Subió al estrado y juró que durante las fechas mencionadas, la señora de Edward Ferrier había estado en palacio, invitada por su esposa y por él. Agotada por su intensa actividad haciendo buenas obras, le había sido recomendado un reposo absoluto. Su visita se mantuvo en secreto para evitar cualquier molestia por parte de la prensa.
Un médico eminente siguió al obispo y atestiguó que había ordenado a la señora Ferrier un completo descanso, con ausencia de toda preocupación.
Un practicante testimonió luego que había atendido a la señora Ferrier en la residencia del obispo.
El siguiente testigo que compareció fue Thelma Andersen.
Un estremecimiento recorrió la sala cuando la testigo subió al estrado. Todos notaron en seguida el extraordinario parecido físico de aquella mujer con la señora Ferrier.
—¿Se llama usted Thelma Andersen?
—Sí.
—¿Es usted súbdita danesa?
—Sí. Vivo en Copenhague.
—¿Trabaja usted en un café de dicha capital?
—Sí, señor.
—Haga el favor de explicarme lo que ocurrió el día dieciocho de marzo último.
—Un caballero se acercó a la mesa donde yo estaba. Era inglés y me dijo que trabajaba para un periódico de su país titulado el
X-ray News
.
—¿Está usted segura de que mencionó ese nombre?
—Sí; estoy segura... porque al principio creí que se trataba de una revista médica. Pero no; parece que no es así. Luego me dijo que había una actriz inglesa que necesitaba encontrar una «doble» y que yo era justamente el tipo adecuado. No voy mucho al cine y no reconocí el nombre que me dijo. Pero me aseguró que era muy famosa; que no se encontraba bien y que por lo tanto precisaba que alguien se presentara por ella en algunos sitios públicos. Al final me prometió que mis servicios serían pagados generosamente.
—¿Cuánto dinero le ofreció aquel caballero?
—Quinientas libras en moneda inglesa. Al pronto no lo creí... Pensé que se trataría de algún ardid; pero me pagó al momento la mitad de la suma ofrecida. Como es lógico, me apresuré a comunicar al dueño del café que dejaba el empleo.
La relación prosiguió. La llevaron a París, donde la facilitaron buenas ropas y fue provista de una «escolta». Un caballero argentino muy solícito... muy respetuoso y atento.
Al parecer, la mujer se había divertido. Vino en avión a Londres y frecuentó varios clubs nocturnos acompañada por el caballero de tez morena. En París la fotografiaron junto a él. Admitió que algunos de los sitios en que estuvieron no eran muy refinados... ¡De veras, no eran nada respetables!... Y algunas de las «fotos» que se tomaron tampoco eran de buen gusto. Pero, según le dijeron, aquellas cosas eran necesarias para la publicidad... y el señor Ramón había sido siempre muy respetuoso.
Contestando a varias preguntas, declaró que nunca se mencionó el nombre de la señora Ferrier y que no supo jamás que aquella señora era a la que había estado suplantando. Creía que en todo ello no había nada malo. Identificó algunas fotografías que le fueron mostradas y dijo que habían sido hechas durante su estancia en París y la Riviera.
Se veía que Thelma Andersen hablaba de buena fe. Era una mujer agradable, aunque ligeramente tonta. Cuando comprendió lo que había hecho, su disgusto quedó bien patente para todos.
La defensa no convenció a nadie. Fue una frenética negación de haber tenido algún trato con la Andersen. Las «fotos» en cuestión habían sido enviadas a la Redacción de Londres, donde supusieron que eran auténticas. El discurso en que Mortimer presentó sus conclusiones definitivas levantó el entusiasmo. Describió el asunto, calificándolo de cobarde conjura política planeada para desacreditar al primer ministro y a su esposa. Todas las simpatías debían verterse sobre la infortunada señora Ferrier.
El veredicto, una conclusión que podía adelantarse, fue pronunciado en medio de escenas sin precedentes. Los perjuicios se cifraron en una suma fabulosa. Cuando la señora Ferrier, su marido y su padre salieron de la sala fueron recibidos por el clamor afectuoso de una gran muchedumbre.
Edward Ferrier asió efusivamente la mano de Poirot.
—Mil gracias, señor Poirot. Esto acaba de una vez con el
X-ray News
. Ese indecente papelucho está destruido por completo. Lo tenía merecido por planear un complot tan asqueroso. Contra Dagmar, además, que es la criatura más buena del mundo. Gracias a Dios, se las compuso usted para que el asunto apareciera ante todos tal como era... ¿Cómo se le ocurrió la idea de que pudieran estar utilizando un «doble»?
—No fue idea nueva —le recordó Poirot—. Fue empleada con éxito en el caso de Jeanne de la Motte, cuando suplantó la personalidad de María Antonieta.
—Ya comprendo. Tendré que volver a leer «El Collar de la Reina». Pero ¿cómo encontró usted precisamente a la mujer que estaban empleando para ello?
—La busqué en Dinamarca y bien pronto la localicé.
—¿Y por qué en Dinamarca?
—Porque la abuela de la señora Ferrier era danesa, y ella misma tiene un tipo marcadamente danés. Pero además había otras razones.
—El parecido es chocante en extremo. ¡Qué idea más diabólica! ¿Cómo llegaría esa rata de Percy a pensar en ello?
Poirot sonrió.
—No fue él —
se
dio un golpe en el pecho—. ¡Yo fui el que pensó en ello!
Edward lo miró fijamente.
—No lo entiendo. ¿Qué quiere decir?
Poirot explicó:
—Debemos retroceder a una historia mucho más vieja que la de «El Collar de la Reina»... a la de la limpieza de los establos de Augías. Lo que Hércules utilizó fue un río... es decir, una de las grandes fuerzas de la Naturaleza. ¡Modernice eso! ¿Cuál es, también, una de esas grandes fuerzas? El amor y las cosas relacionadas con él, ¿verdad? Es el aspecto amoroso el que hace que se vendan las novelas y el que da interés a las noticias. Dé a la gente un escándalo relacionado con asuntos amorosos y le interesará más que cualquier trampa o fraude político.
»
Eh bien
—continuó el detective—, ésa fue mi tarea. Primero, poner mis manos en el cieno, como hizo Hércules para construir un dique que desviara el curso del río, un periodista amigo mío me ayudó. Estuvo buscando en Dinamarca, hasta que encontró a una persona adecuada para intentar la suplantación. Al presentarse a ella mencionó casualmente el
X-ray News
, confiando en que se acordaría del nombre. Y así fue.
»¿Y qué ocurrió luego? —prosiguió—. Cieno..., gran cantidad de cieno. La mujer del César fue salpicada por él. Una cosa más interesante para la gente de la calle que ningún escándalo político. Y como resultado... ¿el
dénouement
? ¡Qué va! ¡La reacción! ¡La virtud vindicada! ¡La absolución de la mujer inocente! Una gran marea de romanticismo y simpatía barriendo los establos de Augías. Si todos los periódicos del país publicaran ahora la noticia de los desfalcos cometidos por John Hammet, nadie lo creería. Sería considerada como otra conjura política para desacreditar del todo al Gobierno.
Edward Ferrier aspiró profundamente el aire. Por unos momentos, Poirot estuvo más cerca que nunca de ser víctima de una agresión personal.
—¡Mi esposa! Se atrevió usted a utilizarla como...
Por fortuna quizá, la señora Ferrier entró en aquel preciso instante.
—Bueno —dijo ella—. Todo acabó bien.
—Dagmar, ¿estabas enterada de... todo lo que pasaba?
—Desde luego, querido —contestó Dagmar Ferrier.
Y sonrió con gentil y maternal sonrisa de una esposa afectuosa.
—¡Y no me dijiste nada!
—Pero, Edward; de haberlo sabido no hubieras permitido que monsieur Poirot lo hiciera.
—¡Claro que no lo hubiera permitido!
Dagmar sonrió.
—Eso es lo que nosotros pensamos.
—¿Nosotros?
—Monsieur Poirot y yo.
Repartió su sonrisa entre su marido y el detective, y añadió:
—Descansé muy bien los días que estuve en casa de nuestro querido obispo y ahora me encuentro llena de energías. Quieren que vaya a Liverpool, el próximo mes, para bautizar un nuevo buque de guerra... Creo que será conveniente ir, en bien de la popularidad.
Harold Waring las vio por primera vez cuando subía por el sendero del lago. Estaba sentado en la terraza del hotel. Hacía un buen día; el lago tenía un profundo color azul y el sol lucía brillantemente. Harold, mientras fumaba una pipa, pensó que el mundo era un lugar muy agradable.
Su carrera política se desarrollaba bajo buenos auspicios. Una Subsecretaría a la edad de treinta años, era cosa de la que uno podía enorgullecerse. Le habían dicho que el primer ministro comentó con alguien que «el joven Waring llegaría lejos». Harold estaba bastante satisfecho de ello. La vida se le presentaba de color de rosa. Era joven, no mal parecido, de buena posición y completamente libre de lazos románticos.
Había decidido pasar las vacaciones en Morzoslovaquia, tanto por apartarse de las rutas frecuentadas, como por gozar de un completo descanso, sin que nadie ni nada le molestaran. El hotel del lago Stempka, aunque de reducidas dimensiones, era confortable y no estaba atestado de gente. La mayor parte de los huéspedes eran extranjeros. Los únicos ingleses que había entre ellos eran una mujer de edad, la señora Rice, y su hija, la señora Clayton. A Harold le gustaron. Elsie Clayton era bonita, aunque de una manera bastante pasada de moda. Se pintaba muy poco, casi nada, y su aspecto era apacible y algo tímido. La señora Rice podía ser considerada como una mujer de carácter. Alta de estatura, de voz profunda y ademanes autoritarios, aunque no le faltaba el sentido del humor ni resultaba mala compañía. Se veía claramente que su vida estaba ligada a la de su hija.
Harold había pasado unas cuantos horas muy agradables en compañía de las dos mujeres, y como ellas no intentaron acapararle, las relaciones entre los tres seguían siendo amistosas y nada exigentes.
Los demás huéspedes del hotel no llamaron la atención del joven. Por lo general, eran excursionistas o turistas que llegaban en autopullman. Paraban allí durante una o dos noches y luego se marchaban. El muchacho no se había fijado en nadie más... hasta aquella tarde.
Las dos subían por el sendero del lago, caminando muy despacio. Y sucedió que, cuando atrajeron la atención de Harold, una nube cubrió el sol. El joven se estremeció ligeramente.
Luego las miró con detenimiento. Sin duda, había algo raro en aquellas dos mujeres. Tenían la nariz larga y aguileña, como el pico de un pájaro, y sus caras, de un gran parecido físico, adoptaban un aire impasible. Llevaban sobre los hombros unas capas sueltas que movía el viento y parecían las alas de dos pajarracos.
Harold pensó:
—Parecen pájaros... —y añadió casi sin querer—: Pájaros de mal agüero.
Las dos mujeres se dirigieron hacia la terraza y pasaron junto a él. No eran jóvenes; tal vez su edad se acercaba más a los cincuenta que a los cuarenta y su parecido era tan grande que no podía dudarse de que se trataba de dos hermanas. Su semblante era desagradable. Cuando pasaron junto al joven, los ojos de ambas se fijaron en él durante un instante. Fue una mirada fría y calculadora... casi infrahumana.
La impresión de enfrentarse con algo maligno creció en el interior de Harold. Vio la mano de una de las dos hermanas; una mano que parecía garra. Aunque el sol brillaba otra vez, volvió a estremecerse.
«¡Qué repugnantes!», pensó. «Son como aves de presa...»
La señora Rice, que salía del hotel, le distrajo de estos pensamientos. El joven se levantó de un salto y le acercó una silla. La mujer le dio las gracias; tomó asiento y, como de costumbre, empezó a mover vigorosamente las agujas de la calceta.
—¿Ha visto a esas dos mujeres que acaban de entrar en el hotel? —preguntó Harold.
—¿Las de las capas? Sí; pasaron junto a mí.
—¿No cree que son dos personas muy extrañas?
—Pues... sí; tal vez sean algo raras. Creo que llegaron ayer. Son muy parecidas... deben ser gemelas.
—Quizá sean apreciaciones mías —comentó Harold—; pero siento de un modo instintivo que hay algo de maligno en ellas.
—¡Qué curioso! Cuando las vea otra vez me fijaré en ellas para comprobar si coincido con usted en esa impresión.
Y añadió:
—El conserje nos dirá quiénes son. No creo que sean inglesas.
—¡Oh, no!
La señora Rice miró su reloj y dijo:
—Es hora de tomar el té. ¿Tendría inconveniente en tocar el timbre, señor Waring?
—No faltaba más, señora Rice.
El joven se levantó, y cuando volvió a su asiento preguntó:
—¿Dónde está su hija esta tarde?
—¿Elsie? Hemos salido juntas a dar un paseo. Caminamos un poco junto al lago y luego volvimos por el pinar. Ha sido un magnífico paseo.
Un camarero salió en aquel momento y recibió orden de servir el té. La señora Rice siguió hablando, mientras hacía volar las agujas:
—Elsie ha recibido una carta de su marido. Puede ser que no baje a tomar el té.
—¿Su marido? —preguntó Harold sorprendido—. Siempre pensé que era viuda.
La señora Rice le dirigió una penetrante mirada y dijo con sequedad:
—No; Elsie no es viuda —y añadió con cierto énfasis—: ¡Por desgracia!
Harold se sobresaltó.
La mujer hizo un signo afirmativo con la cabeza, frunció el ceño y observó:
—La bebida tiene la culpa de muchas desgracias, señor Waring.
—¿Bebe su marido?
—Sí. Y hace muchas otras cosas más. Es terriblemente celoso y tiene un genio violento en extremo —suspiró—. Éste es un mundo lleno de desgracias, señor Waring. Le tengo mucho afecto a Elsie, pues es mi única hija... y ver cuan infeliz es, resulta una cosa nada fácil de soportar.
Harold comentó con emoción:
—Es una criatura tan dulce.
—Tal vez demasiado.
—¿Qué quiere decir?
La señora Rice contestó lentamente:
—Una persona feliz es más altiva. La dulzura de Elsie proviene, según creo, de un sentimiento de derrota. La vida ha sido muy dura con ella.
El joven preguntó con ligera vacilación:
—¿Y cómo... llegó a casarse con él?
—Philip Clayton era un chico muy atrayente —contestó la señora Rice—. Tenía... y todavía tiene... un aspecto encantador. Poseía además algo de dinero... y no hubo nadie que nos enterara de su verdadero carácter. Me quedé viuda hace muchos años y dos mujeres que viven solas no son los mejores jueces para apreciar la condición de un hombre.