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Authors: George R. R. Martin

Tags: #Aventuras, #Ciencia ficción

Los viajes de Tuf (50 page)

BOOK: Los viajes de Tuf
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En la gigantesca frente de Haviland Tuf, blanca como el hueso, apareció una diminuta arruga que se esfumó un instante después.

Se puso en pie con un lento y majestuoso movimiento que hacía pensar en las mareas y su inmensa estatura empequeñeció a Jaime Kreen.

—Empiezo a entender cuáles son sus quejas contra mí —dijo—. Pondré en su cuenta la suma de quince unidades.

Kreen emitió un ruido bastante grosero. —Sólo tres unidades por todo eso, Tuf, es usted un...

—Entonces que sean veinte con tal de silenciarle y hacer que reine de nuevo cierta tranquilidad en el Arca. Como puede ver, soy de naturaleza generosa. Ahora su deuda asciende a la cantidad de trescientas ochenta unidades. Voy a hacerle una pregunta más y le daré la oportunidad de reducirla a trescientas setenta y siete.

—Hágala.

—¿Cuáles son las coordenadas de su mundo, de Caridad?

Teniendo en cuenta lo que suelen ser las distancias interestelares, Caridad no se encontraba demasiado lejos de K'theddion y el viaje entre los dos planetas sólo duró tres semanas. Para Jaime Kreen fueron semanas muy ocupadas. Mientras el Arca iba devorando silenciosamente los años luz, Kreen trabajaba. En algunos de los pasillos más lejanos, el polvo llevaba siglos acumulándose. Haviland Tuf le entregó una escoba y le dijo que lo limpiara.

Kreen empezó a quejarse y dijo que sus brazos rotos eran excusa más que suficiente para no hacer tal trabajo. Entonces Haviland Tuf le dio un sedante y le metió en el cronobucle del Arca, el lugar donde las mismas e inmensas energías que deformaban la textura del espacio podían utilizarse para producir extraños efectos sobre el tiempo. Tuf afirmaba que el cronobucle era el último y el mayor secreto de los Imperiales de la Tierra y que no se conservaba en ningún otro lugar. Lo utilizaba para que sus clones llegaran a la madurez en cuestión de días y lo utilizó para envejecer a Jaime Kreen y, de paso, hacer que sus brazos rotos curaran en cuestión de horas.

Y, con sus brazos ya arreglados, Jaime Kreen empezó a barrer la nave a razón de cinco unidades por hora de trabajo.

Barrió kilómetros de pasillos, más habitaciones de las que podía contar y toda clase de jaulas vacías, en las cuales se había acumulado algo más que polvo. Barrió hasta que le dolieron los brazos y cuando no tenía la escoba entre las manos, Haviland Tuf, se encargó de buscarle otras labores. A la hora de las comidas Kreen hacía de mayordomo y le traía a Tuf las jarras de cerveza negra y las bandejas en las que se amontonaban humeantes vegetales de todas clases. Tuf lo aceptaba todo con aire impasible, en el gran sillón acolchado, donde tenía la costumbre de entretenerse leyendo. Kreen se vio obligado a servir igualmente a Dax, en ocasiones hasta tres o cuatro veces durante cada comida, pues el enorme gato negro era bastante melindroso en sus costumbres alimenticias y Tuf había insistido en que todos sus caprichos debían verse satisfechos. Sólo cuando Dax estaba saciado, se le permitía a Jaime Kreen ocuparse de su propia comida.

En una ocasión, a Kreen se le encargó que hiciera una reparación de poca importancia que la maquinaria del Arca, no se sabía muy bien por qué, había pasado por alto, pero lo hizo tan mal que Haviland Tuf decidió rápidamente no asignarle en el futuro más labores de tal clase.

—La culpa es totalmente mía, caballero —dijo Tuf al ver lo ocurrido—. Me había olvidado de que es usted un burócrata y que, como tal, no sirve prácticamente para nada.

Pese a todos sus laboriosos esfuerzos, la deuda de Jaime Kreen se iba reduciendo con penosa lentitud y algunas veces no se reducía en lo más mínimo. Kreen no tardó mucho en descubrir que Haviland Tuf no regalaba absolutamente nada. Por arreglarle los brazos fracturados, Tuf añadió cien unidades en concepto de «servicios médicos» a la factura total y también le cobraba un décimo de unidad por cada litro de agua, medio por una jarra de cerveza y una unidad entera, al día, en concepto de aire. Las comidas eran bastante baratas. Si Kreen se limitaba a los platos más sencillos, sólo dos unidades por cada una. Pero los platos sencillos consistían Únicamente en una papilla más bien poco sabrosa por lo cual, bastante a menudo, Kreen acababa pagando precios más altos, por los sabrosos guisos de vegetales con los que el propio Tuf se regalaba. Habría estado dispuesto a pagar incluso más por comer carne, pero Tuf se negaba a ello. En la única ocasión en que le pidió la clonación de un buen bistec, el comerciante se le quedó mirando fijamente y dijo:

—Aquí no se come carne de animales —dijo, y luego prosiguió su camino tan impertérrito como siempre.

Durante su primer día en el Arca, Jaime Kreen le preguntó a Haviland Tuf dónde se encontraban los sanitarios. Tuf le cobró tres unidades a cambio de la respuesta y luego un décimo de unidad más por utilizarlos.

De vez en cuando Kreen pensaba en el asesinato, pero incluso en sus instantes más homicidas, cuando estaba borracho como una cuba, la idea no le parecía demasiado factible. Dax estaba siempre junto a Tuf, caminando por los pasillos al lado del gigante o cabalgando serenamente en sus brazos y Kreen estaba seguro de que su anfitrión contaba también con otros aliados. Los había distinguido fugazmente en sus desplazamientos por la nave. Oscuras siluetas aladas que giraban sobre su cabeza en las habitaciones más cavernosas y sombras furtivas, que se escurrían entre la colosal maquinaria cuando eran sorprendidas. Nunca logró verlas con claridad, pero estaba razonablemente seguro de que si intentaba agredir a Haviland Tuf, tendría la ocasión de echarles un buen vistazo.

En vez de ello, y esperando reducir su deuda un poco más aprisa, empezó a jugar.

Quizá no fuera una idea muy inteligente, pero Jaime Kreen sentía cierta debilidad por el juego y, cada noche, pasaban varias horas jugando a una estupidez que Tuf parecía amar muchísimo. Había que tirar los dados e ir moviendo fichas situadas en un imaginario grupo de estrellas, comprando, vendiendo y cambiando unos planetas por otros, construyendo ciudades y arcologías y cobrándole a los demás viajeros estelares todo tipo de impuestos y tarifas por el aterrizaje. Desgraciadamente para Kreen, Tuf era mucho mejor en el juego que él y el final más típico de las partidas consistía en que Tuf le ganaba una buena parte de los salarios que le había pagado a Kreen durante el día.

Cuando no se encontraban en la mesa de juego, Haviland Tuf apenas si le dirigía la palabra a Kreen, excepto para indicarle los trabajos a realizar y regatear interminablemente sobre el dinero a cobrar y a descontar. Fueran cuales fueran sus intenciones hacia Caridad, lo cierto es que no le había informado de ellas y Kreen no tenía ninguna intención de interrogarle, dado que cada pregunta añadía tres unidades más al total de su deuda. Tampoco Tuf le hacía ninguna pregunta que le pudiera orientar al respecto, limitándose a proseguir con sus hábitos de solitario, trabajando en las salas de clonación y en los laboratorios del Arca, leyendo polvorientos libros escritos en idiomas que Kreen no podía entender y sosteniendo largas conversaciones con Dax.

Así fue transcurriendo la vida hasta el día en que se colocaron en órbita alrededor de Caridad y Haviland Tuf llamó a Kreen para que acudiera a la sala de comunicaciones.

La sala de comunicaciones era larga y más bien angosta. Sus paredes estaban cubiertas de pantallas, ahora apagadas, y consolas de instrumentos que brillaban con luces suaves. Haviland Tuf estaba sentado ante una de las pantallas apagadas, con Dax sobre la rodilla. Al oír el ruido de la puerta deslizante hizo girar su asiento para encararse a ella.

—He intentado conseguir canales de comunicación con Ciudad de Esperanza —le dijo—. Observe —y oprimió un botón de su consola.

Jaime Kreen se instaló en un asiento vacío y en ese mismo instante la pantalla que había ante Tuf se iluminó con un estallido luminoso que fue concretándose hasta formar el rostro de Moisés, un hombre de edad algo avanzada, con rasgos regulares y casi apuestos, de ya algo escasa cabellera entre grisácea y marrón y ojos engañosamente amables, color avellana.

—Márchate, nave espacial —dijo la grabación del líder Altruista. Por ásperas que fueran sus palabras, su voz era suave y más bien melosa—. Puerto Fe está cerrado y Caridad se encuentra bajo un nuevo gobierno. La gente de este mundo no desea tener tráfico alguno con los pecadores y no necesita los lujos que le traes. Déjanos en paz —alzó la mano en un gesto que tanto podría querer indicar: «Bendición» como «Alto» y luego la pantalla se quedó en blanco.

—Así que ha ganado —dijo Jaime Kreen con voz cansada.

—Eso parece —dijo Haviland Tuf, rascando a Dax detrás de la oreja y empezando luego a pasarle la mano por el lomo—. Su deuda actual asciende a la cantidad de doscientas ochenta y cuatro unidades, caballero.

—Ya —dijo Kreen con expresión suspicaz—. ¿Y qué?

—Deseo que realice una misión para mí. Bajará en secreto a la superficie de Caridad, localizará a los antiguos líderes de su consejo de administradores y los traerá hasta aquí para que hable con ellos. A cambio le deduciré cincuenta unidades de su deuda.

Jaime Kreen se rió. —No sea ridículo, Tuf. La suma resulta absurdamente pequeña para una misión tan peligrosa y no lo haría ni en el caso de que hiciera una oferta más justa, lo cual estoy seguro que no piensa hacer. Debería ser algo así como cancelar la totalidad de mi deuda y pagarme, además, digamos que doscientas unidades.

Haviland Tuf acarició a Dax.

—Al parecer este hombre, Jaime Kreen, nos toma por imbéciles sin remedio —le dijo a su gato—. Tengo la sospecha de que su siguiente petición será la entrega del Arca y quizás uno o dos planetas de tamaño mediano. Carece de todo sentido de la proporción —Dax emitió un leve ronroneo que tanto podía significar algo como no. Tuf alzó nuevamente la cabeza hacia Jaime Kreen—. Hoy me siento de un humor desusadamente generoso y puede que por ello le permita que, por una vez, se aproveche de mí. Cien unidades, señor, exactamente el doble de lo que vale esa pequeña tarea.

—Bah —replicó Kreen—. Estoy seguro de que Dax le está diciendo lo que pienso de su oferta. Su plan es una estupidez. No tengo ni la menor idea de si los miembros del consejo están vivos o muertos y tampoco sé si los encontraré en Ciudad de Esperanza o si estarán en otro lugar, y menos si estarán libres o prisioneros. No creo que vayan a cooperar conmigo, y menos cuando sepan que vengo a ellos con un mensaje de usted, un conocido aliado de Moisés. Y si Moisés me captura, me pasaré el resto de mi vida cultivando lechugas. Lo más probable es que me capturen. ¿Dónde piensa dejarme? Puede que Moisés tenga una grabación para contestar a las naves espaciales que se acerquen a Caridad, pero estoy seguro de que tendrá centinelas alrededor de Puerto Fe para mantenerlo cerrado. ¡Piense en los riesgos, Tuf! ¡Es imposible que intente esa misión por algo que no sea, como mínimo, la cancelación total de mi deuda! ¡Toda ella! ¡Ni una sola unidad menos! ¿Me ha oído? —cruzó los brazos encima del pecho con expresión tozuda—. Díselo, Dax. Ya sabes lo firmes que pueden llegar a ser mis decisiones.

Los rasgos de Tuf, blancos como el hueso, permanecieron impasibles pero, de sus labios se escapó un leve suspiro. Luego habló con tono calmo.

—Caballero, ciertamente es usted un hombre cruel. Me hace lamentar el día en que incautamente le conté que Dax era algo más que un felino corriente. Está privando a un anciano de una muy útil herramienta de negocios y le chantajea inflexiblemente con su tozudez. Sin embargo, no tengo más opción que ceder. Así pues, doscientas ochenta y cuatro unidades, quedemos de acuerdo en ello.

Jaime Kreen sonrió.

—Por fin está empezando a mostrarse razonable. Bien. Cogeré el Grifo.

—No, caballero —dijo Haviland Tuf, no lo hará. Cogerá la nave mercante que vio en la cubierta, la Cornucopia de Mercancías Excelentes a Bajos Precios, la nave con la cual empecé mi carrera hace ya muchos años.

—¡Ésa! Decididamente no, Tuf. Esa nave está averiada, es fácil verlo. Tendré que hacer un aterrizaje muy difícil en alguna zona salvaje, e insisto en tener una nave que pueda sobrevivir a cierta dosis de malos tratos. El Grifo, o alguna otra lanzadera.

—Dax —le dijo Tuf al silencioso gato—, estoy empezando a temer por nosotros. Nos encontramos presos, en este pequeño recinto, con un idiota congénito, un hombre que carece tanto de ética y cortesía como de comprensión. Debo explicarle todas y cada una de las más obvias ramificaciones de la tarea que le asigno, tarea que era, para empezar, de una sencillez ridícula y casi infantil.

—¿Cómo?

—Caballero —dijo Haviland Tuf—, el Grifo es una lanzadera. Su diseño es único y carece de motores de impulso estelar. Si le atraparan aterrizando en tal nave, incluso una persona menos equipada intelectualmente que usted, sería capaz de suponer que una nave más grande, tal como el Arca, permanecía en órbita sobre el planeta, dado que las lanzaderas suelen necesitar algo desde lo cual lanzarse y, normalmente, no suelen materializarse en el vacío espacial. La Cornucopia de Mercancías Excelentes a Bajos Precios, en cambio, es un modelo común de nave espacial fabricado en Avalon y posee impulsor espacial, aunque no se encuentre en condiciones de emplearlo. ¿Ha comprendido, caballero? ¿Ha logrado captar las diferencias esenciales existentes entre las dos naves?

—Sí, Tuf. Pero dado que no tengo ni la menor intención de ser capturado, la distinción sigue pareciéndome académica. Con todo, le complaceré en ello y por una cantidad adicional de cincuenta unidades más consentiré en usar su Cornucopia.

Haviland Tuf guardó silencio. Jaime Kreen se removió en su asiento. —Dax le está diciendo que si espera un tiempo cederé, ¿verdad? Bueno, pues no es así. No puede engañarme más con ese truco, ¿me ha entendido? —cruzó los brazos, apretándolos con más fuerza que nunca—, Soy una roca. Estoy hecho de acero, Mi decisión al respecto es tan inquebrantable como un diamante.

Haviland Tuf acarició a Dax y siguió callado. —Espere cuanto quiera, Tuf —dijo Kreen—. Aunque sólo sea por esta vez pienso engañarle, Yo también puedo esperar, Esperaremos juntos. Y nunca me rendiré. ¡Nunca! ¡Nunca! ¡Nunca!

Cuando la Cornucopia de Mercancías Excelentes a Bajos Precios volvió de Caridad una semana y media después, Jaime Kreen llevaba consigo a tres pasajeros, todos ellos antiguos administradores de Ciudad de Esperanza. Rej Laithor era una mujer de rostro afilado y cabellera gris metálico que había ocupado la presidencia del consejo, Desde que Moisés había tomado el poder, había tenido que encargarse de manejar un telar. La acompañaban una mujer más joven y un hombretón que daba la impresión de haber sido gordo en alguna época pasada, aunque ahora la piel colgaba de su rostro en pliegues amarillentos.

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