Poirot chasqueó la lengua.
Fue un ligero ruidito que parecía contener una disculpa para lo que le estaban contando.
Hugh Chandler se volvió hacia él.
—No hay ninguna duda en ello. Lo llevo en la sangre. Es la herencia de mi familia y no tengo escape. ¡Gracias a Dios que me di cuenta a tiempo, antes de que me casara con Diana! Me horroriza pensar que hubiéramos podido tener un hijo al que le habría legado ese horrible mal.
Puso una mano sobre el brazo de Poirot
—Debe hacer usted lo que pueda para que ella lo comprenda. Debe decírselo. Es preciso que me olvide. Es preciso. Algún día encontrará a otro. Tiene a Steve Graham... Está perdidamente enamorado de ella y es un buen chico. Será feliz con él... estará segura. Quiero... que sea feliz. Graham no tiene mucho dinero, desde luego; y la familia de ella tampoco. Pero cuando yo muera no tendrán por qué padecer.
La voz de Hércules Poirot lo interrumpió:
—¿Por qué no tendrán que padecer cuando usted se muera?
Hugh Chandler sonrió. Fue una sonrisa gentil y amable.
—Tengo la herencia de mi madre. Tenía mucho dinero propio y me lo legó. Le dejaré todo mi dinero a Diana.
Poirot se recostó en su asiento y dijo simplemente:
—¡Ah!
Y luego comentó:
—Pero usted puede vivir muchos años, señor Chandler.
El joven sacudió la cabeza y replicó con sequedad:
—No, señor Poirot. Yo no llegaré a viejo.
Luego se echó hacia atrás y se estremeció ligeramente.
—¡Dios mío! ¡Mire! —exclamó, mientras su vista se dirigía a un punto situado sobre el hombro de Poirot—. Ahí... junto a usted... es un esqueleto... chasquea los huesos. Me llama... me hace señas.
Sus ojos, con las pupilas dilatadas, quedaron fijos bajo su radiante luz solar. De pronto se inclinó hacia un lado, como si fuera a desplomarse.
Y luego, dirigiéndose a Poirot, dijo con voz que más bien parecía la de un niño:
—¿No ha visto usted nada?
El detective sacudió la cabeza.
El joven prosiguió con voz ronca:
—El ver cosas no me conmueve mucho. Lo que me asusta es la sangre. La sangre en mi habitación... en mis ropas. Teníamos un loro y una mañana apareció en mi dormitorio con el cuello cortado... y yo estaba en la cama, sosteniendo en mi mano una navaja de afeitar manchada de sangre.
Se inclinó, aproximándose a Poirot.
—Y últimamente han ocurrido más muertes de ésas —murmuró—. En los alrededores... en el pueblo... en las colinas. Ovejas, corderos... un perro de pastor. Mi padre me encierra por las noches; pero algunas veces... la puerta está bien abierta por la mañana. Debo tener una llave escondida en algún sitio, pero no sé ahora dónde la escondí. No lo sé. No soy yo quien hace esas cosas... es alguien que entra dentro de mí... que toma posesión de mí... que me convierte de hombre en un monstruo sediento de sangre y que no puede beber agua...
De pronto ocultó la cara entre las manos.
Al cabo de unos momentos Poirot preguntó:
—Todavía no comprendo por qué no ha visitado usted a un médico.
Hugh Chandler sacudió la cabeza.
—¿No lo entiende usted? Físicamente soy fuerte. Tan fuerte como un toro. Puedo vivir durante muchos años... muchos años... encerrado entre cuatro paredes. ¡No podría soportarlo! Sería mejor acabar de una vez. Ya sabe que hay muchos medios para ello. Un accidente, al limpiar la escopeta... y cosas así. Diana me comprenderá... se dará cuenta de que he elegido una salida para esto.
Miró desafiante a Poirot, pero el detective no respondió al reto. En su lugar, preguntó blandamente:
—¿Qué es lo que come y bebe usted?
El joven echó hacia atrás la cabeza y lanzó una carcajada.
—¿Pesadillas producidas por una indigestión? ¿Es eso lo que piensa?
Poirot se limitó a repetir:
—¿Qué es lo que come y bebe usted?
—Todo lo que comen y beben los demás.
—¿Ninguna medicina especial? ¿Ni sellos ni píldoras?
—Nada de eso. ¿Cree usted, en realidad, que unas pildoritas pueden curar mis padecimientos? —Y citó burlonamente—: «¿No puedes entonces auxiliar a una mente enferma?»
Hércules Poirot replicó secamente:
—Yo voy a probar. ¿Hay alguien en esta casa que sufra de una afección a los ojos?
Hugh Chandler lo miró fijamente y dijo:
—Los ojos de mi padre le han causado un cúmulo de molestias. Tiene que ir al oculista muy a menudo.
—¡Ah!
Poirot meditó durante unos momentos y luego preguntó:
—Según supongo, el coronel Frobisher pasó la mayor parle de su vida en la India, ¿no es cierto?
—Sí; perteneció al Ejército de la India. Es un entusiasta de ese país. Y no cesa de hablar de él... de sus tradiciones... de sus costumbres.
Poirot volvió a murmurar:
—¡Ah!
Luego observó:
—Veo que se ha cortado en la barbilla.
—Sí; un corte bastante molesto. Mi padre me dio un sobresalto el otro día, cuando me estaba afeitando. Hace tiempo que tengo los nervios de punta. Y ahora me ha quedado esta rozadura. Me molesta mucho cuando me afeito.
—Debería usar crema suavizante —observó Poirot.
—Ya la utilizo. El tío George me la dio.
Rió de pronto.
—Hablamos como si estuviéramos en un instituto de belleza femenina. Lociones, cremas suavizantes, píldoras y trastornos de la vista. ¿Qué conseguiremos con ello? ¿Qué es lo que se propone usted, señor Poirot?
El detective contestó tranquilamente:
—Estoy tratando de hacer todo lo posible por Diana Maberly.
Las maneras de Hugh cambiaron. Su cara tomó una expresión seria. Volvió a poner una mano sobre el brazo de Hércules.
—Sí; haga lo que pueda por ella. Dígale que debe olvidarme. Dígale que no conseguirá nada esperando... Dígale alguna de las cosas que le acabo de contar... Dígale... ¡Oh, dígale que, por amor de Dios, se aparte de mí! Eso es lo único que por mí puede hacer ahora. ¡Alejarse... y tratar de olvidar!
—¿Tiene usted valor, señorita? ¿Se siente con ánimos suficientes? Porque va a necesitarlos.
Diana exclamó:
—Entonces, es cierto, ¿verdad? ¿Está loco?
Hércules Poirot replicó:
—No soy un alienista, señorita. Y, por lo tanto, no puedo decir si está cuerdo o loco.
Ella se aproximó más al detective.
—El almirante Chandler cree que sí lo está y George Frobisher también. Hasta el propio Hugh está convencido de ello...
Poirot la contempló.
—¿Y usted, señorita?
—¿Yo? ¡Yo digo que no está loco! Por eso...
Se detuvo.
—¿Por eso acudió usted a mí?
—Sí. No podía tener otra razón para ello, ¿no lo cree?
—Eso es justamente lo que me he estado preguntando hasta ahora, señorita.
—No lo entiendo.
—¿Quién es Stephen Graham?
Ella lo miró fijamente.
—¿Stephen Graham? ¡Oh!, es... tan sólo un conocido.
La joven cogió al detective por el brazo.
—¿Qué es lo que piensa usted? ¿Qué es lo que se imagina? Hasta ahora se ha limitado a estarse quieto, detrás de esos bigotes, con los ojos medio cerrados y sin decirme nada. Me asusta usted... ¡ah! estoy terriblemente asustada. ¿Por qué me hace sentir este temor?
—Tal vez porque yo también esté atemorizado.
Los ojos de profundo color gris se abrieron de par en par y se fijaron en él. La muchacha murmuró:
—¿Qué es lo que teme?
Hércules Poirot exhaló un profundo suspiro.
—Es mucho más fácil coger a un asesino que evitar un asesinato —replicó.
—¿Asesinato? —exclamó la joven—. No utilice esa palabra.
—No tengo más remedio que usarla.
Poirot cambió el tono de su voz, habló rápida y perentoriamente.
—Señorita, es necesario que usted y yo pasemos la noche en Lyde Manor. Espero que se encargará de arreglar los detalles precisos. ¿Lo podrá hacer?
—Sí... supongo que sí. Pero, ¿por qué?
—Porque no hay tiempo que perder. Me dijo antes que tenía valor, pues demuéstrelo ahora. Haga lo que le he dicho y no pregunte nada acerca de ello.
La muchacha asintió sin proferir palabra y se alejó.
Al cabo de unos momentos Poirot entró en la casa. Desde la biblioteca le llegó la voz de la muchacha
y
la de tres hombres. Subió por la ancha escalera. En el piso superior no había nadie.
No le costó mucho trabajo encontrar la habitación de Hugh Chandler. En uno de los rincones vio un lavabo con grifos de agua fría y caliente. Encima de él, sobre un estante de cristal, había unos cuantos tubos, tarros y botellas.
Hércules Poirot se puso a trabajar rápida y eficientemente.
Lo que debía hacer no le llevó mucho tiempo. Se encontraba ya en el vestíbulo cuando Diana salió de la biblioteca. La muchacha tenía la cara enrojecida y su aspecto demostraba la rebeldía que sentía interiormente.
—Ya está todo arreglado —dijo.
El almirante Chandler hizo pasar a Poirot a la biblioteca y cerró la puerta tras él.
—Oiga, señor Poirot —dijo—. Esto no me gusta nada.
—¿Qué es lo que no le gusta nada, almirante Chandler?
—Diana ha insistido en que ella y usted deben pasar aquí la noche. No quisiera parecer inhospitalario.
—No es cuestión de hospitalidad.
—Como le decía, no quisiera parecerlo... pero, francamente, no me gusta, señor Poirot. No... no quiero que se queden. No llego a comprender la razón de ello. ¿Qué posibles beneficios conseguiremos?
—¿Podríamos considerarlo como un experimento que trato de llevar a la práctica?
—¿Qué clase de experimento?
—Eso, con perdón, es cosa mía...
—Pero oiga, señor Poirot; en primer lugar, no fui yo quien le dijo que viniera...
Poirot le interrumpió:
—Créame, almirante Chandler; comprendo y aprecio perfectamente su punto de vista. Estoy aquí, simple y llanamente, gracias a la obstinación de una muchacha enamorada. Usted me ha contado ciertas cosas. El coronel Frobisher me ha relatado otras y el propio Hugh me ha dicho otras. Y ahora... quiero verlo todo, paso a paso, por mí mismo.
—Sí, ¿pero qué es lo que quiere ver? ¡Le digo que aquí no hay nada que ver! Encierro a Hugh en su habitación todas las noches y no hay más.
—Y, sin embargo, algunas veces, según me ha dicho él, la puerta no está cerrada por la mañana.
—¿Qué me dice?
—¿No encontró usted mismo en algunas ocasiones la puerta abierta?
—Siempre imaginé que George la había abierto..., ¿qué es lo que quiere usted decir con ello?
—¿Dónde deja la llave? ¿En la cerradura?
—No. La coloco en un cofre del pasillo. Yo mismo, o George, o Whiters, el mayordomo, la cogemos de allí por las mañanas. Le hemos dicho a Whiters que lo hacemos así porque Hugh es sonámbulo. Yo diría que sabe de qué se trata, pero me es fiel y ha estado conmigo durante muchos años.
—¿Tiene otra llave?
—No, que yo sepa.
—Podrían haber hecho un duplicado.
—Pero, ¿quién...?
—Su hijo cree que tiene una llave escondida en algún sitio, aunque no le es posible decir dónde, cuando está despierto.
El coronel Frobisher, desde uno de los extremos de la habitación, dijo:
—No me gusta esto, Charles. La chica...
El almirante Chandler contestó rápidamente:
—Eso es justamente lo que estaba yo pensando. La muchacha no debe quedarse aquí esta noche. Venga usted si gusta, señor Poirot...
—¿Por qué no quiere que duerma aquí la señorita Maberly? —preguntó el detective.
En voz baja, Frobisher comentó:
—Es demasiado arriesgado. En estos casos...
Se detuvo.
—Hugh la quiere... —insinuó Poirot.
—¡Por eso precisamente! —exclamó Chandler—. ¡Maldita sea! Todo se transforma cuando se trata de un loco. Y Hugh lo sabe. Diana no debe quedarse aquí.
—Por lo que se refiere a eso —dijo Poirot—, la propia Diana será quien decida.
Salió de la biblioteca. Diana le esperaba en el coche.
—Iremos a recoger lo que nos hace falta para pasar la noche y regresaremos a tiempo para cenar —indicó la joven.
Cuando bajaban por el camino que conducía a la carretera, Poirot repitió la conversación que acababa de sostener con el almirante y con el coronel Frobisher. Diana rió despectivamente.
—¿Cree que Hugh me hará daño?
A modo de contestación Poirot le preguntó si tendría inconveniente en detenerse ante la farmacia del pueblo. Según dijo, se había olvidado de poner un cepillo de dientes en el maletín.
La farmacia estaba en el centro de la calle principal de aquel pacífico pueblecito. Diana esperó en el coche. Le extrañó que Poirot tardara tanto en escoger un cepillo de dientes...
Hércules Poirot estaba sentado, esperando, en el gran dormitorio amueblado a estilo isabelino. No podía hacer más que esperar. Tenía hechos todos los preparativos.
Hacia las últimas horas de la madrugada llegaron las señales de alarma.
Al oír ruido de pasos ante su puerta, Poirot descorrió los cerrojos y abrió. En el pasillo había dos hombres... dos hombres de mediana edad con aspecto de tener muchos años más de los que tenían en realidad. El almirante, con el rostro rígido y ceñudo... el coronel Frobisher, crispado y tembloroso.
Chandler dijo simplemente:
—¿Quiere venir con nosotros, señor Poirot?
Ante la puerta del dormitorio que ocupaba Diana Maberly se veía una confusa figura yacente. La luz cayó sobre una cabeza morena. Hugh Chandler estaba tendido en el suelo y respiraba estertorosamente. Llevaba puesta una bata y las zapatillas. En su mano derecha se veía un cuchillo afilado, curvo y brillante. Pero no brillaba todo él... aquí y allá estaba oscurecido por relucientes manchas rojas.
Hércules Poirot exclamó en voz baja:
—¡Dios mío!
Frobisher dijo con sequedad:
—Ella está bien. No le ha hecho nada —levantó la voz y llamó—: ¡Diana! Somos nosotros; déjenos entrar.
Poirot oyó cómo el almirante gruñía para sí:
—¡Mi hijo! ¡Mi pobre hijo!
Se oyó el ruido producido por un cerrojo al descorrerse. Diana abrió la puerta y apareció en el umbral. Tenía la cara mortalmente pálida.
—¿Qué ha ocurrido? —balbuceó—. Hubo alguien que intentó entrar. Oí cómo tanteaban la puerta... y el tirador de la cerradura. Luego arañaron en los paneles... ¡Oh, qué horrible...! Como si fuera un animal...