—Desde luego; así es —observó Harold pensativamente.
Sentía que en su interior se levantaba una ola de indignación y lástima al propio tiempo. Elsie Clayton no podía tener más de veinticinco años. Rememoró la expresión clara y amistosa de sus ojos azules y el suave gesto apenado de su boca. Se dio cuenta, de pronto, que el interés que sentía por ella rebasaba el límite de la amistad.
Y estaba ligada a un bruto...
Aquella noche Harold se reunió con madre e hija después de cenar. Elsie Clayton llevaba un vestido color de rosa, apagado y mate. El joven vio que tenía los párpados enrojecidos. Había estado llorando.
La señora Rice anunció con viveza:
—Ya me enteré de quiénes son esas dos arpías, señor Waring. Son polacas... de muy buena familia; eso me ha dicho el conserje.
Harold miró al otro lado del salón, donde estaban sentadas las dos mujeres. Elsie preguntó, sin demostrar ningún interés:
—¿Aquellas dos señoras? ¿Las del cabello teñido? Tienen un aspecto bastante desagradable... No sé por qué.
Harold exclamó triunfalmente:
—Eso mismo pensé yo.
La señora Rice rió.
—Me parece que ambos desvarían. No se puede juzgar a la gente por su solo aspecto externo.
Elsie rió a su vez.
—Supongo que así será —dijo la hija—; pero, de todas formas, me hacen el efecto de dos buitres.
—¡Arrancando los ojos a los muertos! —dijo Harold.
—¡Oh. no! —exclamó Elsie.
El joven se apresuró a excusarse:
—Lo siento.
La señora Rice sonrió y dijo:
—Sea como fuere, no creo que se metan con nosotros.
—No tenemos ningún secreto pecaminoso —comentó Elsie.
—Tal vez lo tenga el señor Waring —añadió su madre guiñando un ojo.
Harold soltó una carcajada, inclinando la cabeza, hacia atrás.
—Ni de los más pequeños —dijo—. Mi vida es un libro abierto.
Y un pensamiento cruzó su mente:
—¡Qué tontos son los que abandonan el camino recto! Una conciencia limpia... eso es todo lo que se necesita en la vida. Con ello puede uno enfrentarse con el mundo y mandar al diablo a quien se interponga.
De pronto, sintió que su vitalidad aumentaba; se notó más fuerte, mucho más dueño de su destino.
Harold Waring, como muchos ingleses, era un mal políglota. Su francés dejaba mucho que desear y, además, lo hablaba con un terrible acento británico. De alemán e italiano no sabía nada.
Pero hasta entonces su poca habilidad lingüística no le había preocupado en gran manera. Siempre encontró que en la mayoría de los hoteles de Europa el personal hablaba inglés. ¿Para qué molestarse entonces?
Pero en aquel lugar tan apartado, donde la lengua nativa era un derivado del eslovaco, y aun el conserje sólo hablaba alemán, a veces le resultaba irritante que alguna de sus dos amigas le sirvieran de intérprete. La señora Rice, que sentía gran afición por los idiomas, podía hablar, incluso, un poco de eslovaco.
Harold decidió iniciar el estudio del alemán. Se propuso comprar algunos libros de texto y dedicar un par de horas cada mañana al estudio.
Hacía un buen día y después de escribir varias cartas, Harold miró el reloj y vio que tenía todavía tiempo para dar un paseo de una hora antes del almuerzo. Bajó hasta el lago y se adentró en el pinar. Al cabo de cinco minutos de caminar bajo los pinos, oyó un ruido inconfundible. No muy lejos de allí una mujer lloraba desconsoladamente.
Harold se detuvo un momento y luego se dirigió hasta donde provenían los gemidos. La mujer era Elsie Clayton. Estaba sentada sobre un tronco caído, con la cara entre las manos. Sus hombros se estremecían con la violencia de su pena.
El joven titubeó un instante y después fue hacia ella. Llamó suavemente:
—Señora Clayton... Elsie.
Ella se sobresaltó y levantó la mirada hacia él. Harold tomó asiento a su lado.
—¿Puedo ayudarla en algo? —preguntó afectuosamente—. ¿Hay algo qué pueda hacer?
Elsie sacudió la cabeza.
—No... no... Es usted muy amable. Pero nadie puede hacer nada por mí.
Harold preguntó con timidez:
—¿Tiene algo que ver con... su marido?
La joven asintió. Se enjugó los ojos y sacó la polvera, luchando para volver a recobrar el dominio de sí misma. Con voz trémula dijo:
—No quiero que mamá se preocupe. Se disgusta mucho cuando ve la poca felicidad de que disfruto. Por lo tanto, vine aquí para llorar a mi gusto. Ya sé que es una tontería. El llorar no resuelve nada. Pero... algunas veces... me parece que la vida es completamente insoportable.
—No sabe cuánto lo siento —simpatizó Harold.
Ella le dirigió una mirada de gratitud y luego explicó apresuradamente:
—Es mía toda la culpa, desde luego. Me casé con Philip por mi propia y libre voluntad. Y si... si luego salió mal, sólo soy yo la culpable; yo y sólo yo.
—Es usted muy valiente al considerarlo así —dijo Harold Waring.
La joven sacudió la cabeza.
—No; no soy valiente. No tengo ánimos para nada. Soy una cobarde. Por eso llegaron, en parte, las desavenencias con Philip. Me tiene aterrorizada... por completo... cuando se enfurece.
Emocionado, Harold apuntó:
—¡Debe usted separarse de él!
—No me atrevo. No..., no me dejaría.
—¡Tonterías! ¿Qué me dice del divorcio?
Elsie volvió a sacudir la cabeza con lentitud.
—No tengo motivos —enderezó los hombros—. Tengo que soportarlo. Paso gran parte del año con mamá. Philip no se opone a ello, especialmente cuando vamos a sitios poco frecuentados como éste —y añadió, mientras el color subía a sus mejillas—: La mayor parte de los disgustos provienen de los celos terribles que siente. Si llego siquiera a conversar con un hombre, es capaz de hacer las más espantosas escenas.
La indignación de Harold subió de punto. Había oído quejarse a muchas mujeres de los celos de sus maridos, y si bien había expresado su simpatía hacia ellas, secretamente abrigaba la opinión de que los maridos, en aquellos casos, llevaban toda la razón. Pero Elsie Clayton no era una de ellas. No le había dirigido tan siquiera una mirada insinuante.
La joven se apartó de él estremeciéndose ligeramente, y miró al cielo.
—Se ha ocultado el sol —dijo—. Hace frío. Será mejor que volvamos al hotel. Debe ser la hora de comer.
Ambos se levantaron y tomaron la dirección del hotel. Habían caminado por espacio de un minuto cuando vieron a otra persona que seguía su mismo camino. La reconocieron por la flotante capa que llevaba. Era una de las hermanas polacas.
Cuando pasaron por su lado, Harold hizo una ligera inclinación de cabeza. Ella no correspondió al saludo, pero sus ojos se posaron sobre los dos jóvenes y hubo tal malicia en aquella mirada que el hombre se sintió enrojecido. Tal vez, aquella mujer lo habría visto sentado junto a Elsie en el tronco. Y si así era, probablemente pensaría...
Y por lo visto, eso era lo que pensaba... Un acceso de indignación lo sobrecogió. ¡Qué mente tan asquerosa tenían algunas mujeres!
Era raro que el sol se hubiera escondido y que los dos se estremecieran... tal vez en el mismo momento en que la mujer los espiaba.
Sea como fuere, Harold se sintió en aquellos instantes un poco intranquilo.
Por la noche, Harold entró en su habitación un poco después de las diez. Había llegado correo de Inglaterra, con unas cuantas cartas para él, algunas de las cuales necesitaban ser contestadas inmediatamente.
Se puso una bata sobre el pijama y tomó asiento ante la mesa con el propósito de despachar su correspondencia. Había escrito ya tres cartas y estaba justamente empezando la cuarta cuando se abrió de pronto la puerta y Elsie Clayton entró tambaleándose en la habitación.
Sorprendido, Harold se levantó de un salto. Elsie había cerrado la puerta tras ella y se apoyó en una cómoda. Su respiración era entrecortada y tenía la cara blanca como el papel. Parecía estar mortalmente asustada.
—¡Es mi marido! —balbuceó—. Ha llegado sin avisar. Creo... creo que me matará. Está loco... loco por completo. Acudo a usted... oh, no permita que me encuentre —avanzó dos pasos, con andar tan inseguro que por poco cae al suelo. Harold extendió el brazo para sostenerla.
Y cuando hizo esto, la puerta se abrió de nuevo y apareció un hombre en el umbral. Era de una mediana estatura, con espesas cejas y pelo negro liso. En la mano llevaba una pesada llave inglesa. Levantó la voz, aguda y temblorosa por la ira.
—¡De modo que la polaca tenía razón...! —vociferó—. ¡Tienes un enredo con este tipo!
—No, no, Philip —exclamó Elsie—. No es verdad. Estás equivocado.
Harold empujó rápidamente a la muchacha hasta situarla detrás de él, cuando vio que Philip avanzaba hacia ellos.
—Equivocado, ¿eh? —chilló el hombre—. Y te encuentro en su habitación. ¡Perdida, te juro que te voy a matar por esto!
Con un rápido movimiento apartó el brazo de Harold. Elsie, dando un fuerte grito, se colocó al otro lado de Harold, quien se volvió para rechazar el ataque.
Pero Philip Clayton tenía un solo propósito: coger a su esposa. Dio otro rodeo y Elsie, aterrorizada, salió corriendo de la habitación. Su marido la siguió y Harold, sin dudarlo un momento, salió tras ellos.
La joven se dirigió rectamente hacia su propio dormitorio, al final del pasillo. Harold oyó el ruido de la llave al girar, aunque la cerradura no se cerró a tiempo, y Philip Clayton abrió dando un empujón. El hombre entró en la habitación y Harold oyó el horrorizado grito de Elsie. Sin perder un instante, el joven entró también en el cuarto.
Elsie estaba acorralada contra las cortinas de la ventana. Cuando llegó Harold, Philip Clayton se dirigía hacia su esposa blandiendo la llave inglesa. Elsie volvió a gritar, y cogiendo un pesado pisapapeles de la mesa que tenía al lado, lo lanzó a la cabeza de su marido.
Clayton se desplomó como un fardo y la joven lanzó otro grito, mientras Harold quedaba como petrificado en el umbral de la puerta. Elsie se arrodilló junto a Philip, que no daba señales de vida.
En el pasillo se oyó el ruido que produjo el pestillo de una puerta al cerrarse. Elsie se levantó apresuradamente y se dirigió hacia Harold.
—Por favor... por favor —dijo en voz baja y casi sin aliento—. Vuelva a su habitación. Pueden venir... y encontrarle aquí.
Harold asintió. Había comprendido la situación en un santiamén. Por un momento, Philip Clayton estaba
hors de combat
. Pero los gritos de Elsie podían haber sido oídos y si lo encontraban en la habitación de la joven sólo podía esperar compromisos y malentendidos. En beneficio de ambos no debía producirse ningún escándalo.
Haciendo el menor ruido posible desanduvo el camino hasta su dormitorio y justamente cuando llegaba a él oyó el ruido de una puerta que se abría.
Cerca de media hora estuvo en su cuarto, esperando, sin atreverse a salir. Estaba seguro de que tarde o temprano Elsie iría a verle.
Se oyó un golpecito en la puerta y Harold la abrió de un tirón.
No era Elsie la que llamaba, sino su madre, y Harold quedó horrorizado al ver su aspecto. Parecía que de pronto hubiera envejecido muchos años. Llevaba los grises cabellos completamente en desorden y los ojos rodeados por dos círculos oscuros.
El joven se apresuró a llevarla hasta una silla. Ella tomó asiento. Respiraba con dificultad.
—Parece que no se encuentra usted bien —dijo Harold—. ¿Quiere que le traiga algo?
La mujer sacudió la cabeza.
—No, no se preocupe por mí. En realidad, me encuentro perfectamente. Ha sido sólo la impresión. Señor Waring, ha ocurrido una cosa terrible.
—¿Tal mal herido está Clayton? —preguntó el joven.
Ella retuvo el aliento.
—Peor que eso. Ha muerto...
La habitación pareció dar vueltas alrededor de Harold.
La sensación de que un chorro de agua helada le corría por el espinazo paralizó al joven y le impidió pronunciar palabra alguna durante unos momentos.
—¿Muerto? —repitió torpemente.
La señora Rice asintió.
Cuando habló, su voz tenía el tono monótono que produce el cansancio.
—El borde del pisapapeles le dio en la sien y al caer se golpeó la cabeza con el guardafuegos metálico de la chimenea. No sé qué es lo que le habrá producido la muerte; pero lo cierto es que ha muerto.
¡Desastre...! Ésta era la palabra que sonaba insistentemente en el cerebro de Harold. Desastre, desastre, desastre...
—Pero fue un accidente —dijo con vehemencia—. Yo vi cómo ocurría.
La señora Rice contestó secamente:
—Claro que fue un accidente. Yo también lo sé. Pero... ¿habrá alguien más que lo crea? Francamente... estoy asustada, Harold. No estamos en Inglaterra.
—Yo puedo confirmar la declaración de Elsie —dijo el joven.
—Sí; y ella confirmará la de usted. Eso... eso es justamente.
La mente de Harold, de por sí aguda y precavida, vio con rapidez lo que la mujer quería decir. Recordó todo lo sucedido y se dio cuenta de la fragilidad de su posición en el asunto.
Elsie y él habían pasado juntos gran parte del tiempo desde que se conocieron. Y luego existía el hecho de que habían sido vistos en el pinar por una de las polacas, en circunstancias bastante comprometedoras.
Al parecer, las polacas no hablaban inglés, pero quizá lo entendían un poco. Aquella mujer podía reconocer el significado de algunas palabras, como «celos» y «marido», dichas en el transcurso de la conversación que tal vez estuvo escuchando. De todas formas, parecía claro que para soliviantarlo de tal modo, la polaca había contado algo a Clayton. Y ahora... estaba muerto. Cuando murió. Harold se encontraba en la habitación de Elsie. Y no había nada que desmintiera que él, deliberadamente, atacó a Clayton con el pisapapeles. Nada que probara que el celoso marido no los había encontrado juntos. Sólo la palabra de Elsie y la de él. ¿Los creerían?
Un miedo cerval lo sobrecogió.
No le cabía en la imaginación que tanto él como Elsie estuvieran en peligro de ser condenados a muerte por un asesinato que no habían cometido. En cualquier caso, sólo podrían acusarlos de homicidio. Pero ¿distinguirían el asesinato del homicidio en estos países extranjeros? Aunque los absolvieran tendrían que hacer antes una encuesta y el asunto se publicaría en la prensa. «Se acusa a dos ingleses...», «marido celoso...», «joven y prometedor político». Sí; aquello representaría el final de su carrera. No podría soportar un escándalo semejante.