—Ah, sí, parece sensato. Entonces, supongo que todo es cuestión de tiempo. La otra pregunta que tenía preparada se refiere a esos saltadores que nos entregó. Les soltamos en la llanura y no han tenido ninguna dificultad a la hora de reproducirse. De hecho, los viejos pastizal es de la Casa han sido destruidos, lo cual resulta muy molesto; Andan por todas partes dando saltos de un lado a otro. ¿Qué podemos hacer?
—Ese problema se resolverá igualmente cuando los gatos empiecen a reproducirse —dijo Tuf—. Las panteras cobalto son voraces y eficientes depredadoras y se encuentran perfectamente equipadas para poner coto a su plaga de saltadores.
Herold Norn pareció no quedar demasiado contento con la respuesta.
—Sí, sí —dijo—, pero... Tuf se puso en pie.
—Me temo que debo poner punto final a nuestra charla —dijo—. Una lanzadera acaba de ponerse en órbita de entrada alrededor del Arca. Quizás usted sea capaz de reconocerla. Es de un color azul acero y tiene grandes alas triangulares de color gris.
—¡La Casa de la Colina de Wrai! —exclamó Norn.
—Fascinante —dijo Tuf—. Buenos días.
El Maestre de Animales Denis Lon Wrai pagó doscientas treinta mil unidades por su monstruo, un potente ursoide pelirrojo procedente de las colinas de Vagabundo. Haviland Tuf selló la transacción con una carga adicional de huevos de oruga saltarina.
A la semana siguiente cuatro hombres vestidos de seda anaranjada y cubiertos con largas capas de color rojo fuego visitaron el Arca. Volvieron a la Casa de Feridian doscientas cincuenta mil unidades más pobres y con un contrato que les garantizaba la entrega de seis gigantescos alces venenosos provistos de coraza, más el regalo de un buen rebaño de cerdos Hranganos.
El Maestre de Animales de Sin Doon recibió una serpiente gigante y el emisario de la Isla de Amar quedó muy contento con su godzilla. Un comité enviado por Dant, ataviado con capas blancas como la leche y cinturones de plata, se prendó inmediatamente de la babeante gárgola-ogro, que Haviland Tuf les ofreció con el regalo adicional de una bagatela y, de ese modo, una a una, las Doce Grandes Casas de Lyronica fueron a comprar su monstruo, lo recibieron y pagaron un precio cada vez más elevado por él.
Para aquel entonces los dos gatos de Norn habían muerto. El primero fue empalado por la bayoneta de un lancero de Varcour y el segundo fue aplastado entre las inmensas garras del ursoide de la Colina de Wrai (aunque también el ursoide murió en dicho combate). Indudablemente, los grandes gatos habían percibido cuál sería su destino final, pero, en los letales recintos de la Arena de Bronce, no habían logrado escapar a él. Herold Norn llamaba diariamente al Arca, pero Tuf le había dado instrucciones a su ordenador para que rechazara las llamadas.
Finalmente, cuando once Casas hubieron acudido para adquirir sus compras y llevarse los regalos incluidos en el precio inicial, Haviland Tuf se encontró sentado ante Danel Leigh Arneth, Maestre de Animales de Arneth-en-el-Bosque-Dorado, en tiempos la más altiva y orgullosa de las Doce Grandes Casas de Lyronica y ahora la última y más humillada de todas. Arneth era un hombre tan alto que podía contemplar a Tuf desde su mismo nivel, pero no tenía ni pizca de la grasa de Tuf. Su piel era de color ébano, su cuerpo era todo músculos y su rostro parecía tallado a golpes de hacha. Llevaba el pelo, de un color gris hierro, casi cortado al cero. El Maestre de Animales acudió a la conferencia vestido de color oro, con un cinturón escarlata, botas rojas y una pequeña boina igualmente roja en la cabeza. A modo de bastón llevaba un enervador, utilizado por los entrenadores de animales.
Cuando Danel Leight Arneth emergió de su nave, Dax se encrespó y cuando se instaló en el vehículo alado de Tuf le echó un par de bufidos. Siguiendo tales indicaciones, Haviland Tuf empezó de inmediato su interminable discurso sobre los durmientes. Arneth le contempló en silencio, le escuchó atentamente y Dax acabó por calmarse de nuevo.
—La fuerza de Arneth ha reposado siempre en su variedad —empezó a decir Danel Leigh Arneth una vez concluido el discurso de Tuf—. Cuando las demás Casas de Lyronica confiaban toda su fortuna en una sola bestia, nuestros padres y abuelos trabajaban con docenas de ellas. A cada animal de sus Casas nosotros podíamos oponerles una estrategia basada en la elección óptima. Ésa ha sido nuestra grandeza y nuestro orgullo. Pero contra esas bestias demoníacas que ha traído usted, mercader, no tenemos ninguna estrategia posible. No importa cuál de nuestros cien combatientes sea enviado a la arena. Cualquiera volverá muerto de ella. Nos ha obligado a tratar con usted.
—Debo oponerme a tal afirmación —dijo Tuf—. ¿Cómo podía de mero vendedor de animales obligar al mayor Maestre de Animales de toda Lyronica a que hiciera algo en contra de sus deseos? Si es cierto que no quiere contratar mis servicios, por favor, le ruego que me crea si le digo que no me ofenderé por ello. Podemos comer juntos, conversar durante un rato y luego olvidar todo este asunto.
—No juegue con las palabras, mercader —le replicó secamente Arneth—. Estoy aquí solamente para hacer un negocio y no siento ningún deseo de soportar su odiosa compañía.
Haviland Tuf pestañeó.
—Me encuentro realmente atónito —dijo con voz inexpresiva—. Sin embargo, lejos de mí, el rechazar a un cliente, sea cual sea la opinión que tenga de mí. Considérese totalmente libre de examinar mi repertorio y rebuscar, entre esas escasas y miserables especies, algo que pueda despertar su interés, sea por lo que sea. Quizá la fortuna tenga a bien devolverle su libertad de opción estratégica —empezó a manipular los controles de su asiento, dirigiendo una sinfonía de carne ficticia y de luces brillantes. Un desfile de monstruos apareció ante los ojos del Maestre de Animales de Arneth, para desvanecerse luego. La colección incluía criaturas cubiertas de pelo o de plumas, escamosas o protegidas por placas óseas, bestias de la colina, del bosque, el lago y la llanura, depredadores, carroñeros y herbívoros letales. Había animales de todos los tamaños posibles.
Danel Leigh Arneth, con los labios firmemente apretados, acabó pidiendo cuatro ejemplares de las doce especies más grandes y mortíferas que había visto, al precio de un millón de unidades base.
El final de la transacción (completada, al igual que había ocurrido con las otras Casas, con el regalo de algún pequeño animal inofensivo) no pareció suavizar demasiado el mal humor de Arneth.
—Tuf —dijo una vez cerrado el trato—, es usted un hombre listo y tortuoso, pero no me ha engañado.
Haviland Tuf guardó silencio.
—Ha logrado hacerse inmensamente rico y ha engañado a todos los que comerciaron con usted pensando sacar provecho de ello. La Casa de Norn, por ejemplo, sus gatos son inútiles. Eran una casa pobre y su precio les llevó al borde de la quiebra, igual que ha hecho luego con todos nosotros. Pensaron recuperarse mediante las victorias. ¡Bah! ¡Ahora no habrá victorias para Norn! Cada una de las Casas que han acudido a usted adquirió ventaja sobre las que le habían comprado antes sus monstruos y de este modo Arneth, la última en comprar, sigue siendo la mayor de todas las Casas. Nuestros monstruos sembrarán la destrucción y las arenas se oscurecerán con la sangre de todas las bestias inferiores.
Tuf cruzó las manos sobre su prominente estómago. Su rostro permanecía plácido e inmutable.
—¡No ha cambiado nada! Las Grandes Casas permanecen como antes. Ameth es la más grande y Norn la última de todas. Ha conseguido usted chuparnos la sangre, como buen mercader, hasta que cada señor de Lyronica se ha visto obligado a luchar duramente para conseguir el dinero necesario. Ahora, nuestros rivales esperan la victoria, rezan por ella y sólo pueden salvarse consiguiéndola, pero todas las victorias serán para Ameth. Somos los únicos a los cuales no ha logrado engañar porque yo pensé en comprar el último y, de ese modo, compro lo mejor.
—Una agudeza y una previsión realmente admirables —dijo Haviland Tuf—. Resulta claro que ante un hombre tan sabio y astuto como usted, me encuentro en lamentable inferioridad de condiciones. De muy poco me serviría cualquier intento de refutar o negar sus palabras, por no mencionar ni tan siquiera la posibilidad de superarle en ingenio. Un hombre tan inteligente seria capaz de penetrar inmediatamente en mis pobres planes y destruirlos. Quizá seria mejor que guardara silencio.
—Puede hacer algo mejor que eso, Tuf —dijo Arneth—. Quédese callado y yo tampoco hablaré. Ésta es su última venta en Lyronica.
—Quizá —dijo Tuf—, pero quizá no sea así. Pueden llegar a surgir ciertas circunstancias que impulsen a los Maestres de Animales de las demás Grandes Casas a dirigirse nuevamente en busca de mis servicios y mucho me temo entonces que no podría negárselos.
—Puede y lo hará —dijo con voz gélida Danel Leigh Arneth—. Arneth ha hecho la última compra y no consentiremos que alguien adquiera cartas mejores que las nuestras. Encárguese de la clonación de nuestros animales y váyase inmediatamente después de hacer la entrega. De ese modo no hará ningún otro negocio con las Grandes Casas. Dudo de que ese estúpido llamado Herold Norn pudiera pagar por segunda vez su precio, pero, incluso si encontrara el dinero preciso, no le venderá nada. ¿Me ha entendido? No pensamos andar dando vueltas eternamente, enredados en este fútil juego que se ha inventado, empobreciéndonos más y más para comprar monstruos, perdiéndolos y comprando más, sin llegar a conseguir nunca nada permanente. Estoy seguro de que sería capaz de vendernos monstruos hasta que en Lyronica no quedara ni una sola moneda, pero la Casa de Arneth se lo prohíbe. Si ignora mi aviso quizá pierda la vida, mercader. No soy hombre amante de perdonar.
—Creo que ha expresado con suma claridad su idea —dijo Tuf, rascando a Dax detrás de la oreja—, aunque no siento demasiado agrado, ante la forma en que ha sido expresada. Con todo mientras que el acuerdo sugerido por usted de modo tan imperioso resultaría indudablemente benéfico para la Casa de Arneth, todas las demás Grandes Casas de Lyronica perderían mucho y yo me vería obligado a sacrificar toda esperanza de futuras ganancias. Quizá no haya entendido del todo bien lo que se me proponía. Me distraigo con suma facilidad y es posible que no haya estado escuchando con la debida atención, cuando me explicó los incentivos que se me ofrecerían para acceder a su petición de que no haga negocios con las demás Grandes Casas de Lyronica.
—Estoy dispuesto a ofrecerle otro millón —dijo Arneth con los ojos echando fuego—. Me gustaría metérselo por la boca, si debo decir la verdad, pero a largo plazo resultará más barato pagarle esa suma, que seguir jugando a su condenado tiovivo.
—Ya veo —dijo Tuf—. Por lo tanto, la elección es mía. Puedo aceptar un millón de unidades y partir o permanecer aquí para enfrentarme a su ira y a sus tremendas amenazas. Debo admitir que me he enfrentado a decisiones mucho más difíciles. En cualquier caso, no soy el tipo de hombre inclinado a permanecer en un mundo donde ya no se desea mi presencia, y debo confesar que en los últimos tiempos he sentido cierto impulso de reanudar mis vagabundeos. Muy bien, me inclino ante su petición.
Danel Leigh Arneth sonrió con ferocidad y Dax empezó a ronronear.
La última lanzadera de la flota de doce naves cubiertas de oro había partido ya, transportando las adquisiciones de Danel Leigh Arneth con destino a Lyronica y a la Arena de Bronce, cuando Haviland Tuf condescendió finalmente a recibir una llamada de Herold Norn.
El siempre delgado Maestre de Animales parecía ahora un esqueleto.
—¡Tuf! —exclamó—. Todo va mal...
—¿De veras? —dijo Tuf con voz impasible. Norn torció los rasgos en una mueca más bien atroz.
—No, escúcheme. Los gatos han muerto en combate o están enfermos. Cuatro murieron en la Arena de Bronce. Sabíamos que la segunda pareja era demasiado joven, entiéndame, pero cuando la primera fue derrotada no teníamos otra opción. Era eso o volver a los colmillos de hierro. Ahora sólo nos quedan dos. Apenas comen. Han capturado unos cuantos salteadores, pero muy pocos. Y tampoco podemos entrenarles. Cuando el entrenador penetra en el cubil con su enervador, los malditos animales ya saben lo que pretende. Siempre se adelantan a sus gestos, ¿entiende? Y en la arena se niegan a responder al cántico asesino. Es terrible. Lo peor de todo es que ni tan siquiera se reproducen. Necesitamos más. ¿Qué vamos a presentar en los pozos de combate?
—La temporada de celo de los gatos no ha llegado todavía —dijo Tuf—. Quizá recuerde que ya hablamos de ello con anterioridad.
—Sí, sí... ¿Pero, cuándo es su temporada de celo?
—Una pregunta fascinante —dijo Tuf—, y es una pena que no la formulara antes. Según tengo entendido, la hembra entra en celo cada primavera, cuando los copos de nieve florecen en el Mundo de Celia. Tengo entendido que se trata de algún complicado tipo de respuesta biológica.
Herold Norn se rascó la frente por debajo de la diadema.
—Pero... —dijo–, Lyronica no tiene esas cosas de nieve, que ha mencionado usted. Ahora supongo que pretenderá cobrarnos una fortuna por las flores.
—Caballero, me está insultando. Ni tan siquiera en sueños pensaría en aprovecharme de su infortunio. Si estuviera en mis manos, me encantaría entregarles, sin costo alguno, los copos de nieve celianos necesarios, pero lo cierto es que he concluido ahora mismo un trato con Danel Leigh Arneth, para no hacer más negocios con las Grandes Casas de Lyronica —se encogió lentamente de hombros.
—Ganamos muchas victorias con sus gatos —dijo Norn y en su voz había una cierta desesperación—. Nuestro tesoro ha estado creciendo y ahora tenemos algo así como cuarenta mil unidades. Son suyas. Véndanos las flores. O mejor aún, un nuevo animal. Mayor, más fiero. Vi las gárgolas-ogro de Dant, véndanos algo parecido. ¡No tenemos nada que presentar en la Arena de Bronce!
—¿Nada? ¿Y sus colmillos de hierro? Me había dicho que eran el orgullo de Norn. Herold Norn agitó la mano con impaciencia.
—Problemas, ¿me entiende?, hemos tenido muchos problemas. Esos saltadores suyos se lo están comiendo todo, son imposibles de controlar. Hay millares y millares de ellos, puede que sean millones, están por todas partes, se están comiendo la hierba, las cosechas, todo. ¡Lo que le han hecho a nuestra tierra cultivable! A los gatos de cobalto les encanta su carne, sí, pero no tenemos suficientes gatos. Y los colmillos de hierro salvajes ni siquiera quieren tocarlos, supongo que no les gusta su sabor, pero realmente no estoy seguro de ello. Pero, entiéndame, todas las demás especies han desaparecido, las han expulsado esos saltadores suyos, y los colmillos de hierro se fueron con ellas. No sé adónde han ido, pero se han esfumado, puede que se hayan ido a tierras sin amo, fuera de los dominios de Norn. Aún quedan unas cuantas aldeas de granjeros que odian a las Grandes Casas. En Tamber ni tan siquiera había peleas de perros y es probable que intenten domesticar a los colmillos de hierro, por increíble que le parezca. Son el tipo de gente capaz de tener precisamente esa idea.