–Te dejo esta pistola, por si acaso.
–Tengo una. He traído la mía.
Del abrigo se sacó un menudo Derringer. Dos tiros. Dos orificios del 28. Entonces pensé en el Magnum del 38 de Regency y dije:
–Formamos un arsenal.
En la habitación había la luz suficiente para que pudiera ver la sonrisa que Madeleine esbozó. A veces se me ocurría que una frase ocurrente, dicha en el momento oportuno, bastaba para que Madeleine comenzara a ser feliz. De todas maneras, el caso es que bajé armado.
Sin embargo, no me gustaba la idea de hablar con Regency mostrándole el bulto de mi arma en el bolsillo del pantalón o en la camisa, pero no tenía otro lugar en que ocultarla si la llevaba encima. Opté por dejarla en una estantería, encima del teléfono, a fácil alcance de la mano, desde la puerta de la cocina y luego entré en la estancia en que se encontraba mi padre y Regency.
–Oye, no te hemos oído abrir la puerta delantera… –dijo padre.
Regency y yo nos saludamos sin mirarnos, y me serví una copa. Juntamente con la adrenalina llevaba en el cuerpo la carga de una tremenda fatiga.
Me eché el primer whisky entre pecho y espalda sin rebajarlo y luego me preparé otro con hielo.
–¿Qué te pasa? ¿Se te ha roto algo? –me preguntó Regency.
Regency estaba borracho, y, cuando por fin pude mirarle a los ojos, advertí que no estaba, ni por asomo, tan tranquilo y equilibrado como parecía, a juzgar por su postura, contemplado por la ventana de la cocina o como yo había supuesto al escuchar voz a través del suelo de la cocina. No, no era así, sino que Regency tenía la capacidad propia de muchos hombres de ocultar su miedo en diversos lugares. Parecía muy tranquilo en la silla, pero si hubiera tenido cola, habría golpeado frenéticamente el suelo. Sólo los ojos daban una pista de su verdadero estado de ánimo.
–Madden, tu padre es una maravilla –dijo.
–Oh, oh… tu amigo y yo nos comprendemos bien –me dijo mi padre.
–Dougy, eres incomparable, y estoy dispuesto a tumbar por los suelos a quien no esté de acuerdo. ¿Qué dices a esto, Tim?
–Que estás buscando a alguien a quien tumbar.
–¡Oh, oh…!
Incliné el vaso y dije:
–En fin, ¡salud!
–¡Salud! –exclamó Regency haciendo lo propio con el suyo.
Hubo una pausa. Regency volvió a hablar.
–Le decía a tu padre que necesito tomar unas largas vacaciones.
–¿Estamos celebrando tu dimisión?
–Sí, voy a dimitir. Este pueblo me inquieta.
–No hubieran debido destinarte aquí.
–Exactamente.
–Tu sitio es Florida. Miami.
–Tim, ¿quién ha estado contándote cuentos chinos? –me preguntó.
–Todo el pueblo. Es un secreto a voces que eres de narcóticos.
Sus párpados descendieron pesadamente. No quiero exagerar, pero fue igual que si le diera la vuelta a un colchón.
–Es algo evidente, ¿verdad? –dijo.
–Los de narcóticos tienen su propio perfil. Y tú no puedes ocultarlo –dijo mi padre ecuánimemente.
–Les dije a esas cabezas de chorlito que me destinaron aquí que ya era bastante malo, en sí mismo, que me hicieran pasar por miembro de la policía estatal, pero que, para colmo, me mandaban al sitio más peligroso. Los portugueses son gente estúpida y tozuda en todo, menos en una cosa. No se les puede engañar. ¡Jefe de policía interino!
Si hubiera habido una escupidera, Regency habría escupido su ira en ella.
–Sí, me voy, y tú, Madden, no digas: «¡Tres hurras!»
Regency eructó, pidió perdón dirigiéndose a mi padre, y puso cara de cansancio.
–Encima tengo como jefe a un ex marine –dijo–. ¿Se puede imaginar a un paracaidista, en una cadena de mando, puesto a las órdenes de un ex marine? Es como poner la carne al fuego, y la olla del estofado encima de la carne.
Esta frase le pareció divertida a mi padre. Es posible que se riera para mejorar un poco el humor de los presentes, pero de todas maneras era evidente que le había dado risa. Habló Regency:
–Sólo lamento una cosa, Madden –dijo Regency–. Y es que no nos emborracháramos hablando de filosofía.
–Prácticamente es lo que estás haciendo ahora.
–No. No sabes cuánto puedo beber. Díselo, Dougy.
–Dice que sólo está a mitad de la décima botella.
–Y si no me ponen droga en la bebida, igual me la zampo. Quemo el alcohol antes de que llegue el estómago.
–Tendrás mucho que quemar, seguramente.
–La filosofía… Te voy a dar un ejemplo. Tú imaginas, Madden, que soy un estúpido y analfabeto hijo de la gran puta. Pues, sí, estoy orgulloso de ello. ¿Y sabes por qué? Un policía es un ser humano que nació estúpido, que fue educado en la estupidez y que quiere ser inteligente. ¿Sabes por qué? Pues porque así lo quiere Dios. Siempre que un estúpido se vuelve inteligente, el Diablo se lleva un disgusto.
–Pues yo siempre había creído que el hombre que se hace policía lo hace para protegerse de su propio instinto criminal.
Mi observación había sido un tanto idiota, y me di cuenta de ello en el mismo instante en que la formulaba.
–Vete a tomar por el culo –me dijo.
–Oye…
–Lo dicho: a tomar por el culo. Yo quiero hablar de filosofía y tú te dedicas a decir chorraditas.
Levanté un dedo y le advertí:
–Cuidado, ya lo has dicho dos veces…
Regency se disponía a decirlo por tercera vez, pero se contuvo. Sin embargo, mi padre mantenía los labios prietamente cerrados. Mi comportamiento no le gustaba. Advertí que tener a mi padre en casa también ofrecía sus desventajas. Su presencia no podía dividir el ánimo de Regency tanto como el mío. Estando yo a solas con Regency, me habría importado un pimiento que hubiera dicho hasta cien veces: «Vete a tomar por el culo.» Regency preguntó:
–¿Dónde está la fortaleza de un alma sucia?
–Dímelo.
–¿Crees en el karma?
–Sí, casi siempre.
–Pues yo también.
Después de decir estas palabras, Regency se inclinó al frente y me estrechó la mano. Por un instante tuve la impresión de que estaba dispuesto a aplastar mis dedos entre los suyos, pero que al final, por caridad, decidió soltar mi mano.
–Sí, yo también –repitió–. Es una idea asiática, pero, qué diablos, en una guerra siempre se da una recíproca fertilización. No puede ser de otra manera. Con tanta matanza… Pongamos un par de cartas nuevas en la baraja… ¿comprendes lo que quiero decir?
–¿Qué quieres demostrar?
–Una verdad, una verdad como un puño. Si en una guerra muere innecesariamente mucha gente, muchos inocentes muchachos americanos… –hizo una pausa y levantó una mano, para impedir que le contradijera, y siguió–: y también muchos inocentes vietnamitas, no queda más remedio que preguntar: ¿dónde encontramos su redención? En el orden natural de las cosas, ¿dónde está su redención?
Mi padre, quien en lo referente a tratar con borrachos no había quien lo ganara, le atizó un puñetazo a Regency y dijo:
–En el karma.
–¿Qué intentas demostrar? –volví a preguntar.
–La potencia de los puñetazos del viejo Madden sigue acumulando puntos, pero no en mi caso. No soy un policía cualquiera.
–¿Qué eres? –le pregunté–. ¿Una mariposa de vida social?
Esta frase gustó a mi padre. Todos nos reímos, aunque Regency fue el último en hacerlo. Dijo:
–Un policía cualquiera mete en la cárcel a delincuentes de tres al cuarto. Yo no. Yo los respeto.
–¿Por qué? –preguntó mi padre.
–Por haber tenido los cojones de haber nacido. Fijaos en mi argumentación, pensadla bien. La fortaleza de un alma podrida y sucia consiste en que, por puerca que sea, ha conseguido nacer de nuevo. A ver quién puede contradecir esto.
Me pregunté si Regency pensaba en Nissen o en sí mismo.
–Y los maricones que vuelven a nacer, ¿qué? –le pregunté.
Le había atrapado. Sus prejuicios tuvieron que inclinarse ante su lógica.
–Ellos también.
Pero esta concesión tuvo la virtud de alejarle de su argumentación. Fija la vista en el vaso, dijo:
–Sí, he decidido dimitir. Bueno, en realidad, ya he dimitido. He dejado una nota sobre el escritorio. Me tomo unas largas vacaciones por razones personales. La leerán y la mandarán al marine que es mi superior, en Washington. Allí, cuando cogen a un tipo, lo pasan por el ordenador. Sólo piensan en ordenadores. Y ¿qué crees que dirán?
–Que tus razones personales no son más que razones médicas.
–Eres listo, cabrón. Sí, señor.
–¿Cuándo te largas?
–Esta noche, mañana, la semana próxima.
–¿Por qué no te vas esta noche?
–Tengo que devolver el coche patrulla. Es del Ayuntamiento.
–¿No puedes devolverlo de noche?
–Puedo hacer lo que me dé la gana. Me parece que necesito descansar. He trabajado durante ocho años, sin hacer vacaciones propiamente dichas.
–¿Sientes lástima de ti mismo?
–¿Yo?
Con mis palabras había cometido el error de darle una voz de alerta. Me miró y miró a mi padre como si nos calibrase por primera vez.
–Muchacho, entérate de una vez –dijo– no tengo nada de qué quejarme. Tengo la clase de vida que Dios quiere que tengamos.
A mi juicio animado por una genuina curiosidad, mi padre preguntó:
–Y ¿qué vida es ésa?
–Acción. He tenido cuanta acción he querido. La vida da al hombre un par de cojones. Y los he usado. A ver si os enteráis. Raro es el día en que no me follo a dos mujeres. No duermo bien si no follo dos veces. No sé si me comprendéis, claro… Tengo una personalidad con dos facetas. Y si quiero dormir bien, las dos facetas tienen que expresarse.
–Oye, ¿cuáles son esas dos facetas? –preguntó mi padre.
–Te lo voy a decir, Dougy. Son mi policía y mi loco. Son los nombres que les doy.
–Y ¿cuál de los dos habla ahora? –le pregunté.
Riendo muy satisfecho de sí mismo, contestó:
–El policía. Tú pensabas que diría el loco. Pues no, al loco todavía no le conoces. Ahora, me limito a hablar como un policía con dos hombres de esos a los que se ha dado en llamar buenos.
Con estas palabras, Regency se había propasado. Yo podía tolerar sus insultos, pero no había razón alguna para que también tuviera que tolerarlos mi padre.
–Cuando devuelvas tu coche patrulla –le dije–, procura limpiar la alfombrilla del maletero. Está cubierta de manchas de sangre dejadas por el machete.
Fue como si Regency hubiera recibido una bala disparada a un kilómetro de distancia. Cuando comprendió la idea, ésta había perdido ya su fuerza, y la bala cayó a sus pies.
–Ah sí… El machete –dijo.
Luego se golpeó la cara con más fuerza de la que jamás había visto emplear a un hombre para golpearse a sí mismo. El sonido estremeció el aire de la habitación.
–No lo creeréis, pero esto tiene la virtud de dejarme sereno en un instante –explicó.
Cogió el borde de la mesa de la cocina y lo oprimió, diciendo:
–He intentado portarme como un caballero, en todo lo referente a este asunto, y abandonar esta ciudad sin armar ruido, sin comprometerme, Madden, y sin que tú me comprometas.
–¿Y para esto has venido? ¿Para irte sin ruido?
–Quería ver a quienes son la base de este país.
–No, querías obtener contestación a ciertas preguntas.
–Pues quizá no te hayas equivocado, por una vez en la vida. Pensé que era más cortés venir aquí que detenerte para interrogarte.
–Eso es lo que te acabaría de liar. Caso de detenerme, tendrías que hacerlo constar en los libros de registro. Y yo no te contestaría ni media pregunta. Llamaría a un abogado. Y cuando terminara de contarle lo que sé, solicitaría que se formase una comisión estatal para investigar tus actividades. Regency, hazme un favor trátame con la misma cortesía con que tratarías a un portugués. Y no intentes amenazarme con bobadas.
–Te ha puesto en tu sitio, Alvin –dijo mi padre.
–Sabes muy bien que tu hijo sabe enfrentarse con los problemas –observó Regency.
Le dirigí una mirada furiosa. Cuando nuestras miradas se encontraron, tuve la sensación de ser una barquita que se ha acercado demasiado a las aguas removidas junto a la popa de un gran buque.
–Hablemos –dijo Regency–. Son más las cosas que nos unen que las que nos separan. –Luego se dirigió a mi padre, y le preguntó–: ¿No es verdad?
–Hablad –dijo mi padre.
Esta palabra de mi padre tuvo la virtud de alterar la expresión de Regency, hasta el punto, según me pareció, que comenzó comportarse como si fuéramos dos hermanos compitiendo para que nuestro padre diera a uno u otro la mejor calificación. Esa percepción me ahorró seguir acumulando iras, ya que me di cuenta de lo muy celoso que estaba de Regency cuando Dougy se encontraba presente. Tuve la impresión de que Regency, y no yo, era el hijo fuerte y malo, muy malo, al que Dougy quería enderezar. ¡Santo Dios, estaba reaccionando ante mi padre con más perversidad que aquella con la que la mayoría de las chicas reaccionan ante su madre!
Los tres guardamos silencio. Hay partidas de ajedrez en las que una hora de las dos que se conceden a cada contendiente para efectuar cuarenta movimientos se emplea en meditar uno solo; Regency no sabía cómo proseguir. Y yo tampoco. Por fin, yo fui quien decidió proseguir. La confusión en que se encontraba Regency forzosamente tenía que ser mayor que la mía. En consecuencia, dije.
–Te ruego que me corrijas, en el caso de que me equivoque, pero creo que quieres conseguir la contestación a algunas preguntas. La primera de ellas es: ¿dónde se encuentran el Araña y Stude?
–Jaque.
–Otra: ¿dónde está Wardley?
–Lo mismo.
–¿Dónde está Jessica?
–La acepto.
–Y ¿dónde está Patty?
–Las has dicho todas. Sí, éstas son mis preguntas.
Si Regency hubiera tenido una coartada, la habría esgrimido con toda brutalidad al oír el nombre de Jessica, y con mayor brutalidad aún al oír el de Patty. Regency dijo:
–Muy bien, sepamos las respuestas.
Me pregunté si Regency llevaría una grabadora escondida en algún lugar de su persona. Luego, me di cuenta de que importaba muy poco. No estaba en casa en calidad de policía. En realidad aquello en lo que debía mantener la vista puesta era en su Magnum en su funda, colgada de la silla, antes que en la remota posibilidad de que grabara mis palabras. A fin de cuentas Regency estaba allí, lo mismo que yo, en busca de un poco de cordura. El hecho de no saber la verdad acerca de ciertos temas puede condenar a uno a quedar impotente y obseso, en un círculo de fantasmas.