Los rojos Redmayne (28 page)

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Authors: Eden Phillpotts

BOOK: Los rojos Redmayne
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»¿Y qué pasará dentro de poco si no lo capturan y lo cuelgan? Matará a Albert, y quizá también me matará. Luego huirá con Joanna. Y le digo lo siguiente, Brendon: cuanto antes se la lleve, mejor, con tal de que me deje solo. ¿Palabras horribles? Sí, horribles; pero perfectamente ciertas, como muchas cosas horribles.»

—¿Supone usted sinceramente que yo, que conozco a su mujer, voy a creer esa grotesca historia?

—No me importa que la crea o no. Enfádese cuanto quiera. Si vamos a ver, yo también siento ira. Una nueva ferocidad se insinúa en mí. Cuando se vive junto a un lobo, pronto se aprende a aullar..., por eso doy aullidos en secreto, se lo aseguro. Pronto aullaré, para que todos me oigan. De modo que ahora sabe usted lo que me ocurre. Estoy al margen de los secretos que ella esconde y no tengo el menor deseo de conocerlos, salvo en lo que puedan afectarme personalmente. Si ella me da varios miles de libras y me deja desaparecer de su vida, lo haré encantado. No me casé con ella por su riqueza; pero, puesto que el amor ha muerto, no desdeñaré un poco de dinero que me ayude a empezar a trabajar en Turín. Entonces ella quedará libre como el aire. A usted le conviene arreglar este trato.

Brendon no prestaba crédito a sus oídos; pero, al parecer, el italiano hablaba muy en serio y continuó con la charla un rato. Luego, mirando su reloj, declaró que era hora de regresar.

—El barco llega pronto —dijo—. Me voy y espero no haberme equivocado al confiarme a usted. Medite sobre la mejor forma de ayudarme y de ayudarse. No sabría decirle lo que ella siente ahora por usted. Tal vez llegue su turno. Así lo espero. No soy celoso. Pero esté sobre aviso. Ese hombre rojo... no es amigo de usted ni mío. Nuevamente se ha puesto usted a perseguirlo. Muy bien. Pero si lo encuentra, cuide su pellejo. Aunque, a decir verdad, nadie puede proteger su vida contra el destino. Nos veremos a la hora de cenar.

Se alejó con paso elástico, tarareando una canción italiana y desapareció rápidamente. Brendon, anonadado por tan extraña conversación, permaneció una hora sentado, inmóvil y absorto en sus pensamientos. A duras penas conseguía abrirse paso entre lo que parecía ser una selva de flagrantes mentiras. Pero en tanto que otro hombre hubiera procurado descubrir el propósito recóndito de aquella diatriba, reflexionando sobre el objeto perseguido por Doria al elegirle como confidente, Brendon, aunque rápido en calificar de falso y vil el ataque a Joanna, no vaciló en admitir lo que su deseo lo impulsaba a creer. Separando el grano de la barcia, se dejó guiar por su pasión y lo único que vio fue que la mujer de Giuseppe quedaría libre. Pero no podía imaginarla falsa. Desdeñó la deplorable descripción hecha por el italiano y creyó adivinar que el propósito de éste era hundir a Joanna, acusándola de crímenes cometidos por él. La impresión que tenía de Doria se confirmó; y desde aquel momento tuvo, como Peter Ganns, la convicción de que el italiano conocía los propósitos del fugitivo y lo ayudaba a cumplirlos. Pero su espíritu caía otra vez en el error de apartar y elegir. Olvidaba que Ganns también le había indicado (aunque con palabras más suaves que las empleadas por Doria) que no confiara en Joanna. Por el momento confiaba en ella como en sí mismo; y esto significaba desconfiar de su marido.

Reflexionó sobre la forma en que procedería en el futuro inmediato; y, poco después, se dirigió hacia la zona donde Robert Redmayne había sido visto con mayor frecuencia. Enterados de varias apariciones del prófugo, antes del regreso de Ganns a Inglaterra, habían llegado a la conclusión de que aquél se escondía en lo alto de la montaña en alguna fortaleza y que vivía en compañía de montañeses que hacían carbón de leña. Brendon sentía la necesidad de comprobar esta teoría y estaba decidido a hallar, si era posible, la guarida del hombre rojo.

No esperaba, sin embargo, poder hacerlo solo. Se proponía, en adelante, vigilar a Doria y descubrir de quién era cómplice. En esa forma mataría dos pájaros de un tiro, simplificando las cosas para cuando regresara Peter Ganns.

Siguió ascendiendo con paso firme; y, después de un trecho, se sentó a descansar sobre una alta y pequeña meseta donde crecían, entre las hierbas de la montaña, lirios del valle y blancas rosas silvestres. Se sentó, encendió un cigarrillo y despreocupadamente se puso a observar los barcos que se deslizaban allá abajo como insectos acuáticos sobre la reluciente superficie del lago; luego detuvo la mirada en un zorro que tomaba el sol sobre una piedra; finalmente juntó un ramo de fragantes lirios del valle con la intención de ofrecérselo a Joanna aquella noche, a la hora de la cena en «Villa Pianezzo». Pero las flores nunca llegaron a manos de Mrs. Doria.

Al enderezarse, después de su inocente pasatiempo, Marc advirtió que era observado por alguien y, de pronto, se halló frente a frente con el hombre que buscaba. Una distancia de treinta metros lo separaba de Robert Redmayne; el misterioso personaje se hallaba de pie, detrás de las ramas de un arbusto que le llegaba al pecho. Estaba sin sombrero y lo miraba por encima del matorral; el sol brillaba en su ígnea cabellera y en su rojizo bigote. No había confusión posible; y Brendon, regocijándose ante la idea de que la luz del día le permitiría, por fin, luchar contra él, arrojó al suelo el ramo y se abalanzó en dirección al hombre rojo.

Pero, al parecer, éste no deseaba una proximidad mayor. Giró sobre sus talones y corrió hacia una salvaje región de piedras y pajonales que se extendía al pie de los últimos precipicios de la montaña. Directamente hacia aquella escarpa, como si conociese algún secreto conducto por donde podía escapar, el hombre rojo corría y avanzaba con velocidad sorprendente. Pero Marc ganaba terreno. Se esforzaba, con toda la rapidez de que era capaz, en alcanzar al otro, y luchar con la fuerza necesaria para vencerlo y apresarlo.

Pero no pudo hacerlo, porque cuando se encontraba a menos de veinte metros del fugitivo, avanzando con menor celeridad a causa del suelo rocoso, vio que, de pronto, Robert Redmayne se detenía y se volvía hacia él empuñando un revólver. El destello del sol en el arma y la detonación fueron simultáneas. Marc Brendon abrió los brazos y cayó de bruces; un convulsivo temblor sacudió sus miembros y quedó inmóvil. Sólo habían transcurrido cinco minutos desde el encuentro y la persecución hasta el desenlace; y mientras uno de los hombres, jadeante después del esfuerzo, se acercaba para cerciorarse de que su víctima no daba señales de vida, el otro, con la cara hundida entre las flores alpinas, permanecía donde había caído, con los brazos abiertos, los puños apretados y el cuerpo inerte, mientras la sangre manaba de su boca.

El vencedor tomó nota, minuciosamente, del sitio en que se encontraba y, extrayendo un cuchillo, hizo una señal en el tronco de un árbol joven que se levantaba a poca distancia de su víctima. Luego desapareció, y la paz reinó sobre el caído. Tan inmóvil yacía, que un zorro, despertando de su siesta, asomó su hocico negro detrás de una roca y olfateó el aire; pero no se fió de las apariencias; después de contemplar el cuerpo yacente, levantó la cabeza, lanzó un gruñido indeciso y se alejó al trote. Desde arriba, un águila divisó también al hombre caído; pero volvió a elevarse rápidamente hacia la cima de la montaña y desapareció. El lugar era solitario. No obstante, a menos de cien metros corría un sendero por el cual transitaban a menudo los carboneros y sus mulas cuando bajaban al valle.

Pero nadie apareció; el sol giró hacia el Oeste y la fresca sombra de la montaña empezó a proyectarse sobre el pequeño desierto que había debajo. Pasaron aquella zona, resonaron, muy cerca, extraños ruidos y el sonido intermitente de algo metálico que golpeaba la tierra. El ruido procedía de detrás de una roca que levantaba su mole gris sobre un arbusto de enebro; y allí, mientras la pulida superficie de la piedra empezaba a relucir, blanquecina bajo la claridad de la luna que en aquel instante aparecía, la luz vacilante de una linterna revelaba la presencia de dos sombras ocupadas en excavar un hoyo oblongo. Hablaban entre dientes y se turnaban en el trabajo. Luego, una de las sombras dio varios pasos y, orientándose, proyectó la luz de la linterna sobre el tronco del árbol marcado y avanzó hacia un bulto oscuro e inmóvil caído en el suelo.

Reinaba un silencio infinito. Arriba, cerca de la cima de la montaña, brillaba el resplandor rojizo del fuego de algún horno de carbón de leña. Abajo, hacia el Este, sólo se veía la meseta que llegaba hasta un borde escabroso, porque las laderas de los montes interceptaban la visión del lago. En aquella altura no bailaban las luciérnagas; pero no faltaba música, porque un ruiseñor lanzaba sus trinos desde un frondoso mirto que se elevaba a diez metros escasos del lugar donde se hallaba el cuerpo inmóvil.

La sombra se aproximó y al distinguir el bulto que buscaba se adelantó resueltamente. Se proponía enterrar a la víctima (que había atraído hasta allí para quitarle la vida) y borrar cualquier rastro que hubiera en el lugar donde yacía. Se inclinó, deslizó las manos debajo de la chaqueta del hombre inmóvil, y al emplear toda su fuerza para levantarlo ocurrió una cosa extraña y horrible. Entre sus manos el cuerpo se deshizo y cayó en pedazos. La cabeza rodó hacia un lado; el tronco se desmembró, y la sombra cayó de espaldas, izando en el aire un torso amorfo. Al desplegar el impulso necesario para mover un peso grande, no había hallado resistencia, y ahora sostenía una chaqueta rellena de hierba.

Se puso inmediatamente de pie, temiendo una emboscada; pero el asombro le desató la lengua.


Corpo di Bacco!
—exclamó, y el tono aterrorizado de su exclamación repercutió en los peñascos y en los oídos de su cómplice.

Pero ninguna respuesta lo detuvo; ningún disparo sonó que impidiera su avance. Se alejó a la carrera, escabullándose y saltando como un gamo para escapar al balazo esperado y desapareció detrás de la roca. Ninguno de los dos cómplices tardó en alejarse... A los pocos segundos se oyó el eco entremezclado de sus pasos que se alejaban en precipitada huida; luego, el rumor fue desvaneciéndose paulatinamente y volvió a reinar el más completo silencio.

Nada ocurrió durante diez minutos. Transcurrido este tiempo, surgió, de una cueva situada a menos de quince metros del desplazado maniquí, una figura blanca como la nieve a la luz de la luna. Era Marc Brendon. Se acercó a la trampa armada por él, sacudió su chaqueta para quitar la hierba que había en su interior, levantó su sombrero, que cubría una bola de hojas, y, después de vaciar el relleno de paja que contenían, se puso los pantalones. Su actitud era fría y tranquila. Había descubierto más de lo que esperaba, porque la sobresaltada exclamación que había oído revelaba a las claras la identidad de uno de los sepultureros: Giuseppe Doria había ido allí a trasladar el cadáver y era más que probable que su acompañante no fuera otro que el hombre que había intentado asesinar a Marc.


Corpo di Bacco
, quizá; pero no
corpo di Brendon
, mi amigo —murmuró para sí.

Luego se dirigió hacia el Norte, atravesó un espeso matorral que cercaba la meseta y llegó a un sendero de mulas, distante casi dos kilómetros, que había descubierto antes del anochecer. Conducía a Menaggio a través de bosques de castaños.

Relataremos brevemente las actividades del detective, desde el momento en que, desplomándose de bruces, dio la impresión de que no se levantaría ya.

Cuando su enemigo se detuvo y le disparó el arma a quemarropa, la bala pasó a dos centímetros de la oreja de Brendon. En ese instante, e! recuerdo de una experiencia análoga cruzó por la mente del detective y lo impulsó a proceder en la misma forma.

En una ocasión anterior, habiéndose salvado, por muy poco, de un disparo, simuló haber recibido el impacto y cayó, al parecer sin vida, a quince metros de un célebre malhechor. El ardid surtió efecto; el bandido se acercó sigilosamente, dispuesto a gozar de su triunfo sobre un viejo adversario y cuando se inclinó para examinar el supuesto cadáver, Brendon, de un certero disparo, terminó con él. Tampoco podía arriesgarse esta segunda vez, mientras su enemigo tuviese en la mano un revólver cargado, y optó por arrojarse al suelo. Su idea era tentar al hombre rojo a fin de que se acercara y, si era posible, arrebatarle el revólver antes de que estuviera en condiciones de volver a disparar.

Pero sufrió una desilusión, porque su agresor, al ver que caía de bruces y que la sangre manaba de su boca, tuvo evidentemente la seguridad de que había cumplido su propósito. Durante un rato Brendon simuló estar muerto y, cuando se convenció de que su atacante había partido, se levantó sin otras heridas que varias magulladuras en la cara, una fuerte mordedura en la lengua y rasguños en una de las piernas.

Sopesó en todos sus aspectos la situación creada y dedujo que los culpables de su supuesta muerte buscarían, sin pérdida de tiempo, la ocasión de suprimir las pruebas del crimen. La marca en el árbol, que pronto descubrió, confirmó sus suposiciones. Nadie había visto jamás a una víctima de Robert Redmayne y era poco probable que hiciera una excepción con la última. Pensó que, hasta la noche, nadie lo incomodaría. Regresó, por tanto, al punto de donde había partido, encontró el paquete de comida y el frasco de vino tinto que había dejado allí.

Después de comer y mientras fumaba su pipa, trazó su plan. Poco después volvía al terreno rocoso situado al pie de la escarpa donde había simulado, con tanta realidad, estar muerto. No se proponía efectuar una detención; después de fabricar una efigie de sí mismo, rellenando sus pantalones y su chaqueta para que dieran la impresión de que cubrían un cuerpo humano y engañaran a cualquiera que llegara en la oscuridad en busca de su cadáver, Brendon halló un escondite lo suficientemente cercano como para observar lo que pudiera acontecer. Esperaba el regreso de Redmayne y estaba seguro de que no volvería solo. Quería descubrir la identidad del cómplice y, por lo menos, comprobar si Joanna tenía razón cuando se refería a la perversidad de su marido, o si era justa la acusación de Doria al afirmar que su mujer estaba en connivencia con el fugitivo. Era imposible que ambos dijesen la verdad.

Con profunda satisfacción oyó, de pronto, la voz de Giuseppe y experimentó un sombrío placer al advertir el sobresalto del italiano y al verlo huir, grotesca y precipitadamente, agachándose a fin de eludir un esperado disparo de revólver.

Brendon sacó muchas conclusiones de la aventura y su primer impulso fue detener a Doria a la mañana siguiente; pero no tardó en dominar su deseo. Una estrategia más segura se le presentaba. Abandonando su ambición primera —encerrar bajo llave al marido de Joanna— orientó su mente hacia un concepto más profesional. Pensaba, no obstante, que Giuseppe podía tomar la iniciativa, privándolo de la oportunidad de vigilar mejor sus procederes; y aquella noche, mientras procuraba conciliar el sueño pese al dolor de su pierna y de su boca, trató de considerar la situación desde el punto de vista de Doria. Por el momento, estas reflexiones fueron un consuelo para él.

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