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Authors: Camilla Läckberg

Tags: #Policíaco

Los vigilantes del faro (37 page)

BOOK: Los vigilantes del faro
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—El timbre de la puerta no puedo apagarlo —dijo Gunnar desconcertado.

Gösta y Patrik intercambiaron una mirada y Gösta se acercó a la puerta, la abrió y salió a toda prisa. Una vez más, Gunnar oyó voces airadas. Al cabo de un rato, Gösta volvió a entrar.

—Bueno, yo creo que ahora nos dejarán tranquilos un rato —dijo conduciendo a Gunnar a la cocina.

—Nos gustaría que Signe también estuviera presente —dijo Patrik.

Era obvio lo incómodo que se sentía, y Gunnar empezó a preocuparse de verdad. Es que no comprendía lo que estaba pasando, no tenía ni idea.

—Voy por ella —dijo Gunnar, y se dio media vuelta.

—Ya bajo. —Signe apareció en la escalera, parecía que acabara de despertarse. Llevaba un albornoz y, en un lado de la cabeza, el pelo revuelto—. ¿Quién llama a la puerta con tanta insistencia? ¿Y qué hacen aquí? ¿Es que han averiguado algo? —dijo volviéndose hacia Patrik y Gösta.

—Vengan, vamos a la cocina —dijo Patrik.

Signe empezó, como Gunnar, a estar muy preocupada.

—¿Qué ha pasado? —preguntó bajando los últimos peldaños.

—Siéntense —repitió Patrik.

Gösta le puso una silla a Signe y se sentó. Patrik se aclaró la garganta y Gunnar sintió deseos de taparse los oídos, no tenía fuerzas para oír nada más sobre lo que aquella voz le había insinuado por teléfono. No quería oírlo, pero Patrik empezó a hablar. Gunnar clavó la mirada en la mesa. Todo aquello eran mentiras, mentiras incomprensibles. Pero él se imaginaba perfectamente lo que iba a ocurrir. Las mentiras aparecerían escritas y se convertirían en verdades. Miró a Signe y se dio cuenta de que ella no entendía nada. Cuanto más hablaba el policía, más parecía abstraerse. Gunnar no había visto nunca morir a nadie, ahora lo estaba presenciando. Al igual que no pudo proteger a Matte, su esposa se extinguía sin que él pudiera hacer nada.

Le zumbaba la cabeza. Un rumor le inundó los oídos, y le llamó la atención que ninguno de los demás reaccionase. El ruido resonaba cada vez más fuerte, hasta que dejó de oír lo que decían los policías, solo los veía mover la boca. Notó que también él movía la boca, formulaba la frase para anunciar que necesitaba ir al baño, notó que las piernas se estiraban y se dirigían al recibidor. Era como si otra persona hubiese tomado el mando y gobierno de su cuerpo, y él obedecía para no tener que oír unas palabras que no quería oír, para no tener que ver el vacío en los ojos de Signe.

A su espalda, ellos continuaban hablando, y él siguió hasta el recibidor, dejó atrás el baño y abrió la puerta que había junto a la de la calle. Estuvo a punto de dar un traspié en la escalera, pero recobró el equilibrio y bajó peldaño a peldaño.

El sótano estaba a oscuras, pero él no tenía intención de encender nada. La oscuridad encajaba muy bien con el zumbido, y le ayudaba a continuar. Abrió a tientas el armero que había junto a la caldera. No estaba cerrado con llave como debería, pero no tenía la menor importancia. De haber sido así, habría forzado la cerradura.

Reconoció en la mano el tacto de la culata, después de todas las cacerías de alce en las que había participado hacía años. Con movimientos mecánicos, sacó un cartucho de la caja. Con uno bastaría, no había razón para malgastar más. Lo introdujo en la recámara, oyó el clic que, curiosamente, atravesó el zumbido, cada vez más intenso.

Luego se sentó en la silla que había junto al banco de trabajo. Sin la menor vacilación. El dedo llegó al gatillo. Se estremeció al notar el acero en los dientes, pero luego solo quedó la idea de lo acertado que era aquello, lo necesario.

Gunnar apretó el gatillo. El zumbido cesó.

M
ellberg notaba en el pecho un peso para él desconocido. No se parecía a ninguna de las sensaciones que había tenido antes, pero lo experimentó en el mismo instante en que Patrik lo llamó desde Fjällbacka. Un peso muy desagradable que se resistía a desaparecer.

Ernst
lanzó un gemido en la cesta. Parecía notar el humor apagado de su amo, como suele ocurrir con los perros, y se levantó, se sacudió un poco, se acercó a Mellberg y se tumbó a sus pies. Algo sí lo consoló, pero no logró erradicar la desazón. ¿Cómo iba a saber él que podía ocurrir aquello, que el hombre bajaría al sótano, se metería la escopeta en la boca y se volaría la cabeza? No era humano exigir que él hubiera podido prever tal cosa, ¿verdad?

Pero por más vueltas que le daba, no lograba que aquellas justificaciones echaran raíces en la conciencia. Mellberg se levantó abruptamente y
Ernst
se sobresaltó al notar que se quedaba sin el almohadón que eran los pies del amo.

—Vamos, amigo mío, vamos a casa. —Alcanzó la correa que tenía colgada de un perchero en la pared y se la puso a
Ernst
.

Reinaba en el pasillo un silencio sobrecogedor. Todas las puertas estaban cerradas, pero era como si pudiera oír las acusaciones a través de las paredes. Lo había visto en los ojos de todos. Y quizá por primera vez en la vida, hizo examen de conciencia. Una voz interior le decía que pudiera ser que tuvieran razón.

Ernst
tironeó de la correa y Mellberg se apresuró a salir a la calle. Inhibió la imagen de Gunnar en la fría camilla del depósito, del cadáver frío a la espera de que le hicieran la autopsia. Trató de apartar también la imagen de su mujer; o de su viuda, más bien. Hedström le dijo que parecía totalmente ausente y que no pronunció un solo sonido cuando se oyó el disparo en el sótano. Patrik y Gösta bajaron a toda prisa, y cuando volvieron a la cocina, ella no se había movido del sitio. Al parecer, la habían llevado al hospital y la tenían en observación, pero según Hedström, tenía algo en la mirada que le decía que jamás volvería a ser persona. Él también lo había visto alguna vez en su carrera profesional: gente que parecía viva, que respiraba y se movía, pero cuyo interior estaba totalmente vacío.

Respiró hondo antes de abrir la puerta del apartamento. El pánico lo acechaba y habría querido deshacerse del pesar que le agobiaba el pecho y que todo volviera a la normalidad. No quería pensar en lo que había hecho o dejado de hacer. Nunca se le dio muy bien asumir las consecuencias de sus actos, y tampoco se preocupaba mucho cuando la cosa se torcía. Hasta ahora.

—¿Hola? —De repente, sintió un deseo desesperado de oír la voz de Rita y de sentir el sosiego que ella le transmitía y que tan bien le sentaba.

—Hola, cariño, estoy en la cocina.

Mellberg le quitó la correa a
Ernst
, dejó los zapatos en la entrada y siguió al perro, que entró meneando la cola en dirección a la cocina.
Señorita
, la perra de Rita, recibió con entusiasmo a
Ernst
. Los dos animales se olisquearon encantados.

—La comida estará dentro de una hora —dijo Rita sin volverse.

De los fogones le llegaba un olor estupendo. Bertil sorteó a los perros, que siempre parecían ocupar adrede tanto espacio como les fuera posible, se acercó a Rita y la rodeó con los brazos. Notó la calidez de su cuerpo rollizo y familiar y la abrazó con fuerza.

—¡Pero bueno! ¿A qué viene este ataque? —dijo Rita riendo, y se volvió para abrazarlo ella también. Bertil cerró los ojos, consciente de la suerte que tenía y de lo poco que pensaba en ello. La mujer que tenía en sus brazos era todo lo que él había soñado siempre, y no se explicaba cómo hubo un tiempo en que pensaba que la vida de soltero era lo mejor del mundo.

—Oye, ¿estás bien? —Se retiró un poco para poder verlo—. Cuéntame, ¿qué ha pasado?

Mellberg se sentó y se lo soltó todo sin atreverse a mirarla.

—Pero Bertil —dijo Rita sentándose a su lado—. ¿Cómo no lo pensaste antes, hombre?

Por curioso que pudiera parecer, era un alivio que no le fuera con retóricas de consuelo. Tenía razón. No lo había pensado mucho antes de ir a la prensa. Pero jamás se habría imaginado aquello.

—¿Qué ves en mí? —dijo al fin. La miró a la cara, como si quisiera oír pero también ver su respuesta. Le resultaba incómodo y poco habitual dar un paso atrás y verse desde fuera. Verse a través de los ojos de los demás. Siempre hizo lo posible por evitarlo, pero ya no podía seguir así. Y ni siquiera lo deseaba. Por Rita quería ser mejor persona, un hombre mejor.

Ella no esquivó su mirada y se quedó un buen rato así, en silencio. Luego le acarició la mejilla.

—Veo a alguien que me mira como si fuera la octava maravilla. Alguien tan cariñoso que haría cualquier cosa por mí. Veo a alguien que ayudó a que mi nieto viniera al mundo, que estaba cuando lo necesitaba. Que daría su vida por un niño para quien el abuelo Bertil es lo mejor del mundo. Veo a alguien con más prejuicios que nadie que yo haya conocido, pero que siempre está dispuesto a dejarlos a un lado cuando la realidad le demuestra lo contrario. Y veo a alguien que tiene sus pegas y defectos, y quizá incluso un concepto demasiado alto de sí mismo, pero que ahora tiene el alma herida porque sabe que ha cometido un gran error. —Le apretó la mano con fuerza—. Como quiera que sea, tú eres la persona a cuyo lado quiero despertarme por las mañanas, y eres para mí tan perfecto como se pueda imaginar.

La comida se salió de la olla en el fogón, pero Rita no se inmutó. Mellberg notó que el peso del pecho empezaba a aligerarse. Y empezó a dejar sitio para otro sentimiento. Bertil Mellberg sintió una gratitud inmensa.

L
as ganas estaban ahí. Se preguntaba si algún día se vería libre de la añoranza de aquello que sabía que nunca más podría tocar. Annie se revolvió en la cama. Era temprano, aún no era hora de acostarse, pero Sam se había vuelto a dormir y ella trataba de leer un rato allí tumbada. Pero media hora después, había pasado una sola página, y apenas recordaba cuál era el libro que tenía entre las manos.

A Fredrik no le gustaba que leyera. Decía que era una pérdida de tiempo y, cuando la sorprendía enfrascada en un libro, se lo arrancaba de las manos y lo tiraba al suelo. Pero ella sabía bien por qué lo hacía. No le gustaba sentirse necia y poco ilustrada. Él no había leído un solo libro en su vida, y no soportaba la idea de que ella supiera más o tuviera acceso a otros mundos distintos del suyo. Se suponía que él era el listo y el hombre de mundo. Ella solo tenía que ser mona y cerrar el pico, y mejor si no hacía preguntas ni daba su opinión. Un día en que tenían invitados cometió el error de implicarse en la conversación sobre la política exterior de Estados Unidos. Al quedar claro que sus puntos de vista eran fundados y meditados, Fredrik no lo pudo soportar. Guardó las apariencias hasta que se fueron los invitados. Luego, Annie tuvo que pagarlo caro. Estaba embarazada de tres meses.

Le había arrebatado tantas cosas…, no solo la lectura. Lento pero seguro, le fue hurtando sus pensamientos, su cuerpo, la seguridad en sí misma. No podía dejar que se llevara también a Sam. Su hijo era su vida y sin él ella no era nada.

Dejó el libro encima de la colcha y se acostó de lado, de cara a la pared. Casi de inmediato notó como si alguien se sentara en la cama y le pusiera la mano en el hombro. Sonrió y cerró los ojos. Alguien tarareaba una nana y lo hacía con una voz suave, quedamente, como en un susurro. Se oyó una risa infantil. Un niño jugaba en el suelo a los pies de su madre, escuchando la canción, igual que Annie. Le gustaría poder quedarse con ellos para siempre. Allí Sam y ella estaban seguros. La mano que sentía en el hombro era tan suave y le infundía tanta confianza… La voz seguía cantando y ella quería volverse a mirar al niño, pero le pesaban los ojos.

Lo último que vio en la linde entre el sueño y la realidad fueron sus manos llenas de sangre.

-¿E
rling te ha dejado ir sin más? —Anders la besó en la mejilla cuando ella entró.

—Crisis en la oficina —dijo Vivianne, que aceptó agradecida el vaso de vino que le daba su hermano—. Además, sabe que hay mucho que hacer antes de la inauguración.

—Bueno, ¿lo repasamos todo? —dijo Anders. Se sentó a la mesa, que estaba atestada de documentos.

—A veces me parece tan absurdo… —dijo Vivianne, y se sentó enfrente.

—Pero sabes por qué lo hacemos, ¿verdad?

—Sí, lo sé —respondió ella mirando el fondo del vaso.

Anders vio el anillo que llevaba en el dedo.

—¿Qué es eso?

—Erling me ha pedido que me case con él. —Vivianne alzó la copa y dio un buen trago.

—Vaya, hasta ese punto…

—Sí —dijo. ¿Y qué iba a decir?

—¿Tenemos las invitaciones controladas? —Anders comprendió que debía cambiar de tema. Entresacó del montón unos documentos grapados donde se leían las listas de nombres.

—Sí, el viernes era el último día para confirmar.

—Bien, entonces eso está listo. ¿Y la comida?

—Todo comprado, el cocinero parece bueno y tenemos bastante personal para servir las mesas.

—¿No te parece esto un tanto absurdo? —dijo Anders, y dejó la lista en la mesa.

—¿Por qué? —preguntó Vivianne. Esbozó una sonrisa—. Nunca está de más divertirse un poco.

—Ya, pero es una cantidad terrible de trabajo. —Anders señaló los montones de papeles.

—Pero el resultado será una tarde fantástica. Una
grande finale
. —Levantó la copa y bebió. De repente, el sabor y el olor le dieron náuseas. Tenía las imágenes tan nítidas en la retina, a pesar de lo lejos que habían llegado desde entonces…

—¿Has pensado en lo que te dije? —Anders la miró inquisitivo.

—¿De qué? —respondió Vivianne, fingiendo no comprender.

—De Olof.

—Ya te he dicho que no quiero hablar de él.

—No podemos seguir así. —Le hablaba con tono suplicante, aunque ella no comprendía bien por qué. ¿Qué quería? Aquello era lo único que conocían. Ella y él. Seguir siempre adelante. Así habían vivido desde que se liberaron de él, del hedor a vino tinto, a tabaco y a los olores extraños de los hombres. Todo lo habían hecho juntos y ella no comprendía lo que quería decir con que no podían seguir así.

—¿Has visto las noticias de hoy?

—Sí. —Anders se levantó para empezar a servir la cena. Había reunido todos los papeles en un montón, que dejó encima de una silla.

—¿Tú qué crees?

—No creo nada —dijo Anders, y puso dos platos en la mesa.

—Yo estuve en tu casa hasta tarde aquel viernes, después de que Matte se hubiera pasado por Badis. Erling se había dormido y yo tenía que hablar contigo. Pero tú no estabas en casa. —Ya lo había dicho. Ya había soltado lo que tanto tiempo llevaba rumiando. Miraba a Anders, rogando para sus adentros que reaccionara, que hiciera cualquier cosa que pudiera tranquilizarla. Pero él no era capaz de mirarla a la cara. Se quedó inmóvil, con la vista fija en algún punto de la mesa.

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