Semanas después Berlin visitó la ciudad de su infancia, rebautizada como Leningrado. Se alojó en el Hotel Astoria, en pleno centro histórico. El Astoria se había inaugurado en las mismas fechas en que la familia Berlin partió de Rusia. Era, y todavía es, un bello edificio modernista. En él residió el escritor norteamericano John Reed y, en el año 1925, el poeta Serguéi Esenin, que fuera esposo de la bailarina Isadora Duncan, se suicidó ahorcándose con la correa de una maleta. El Hotel Astoria, en la calle Bolshaya Morskaya, estaba muy cerca de la que fuera la casa de otro ilustre exiliado, Vladímir Nabokov. Berlin, recorriendo las librerías de la ciudad, conoció al crítico e historiador Orlov, quien le contó las penalidades sufridas por la urbe tanto durante la revolución como en el cerco impuesto por los nazis. En una de esas conversaciones salió el nombre de Anna Ajmátova, de la que Berlin nunca había oído hablar. Interesado por cuanto le narró Orlov de su gran obra poética y de su dramática vida, le pidió a éste que se la presentara. Según cuenta Michael Ignatieff en su magnífica biografía sobre el pensador, Orlov y Berlin cruzaron el puente Anichkov, siguieron el canal Fontanka, entraron en el palacio bajo el escudo de armas de los Sheremetev, atravesaron las puertas de hierro rococó y llegaron al patio interior. Luego subieron por una escalera oscura y empinada hasta un piso de la tercera planta —el número 44— y «dejaron atrás cinco o seis habitaciones que se abrían a un pasillo. La mayor parte del piso estaba ocupado por el último ex marido de Ajmátova, Nikolái Punin, su mujer e hija, así como el hijo de Ajmátova, Lev. Al final del pasillo, Ajmátova tenía una habitación que miraba al patio. Estaba vacía y desnuda: ni alfombra en el suelo ni cortinas en las ventanas, sólo una mesa pequeña, tres sillas, un arcón de madera, un sofá y, cerca de la cama, el retrato suyo realizado por su amigo Amadeo Modigliani». Ajmátova ya no era aquella mujer que había sido pintada en su juventud por Nathan Altman: alta, delgada, de cabellos negros, lacios, recogidos en un moño, con un mechón caído sobre la frente; ojos soñadores, tristes, como si estuvieran ausentes. Había posado para el artista sentada, reposada, con sus largas piernas cruzadas, brazos también delicadamente cruzados por los que caía indolente una mantilla españolaque se la había imaginado puesta Alexander Blok, pero que ella nunca tuvo. La Ajmátova que se encontró Berlin tenía ya el pelo cano y un rostro en el cual se notaban las huellas del dolor y la amargura. A pesar del hambre y la miseria estaba gruesa, tenía bolsas bajo los ojos y su esbelta figura había desaparecido. Sin embargo aún mantenía su majestuosidad y llevaba un chal blanco sobre los hombros que le ocultaba la pobre vestimenta. Ajmátova entonces tenía veinte años más que Berlin. Cincuenta y cinco ella, y él treinta y cinco. Ajmátova apenas hacía un año que había vuelto a Leningrado. Cuando los alemanes cercaron la ciudad, en el otoño de 1941, Zhdanov ordenó que algunos intelectuales fueran transportados en avión al otro lado de las líneas enemigas. A Moscú primero y luego a Tashkent, donde pasaron la guerra hasta el verano del 44. La ciudad que la poeta se encontró al regreso era un «horrible espectro». Gran parte de sus amigos y conocidos habían muerto y las historias que se contaban eran espeluznantes: todos los niños nacidos en aquellos tres años fallecieron y se había comido carne humana. Las habitaciones de La Casa de las Fuentes fueron saqueadas y destrozadas. Ajmátova esperaba reencontrarse con su último amor. Tras la ruptura con Punin, había mantenido una relación sentimental con el juez Victor Garshin. Pero él, nada más recibirla en la estación, le comunicó que estaba a punto de contraer matrimonio con otra mujer. Ajmátova, cuando la conoció Berlin, era una persona que se enfrentaba por primera vez a la soledad absoluta. La llegada de aquel joven como venido de otro mundo le volvió a abrir sus sentimientos de amor platónico. La conversación entre ambos fue larga y versó sobre asuntos intelectuales y personales. A media noche llegó su hijo Lev, solamente dos años menor que Berlin. «A Isaiah le encantó descubrir el lado desdeñoso, sarcástico y levemente malicioso de Ajmátova; entonces su regio talante se mostraba algo más humorístico y humano. Empezó a comprender que era una consumada actriz que dominaba el papel de reina, pero que era lo bastante astuta y conocedora de sí misma para disociarse de él y contemplarse, a ella y a los demás, con ocasionales chispas burlonas.» Más adelante Ignatieff concluye este encuentro de la siguiente manera: «Empezaba ya a clarear en el exterior y ambos oían el sonido de una lluvia helada sobre el canal Fontanka. Él se levantó y besó la mano de Ajmátova y volvió andando al Astoria, deslumbrado, “trastocado”, exaltado. Miró su reloj y se percató de que eran las once de la mañana. Brenda Tripp recordaba claramente que había dicho, al derrumbarse en la cama de su habitación: “Estoy enamorado, estoy enamorado”». El joven Berlin era un neófito en materia amorosa y todavía más en la sexual, mientras que Ajmátova tenía fama de seductora y de tener en su haber varios matrimonios y amantes. Berlin volvió a visitarla en enero del año siguiente, 1946, antes de tomar el tren que lo trasladaría a Helsinki. Intercambiaron libros, volvieron a charlar y alimentaron un poco más aquel amor ideal e intelectual. Ella lo vertió en varios poemas, entre ellos, en esta tercera y última dedicatoria de
Poema sin héroe
: «Ya está bien de helarme de miedo, / invocaré mejor la Chacona de Bach / y tras ella entrará una persona / que no será mi querido marido, / pero él y yo conseguiremos / agitar el siglo veinte. / Lo confundí por azar / con alguien misterioso, / con el más amargo infortunio. / En esta noche de niebla llegará tarde a mi Palacio de Fontanka / para beber el vino de Año Nuevo. / Y recordará la velada de la Epifanía, / el arce en la ventana, los cirios nupciales / y el vuelo mortal del poema… / Pero no es la rama de la lila, / ni el anillo, ni la dulzura de los rezos: / sino la muerte lo que él me trae» (está firmado en enero de 1956).
Estas visitas cambiaron de nuevo el rumbo de la escritora. Otra vez fue espiada y perseguida, acusada de trotskista y de colaborar con potencias extranjeras. El comisario político Zhdanov intervino de nuevo en su vida. Publicó un documento del partido comunista en donde la obra de Ajmátova era calificada como un «retrato de una buena damita frenética que revolotea entre el tocador y la iglesia». «Monja y puta» la llamó Stalin, o una «ramera-monja» cuyos pecados se mezclaban con rezos. Expulsada del Sindicato de Escritores, nuevamente fueron prohibidos sus libros. El que había prometido enviarle a Isaiah fue convertido en pasta de papel. Todos sus derechos civiles le fueron suprimidos. Durante meses no pudo salir de su habitación y tenía que hacerse visible permanentemente, a través de los cristales de la ventana, a los policías que la vigilaban durante las veinticuatro horas del día. Stalin volvía a intimidar a la intelectualidad rusa que había comenzado a sentirse demasiado libre tras el fin de la segunda guerra mundial. Por aquellos días comenzó la guerra fría, se bajó el telón de acero y se reanudó la lucha contra el cosmopolitismo. Ajmátova vivió de lo que le daban los amigos y muchas otras personas anónimas que le llevaban alimentos a escondidas. No sólo sufrió Anna las consecuencias de aquella visita. El tío de Isaiah, Leo, fue detenido y acusado de pertenecer a una red de espías británicos entre los que figuraba su hermano Medel y su sobrino Isaiah. Por aquellos años se reinició la persecución a los judíos, que condujo a la detención y ejecución de quince prominentes médicos. Diez años después, Berlin regresó a la Unión Soviética. Lo hizo en el verano de 1956 y únicamente viajó a Moscú, donde casualmente se encontraba Ajmátova. Esta vez ella no quiso volver a poner de nuevo en peligro su penosa vida y la de sus allegados. Berlin, sin embargo, se reunió con Pasternak. El novelista le comentó que había enviado fuera del país el manuscrito de
Doctor Zhivago
para ser publicado. Era consciente de las consecuencias terribles que le podía acarrear este hecho. Y así fue. Se le confinó en su casa e incluso tuvo que renunciar a recibir el Premio Nobel. El último encuentro entre Ajmátova y Berlin se produjo en Oxford, adonde ella pudo acudir, en el año 1965, a recoger un doctorado Honoris Causa. Estaba entonces muy envejecida y la gordura le daba un porte de emperatriz decimonónica. La relación entre ambos amigos fue fría y distante a pesar de que él la acompañó en todo momento. Entre los elogios que escuchó resonaron palabras que la aclamaban como encarnación del pasado que consolaba al presente y da esperanzas al futuro. Luego Ajmátova visitó París durante unos días y regresó finalmente a Moscú. Un año después moría en Domodedovo, cerca de la capital. Está enterrada a las afueras de San Petersburgo, en el cementerio de Komorovo. La tumba se encuentra a la derecha de la alameda central, junto a la cerca del cementerio. A la izquierda de la tumba hay una gran cruz de bronce. Un muro de piedra contiene un bajorrelieve con su perfil. No hay ninguna inscripción, sólo flores que jamás se marchitan. «Y si alguna vez en este país / Deciden erigirme un monumento // Doy mi acuerdo a ese honor / Sólo a condición de que no lo erijan», dejó dicho en
Réquiem
.
En septiembre de 1950, su hijo Lev, de nuevo sin motivo alguno, fue condenado a diez años de trabajos forzados. Ajmátova además de conseguirle alimentos, desesperada, esta vez llegó al punto de escribir poemas en alabanza de Stalin. No le sirvieron para nada, excepto para permitirle seguir traduciendo y obtener así un mínimo sueldo. La poeta renunció a su poesía para salvar otra vez a su hijo. Él se salvó, tras cumplir la dura e injusta condena. Esta nueva humillación ético-estética hizo que fuera readmitida en el Sindicato de Escritores. Fue entonces, en el año 1951, cuando sufrió su primer y grave ataque al corazón.
Ajmátova no pasó los últimos años en La Casa de las Fuentes. La dirección del Instituto del Ártico y el Antártico exigió para poder instalarse allí que los residentes fueran trasladados. Ajmátova se resistió pero, finalmente, ella y la familia Punin, con quienes seguía compartiendo la vivienda, se trasladaron al apartamento de la calle Krasnaya Konnitsa. En el «Epílogo» a
Poema sin héroe
dice: «Bajo el techo de la Casa de Fontanka, / Donde vaga la languidez de la tarde, / Con una linterna y un manojo de llaves / Interpelé a un eco lejano. / Interrumpiendo con mi sonrisa inapropiada / El sueño profundo de las cosas; / Allí, testigo de todo el mundo, / En el alba y en el crepúsculo / Mira la habitación el viejo arce. / Y previendo nuestra separación, / Me estrecha su mano negra y seca / Como si fuera a ayudarme, / Y la tierra resonaba bajo los pies, / Y una estrella contemplaba / Mi casa aún no abandonada / Y esperaba el sonido adecuado…»
En 1952 apareció una antología poética suya en Nueva York, y otra seis años después en la Unión Soviética. En 1963 se publicó el
Réquiem
en Múnich y ganó el Premio Internacional de Taormina. En 1965 se publicó en Leningrado
La carrera del tiempo
, selección de sus cinco primeros poemarios más la primera parte de
Poema sin héroe
. Marina Tsvietáieva, otra gran escritora, amiga y contemporánea de Ajmátova, que incluso padeció con mayor rigor los horrores de esa terrible época que la condujo a la autoinmolación, coronó a su compatriota como «Ana de todas las Rusias». A través de la escritura de Ajmátova se expresaban las mujeres rusas de todas las épocas. Se había convertido en el receptáculo de sus temores, emociones, sentimientos y hasta esperanzas en un tiempo, como el que le tocó vivir, sin horizonte. En
Réquiem
no habla la escritora, la intelectual, ni siquiera la amante; sino simplemente la madre desprendida de cualquier otro atributo, como cuando la Virgen María —símil que, como otros cristianos, tanto utilizó— asistió a la crucifixión de su hijo, ajena a todo lo que no fuera lo humano, a todo lo que no estuviera representado por el más descarnado dolor. Estas bellísimas similitudes con la pasión de Cristo aparecen por doquier en el poema. El apartado X se titula precisamente «Crucifixión». El epígrafe que lo antecede dice así: «No llores por mí, Madre / Estoy en el sepulcro» (Gabaldón, que hizo una edición magnífica de los poemas de la rusa, comenta que esta cita aparece en eslavo eclesiástico en el texto original. Pertenece al Noveno Canto Fúnebre del Viernes y Sábado Santo de la Iglesia ortodoxa rusa. Ajmátova alteró el texto original: «No llores por mí, Madre / Mientras miras al sepulcro», para conseguir la identificación entre la cárcel y la tumba). El poema continúa así: «Un coro de ángeles glorificó esta hora grandiosa, / Y los cielos se fundieron en el fuego. / Al padre dijo: “¿Por qué me has abandonado?” / Y a la madre: “No llores por mí” // Magdalena palpitaba y sollozaba, / El amado discípulo se petrificaba, / Pero allí donde en silencio la Madre estaba / Nadie osaba mirar». Ajmátova es una mujer, una madre más; pero, eso sí, tiene una ventaja sobre ellas: sabe dar testimonio de los padecimientos mediante la escritura. Su historia no es sólo la propia, sino la de todas las mujeres rusas de su tiempo: «En los terribles años de Yezhov (uno de los más grandes represores, ejecutado y sustituido por otro sanguinario todavía peor, Beria) pasé diecisiete meses en las colas de las cárceles de Leningrado. En una ocasión, alguien, de alguna manera, me reconoció. Entonces una mujer de labios azules que se encontraba tras de mí, quien, por supuesto, nunca había oído mi nombre, despertó del aturdimiento en que estábamos y me preguntó al oído (allí todas hablábamos en voz muy baja): “Y esto, ¿puede describirlo?”. / Y yo dije: / “Puedo.” Entonces algo parecido a una sonrisa asomó por lo que antes había sido su rostro». Ajmátova se convierte en testigo de cargo, en acusadora, en la voz de aquellas madres indefensas, mudas. Ajmátova resucita con sus versos a los desaparecidos, es la evangelista de aquella crucifixión masiva. La autora de
Réquiem
, sin proponérselo, desmiente el comentario hecho por Alexander Blok sobre el habitual destino trágico de los poetas rusos, en cuanto a que morían (se suicidaban en la mayor parte de los casos) porque el aire se les había hecho irrespirable y habían perdido el sentido de la vida. Ajmátova respiró el mismo aire envenenado, pero el instinto poético no sólo la llevó a rechazar ese camino de la autodestrucción, sino que encontró en ese ambiente la materia prima para fertilizar con mayor fuerza una poesía inicial demasiado conformista con los usos burgueses. Al épico realismo social de su tiempo, Ajmátova le contestó con un lírico realismo existencial. ¿Cuál de los dos ha sobrevivido al tiempo? Ajmátova fue la madre de todas las madres que esperaban en las colas de las cárceles soviéticas, pero también la madre de su propia generación, que pasó a través de ella como a través de una sombra. Esa generación «que no conoció la aurora», como Mandelstam o Marina Tsvietáieva, o tantos otros desaparecidos por mano ajena o propia.