hora después, cuando me pareció que la ceremonia se aproximaba a su fin, los divisé casi al mismo tiempo.
Las filas de Reyes Sacerdotes se separaron para formar un corredor en mitad de la cámara, y por ese camino descendieron juntos Sarm y Misk.
Quizás fuera la culminación de la Fiesta de Tola, la entrega de Gur por los principales Reyes Sacerdotes, el Primogénito y el Quintogénito, Sarm y Misk.
Por supuesto, Misk no tenía la corona de hojas verdes ni colgaba de su cuello la cadena de minúsculas herramientas.
Si Sarm se sentía desconcertado de ver a Misk, a quien creía muerto, en todo caso no mostró signos de inquietud. Los dos Reyes Sacerdotes se aproximaron a la Madre, y observé que Misk se acercaba, adelantaba la boca al gran cuenco dorado sobre el trípode, y después se aproximaba a la Madre.
Entregó su Gur, con idéntica suavidad que habían demostrado quienes lo habían precedido, y después retrocedió.
Ahora Sarm, el Primogénito, se aproximó a la Madre y también él hundió las mandíbulas en el cuenco dorado y se acercó a la criatura inmóvil y apoyó suavemente las antenas sobre la cabeza de la Madre, y de nuevo ella se movió apenas, pero esta vez pareció que después de un primer contacto retraía las antenas.
Sarm acercó sus mandíbulas a la boca de la Madre, pero ella no alzó la cabeza.
Al contrario, desvió la cara. La música de olores se interrumpió bruscamente, y las filas de Reyes Sacerdotes se agitaron, como si un viento invisible hubiese pasado sobre las criaturas que ocupaban la cámara.
Eran muy evidentes los signos de consternación en las filas de Reyes Sacerdotes, el sobresalto que se manifestaba en las antenas, el movimiento de los apéndices, la tensión súbita de la cabeza y el cuerpo, las antenas dirigidas hacia la Plataforma de la Madre.
De nuevo Sarm acercó sus mandíbulas a la cara de la Madre, y nuevamente ella se apartó.
Había rehusado aceptar el Gur. Misk estaba cerca, el cuerpo completamente inmóvil.
Sarm retrocedió unos pasos. Parecía aturdido. Se hubiera dicho que toda su estructura larga, delgada y áurea, estaba estremeciéndose.
Entonces, sin la más mínima delicadeza, con inusitada tosquedad trató de acercarse otra vez a la Madre. Pero, antes siquiera de que él se acercase, ella de nuevo apartó la cabeza, esa cabeza antigua, pardusca y descolorida.
De nuevo Sarm se retiró.
Luego, con movimientos lentos Sarm se volvió hacia Misk.
Ahora ya no temblaba ni estaba conmovido; en cambio su cuerpo se irguió hasta alcanzar la altura máxima.
Ante la Plataforma de la Madre, enfrentando a Misk, tal vez medio metro más alto, Sarm se alzó en lo que parecía una terrorífica quietud.
Durante un momento las antenas de los dos Reyes Sacerdotes casi se tocaron, y después, las de Sarm se aplastaron contra la cabeza, y otro tanto hicieron las de Misk.
Casi simultáneamente emergieron las afiladas proyecciones de las patas delanteras.
Con movimientos lentos, los Reyes Sacerdotes comenzaron a describir círculos, en un rito quizá más antiguo que la propia Fiesta de Tola.
Con una velocidad que todavía ahora me parece casi inconcebible, Sarm se arrojó sobre Misk, y después de un momento de confusión los apéndices posteriores de ambas criaturas se entrelazaban, y los dos cuerpos iniciaban un lento movimiento de vaivén.
Conocía la extraordinaria fuerza de los Reyes Sacerdotes y comprendía perfectamente las tensiones y presiones que alentaban en los cuerpos de esas criaturas enlazadas, cada una de las cuales intentaba derribar a la otra para acabar con ella de una vez.
Sarm se desprendió, y de nuevo comenzó a describir un círculo. Mientras tanto Misk se volvió lentamente, contemplándolo, las antenas pegadas al cuerpo.
De pronto, Sarm atacó a Misk y descargó sobre él una de las proyecciones afiladas de las patas delanteras, y retrocedió de un salto, incluso antes de que yo alcanzara a ver la herida empapada de una sustancia verde en el costado izquierdo de uno de los grandes discos luminosos de la cabeza de Misk.
De nuevo Sarm cargó, y otra vez se formó una herida larga y humedecida con un líquido verde sobre el costado de la enorme cabeza dorada de Misk; nuevamente Sarm, que se movía con una velocidad increíble, se apartó antes de que Misk pudiese tocarlo.
Sarm atacó por tercera vez, y ahora se formó una herida en el costado derecho del tórax de Misk, cerca de uno de los nódulos cerebrales.
Misk parecía aturdido y sus movimientos eran lentos. Inclinó la cabeza, y pareció que las antenas se movían vacilantes, y se ofrecían al ataque de su adversario.
La secreción verde que fluía de las heridas de Misk se convertía en una costra sólida y verdosa que le cubría el cuerpo y le rodeaba las heridas.
Pensé que a pesar de su aparente debilidad, Misk en realidad había perdido muy escaso fluido corporal.
Cautelosamente, Sarm observó las antenas debilitadas y vacilantes de Misk. Después, pareció que una de las patas de Misk cedía bajo el peso del cuerpo y se doblaba a un costado. Supuse que en el frenesí de la batalla no había conseguido ver la herida en la pierna. Y supuse que Sarm opinó lo mismo.
Por cuarta vez Sarm se arrojó sobre su enemigo, la proyección afilada alzada para herir; pero esta vez Misk se enderezó repentinamente, apoyándose en la misma pierna que en apariencia ya no lo sostenía, y aplastó las antenas al costado de la cabeza un instante antes de recibir el golpe del filo de Sarm. Cuando Sarm al fin descargó la proyección afilada, encontró que su apéndice estaba aferrado por los tentáculos del extremo de la pata delantera de Misk.
Sarm tembló, y atacó con la segunda pata delantera, pero Misk la aferró con sus tentáculos, y de nuevo comenzaron a hamacarse y balancearse, porque Misk, que carecía de la velocidad de Sarm, había decidido que le convenía más la lucha cuerpo a cuerpo.
De pronto, con terrible fuerza, las mandíbulas de Misk se cerraron y describieron un movimiento primero a derecha y después a izquierda. Sarm cayó de espaldas, y cuando tocó el suelo, y las mandíbulas de Misk rozaron el grueso tubo que separaba la cabeza del tórax de éste —que en un humano hubiera representado el cuello— las mandíbulas de Sarm comenzaron a cerrarse.
En ese instante, vi las proyecciones afiladas desaparecer de los extremos de las patas delanteras de Sarm, éste plegó las patas delanteras contra el cuerpo y cesó su resistencia, e incluso movió la cabeza para ofrecer mejor el tubo que unía el tórax con la cabeza.
Las mandíbulas de Misk no continuaron cerrándose, y él permaneció inmóvil, como indeciso.
Podía matar a Sarm.
Por el traductor que colgaba del cuello de Sarm llegó una voz y una desesperada señal olorosa emitida por el Primogénito. El significado era muy claro: “Soy un Rey Sacerdote”.
Misk retiró las mandíbulas del cuello de Sarm, y retrocedió un paso.
No podía matar a un Rey Sacerdote.
Misk se apartó lentamente de Sarm, y con pasos lentos se aproximó a la Madre, ante la cual compareció, con grandes manchas de fluido verdoso coagulado que le cubrían las heridas del cuerpo.
Si le habló o ella lo hizo, en todo caso yo no pude percibir las señales.
Quizás, sencillamente, se miraron.
Yo tenía los ojos fijos en Sarm, que con movimientos lentos y apoyándose en los cuatro apéndices posteriores comenzaba a incorporarse. Vi horrorizado cómo se quitaba del cuello el traductor, y esgrimiéndolo como una maza corría hacia Misk y lo golpeaba perversamente, a traición.
Las patas de Misk cedieron lentamente, y el cuerpo se desplomó.
Ahora Sarm estaba detrás de Misk, y frente a la madre.
Percibí una señal de la Madre, y el sonido era apenas audible. Dijo:
—No.
Pero Sarm miró alrededor, contempló las hileras doradas de Reyes Sacerdotes inmóviles que lo miraban. Después, satisfecho, abrió las grandes mandíbulas y avanzó lentamente hacia Misk.
En ese instante, retiré de un puntapié la reja del tubo de ventilación, y emitiendo el grito de guerra de Ko-ro-ba salté a la Plataforma de la Madre, y un instante después estaba entre Sarm y Misk, blandiendo la espada.
—¡Alto, Rey Sacerdote! —grité.
Jamás un humano había pisado la cámara, y yo no sabía si estaba cometiendo sacrilegio; pero no me importaba, porque mi amigo corría peligro.
Un sentimiento de horror estremeció las filas de los Reyes Sacerdotes reunidos, quienes agitaron nerviosamente las antenas, y sus cuerpos dorados se estremecieron de cólera. No dudo que centenares conectaron al mismo tiempo sus traductores, porque en mi aparato comenzaron a resonar las amenazas y protestas:
—Tiene que morir. Mátenlo. Maten al mul.
Pero de pronto la propia Madre emitió nuevamente su negativa, y por todas partes surgió la sencilla expresión:
—No.
No era el mensaje de los Reyes Sacerdotes, sino el de la Madre que yacía pardusca y arrugada tras de mí:
—No.
Las hileras de Reyes Sacerdotes parecieron agitarse durante un instante presas de la confusión y la angustia; y por extraño que parezca, se mantenían tan inmóviles como siempre, como si fueran estatuas doradas, mirándome.
Del traductor de Sarm llegó un mensaje:
—Morirá —dijo.
—No —insistió la Madre.
—Sí —dijo Sarm—, morirá.
—No —dijo la Madre, y el mensaje brotó nuevamente del traductor de Sarm.
—Soy el Primogénito.
—Soy la Madre.
—Hago lo que quiero —afirmó Sarm.
Miró alrededor, y contempló las hileras de Reyes Sacerdotes silenciosos e inmóviles, y nadie se opuso. Ahora, hasta la propia Madre guardaba silencio.
—Hago lo que quiero —repitió el traductor de Sarm. Sus antenas se volvieron hacia mí, como si intentara reconocerme. Examinaron mi túnica, pero no encontraron marcas olorosas.
—Usa tus ojos —le dije.
Los discos dorados de la gran cabeza globular parecieron parpadear y se fijaron en mí.
—¿Quién eres?
—Soy Tarl Cabot, de Ko-ro-ba.
Las proyecciones afiladas de Sarm emergieron malignamente, y así permanecieron.
Había visto actuar a Sarm, y sabía que su velocidad era increíble. Confiaba en que lograría ver a tiempo la dirección de su ataque. Pensé que apuntaría a mi cabeza o a mi cuello, porque eran los lugares que tenía más cerca.
—¿Cómo es posible —preguntó Sarm— que te hayas atrevido a venir aquí?
—Hago lo que quiero —dije.
Sarm se irguió. No había retraído las proyecciones afiladas
—Parece que uno de nosotros debe morir —afirmó Sarm.
—Quizás.
—¿Y el Escarabajo de Oro? —preguntó Sarm.
—Lo maté —dije— Ven, luchemos.
Sarm retrocedió un paso.
—No está bien —dijo repitiendo lo que siempre había oído decir a Misk—: es un grave delito matar al Escarabajo de Oro.
—Está muerto —dije—. Vamos, luchemos.
Sarm retrocedió otro paso.
Se volvió hacia uno de los Reyes Sacerdotes. —Traedme un tubo de plata.
—¿Un tubo de plata para matar a un mul? —preguntó el Rey Sacerdote.
—Fue sólo una broma —explicó Sarm al Rey Sacerdote, que en lugar de contestar se limitó a mirarlo.
Sarm volvió a hablarme.
—Es un grave delito amenazar a un Rey Sacerdote —dijo—. Te mataré enseguida, porque de lo contrario tendré que enviar a un millar de muls a las cámaras de disección.
—Si estás muerto —pregunté— ¿cómo los enviarás a las cámaras de disección?
—Es delito matar a un Rey Sacerdote —insistió Sarm.
—Pero tú quisiste matar a Misk.
—Es traidor al Nido —arguyó Sarm.
—Sarm —repliqué— es el traidor al Nido, porque este Nido morirá, y él no permitió que se fundase otro.
—El Nido es inmortal —afirmó Sarm.
—No —intervino la Madre.
De pronto, con velocidad incalculable, la proyección afilada de Sarm cayó sobre mi cabeza. Apenas la vi llegar, pero un instante antes había visto que le temblaba una fibra del hombro, y comprendí que había transmitido la señal de atacar.
Cuando el filo de Sarm estaba todavía a menos de un metro de mi cuello encontró el acero centelleante de una espada goreana que antes ya había estado en el sitio de Ar, que había enfrentado y vencido al acero de Pa-Kur.
Un chorro horrible de fluido verdoso me bañó la cara y salté a un costado; con el mismo movimiento sacudí la cabeza y con el dorso de la mano me froté los ojos.
Un instante después estaba otra vez en guardia, pero vi que ahora Sarm se hallaba a diez o más metros de distancia y se revolvía lentamente en lo que sin duda era una primitiva danza de agonía. Alcancé a percibir los intensos y extraños olores del dolor.
A un costado yacía la proyección afilada, al pie de uno de los estrados de piedra donde se alineaban los Reyes Sacerdotes.
Varios Reyes Sacerdotes, que estaban detrás de Sarm, comenzaron a avanzar.
Alcé el filo de la espada, dispuesto a morir con honor. Pero detrás de mí percibí algo.
Mirando por encima del hombro, vi la figura dorada de Misk, que se había incorporado.
Apoyó en mi hombro una pata delantera. Miró a Sarm y a sus aliados y las grandes mandíbulas laterales se abrieron y cerraron una vez.