Los rojos Redmayne (30 page)

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Authors: Eden Phillpotts

BOOK: Los rojos Redmayne
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—No deje de alabar la vida conyugal, Brendon —le dijo—; pero... permanezca soltero. La paz, amigo mío, es la felicidad más grande y rara que existe.

Pasaron los días y, de pronto, sin previo aviso, aparecieron de vuelta Albert Redmayne y el norteamericano. Llegaron a Menaggio algo después del mediodía.

Albert estaba de excelente humor y encantado de hallarse de nuevo en su casa. Nada sabía de las actividades de Peter y nada le importaban. Había pasado en Londres los días de su permanencia en Inglaterra, reanudando relaciones con coleccionistas de libros y examinando muchos objetos de precio, sorprendido y satisfecho de su energía física y de su ánimo emprendedor.

—Soy aún muy fuerte, Joanna —dijo—. He desplegado enorme actividad física y mental, y no he avanzado tanto como creía en la pendiente de la vejez, que termina en el Leteo.

Comió abundantemente y luego, pese a la larga noche de tren, insistió en tomar un bote y cruzar el lago hasta Bellagio.

—Traigo un regalo para Virgilio —dijo—, y no podré dormir hasta oír su voz y estrechar su mano.

Ernesto fue en busca de un barquero. Minutos más tarde, la embarcación esperaba al pie de los escalones que descendían hasta el lago desde las habitaciones privadas de Albert. Éste se alejó en el bote, y Brendon, que se hallaba de visita en «Villa Pianezzo» en el momento de la imprevista llegada de Albert Redmayne y Ganns, supuso que tendría unas horas de conversación reservada con este último. Pero el viajero estaba fatigado, y después de saborear tres vasos de vino blanco y una exquisita tortilla cocinada por Assunta, declaró que se retiraría a dormir hasta que su naturaleza no le exigiera más descanso.

Habló en presencia de Giuseppe; pero dirigió sus observaciones a Brendon.

—Tengo mucho sueño atrasado —dijo—. Ignoro si he conseguido algo con mis averiguaciones. Hablando con franqueza, lo dudo. Mañana conversaremos, Marc; y tal vez Doria recuerde algunos sucesos de «El nido del cuervo» que puedan ayudarme. Pero hasta que haya dormido no serviré para nada.

Al rato se retiró, llevando en la mano su libreta; mientras Brendon, prometiendo regresar a la mañana siguiente después del desayuno, se dirigió con paso lento a la barraca de los gusanos de seda, donde hasta la última larva había terminado de tejer su áurea vestidura. No se sentía deprimido por el tono cansado de la voz de Peter, ni por su desalentadora y breve declaración; porque, mientras hablaba, Ganns había desvirtuado su pesimismo con un guiño lleno de intención que Doria no había visto. Era evidente que no deseaba comunicar sus descubrimientos a Giuseppe..., si es que los había; y esto interesaba tanto más a Marc cuanto que, hasta aquel momento, Peter ignoraba su aventura en el Griante. No se la había comunicado por escrito, porque no quería distraer a Ganns de sus actividades.

Al día siguiente, el fatigado era Albert Redmayne. Después de dormir toda la noche decidió quedarse en cama veinticuatro horas. No obstante, parecía tener ocupación para todos sus huéspedes. Pidió a Doria que fuese a Milán, con encargos para varias librerías de viejo y envió a Joanna a Varenna con un regalo para una persona amiga.

Brendon comprendió que había sido planeado el alejamiento, durante algunas horas, del matrimonio Doria; pero no descubrió si Giuseppe había adivinado tal intención. En cambio, Joanna no tenía la menor sospecha al respecto, porque había aceptado con gusto la visita a Varenna; la amiga de su tío era una viuda a quien conocía y estimaba.

Brendon llegó a «Villa Pianezzo» en el preciso instante en que ambos salían a cumplir sus misiones respectivas, y él y Peter los acompañaron hasta el embarcadero y los vieron partir en distintos barcos.

Pero este arreglo no parecía satisfacer totalmente a Ganns. La actitud del norteamericano era misteriosa.

—Si ese barco no hiciera escalas hasta llegar a Como, no habría motivo para preocuparse —dijo—; pero como las hace, y Doria puede desembarcar en cualquiera de ellas y regresar dentro de una hora, será mejor que volvamos junto a Albert.

—Estará durmiendo y podremos charlar sin que nos interrumpan —observó Marc.

Pronto se hallaron en «Villa Pianezzo», sentados a la sombra, en un banco del jardín, desde donde veían la entrada; después de extraer su libreta del bolsillo, Peter aspiró una buena toma de rapé, colocó su cajita de oro en una mesita que tenían delante y se volvió hacia Brendon.

—Hable usted primero —dijo—; necesito saber tres cosas: ¿Ha visto usted al hombre rojo? ¿Qué piensa de Doria? ¿Qué piensa de su mujer? Es inútil que le pregunte si encontró el diario de Benjamin, porque estoy absolutamente seguro de que no fue así.

—No lo encontré. Le pedí a Joanna que lo buscara y me propuso que la ayudara a hacerlo. Por lo demás, he visto a Robert Redmayne (porque, sin temor a equivocarme, podemos dar este nombre al desconocido) y he llegado a una conclusión muy definitiva en lo concerniente a Giuseppe Doria y a la desventurada mujer que es actualmente su esposa.

La sombra de una sonrisa se esbozó en las abultadas facciones de Peter Ganns.

Movió la cabeza en señal de asentimiento, y Marc continuó su relato, empezando por la aventura de la montaña. No omitió detalle, y repitió palabra por palabra su conversación con Doria; explicó luego que éste había ido a reunirse con Joanna, porque ambos se proponían realizar una excursión a Colico; refirió la sorpresa que había tenido algo más tarde, y cómo había escapado a la muerte. Habló del tiro que le habían disparado, de la forma en que se había dejado caer al suelo, esperando tentar a su adversario a que se acercara, de la rápida desaparición de éste, del maniquí que después había fabricado, y de su comprobación de que Giuseppe Doria había ido allí con el propósito de enterrar el supuesto cadáver.

Describió la huida de Giuseppe y Robert Redmayne al descubrir su ardid; luego se refirió a su decisión de contarle la aventura al italiano a fin de que éste no adivinara que conocía la parte que había desempeñado en ella; habló también de su regreso (al día siguiente) al lugar del suceso, en compañía de los Doria, y del hallazgo de la fosa vacía rodeada por huellas dejadas por botas características de los montañeses. Añadió que, cuatro días después, Joanna le confió que había visto a un hombre de aspecto parecido al de su tío, pero que, como era de noche, no podía jurar que se tratara de él; no obstante, tenía la íntima convicción de su identidad. El hombre se hallaba de pie a menos de doscientos metros de «Villa Pianezzo», en un sendero que bajaba de las montañas, y cuando ella se acercó, giró sobre sus talones y desapareció en un santiamén.

Peter prestó profunda atención al relato y no ocultó la satisfacción que le causaba.

—Me alegro mucho por dos razones —dijo—. Primero, porque usted, muchacho, continúa en el mundo de los vivos, gracias a que cierta y determinada bala pasó junto a su oreja en lugar de detenerse en su ancha frente; y, segundo, porque lo que me ha contado refuerza y hasta cierto punto confirma el argumento que le expondré más tarde. Su ardid fue muy ingenioso, aunque yo hubiera procedido en forma algo distinta. Pero es innegable que se mostró usted muy listo. Por otra parte, hacer confidencias a Doria sobre lo ocurrido está a la altura de nuestras mejores tradiciones. No nos detengamos en el concepto que tiene usted de Giuseppe. Sólo me falta escuchar la opinión que le merece la bonita Mrs. Doria.

—-Mi opinión sobre esa mujer maravillosa y valiente no ha cambiado —contestó Brendon—. Es víctima de un odioso matrimonio y temo que su situación empeore antes de poder mejorar. Es recta y sincera, Ganns; pero está enterada de que su marido es un pícaro.

»No necesito decirle que ni siquiera le he insinuado la verdad: es, en cierto modo, leal con Giuseppe, trata de no mostrar sus sufrimientos y sospechas; pero no simula ser feliz, y tampoco hace creer que Doria es un buen marido, o una buena persona. Sabe que no conseguiría engañarme. No ha hecho más que desear el regreso de usted, y me pregunto si no sería cuerdo confiar en ella. Si supiera lo que nosotros sabemos ahora, indudablemente vería más claro, y nos revelaría muchas cosas. En cuanto a su buena fe y honor, no los pongo en tela de juicio.»

—Bien..., así sea. Lo he escuchado; ahora escúcheme usted a mí. Estamos asistiendo a una maravillosa representación, Marc. Es un caso que cuenta con números estupendos... algunos de ellos únicos, hasta para mi experiencia. Sin embargo, como la historia se repite, es posible que hayan existido sinvergüenzas mayores que nuestro ilustre desconocido..., pero no muchos, seguramente.

—¿Más sinvergüenzas que Robert Redmayne?

Peter hizo una pausa antes de proseguir su breve disposición. Tomó rapé, cerró los ojos y continuó hablando.

—¿Por qué repite como un loro «Robert Redmayne», muchacho? Piense un minuto en lo que le han dicho sobre este asunto y sobre las falsificaciones en general. Se puede falsificar todo cuanto ha hecho el hombre y algunas cosas hechas por Dios. Puede falsificarse un cuadro, un sello de correos, una firma, una impresión digital; y nuestras mentes humanas, acostumbradas a los cuadros, los sellos y las impresiones digitales se dejan engañar fácilmente por las apariencias y pocas veces poseen la necesaria pericia para reconocer una falsificación cuando están frente a ella. Ahora estamos tratando con individuos que han «falsificado» una personalidad humana, pues a eso se reduce el hombre rojo.

»¿No hizo usted algo análogo la semana pasada? ¿No se "falsificó" a sí mismo y se dejó caer al suelo, como muerto? No podemos jurar que el verdadero Robert Redmayne haya perdido la vida, aunque, en lo que me concierne, estoy dispuesto a probar que sí; pero estoy seguro de lo siguiente: el hombre que disparó contra usted y huyó no era Robert Redmayne.»

—Recuerde que me conoce, Ganns —objetó Brendon—. Lo vi y hablé con él junto a la charca de la cantera de Foggintor, antes del crimen.

—¿Y qué importancia tiene eso? Nunca volvió a hablar con él; y, lo que es más, no volvió a verlo desde entonces. Lo que vio era una falsificación. Un falsario lo miró a usted cuando regresaba a Dartmouth a la luz de la luna. Un falsario robó la comida en la alquería, vivió en la caverna y degolló a Benjamin Redmayne. Un falsario trató de matarlo a usted de un tiro que felizmente no dio en el blanco.

Ganns aspiró una nueva toma de rapé y siguió hablando.

Pero como sus deducciones pertenecen a la terrible culminación de este enigma, y no pueden aún ser relatadas aquí en toda su significación, nos limitamos a decir que Brendon sintió que su cerebro daba vueltas ante la hipótesis que le exponía su interlocutor; hipótesis a la cual no habría prestado el menor crédito si otro que no fuese el célebre Ganns se la hubiera expresado.

—Y escuche bien lo siguiente —dijo, al terminar Peter, que había hablado sin interrupción durante dos horas—; no afirmo que estoy en lo cierto. Sostengo únicamente que, por descabellada que parezca mi teoría, ajusta bien y construye una historia lógica, aun cuando supere todo lo que hemos conocido hasta ahora. Lo que supongo puede haber sucedido; y si no ocurrió así, no sabría decir, aunque me mataran, cómo ocurrió, ni lo que ocurre en este momento. Si mis conjeturas son ciertas, la cosa en sí es horrible; pero desde el punto de vista profesional, es algo magnífico, como pueden serlo el cáncer, una batalla, o un terremoto colocados en una categoría fuera de lo humano.

Brendon tardó en contestar; su rostro traslucía las diversas y punzantes emociones que lo atormentaban.

—No puedo creer lo que me dice —replicó por fin con voz que indicaba la medida de su asombro y su desconcierto mental—; pero cumpliré sus órdenes al pie de la letra. Puedo y, evidentemente, debo hacerlo.

—Así me gusta, muchacho. Y ahora le propongo que comamos algo. ¿Ha comprendido bien? Recuerde que la hora es muy importante.

Marc consultó su libreta, en la que acababa de hacer copiosos apuntes, asintió con la cabeza y la cerró.

De pronto, Ganns se echó a reír. La libreta de su colega le traía algo a la memoria.

—Ayer por la tarde me ocurrió una cosa curiosa que había olvidado —dijo—. Me acosté y dejé mi libreta en la mesilla de noche; al rato un visitante entró en el cuarto. Estaba dormido; pero ni en el más pesado de mis sueños se me pasa por alto el zumbido de una mosca que roza el vidrio de una ventana. Acostado de cara a la puerta, oí un levísimo ruido y levanté un párpado. Se abrió la puerta y Doria asomó la nariz. Aunque la persiana estaba baja, había luz suficiente y Giuseppe divisó mi vademécum colocado, a cincuenta centímetros de mi cabeza, sobre la mesilla de noche. Se acercó, silencioso como una araña y le permití que llegara a menos de un metro. Entonces bostecé y me moví. Huyó como un mosquito, y media hora más tarde oí que se acercaba nuevamente. Me levanté, y no hizo más que escuchar desde el lado de fuera. Necesitaba con urgencia esa libreta... ¡vaya si la necesitaba con urgencia!

Durante dos días Ganns se dedicó al descanso, y la tarde del tercero invitó privadamente a Doria a salir de paseo con él.

—Deseo preguntarle varias cosas —expresó—. Usted partirá primero y yo después; es mejor que nadie se entere de nuestra salida. Usted conoce el rincón de la montaña que prefiero. Nos encontraremos allí..., digamos a las siete.

Giuseppe aceptó con alegría.

—Iremos hasta la
Madonna del far niente
—dijo; y a la hora convenida, Peter lo halló en el lugar de la cita. Ascendieron juntos la montaña: el detective pidió a Doria que colaborase con él.

—Aquí entre los dos —le dijo—, le confieso que no estoy muy satisfecho con los resultados de esta investigación. Brendon es un excelente muchacho y tan buen detective como los mejores que he encontrado en mi larga carrera. A veces es bastante listo..., como cuando fingió estar muerto allí en la cima; pero ¿de qué sirve planear la trampa para luego no ver al hombre? Esto no me habría ocurrido a mí. A usted tampoco. Hablando sin ambages, hay algo que se interpone entre Marc y su trabajo, y me agradaría saber la opinión que tiene de él, puesto que es usted hombre sagaz y testigo independiente. Ha tenido muchas oportunidades de estudiarlo; por tanto, le ruego que me diga lo que piensa. Estoy harto de andar dando vueltas como un tonto alrededor de este asunto... y, lo que es peor, pasando por tonto.

—Marc está enamorado de mi mujer —contestó francamente Giuseppe—. Esto es lo que le ocurre. Y, como en este caso no confío en Joanna y sigo creyendo que conoce mejor que nadie detalles del hombre rojo, opino que mientras ella tenga engañado a Brendon, éste no le prestará a usted ninguna ayuda.

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