Los tipos duros no bailan (40 page)

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Authors: Norman Mailer

Tags: #Otros

BOOK: Los tipos duros no bailan
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–¿Por qué le cortaste la cabeza a Jessica? –le pregunté.

Al hacerle esta pregunta vi la imagen del machete en su viaje descendente. Regency emitió un gutural estertor. Tenía los labios abiertos por las comisuras. Comencé a preguntarme si no estaría sufriendo un ataque de apoplejía. Luego sonó su voz, ronca, y tan rebosante de terror como la del Arpón.

–Quería unir mi destino al de Patty.

Se cayó de la silla al suelo, y comenzó a estremecerse como si sufriera un ataque.

Madeleine entró en la cocina. Sostenía el Derringer en la mano, pero no creo que se diera cuenta de ello. Supuse que lo sostuvo constantemente, mientras estuvo en mi estudio.

Parecía más italiana que nunca, y mucho mayor. En su rostro había algo parecido al mudo terror que quizá sienta un muro de piedra cuando está a punto de ser derribado. Era, de los presentes, quien menos ganas de llorar parecía tener.

–No puedo dejarle –dijo Madeleine–. Está enfermo y puede morir.

Todo el cuerpo de Regency estaba inmóvil, salvo el pie derecho, cuyo talón golpeaba el suelo, en una convulsión nerviosa que no cesaba. ¿O acaso era el movimiento de aquella cola de la que carecía?

Fueron precisas todas las fuerzas de mi padre y mías para subirle arriba, y poco faltó para que no lo consiguiéramos. Más de una vez estuvimos a punto de caernos de espaldas. Le dejamos en la gran cama que otrora ocupáramos Patty y yo. Bueno, a fin de cuentas, Regency se había mostrado más dispuesto que yo a morir por ella.

EPÍLOGO

Allí estuvo Regency, día tras días, mientras Madeleine le cuidaba como a un dios agónico. Es increíble lo que se puede hacer en Provincetown sin que a uno le pase nada. Por la mañana, Madeleine llamó a la jefatura de policía para decirles que Regency había tenido una brusca depresión nerviosa y que proyectaba llevárselo para efectuar un largo viaje. Les rogaba que tuvieran la bondad de arreglar los papeles correspondientes a una baja temporal en el servicio. Como yo había tomado la precaución de lavar el maletero del coche patrulla, y de aparcarlo ante el Ayuntamiento con las llaves debajo del asiento, no había nada que relacionara la ausencia de Regency con mi casa. Durante cuatro días, Madeleine llamó puntualmente todos los días al sargento para charlar con él acerca del estado de Regency y del mal tiempo que hacía en Barnstable, y le dijo que había pedido que le desconectaran el teléfono para que no los molestasen. Realmente, Madeleine pidió que desconectaran el teléfono de su casa. El quinto día, Regency cometió el error de recuperarse un poco, y tuvimos una escena terrible.

Desde la cama, nos maldijo a todos. Dijo que nos iba a meter en la cárcel. A mí, me detendría por lo de la plantación de marihuana. Haría lo preciso para que me acusaran del asesinato de Jessica. Afirmó que mi padre era un ladrón habitual y sodomita. Por su parte, él, Regency, se iría a África. Sí, sería mercenario.

Dijo que haría una parada en El Salvador. Me mandaría una postal. En ella habría una fotografía suya, machete en ristre. ¡Ja, ja, ja! Sentado en la cama, marcándosele la abultada musculatura, en la camiseta, con la boca torcida por el ataque de apoplejía y diciendo tonterías porque tenía el cerebro fastidiado, Regency cogió el teléfono y lo aplastó al percatarse de que no daba línea (lo primero que hice fue desconectarlo). Le dimos tranquilizantes que le dejaron como si se hubiera bebido un vaso de agua.

Sólo Madeleine sabía dominarlo. Vi en ella una faceta desconocida para mí. Sabía apaciguar a Regency, le ponía una mano en la frente y así le calmaba, y cuando todos sus recursos fracasaban, le hacía callar mediante maldiciones. A veces le decía:

–¡Cállate! ¡Estás pagando tus pecados!

–¿Te quedarás conmigo? –le preguntaba Regency.

–Sí, me quedaré contigo.

–Te odio.

–Ya lo sabía.

–Eres una morena sucia. ¿Sabes lo sucias que son las morenas?

–Tampoco te iría mal un baño.

–Me das asco.

–Toma esta píldora y cállate.

–Me la das para dejarme sin huevos.

–No te iría mal.

–No se me ha levantado en tres días. Quizá jamás se me levante.

–Por eso no te preocupes.

–¿Dónde está Madden?

–Estoy aquí.

Siempre estaba allí. Madeleine le atendía sola durante las noches, pero mi padre o yo estábamos siempre en el vestíbulo con la Magnum de Regency en la mano.

Recibí pocas llamadas por el teléfono del piso inferior. Quedaba poca gente más o menos relacionada conmigo. Todos creían que Regency estaba de viaje. Beth había desaparecido y el Araña también, por lo que aquellas personas que pudieran acordarse de ellos, presumían que se habían ido. Al fin y al cabo, la camioneta ya no estaba en el pueblo. Los parientes de Stude, que le temían, se alegraban mucho de no tener noticias de él. Entre mis conocidos, nadie echaba de menos al Machete, y se presumía que Patty estaba de viaje en algún lugar del ancho mundo. Y Wardley lo mismo. Dentro de algunos meses, los familiares de Wardley pensarían que llevaba mucho tiempo sin dar señales de vida, y harían lo preciso para conseguir la declaración legal de persona desaparecida, de manera que, al cabo de siete años, el pariente más próximo entraría en posesión de su patrimonio. Al cabo de unos meses, yo podía conseguir la declaración de la desaparición de Patty, o bien podía limitarme a guardar silencio total. Pensé que dejaría que las circunstancias decidieran por sí mismas.

Sin embargo, Lonnie Oakwode, el hijo de Jessica Pond, podía ser un problema. Pero ¿quién podía relacionarme con ella? El Arpón y mi tatuaje también me preocupaban, pero no demasiado. Ya había hablado de mí a la policía, así que no era probable que volviera a hacerlo, y en cuanto al tatuaje, lo modificaría tan pronto pudiera.

Sí, una persona: Regency. Si nuestra seguridad dependía de Alvin Luther, íbamos dados. Había estado en todas las encrucijadas. Y no me gustaba nada el modo como se comportaba hallándose todavía en cama. Revelaba que estaba esperando el momento de poder justificarse con cualquier historia. De todas maneras, aún no parecía dispuesto a dejar la cama. Sin embargo, seguía dando muestras de una lengua viperina. En nuestra presencia, dijo a Madeleine:

–Gracias a mí, te has corrido dieciséis veces en una sola noche.

–Sí, pero fueron orgasmos muy cortos.

–Eso te pasa porque no tienes matriz.

Aquella tarde, Madeleine le pegó dos tiros. Hubiera podido hacerlo cualquiera de nosotros, pero fue Madeleine. Mi padre y yo ya habíamos hablado del asunto, en el vestíbulo.

–No queda más remedio. Tenemos que hacerlo –me dijo Dougy.

–Está enfermo –dije.

–Está enfermo, pero no es una víctima –dijo Dougy mirándome fijamente–. Tengo que hacerlo, y conste que le comprendo porque es un tipo como yo.

Me parece que mi padre vino a decir, a su manera, que hay que matar a los animales malheridos.

–Si cambias de parecer, puedo hacerlo yo –le dije.

Sí, podía. Mi maldita facultad de ver en imágenes mentales lo que pronto vería en la realidad, adquirió gran fuerza. Mentalmente, descargaba la Magnum de Regency en su pecho. El retroceso del arma levantaba mi brazo en el aire. La cara de Regency se le contorsionaba. Veía al loco que llevaba dentro de sí. Regency parecía un jabalí. Luego moría, y, entonces, su cara adquiría expresión austera y la barbilla le quedaba tan bien delineada y tan elegante como la quijada de George Washington.

¿Saben cuál fue la última frase que dijo? Entré poco después de oír los dos disparos del pequeño Derringer de Madeleine, y Regency estaba en trance de expirar en mi lecho matrimonial. Parece que lo último que Regency dijo, antes que Madeleine oprimiera el gatillo fue: «Me gustaba Patty Lareine. Era fantástica, y tengo derecho a estar aquí.»

Realmente no fue una frase tan notable como para provocar los disparos, pero Madeleine ya había llegado a la conclusión de que era preciso eliminar a Regency. Los locos que pueden causar problemas tienen que ser liquidados. Esto era algo que Madeleine mamó de la Mafia.

Un año más tarde, cuando ella ya era capaz de hablar de lo ocurrido, me dijo: «No hice más que esperar el momento en que me dijera algo que me hiciera hervir la sangre.» A las reinas italianas no les gusta que las llamen medianías.

Mi padre se llevó el cadáver de Regency al mar, aquella misma noche, y lo arrojó a las aguas, atado a un bloque de cemento por el pecho, los sobacos y las rodillas mediante varios alambres. A aquellas alturas, mi padre ya había adquirido práctica en estos menesteres.

En la mañana siguiente al ataque de Regency, cuando éste se encontraba aún inconsciente, Dougy insistió en que le llevara en el yate al cementerio particular de Wardley, en la playa de la Ciudad del Infierno, y una vez allí me pidió que le indicara las tumbas. Así lo hice.

Aquella noche, mientras yo vigilaba al caído agente de narcóticos, mi padre trabajó arduamente durante seis horas. Poco antes del alba, cuando comenzaba la marea alta, mi padre hundió bien hundidos y en aguas profundas los cinco cadáveres. No cabe la menor duda de que corro peligro de escribir una comedia a la irlandesa, por lo que no voy a narrar el entusiasmo con que Dougy hizo los preparativos para llevar a Alvin Luther al lugar de su acuático reposo, aunque sí diré que cuando Dougy hubo terminado el trabajo, comentó, literalmente: «Quizá me haya equivocado de oficio durante toda la vida.» ¡Quién sabe!

Madeleine y yo pasamos una temporada en Colorado, y ahora vivimos en Key West. Intento escribir, y vivimos del dinero que ella gana como camarera en un restaurante de la localidad, y del que yo gano como camarero suplente en un bar situado delante del restaurante de Madeleine. De vez en cuando tememos que llamen a nuestra puerta, pero me parece que esto no ocurrirá nunca. La desaparición de Laurel Oakwode causó cierta sensación, y aparecieron fotos de su hijo en los periódicos. Este dijo que no descansaría hasta encontrar a su madre, pero su cara, en las fotografías, carecía a mi parecer de la expresión propia de quien en un caso así habla sinceramente, y en el correspondiente artículo se insinuaba que los habitantes de Santa Bárbara estaban plenamente dispuestos a creer que Laurel, quien compartía ciertos deslices financieros con Lonnie Pangborn, había conocido sin duda alguna a un opulento hombre de negocios de Singapur, o de algún lugar parecido.

Se hubiera movido o no su sangre durante la coagulación, la muerte de Pangborn fue oficialmente calificada de suicidio.

En el
Miami Herald
apareció una noticia referente a la desaparición de Meeks Wardley Hilby III, y un periodista descubrió mi presencia en Key West y llamó para preguntarme si, a mi parecer, Patty y Wardley volvían a estar juntos. Le contesté que ellos ya no tenían nada que ver conmigo, y que sin duda alguna vivían en Europa, o en Tahití, o entre ambos lugares. Supongo que esta historia puede resucitar en cualquier momento.

Al parecer, nadie tuvo el más leve interés en saber qué había sido de Regency. Es difícil creerlo, pero apenas se efectuaron gestiones oficiales acerca de Madeleine. En una ocasión, la llamó por teléfono un funcionario de la Oficina de Lucha Contra las Drogas, de Washington, y Madeleine le comunicó que Regency y ella se dirigían en automóvil a México, pero que Alvin la dejó plantada en Laredo, y desapareció, por lo que ella no llegó a cruzar la frontera. (En aquel viaje que hicimos a Colorado, efectuamos un largo rodeo para llegar hasta Laredo, en donde Madeleine se procuró un recibo de estancia en un motel, para poder mostrarlo a los investigadores, caso de que pusieran su historia en tela de juicio.) De todas maneras, no creo que nadie, en el campo de los de la lucha contra la droga, lamentara la pérdida de Alvin. Descanse en paz. En una ocasión pregunté a Madeleine por el hermano de Alvin, pero resultó que la ocasión en que se tomó la fotografía de los sobrinos fue la única en que Madeleine trató a la familia de Regency, que consistía en aquel único hermano.

Como teníamos poco dinero, los dos pensamos en vender nuestra casa, pero resultó que ninguna de ellas estaba a nuestro nombre. Supongo que algún día serán embargadas por deudas al fisco, en el caso de que la falta de cuidado y el paso del tiempo no se las lleven antes.

Mi padre todavía vive. Hace unos días recibí carta suya. Decía: «Mantén los dedos limpios y cruzados, ya que, por el momento, resulta que los pajaritos de la buena suerte, con gran sorpresa por su parte, comienzan a imaginar que mi mal ha remitido. Para ellos es tan importante como una absolución general.»

Bueno, el hijo de Douglas Madden, llamado Timothy Madden, tiene su propia teoría. Sospecho que el estado de fisiológica gracia de mi padre guarda relación, sin duda alguna, con todas las cabezas separadas del tronco y todos los troncos separados de la cabeza que, con sus debidos pesos, hundió en el mar.

No hay que maravillarse de que sea tan caro curar el cáncer.

Y yo ¿qué? Pues bueno, estoy tan comprometido por tantos hechos que debo intentar buscar, escribiendo, mi camino de salida de esa interna prisión de mis nervios, de mis remordimientos, de mis profundamente enraizadas deudas espirituales. De todas maneras, volvería a correr los riesgos que corrí. En realidad, no fue tan terrible. Madeleine y yo dormimos horas y horas seguidas abrazados. Vivo entre los pliegues de lo que hizo, en modo alguno incómodo ni inseguro, profundamente unido a ella y consciente de que la estabilidad de mi mente tiene como cimientos un asesinato.

Sin embargo, que nadie diga que escapamos de la Ciudad del Infierno totalmente indemnes. En un hermoso ocaso veraniego, en Key West, cuando los vientos del Ecuador soplaban provenientes del Caribe, y el aire acondicionado había dejado de funcionar, no pude dormir, porque pensaba en las fotografías de Madeleine y de Patty que yo había decapitado con unas tijeras. Sí, ya que recordé que lo había hecho después del ocaso (sin la menor duda animado por una horrenda intuición de que Patty iba a dejarme), justamente antes de salir de casa para ir a la sesión de espiritismo dirigida por el Arpón. No sé si recuerdan que Nissen se puso a chillar porque había tenido una visión del cadáver de Patty.

¿Qué más puedo decir? Las últimas noticias que recibí de Provincetown, gracias a un amigo viajero que pasó por Key West, aseguraban que el Arpón se había vuelto loco. Al parecer dirigió otra sesión de espiritismo, y afirmó haber visto a seis personas en el fondo de las acuáticas profundidades, y que le hablaron dos mujeres que no tenían cabeza. El pobre Arpón fue encerrado en un manicomio, aunque, por lo que me dijeron, lo soltarán dentro de poco, este mismo año.

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