Los rojos Redmayne (36 page)

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Authors: Eden Phillpotts

BOOK: Los rojos Redmayne
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»No obstante, pronto descubrí que la historia abundaba en grandes figuras que habían pensado y actuado de otra manera; y, más tarde, a la luz del espectáculo del pasado, logré reconocerme.

»En la noción contenida en el término general y vago de "crimen", todo depende de los valores del ejecutante; una y otra vez descubrimos que un criminal ha dado el golpe sin prever lo que le costará o sin detenerse a considerar a los inquisidores insomnes que pueden ocultarse en su corazón y su mente, y que tarde o temprano lo descubrirán o denunciarán.

»El hombre de conciencia, el hombre capaz de remordimiento, el que asesina dominado por la violencia, advertirá en seguida que por bien realizado que esté el crimen, mil distracciones desconcertantes nacidas de su debilidad, inherente o adquirida, surgen para confundirlo. El remordimiento, por ejemplo, es siempre el primer paso que conduce al descubrimiento del crimen, cuando no a la confesión; del mismo modo, cualquier inquietud menor origina preocupaciones mentales, con el consiguiente peligro para la persona. Los asesinos comunes que van a la horca, ciertamente la merecen; los que matan como yo, sin que sus opiniones se modifiquen después de consumado el crimen y se mantienen en una resolución fija e inteligente, superior a cualquier acto impulsivo, no deberían correr peligro. Nos complacemos en la sublime satisfacción mental que sigue al éxito; sensación que constituye nuestro sostén espiritual, nuestro sustento y nuestra recompensa.

»¿Qué otra cosa en el mundo proporciona tanta experiencia como el asesinato? ¿Qué pueden darnos la ciencia, la filosofía, la religión, comparable a los misterios, peligros y triunfos de un crimen capital? Comparado con el crimen, aquéllo es juego de niños; y como de todos modos el otro mundo embrutecerá irremediablemente nuestro conocimiento, confundirá nuestras verdades aceptadas y reducirá la sabiduría de esta tierra al balbuceo de la infancia, abandoné la física y la metafísica para dedicarme a la acción..., y como probé la sangre temprano, vibré con el goce que me brindó.

»A los quince años de edad maté a un hombre; y este asesinato, realizado por razones muy concretas, me produjo una emoción que superaba todo lo imaginado. Fue como si bebiendo de un manantial, a la vera del camino, hubiese probado un elixir. Tal incidente quedó en el misterio; nadie conoce, hasta ahora, la causa de la muerte del capataz de mi padre, Job Trevose. Este hombre vivía en Paul, aldea situada en las colinas próximas a Penzance; en el trayecto que recorría para dirigirse a su trabajo pasaba por el sendero de los guardas de costas que corre a lo largo de altos acantilados. Cierto día que me hallaba entre los cobertizos destinados al acondicionamiento del pescado oí, sin ser visto, que Trevose, conversando con otro hombre, le decía que la mala conducta de mi madre deshonraba a mi padre.

»Desde aquel momento Trevose estuvo sentenciado a muerte por mí; y, semanas después, tras varias infructuosas tentativas que realicé a fin de establecer condiciones adecuadas, lo atrapé al anochecer en medio de la niebla marítima, cuando regresaba a su casa. No había nadie más que nosotros dos en el sendero del acantilado; él era de físico endeble y yo un muchachote grande y vigoroso. Avancé unos cincuenta pasos detrás de él; cuando estuve cerca acorté la marcha y, saltándole al cuello, lo arrojé, en un santiamén al espacio, por encima del borde del acantilado. Lanzó un solo alarido y recorrió ciento ochenta metros en su caída. Cumplido mi propósito, huí a través del campo, tierra adentro, y llegué a casa cuando era de noche. Nunca relacionaron este asunto conmigo ni con ninguna otra persona. La muerte de Job Trevose fue atribuida a un accidente..., tanto más creíble cuanto que aquel hombre era bastante aficionado a la bebida.

»En lugar de despertarme remordimiento, esta experiencia aumentó mi virilidad. Mi acción me causaba regocijo. Pero a nadie confié lo que había hecho; únicamente mi mujer supo, más adelante, la verdad. Transcurrió el tiempo y proseguí mi vida en forma normal, tratando de conocerme a mí mismo y acrecentando mi comprensión de la naturaleza humana. Nunca me dejé llevar por pasión alguna; aprendí a reprimirme y comprobé que sólo mediante el conocimiento y el dominio de sí mismo se conquista el poder. No perseguí la fruta prohibida; pero no la eludí. Mi vida continuó ordenadamente; elegí la profesión de dentista, porque pensé que me daría la oportunidad de conocer a personas más interesantes que las relacionadas con mi padre; y conservé abierta la mente para mí mismo y cerrada para los demás.

»En aquella época mi mayor felicidad eran los ocasionales viajes a Italia que realizaba en compañía de mi madre. Sentía que este país era mi verdadera patria y odiaba a Cornualles y a sus habitantes. Y en el momento psicológico, cierta muchacha despertó en mí instintos hasta entonces adormecidos; fui objeto de una suerte poco común: hallé en el otro sexo un espíritu hermano. Hasta que conocí a Joanna Redmayne no creía que existiese mujer capaz de ver con mis ojos, ni de compartir mi desdén por las trabas impuestas a la vida. Nunca me habían interesado las mujeres, excepto mi madre; no había conocido a ninguna dotada, como ella, de gran corazón, de tolerancia, de humorismo y de indiferencia ante las convenciones.

»Cuando un amigo casual, el loco de Robert Redmayne, llevó con él a su sobrina a pasar las vacaciones, descubrí en la estudiante de diecisiete años una magnífica mentalidad, pagana y sencilla, que unida a su extraordinaria belleza clásica, me conmovió profundamente. Desde el día en que nos conocimos, desde la hora en que la oí burlarse de las objeciones que oponía su tío a los baños de mar mixtos, me sentí como poseído; y es fácil adivinar, aunque no medir, la magnitud de mi dicha cuando comprendí que Joanna reconocía en mí al complemento y agregado que su espíritu, inconscientemente, buscaba.

»Hasta entonces había tenido muy escasa noción de su propia alma; y después de nuestro encuentro, la luz blanca, límpida e impetuosa de su mundo interior brilló en secreto y únicamente para mí. Nos amamos apasionadamente desde el primer momento, y cada nuevo hallazgo que mutuamente hacíamos en nuestros corazones nos unía con creciente adoración y vehemencia. Éramos, con toda seguridad, el hombre y la mujer más exquisitos, originales, hermosos, valientes y distinguidos que había visto pasar por sus calles el atrasado pueblo de Penzance. A veces las gentes nos miraban como a bellos personajes mitológicos; pero no sabían que nuestros espíritus eran tan maravillosos como nuestros cuerpos. Las dos llamas se unieron; y antes de que la joven terminara su educación estábamos prometidos para siempre.

»Lo que vio en mí fue una extraordinaria belleza masculina, unida a un intelecto que colocaba en su debido sitio el bien y el mal y se elevaba, por instinto nato, sobre uno y otro. Lo que descubrí en ella fue una actitud mental tan libre e indagadora, tan completamente exenta de prejuicios familiares, de opiniones aprendidas de sus mayores, que me sentí descubridor de una joya inapreciable y sin mancha, terrestre o celestial. Su intelecto era puro y no estaba viciado por ninguna superstición; revelaba una saludable sed de conocimiento; al adorarme, adoraba también mi actitud frente a la vida. Hicimos fascinadores viajes de descubrimiento de nuestras almas; varias veces efectuamos experiencias con personas comunes y pronto comprendimos que ambos poseíamos una excepcional habilidad histriónica.

»Anteriormente, Joanna había acariciado la ambición de trabajar en las tablas; y, pese a que su difunto padre no se lo hubiera impedido, su deseo no fue alentado por los tres bodoques de sus tíos, que, a la sazón, creían dominar el porvenir de su sobrina. Con mi mujer, el mundo ha perdido a una maravillosa artista.

»No tenía secretos para mí y pronto me enteré de que un día sería rica; sin embargo, no fue la perspectiva del dinero de los Redmayne lo que acortó la vida de sus tíos. Joanna y yo no éramos caníbales y, aunque mi juvenil experiencia del crimen atraía y aumentaba su admiración por mis cualidades, no abrigábamos, en aquel momento, la intención de anticiparnos a los acontecimientos ni de disgustarnos con sus parientes.

»Cuando la conocí, su abuelo vivía aún y en nuestros proyectos tenían escasa cabida el monto de la fortuna del anciano y sus disposiciones testamentarias. Estábamos demasiado enamorados para pesar el valor del dinero, y la distinción de nuestros temperamentos no nos permitía perder un minuto en sórdidos cálculos.

»Transcurrió un año; Joanna estaba dispuesta a casarse conmigo y a convertirse en mi estrella gemela; yo la deseaba con ansia incontenible. Por suerte, la situación se aclaró; murió su abuelo y supimos que, oportunamente, sería dueña de cuantiosos bienes; yo disfrutaba de una renta del negocio de Penrod y Trecarrow.

»Entonces estalló la guerra, provocando incidentalmente la sentencia de muerte de los hermanos Redmayne. La locura y falta de comprensión que demostraron tuvieron la culpa de lo que más adelante ocurrió.

»Los hechos son conocidos de todos, pero no las tremendas y violentas emociones que soporté cuando estos patriotas estúpidos me tacharon de cobarde y de traidor a mi país. No discutí con ellos; me bastó que en Joanna se despertara rápidamente un odio más amargo aún que el mío y un resentimiento más furioso y profundo que el que yo experimentaba. Habían suscitado la tempestad latente y nuestros rayos eran sólo cuestión de tiempo.

»¿Tenía, por ventura, que convertirme en carroña a causa de estúpidas luchas internacionales? ¿Tenía que sacrificar mi espléndida vida porque cerebros embrutecidos y de ínfima categoría, cegados por su propia ignorancia y engañados por estadistas más inteligentes habían permitido que Inglaterra se dejara arrastrar a una guerra con Alemania? ¿Acaso era el cordero que sería ofrecido en holocausto por un gobierno de disidentes de la iglesia anglicana... ? ¿Consentiría en ser mutilado por los "boches" porque mi insensato país confiaba en la vieja pandilla? ¡No!

»Había comprendido hacía tiempo que la guerra estallaría; había subido a tribunas públicas, sumándome al pequeño núcleo que advertía del peligro al Imperio, y cuyos esfuerzos eran ridiculizados por los murciélagos y topos que gobernaban. Pero morir para salvar a esa escoria diplomática, sufrir tormentos indecibles y la muerte por culpa de aquella banda de miopes hipócritas que se denominaba gobierno británico... ¡Nunca!

»Como lo hicieron varios millares de hombres inteligentes, eludí el servicio activo ingiriendo una droga que afectaba al corazón. Conservé mi pellejo, no salí del país y obtuve mi parte: la Orden del Imperio Británico, en lugar de una tumba sin nombre. Fue bastante fácil.

»Antes de que Joanna y yo nos casáramos, ella sabía que mi honor ultrajado había sentenciado a muerte a su familia. Pero este trabajo podía esperar hasta que la guerra terminase. Tal vez Alemania diera cuenta de Robert Redmayne; y era posible que hasta el anciano Benjamin, asignado a un dragaminas, perdiera la vida luchando por su patria. Mientras tanto nos presentamos como voluntarios y nuestra hoja de servicios en el Depósito de Musgo de Princetown es inmejorable.

»Mis intenciones para el futuro empezaban a colorear mi vida. Dejé que me creciera la barba, usé lentes e hice creer que mi organismo era endeble, porque me proponía matar a tres hombres después de la guerra, haciéndolo en forma tal que nadie pudiera atribuirme esos crímenes. Mi mujer, naturalmente, aprobaba sin reservas mi decisión y dedicamos muchas horas al proyecto. Odiaba a su familia, como sólo pueden odiar los parientes; por otra parte, tenía motivos personales de queja, porque su legado de veinte mil libras se hallaba retenido a la espera de lo que quisiera disponer Albert Redmayne. A Joanna le interesaba el dinero más que a mí; me hizo notar que sus tíos y ella heredaban la fortuna de su abuelo (bastante más de cien mil libras) y que, siendo solteros los tres hermanos, ella podía, razonablemente, esperar que le llegaría el turno de heredarlos a todos.

»Con esto a la vista, nos dedicamos intensamente al trabajo en el depósito de musgo, y esperábamos conquistar más adelante la confianza y la buena voluntad de los hermanos antes de suprimirlos de la faz de la tierra. En Princetown adoptamos la actitud activa y sencilla frente a la vida que mejor podía engañar a los seres con quienes el trabajo nos había puesto en contacto. Fingimos entusiasmo por nuestras tareas y afecto por Dartmoor; ambos eran igualmente falsos.

Para dar un ejemplo de nuestros métodos de largo alcance, citaré nuestro regreso al páramo después de la guerra. Iniciamos allí la construcción de una casita que, excuso decirlo, nunca tuvimos intención de habitar. Pero la semilla estaba sembrada, y creamos en muchas mentes la impresión de una pareja sencilla, convencional, de criterio estrecho, ingenua y, por tanto, atrayente para la mayoría.

»Llego ahora a mi confesión, y antes de empezar debo reconocer que las circunstancias tuvieron la virtud de modificar los detalles y mejorar el plan inicial. Mi grandeza aumentará gradualmente a los ojos de los críticos inteligentes y sin prejuicios, cuando consideren mis dotes de adaptación; porque el juego imprevisible del azar, que enreda para el resto de sus días al noventa y nueve por ciento de los hombres, fue para mí motivo de mayor inspiración y aprovechamiento. Domé la suerte; le puse el freno en la boca, y la brida en el fogoso pescuezo. La suerte alteró enormemente mi plan original; pero no consiguió modificar mi talento; se convirtió en esclava para servir un propósito inexorable, superior a ella.

»La guerra dejó con vida a los tres hermanos. Había proyectado suprimir primero a Benjamin y a Albert, que nunca me habían visto, y dejar para el final a mi viejo amigo Robert; pero éste llegó en el momento crítico, como un corderito que se ofrece al sacrificio y esta circunstancia me inspiró la invención magnífica que ahora conoce el mundo civilizado.

»Era hora de matar a aquellos hombres que me habían insultado y ultrajado; y cuando Benjamin Redmayne publicó un anuncio pidiendo un lanchero, acepté el desafío. Dejé a mi mujer y desde Southampton ofrecí mis servicios, haciéndome pasar por marino italiano, entendido en mecánica y familiarizado con este país, que buscaba ocupación en Inglaterra. Desde niño había sido el mar mi patio de recreo y dominaba perfectamente lo relativo a la navegación. No obstante, dudé de que Benjamin me eligiese y pensé que esta tentativa no me brindaría la oportunidad de conocer a mi primera víctima. Envié varias cartas falsificadas, de recomendación, con formas extranjeras y aguardé. Aceptó. Le agradaban los marineros italianos; los había conocido en el transcurso de sus viajes, y le gustaron mi carta y mis imaginarios antecedentes de soldado. Convinimos en que ocuparía mi puesto un día determinado de fines de junio; y regresé a Princetown llevando esta interesante noticia.

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