—¿En qué forma se presenta la locura? —preguntó suavemente el detective.
—El abuelo se volvió loco furioso al final. Hasta los treinta años no dio señal alguna de ello... era perfectamente normal. Pero luego empezó a volverse loco. Hasta que la gente se dio cuenta de ello y gran cantidad de rumores empezaron a circular por ahí. Después ya se contó que estaban ocurriendo cosas que se trataba de ocultar. Bueno —se encogió de hombros—, acabo más loco que un cencerro. ¡Pobre diablo! Pero tenía manías homicidas y tuvieron que encerrarlo.
Hizo una corta pausa y luego continuó:
—Creo que vivió muchos años... Eso es lo que teme Hugh. Por ello no quiere que le vea un doctor. Tiene miedo de que lo encierren para toda la vida. No lo censuro por ello, pues yo pensaría igual si me encontrara en su situación.
—¿Y qué dice el almirante Chandler?
—Esto le ha destrozado por completo —contestó Frobisher con sequedad.
—¿Está muy encariñado con su hijo?
—Por completo. Su mujer pereció en un accidente marítimo cuando el muchacho tenía solamente diez años. Desde entonces no vivió más que para su hijo.
—¿Quería mucho a su esposa?
—La adoraba. No solamente él, sino todos los que la conocían. Era... una de las mujeres más agradables que he conocido en mi vida —calló durante unos instantes y después preguntó repentinamente—: ¿Le gustaría ver su retrato?
—Me encantaría.
Frobisher empujó hacia atrás la silla y se levantó. Con voz alta anunció:
—Charles, voy a enseñarle unas cuantas cosas al señor Poirot. Es un entendido en la materia.
El almirante levantó una mano con gesto vago. Frobisher cruzó la terraza y Poirot lo siguió. La cara de Diana se despojó por un instante de su máscara alegre y pareció expresar una pregunta llena de congoja. Hugh levantó también la cabeza y miró fijamente al hombrecillo de los negros mostachos.
El detective entró en la casa junto con Frobisher. Al principio le pareció todo tan oscuro, debido al súbito cambio desde la brillante luz del sol, que con dificultad pudo distinguir las cosas. Pero se dio cuenta de que la casa estaba llena de objetos antiguos y hermosos.
El coronel Frobisher le condujo hasta la Galería de Pinturas. De las artesonadas paredes pendían los retratos de los Chandler desaparecidos hacía ya tiempo. Caras austeras y alegres; hombres vestidos de etiqueta o con uniforme de marino. Mujeres engalanadas.
Frobisher se detuvo ante un retrato, al final de la Galería.
—Pintado por Orpen —dijo... ásperamente.
Representaba la figura de una mujer de alta estatura, que con una mano sujetaba el collar de un galgo. Tenía el cabello de color castaño claro y una expresión de radiante vitalidad.
—El muchacho es su vivo retrato —comentó el coronel—. ¿No lo cree usted?
—En algunas cosas, sí.
—El chico no tiene su delicadeza, desde luego... ni su femineidad. Es una edición masculina... pero en todas las partes esenciales... —su voz se quebró—. Lástima que heredara de los Chandler la única cosa sin la cual hubiera ido mejor...
Ambos guardaron silencio. El aire alrededor de ellos parecía tener un hálito de melancolía. Como si los difuntos Chandler lamentaran la tara que llevaban en la sangre y que sin saberlo se pasaba de unos a otros...
Hércules Poirot volvió la cabeza para mirar a su acompañante. George Frobisher contemplaba todavía a la hermosa mujer del cuadro. Y el detective dijo con tono suave:
—¿La conocía íntimamente...?
Frobisher balbuceó:
—Siempre estábamos juntos cuando éramos niños. Luego me destinaron al Ejército en la India, como subalterno... Ella tenía entonces dieciséis años, y cuando regresé... se había casado con Charles Chandler.
—¿Lo conocía también a él?
—Charles es uno de mis más viejos amigos. Es mi mejor amigo y siempre lo ha sido.
—¿Después que se casaron... los veía a menudo?
—Solía pasar aquí casi todos mis permisos. Esta casa ha sido para mí como un segundo hogar. Charles y Caroline siempre me tenían preparada una habitación —enderezó los hombros, y de pronto adelantó la cabeza con aire belicoso—. Por eso estoy ahora aquí; para ayudar en lo que haga falta. Si Charles tuviera necesidad de mí... Aquí me tendrá.
La sombra de la tragedia se cernió otra vez sobre ellos.
—¿Qué opina usted... acerca de todo esto? —preguntó Poirot.
Frobisher se mantuvo erguido. Sus cejas se abatieron sobre los ojos.
—Creo que cuanto menos se hable de ello, mejor. Y para serle franco, no sé qué es lo que hace usted aquí, señor Poirot. No veo la razón de que Diana le trajera.
—¿Está usted enterado de que ha sido roto el compromiso entre Diana y Hugh Chandler?
—Sí; ya lo sabía.
—¿Y conoce la razón de ello?
Frobisher replicó con sequedad:
—No tengo ni la menor idea. Los jóvenes arreglan estas cosas entre ellos. No debe uno mezclarse.
—Hugh le dijo a Diana que no tenía ningún derecho a casarse con ella, porque iba a volverse loco.
Vio cómo el sudor perlaba la frente de Frobisher.
—¿Es que no hay más remedio que hablar de este maldito asunto? —exclamó el coronel—. ¿Qué cree usted que puede hacer? Hugh se ha portado como debía. No tiene la culpa de ello; es herencia... gérmenes embrionarios... células cerebrales... Pero una vez que el chico lo ha sabido, ¿qué otra cosa podía hacer más que romper el compromiso? Es algo que debe llevarse a cabo, tanto si se quiere como si no.
—Si pudiera llegar a convencerme de ello...
—Fíese de lo que le he dicho.
—Pero si no me ha dicho nada.
—Ya le advertí que no quería hablar de esto.
—¿Por qué obligó el almirante Chandler a su hijo a que abandonara la armada de tan súbita manera?
—Porque no podía hacer otra cosa.
—Pero, ¿por qué razón?
Frobisher sacudió obstinadamente la cabeza.
Poirot murmuró:
—¿Tuvo algo que ver con unas cuantas ovejas que aparecieron degolladas?
El otro habló con acento colérico.
—Por lo visto ya oyó hablar de ello.
—Diana me lo dijo.
—Esa chica hubiera hecho mejor cerrando la boca.
—Pues ella no cree que esto sea conclusivo.
—No sabe nada.
—¿Qué es lo que no sabe?
De mala gana y con enfado, Frobisher contestó:
—Está bien; ya que de todas formas ha de enterarse... Cierta noche, Chandler oyó un ruido y pensó que alguien había entrado en la casa. Salió a ver qué ocurría y se encontró con que la luz de la habitación de su hijo estaba encendida. Chandler entró y vio a Hugh dormido en la cama; profundamente dormido, sin desvestir. Tenía las ropas llenas de sangre y el lavabo rebosaba de ella. Su padre no pudo despertarlo y a la mañana siguiente se enteró de que habían encontrado a unas cuantas ovejas degolladas. Preguntó a Hugh, pero el muchacho no sabía nada. No recordaba haber salido de casa, aunque se encontraron sus zapatos, manchados de barro, junto a la puerta trasera. No pudo explicar tampoco el origen de la sangre que llenaba el lavabo. No sabía nada de lo que había pasado. El pobre chico no estaba enterado entonces de lo que estaba ocurriendo.
«Charles me vino a buscar y me lo contó todo —continuó el coronel— ¿Qué era lo mejor que se podía hacer? Luego sucedió otra vez... tres noches después. Posteriormente... bueno; ya puede imaginárselo. El chico tuvo que abandonar el servicio. Viviendo aquí al lado de su padre, éste podía vigilarlo mejor. No podía arriesgarse a que causara un escándalo en la Armada. Era la única cosa que se podía hacer.
—¿Y desde entonces...? —preguntó Poirot.
Frobisher replicó con aspereza:
—No voy a responder a ninguna pregunta más. ¿No cree usted que Hugh conoce mejor lo que le está pasando?
Poirot no contestó. Como de costumbre, no estaba dispuesto a admitir que alguien supiera una cosa mejor que Hércules Poirot.
Cuando llegaron al vestíbulo encontraron al almirante Chandler que entraba en aquel momento. El hombre se detuvo en el umbral, su negra silueta recortada sobre la brillante luz del exterior.
Con voz baja y malhumorada, dijo:
—¡Oh!, estaban ustedes ahí... Quisiera hablar con usted, señor Poirot. Venga a mi despacho.
Frobisher salió a la terraza y el detective siguió al almirante. Tuvo la sensación de que había sido llamado al puente de mando para dar cuenta de la guardia.
El almirante le indicó uno de los grandes sillones y tomó asiento en el opuesto. Poirot había quedado impresionado por la inquietud, nerviosismo e irritabilidad de Frobisher, signos evidentes de una gran tensión mental. Pero ante el almirante Chandler percibió una sensación de quieta y profunda desesperación.
Lanzando un profundo suspiro, Chandler comentó:
—No puedo evitar mi desagrado por el hecho de que Diana le haya hecho intervenir en este asunto... ¡Pobre chica! Ya sé lo duro que esto es para ella. Pero... bueno... es una tragedia que sólo nos incumbe a nosotros y creo, señor Poirot, que comprenderá usted perfectamente que no estamos dispuestos a permitir que los extraños se mezclen en ello.
—Puede estar seguro de que comprendo a la perfección sus sentimientos.
—La pobre Diana no lo puede creer... Tampoco lo creía yo al principio. Y ahora posiblemente no lo creería si no supiera...
Se detuvo.
—¿Qué es lo que sabe?
—Que lo llevamos en la sangre. Me refiero a esa tara hereditaria.
—¿Y a pesar de ello, aprobó usted el noviazgo?
El almirante Chandler se sonrojó.
—¿Quiere usted decir que podría haberme negado entonces? Sí; pero cuando ocurrió no tenía yo ni la más mínima idea de lo que pasaría. Hugh se parecía en todo a su madre... Nada en él recordaba a los Chandler y yo esperaba que la semejanza con ella fuera completa. Desde su niñez nunca dio muestras de anormalidad hasta ahora. Yo no podía saber que... ¡la verdad es que existen indicios de demencia en casi todas las familias de rancio abolengo!
Poirot preguntó en tono suave:
—¿No ha consultado usted con un médico?
—¡No; y no voy a hacerlo! El chico está bastante seguro aquí, bajo mi vigilancia. No puedo encerrarlo entre cuatro paredes como si fuera un animal salvaje.
—Ha dicho usted que aquí está seguro, ¿pero lo están los demás?
—¿Qué quiere decir con ello?
Poirot no contestó, pero miró fijamente a los ojos tristes y oscuros del viejo marino.
Al cabo de unos momentos, Chandler opinó con melancolía:
—Cada uno entiende de su oficio. Usted busca a un criminal y mi hijo no lo es, señor Poirot.
—Todavía no.
—¿Qué pretende, al decir todavía no?
—Estas cosas van tomando incremento... Aquellas ovejas...
—¿Quién le contó lo de las ovejas?
—Diana Maberly. Y también su amigo, el coronel Frobisher.
—George hubiera hecho muy bien callándose.
— ¿Es un viejo amigo de usted, ¿verdad?
—Mi mejor amigo —rezongó el almirante.
—¿Y era también amigo de... su esposa?
Chandler sonrió.
—Sí. Creo que George estuvo enamorado de Caroline, cuando ella era todavía una chiquilla. No se ha casado, y me figuro que ésa es la razón. En fin, yo fui el afortunado... o al menos, así lo pensé. La conseguí... para perderla.
Lanzó un suspiro y sus hombros se encorvaron aún más.
—¿Estaba con usted el coronel Frobisher cuando su esposa se... ahogó? —preguntó Poirot.
Chandler asintió.
—Sí. No se encontraba bien y se quedó en casa. Salimos Caroline y yo. Nunca he llegado a comprender cómo zozobró la embarcación. Debió de abrírsele de pronto una vía de agua. Nos encontrábamos en medio de la bahía y la marea subía violentamente. La sostuve hasta que no pude más... —su voz se quebró—. Su cuerpo fue rescatado dos días más tarde. ¡Menos mal que no llevábamos con nosotros al pequeño Hugh! Por lo menos, eso fue lo que pensé entonces... Ahora... bueno, tal vez hubiera sido mejor que lo hubiéramos llevado; todo hubiera terminado aquel día...
Volvió a lanzar un nuevo suspiro, profundo y desesperado.
—Somos los últimos Chandler, señor Poirot. Cuando desaparezcamos nosotros no habrá más Chandler en Lyde. El día en que Hugh inició su noviazgo con Diana, tuve la esperanza de que... Bueno, es mejor que no hablemos de ello. ¡Gracias a Dios, no han llegado a casarse! ¡Eso es todo lo que puedo decir!
Hércules Poirot estaba sentado en uno de los bancos de la rosaleda, junto a Hugh Chandler. Diana Maberly acababa de dejarlos.
El joven volvió la cara, de correctos rasgos, aunque de torturada expresión, y miró a su interlocutor.
—Debe hacer lo posible para que ella comprenda lo que ocurre, señor Poirot —dijo.
Hizo una pausa y luego prosiguió:
—Ya sabe usted que Diana no es de las que se rinden. Nunca aceptará un hecho que no hay más remedio que admitir. Continuará creyendo que yo... estoy sano.
—Mientras sigue usted creyendo que no lo está, ¿eh?
El muchacho dio un respingo.
—Todavía no he perdido la cabeza por completo... pero esto va empeorando. Diana no lo sabe. Sólo me ve cuando estoy... estoy... bien.
—Y cuando... no lo está, ¿qué sucede?
Hugh Chandler exhaló un profundo suspiro y dijo:
—En ciertos aspectos... todo ocurre en sueños; y cuando sueño me vuelvo loco. Anoche, por ejemplo, yo no era un hombre. Primero era un toro enloquecido... corriendo bajo la deslumbrante luz del sol... sintiendo en mi boca el sabor del polvo y la sangre. Y luego era un perro... un perrazo de fauces babeantes. Estaba rabioso... Los niños se dispersaban y corrían al verme llegar y los hombres trataban de pegarme un tiro. Alguien me puso delante un gran barreño de agua y no pude beber. ¡No pude beber...!
Se detuvo.
—Me desperté... y me di cuenta de que lo que había soñado era verdad. Fui hacia el lavabo. Tenía la boca reseca... horriblemente reseca. Y una gran sed. Pero no pude beber, señor Poirot... No podía tragar... ¡Oh, Dios mío!, no era capaz de beber.
Hércules Poirot profirió un murmullo de simpatía. Hugh Chandler prosiguió. Tenía las manos fuertemente cogidas a las rodillas. La cabeza adelantada y los ojos medio cerrados, como si viera algo que avanzara hacia él.
—Y luego hay cosas que no son sueños. Cosas que veo cuando estoy completamente despierto. Espectros; formas horribles que me miran. Y algunas veces puedo volar; puedo abandonar la cama y atravesar el aire. Corro con el viento... y los malos espíritus me hacen compañía.