Los rojos Redmayne (37 page)

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Authors: Eden Phillpotts

BOOK: Los rojos Redmayne
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»No es necesario que detalle mi plan original; cualquier lector dotado de imaginación advertirá que Benjamin Redmayne hubiera estado muy pronto en mi poder y que poco me hubiese costado deshacerme de él. Pero, en el transcurso de la quincena anterior a mi traslado a "El nido del cuervo", la llegada de Robert Redmayne cambió las cosas. Aunque parezca extraño, mi mujer había estado la víspera a punto de conseguir que no fuese a cumplir mi compromiso con Benjamin. Había sabido que Robert se hallaba en Paignton, y el peligro de un encuentro con él (la posibilidad de que visitara a su hermano y me reconociera) era demasiado grande. Por tanto, casi había abandonado el papel de "Giuseppe Doria", cuando Robert llegó a Princetown y nos reconciliamos con él. Entonces Joanna, a quien corresponde la gloria de esta etapa —¡mi fiel, mi admirable Joanna!—, entrevió la brillante ocasión que se nos ofrecía. Estudiamos los pormenores con minuciosa precaución; previmos y calculamos los azares y riesgos.

»El hecho de que, en cualquier momento, Robert Redmayne visitara a Benjamin hacía que el personaje de "Doria" constituyese un peligro; porque pese a la escasa percepción de Robert —era un tonto ruidoso y fácil de engañar— estaba pendiente de la probabilidad de que me reconociera. Y más aún después de haber reanudado nuestra antigua amistad. Había una solución; si Robert Redmayne era reducido a silencio, si desaparecía, podría interpretar tranquilamente el papel de "Giuseppe Doria" en casa del viejo marino.

»De esta decisión, impedir que Robert visitara a Benjamin, nació la forma fatal de conseguirlo. Una semana antes de que muriera Robert Redmayne, habíamos planeado las etapas de nuestro itinerario.

»¿Cuál fue el primer paso? ¡La súplica que me hizo Joanna de que me afeitase la barba! Me lo rogó reiteradamente y pidió a Robert que la apoyase. Me opuse a complacerlos hasta la mañana de la fecha señalada para su muerte. Aparecí sin barba, y ambos me felicitaron. Hicimos otros pequeños preparativos. Días antes mi mujer había ido a Plymouth con su tío, en la motocicleta; en cierto momento se separó de él para efectuar varias compras, adquirió en la tienda de artículos teatrales Burnell una peluca roja de mujer. De vuelta a casa la convirtió en peluca roja de hombre. Entretanto me había fabricado unos grandes bigotes. Aprovechando las ausencias de Mrs. Gerry, nuestra huésped, sustraje pelo de la cola de uno de los zorros disecados, cuyo color era exacto al mostacho leonado de Robert Redmayne. Era cuanto necesitaba. El resto de mi disfraz lo llevaría el mismo Robert a la cantera.

»También trasladé otros adminículos a ese sitio; era indispensable prever muchas cosas. Cuando salimos los dos, después del té, en la motocicleta, con el objeto de trabajar en la obra en construcción, llevaba conmigo una maleta que contenía el traje de Giuseppe Doria; traje muy sencillo de sarga azul, que se componía de chaqueta, chaleco, pantalones y gorro de marino. Llevaba asimismo una herramienta..., el pequeño instrumento con el cual asesiné a los tres Redmayne. Se asemejaba al hacha de un matarife; era muy pesada y uno de sus lados tenía filo. La encargué en una herrería de Southampton y hoy yace bajo las aguas del lago de Como. En otras ocasiones había llevado la maleta a la cantera, con vasos y una botella de "whisky"; por consiguiente, a Robert no le extrañó que volviese a hacerlo.

»Nos dirigimos a Foggintor y llegamos cuando aún era de día. Yo, que anteriormente había estudiado la cantera, sabía dónde descansaría para siempre Robert Redmayne. Lo hallarán —y con él el traje que usaba yo aquella tarde— en el punto donde las piedras se abren en forma de abanico, deslizándose desde arriba y ensanchándose hacia abajo. A la derecha, en la base, el agua que cae de los salientes de granito gotea ininterrumpidamente; allí, a medio metro de la superficie está enterrado su cuerpo. El agua alisa, sin cesar, la pendiente; y todos los días los guijarros y la arena granítica que descienden aumentan el volumen que cubre su cadáver. La corriente líquida debe de haber lavado, en seguida, los rastros de mi trabajo; y aun con estas señas, quizá resulte difícil encontrar al muerto.

»Llegados a la casita, lo primero que propuso Robert fue que nos bañásemos en la charca de la cantera. Lo había acostumbrado a hacerlo. Nos desvestimos y pasamos diez minutos nadando. Advertirá el lector la importancia de este detalle. Sus ropas estaban a mi disposición, sin mancha alguna. Cuando volvimos de la charca a la casa, tumbé de un solo golpe, con mi arma formidable, a un hombre desnudo. Me volvía la espalda y el hacha atravesó su cráneo como si atravesara un pan de manteca. Antes de que le cortara el cuello estaba muerto. Me puse los zapatos, empuñé una azada y, desnudo, me dirigí rápidamente al montón de granito.

»Abrí la fosa debajo del agua que caía, excavando sesenta centímetros en las piedras sueltas, porque aquella profundidad era suficiente. Luego transporté el cadáver y mi ropa; los enterré; volví a cubrir el suelo y dejé que las incesantes filtraciones de lo alto hicieran el resto. Unicamente una persona muy sagaz habría podido, a la mañana siguiente, descubrir rastros en aquel sitio, aunque lo hubiese recorrido en su totalidad. Pero las medidas que tomé hicieron que la policía se orientara en otra dirección. Un Ganns hubiera, tal vez, hallado indicios; un Brendon era más fácil de engañar.

»Había conseguido deshacerme del cuerpo del delito. Afrontaba ahora la tarea de crear la falsa apariencia de realidad que con tanto éxito rodeó dichas actividades. Me vestí con las ropas de Redmayne. Nuestra estatura y corpulencia eran casi iguales, y el traje me quedaba bastante bien, aunque, examinado en detalle, un poco grande. Luego me coloqué la peluca y el bigote y me calé la gorra de Robert: era demasiado holgada, pero hice caso omiso. Busqué el saco, lo manché con sangre e introduje en él, para rellenarlo, mi maleta y un montón de helechos y cascotes. Lo até detrás de la motocicleta: un bulto pesado cuyo objeto era crear las necesarias sospechas.

»No quedaba, en Foggintor, nada de Redmayne ni nada que me perteneciera. Largo rato después de la caída de la tarde emprendí la marcha y fui dejando rastros a través de Two Bridges, Postbridge y Ashburton, rumbo a Brixham. Una sola vez me vi en apuros; fue en la barrera del camino situado junto a la estación costanera de Brixham; pero levanté la motocicleta y, pasándola por encima del obstáculo ascendí los acantilados en la dirección de Berry Head. El destino me favoreció, porque, pese a lo tardío de la hora, hubo testigos de mis pasos; hasta tuve la suerte de cruzarme con un joven pescador que bajaba del faro en busca de un médico en un lugar donde nunca hubiera esperado hallar a alma viviente. De esta forma las autoridades pudieron seguir mi camino y anotar cada etapa de su largo recorrido.

»Cuando llegué al acantilado vacié el saco, arrojé al espacio el relleno, até mi maleta en el soporte que antes había sostenido el bulto, introduje el saco manchado de sangre en una conejera, donde con seguridad sería hallado y regresé a Paignton, a la casa donde Robert Redmayne se alojaba. La dueña de casa había recibido un telegrama en el que le anunciaba su regreso para aquella noche. Había conseguido sonsacarle a Robert detalles del lugar y, debido a ello, sabía dónde guardaba su motocicleta; la dejé en el cobertizo y, utilizando la llave de la víctima, entré en la casa hacia las tres y di cuenta de la abundante comida preparada para él. En la casa sólo vivían una viuda y su criada, y ambas dormían profundamente.

»No me atreví a buscar el cuarto de Robert, porque ignoraba cuál era; pero cambié de traje, poniéndome el de sarga, y el gorro, y los zapatos de color castaño de Doria. Luego guardé en mi maleta las ropas de Redmayne: el traje de tweed, el llamativo chaleco, las botas y los calcetines, junto con la peluca, los bigotes y el arma. Algo después de las cuatro me marché, convertido en un marinero afeitado, de tez bronceada: en el "Giuseppe Doria" de fama inmortal.

»Empezaba a aclarar, pero Paignton dormía aún y no me crucé con un agente de policía hasta cosa de un kilómetro más allá del balneario. Después de admirar la belleza del alba, que despuntaba sobre Torquay, me dirigí a pie a Newton Abbot y llegué antes de las seis. Desayuné en la estación y más tarde tomé el tren que salía para Dartmouth. Antes de mediodía estaba en "El nido del cuervo" y conocía a Benjamin Redmayne. Era tal cual había descrito Joanna, y conseguí conquistar fácilmente su amistad y su estimación.

»Pero en aquellos momentos tenía poco tiempo para ocuparse de mí, porque su sobrina le había comunicado la misteriosa tragedia de Dartmoor.

»Excuso decir que pensaba constantemente en mi mujer y ansiaba recibir noticias suyas. Esta breve separación me hacía sufrir, porque nuestras almas eran una, y nunca, excepto la vez que fui a Southampton, nos habíamos separado.

»La idea exquisita de hacer intervenir en el asunto al hombre de Scotland Yard se le ocurrió a ella. Le habían recomendado a Marc Brendon que se hallaba de vacaciones en Princetown, y no se equivocó al juzgarlo; además, su intuición femenina le hizo comprender el cariz verosímil que prestaría a nuestro plan la participación activa del detective. Genialmente segura de sí misma, complicó las cosas llamando a Brendon y obteniendo su entusiasta ayuda. Ganamos mucho con esto, porque el incauto se convirtió pronto en condescendiente víctima de Joanna. Mientras su ineptitud y sus pecados de omisión agregaban a episodios ulteriores un cúmulo de detalles provechosos para nosotros, su mediocre talento se oscurecía cada vez más porque se había enamorado de mi mujer. De este modo, con el correr del tiempo nos fue muy útil; pero a veces la suerte favorece a los tontos; y al final, su misma estupidez lo ayudó. Cuando traté de matarlo en el Griante, creyendo que lo había logrado, el hombre demostró un ingenio que nunca le hubiera atribuido y, sin saberlo, preparó los cimientos de nuestro futuro desastre.

»La carta que recibió Benjamin, y leyó convencido de que había sido enviada desde Plymouth por su hermano, fue puesta en el correo por Joanna cuando se trasladó a "El nido del cuervo". La habíamos escrito juntos una semana antes, estudiando cuidadosamente la letra, de rasgos impersonales, de su tío Robert; consideraba muy útil esta pantalla y no me equivoqué, porque concentró la atención en el citado puerto y afianzó la teoría de la huida de Robert a Francia o a España.

»De este modo terminó el primer episodio. El asesinato de Michael Penrod fue aceptado como un hecho abonado por abundantes indicios y al cual sólo le faltaba la evidencia absoluta del cuerpo del delito; en cambio, la huida de Robert Redmayne planteaba a las autoridades un problema irresoluble. En realidad, era como si Michael Penrod hubiera muerto, porque mi plan incluía la decisión de que nunca reaparecería. Como es de suponer, no podía presentarse nuevamente ante el mundo; y yo, que había creado a "Doria", empecé a interpretar con deleite mi nuevo papel en la vida: era autor y actor al mismo tiempo. El personaje no brotó completo de mi cerebro; al igual que otros grandes intérpretes, amplié y enriquecí gradualmente mi creación, hasta llegar a sentir como propia la personalidad del ser en que me había transformado, y a pensar como él. Penrod se convirtió en la sombra de una sombra.

»El pasado, mediante el esfuerzo de mi voluntad, se desvaneció de mi memoria. Inventé otro pasado y pronto creí en la realidad de su existencia. Cuando mi mujer volvió a mi lado, me enamoré de ella por segunda vez. ¡Entré de modo tan magnífico en la existencia y en el punto de vista mental de Giuseppe Doria que estuve a punto de escandalizarme ante la familiaridad de Joanna cuando me besó y abrazó en la primera oportunidad que tuvimos después de su llegada a "El nido del cuervo"!

»Y su talento, que vibraba al unísono con el mío, aceptó sin vacilar esta espléndida transformación de su marido inglés. También a sus ojos me convertí en un nuevo ser. Con la maravillosa capacidad de imaginación que sólo poseen las mujeres geniales, no tardó en formarse de mí una idea enteramente distinta de la que tenía de Michael Penrod —me vio como a un hombre más dotado y original— y este esfuerzo imaginativo nos permitió crear esa sólida apariencia de un creciente entendimiento entre ambos que con tanta eficacia engañó a Benjamin Redmayne y despistó a Marc Brendon.

»No tengo palabras para explicar la singular diversión que nos proporcionó este aspecto de nuestra impostura. Decidimos que dejaríamos pasar seis meses antes de matar a Benjamin Redmayne, y estábamos estudiando los detalles de la ejecución y la mejor forma de hacer que Robert reapareciera en escena, cuando Marc Brendon se presentó de sopetón. Llegó muy a propósito con sus ojos llenos de ingenuo amor; era evidente que nos ayudaría una vez más, aplicando sus limitadas dotes al problema de la próxima desaparición de nuestro viejo lobo de mar. Conocíamos bien a Marc y comprendimos que nos sería muy útil, porque su presencia serviría para proteger la falsa realidad del ambiente ficticio que habíamos creado.

»Tuvimos que proceder con rapidez... Con tanta rapidez que dimos los primeros pasos antes de haber planeado totalmente los últimos; pero el lugar, las ventajas de las largas y oscuras noches invernales, y otras circunstancias más, nos prestaron valiosa ayuda en la difícil empresa que realizábamos. En seguida hice revivir a Robert Redmayne. Claro está que no lo habría ataviado con su viejo traje, si hubiese tenido más tiempo para perfeccionar mi acción; pero este burdo detalle no carecía de valor, como lo prueba el hecho de que engañara a Brendon. Ante la súbita aparición, en medio de aquella noche de tormenta, el incauto detective no se detuvo a pesar probabilidades ni recurrió a la lógica. A la luz de la luna, sacudido por el vendaval, vio la cabeza pelirroja, el bigote enorme y el chaleco con botones dorados de Robert Redmayne y, omitiendo la consideración de los detalles, se dejó arrastrar por el torbellino de emociones y sospechas que despertaba en él tan inesperada presencia.

»Seguramente iba pensando en Joanna y calculaba con profunda preocupación la forma de acercarse a aquella mujer solitaria y bellísima. No se le habían pasado por alto mis atractivos personales y podemos estar seguros de que el amor y los celos atormentaban su corazón. Sus reflexiones fueron interrumpidas por Redmayne, el asesino; y el primer pensamiento de Marc fue, sin duda, poco halagador para los habitantes de "El nido del cuervo". Ignoro lo que pensaba hacer al día siguiente; pero lo obligamos a hacer lo que queríamos. Después de presentarme ante sus ojos, en el límite del Bosque Negro y de levantar el telón para el segundo acto de mi romántica tragedia, permanecí un rato allí; luego ascendí hasta la granja Strete y, más tarde, a la madrugada, desperté al granjero, dejé que me viera robar comida y salí corriendo.

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