Seifert ya se refiere al Nacional como un café desaparecido, pero muy importante en su vida cotidiana. En este establecimiento conoció, por ejemplo, a Roman Jakobson, quien les leía poemas de Maiakovski y Essenin, «aquellos poemas que a veces son susurrantes y angustiosos como las hojas muertas de abedules en otoño y otras veces amargos como el seco pan negro de la revolución, y también los poemas de Pasternak, muchos de los cuales son incluso más bellos que los de Pushkin». Gellner, refiriéndose a los cafés vieneses de entreguerras, había escrito: « ¡Cuánto me gustaba su aburrimiento!». Seifert contradice esta opinión pues para él los cafés de Praga fueron una verdadera universidad de conocimiento y vida. «Lo único que nadie tomaba en las cafeterías era café. Era legendariamente malo.»
El autor de
Toda la belleza del mundo
sitúa el Café Unionca en un palacio de la esquina de las avenidas Národní y Perstyn, «cuando se acercaba su fin (estaba bastante decrépito) sólo lo visitaban los contemporáneos, los amigos y los deudores del amo».
El Café Rudolfinum se instaló en un palacio neorrenacentista construido en el año 1880. Se llamó así en homenaje a Rodolfo de Habsburgo (1858-1881). Con algunas interrupciones (el edificio fue sede del parlamento de la Primera República, desde 1818 a 1939) se mantuvo hasta nuestros días, en los que el café es parte de un auditorio. Mantiene su aire aristocrático, respaldado por columnas corintias y techos profusamente decorados. Algunos otros cafés como el Louvre o el Montmartre eran verdaderas oficinas literarias. Los escritores establecían allí sus despachos para crear, recibir a gente, mantener disputadas tertulias, leer periódicos nacionales y extranjeros, además de devorar cuanta profusa bibliografía caía en sus manos. Max Brod, Kafka o Franz Werfel frecuentaron el Louvre, un café fundado a comienzos del pasado siglo XX en un primer piso de la calle Národni. El Montmartre tuvo su mejor período de historia desde poco antes de la primera guerra mundial hasta los inicios de la segunda. Sus horas laborables se extendían a lo largo de toda la noche. El humo y la música se mezclaban con las lecturas literarias y las proclamas políticas. Hasek, Brod, Kafka, Werfel, Gustav Meyrink y, entre otros muchos, Urzidil, se apoyaron en sus veladores. Cerrado por varias décadas, hoy el Montmartre ha recuperado ese aire bohemio, de la misma manera que el Louvre no abandonó el suyo, más burgués.
En el Café Arco, la trágica Milena conoció al no menos trágico Kafka. La muchacha fue quizá el único verdadero amor del escritor. Ella lo entendió pero ¿Franz quería ser entendido, amado o compadecido? Quizá en este local intercambiaron ideas sobre las traducciones al checo de alguna de sus obras llevadas a cabo de manera impecable por la Jesenska. El Café Arco, abierto a comienzos del siglo XX, acogía fundamentalmente a los muchos y buenos escritores que se expresaban en alemán, así como a otros artistas plásticos. Kafka, Werfel, Svabinsky, Egon Erwin Kisch, Urzidil y un largo etc. El Café Arco de hoy, también tras estar cerrado durante años, tiene un aire distinto al de las viejas fotografías en sepia. Estaba cerca de la antigua estación de ferrocarril. El Hotel de París aún mantiene en la planta baja el café del mismo nombre, tan bien recreado por Bohumil Hrabal en una de sus mejores novelas,
Yo, que he servido al rey de Inglaterra
. «El Hotel París era tan hermoso que casi me caía de bruces. Tantos espejos y barandillas, tantos manillares y candelabros, todos de bronce y tan pulidos, que parecía un palacio de oro. Y alfombras rojas por todas partes y puertas de cristal, como en un palacete. […] Mi cuartito era un cuarto provisional en la buhardilla, desde donde había una vista de Praga tan bonita que tomé la determinación de —por esta vista y por este cuarto— procurar quedarme aquí para siempre.» A duras penas mantiene el viejo aire modernista en sus estilizadas columnas de madera, artesonados y dinteles, pero no así en su mobiliario, moderno y convencional. Frente al hotel hay una casa centenaria donde compré un gran y maravilloso cartel que representa el rostro de una Minerva con casco. En su diestra sostiene una rama de olivo. Lo pintó y diseñó como anuncio para una de sus exposiciones llevadas a cabo en el año 1948, M. Svabinsky. Es una imagen fundamental en el paisaje de mi casa y una diosa protectora de todos cuantos la habitamos. Quien sí recuperó el viejo esplendor fue el Café de la Casa Municipal. Luce ahora de nuevo en todo su brillo
art nouveau
. Lámparas, cristaleras y mobiliario sorprenden a los clientes y provocan la misma admiración que quizá tuvieron los primeros visitantes, allá a finales del inicio del siglo XX. Sus amplios ventanales y terrazas al aire libre ofrecen la visión privilegiada de una de las plazas más bellas de la ciudad, la de la República.
No se come mal en el Café Savoy, abierto durante los años de la primera guerra mundial y cerrado poco tiempo después, hasta recuperar su vitalidad a finales del mismo siglo que lo vio nacer. Ahora parece un discreto café modernista o neomodernista, sobre todo, por el mobiliario. La decoración del Café Imperial es la modernista original. Los altos techos, las paredes y las columnas, con capiteles de aire asirio, están ilustrados de coloreadas figuras geométricas. Es uno de los espacios más bellos de los muchos cafés que hay en Praga. Inaugurado a comienzos de la primera guerra mundial, el Café Imperial alojó durante la segunda a la Gestapo. Luego, en la etapa comunista, sirvió también de plató cinematográfico y finalmente fue cerrado. Ahora vuelve a lucir sus mejores galas y sus magníficas vistas sobre la vieja Praga a través de sus gigantescos ventanales.
El último café que puedo visitar —me quedarían aún más de medio centenar— es el Gran Café de Oriente. Josef Gocár (1880-1945) construyó entre 1911 y 1912 un edificio cubista de cuatro plantas en el antiguo mercado de frutas. El café se alojó y se aloja en el primer piso. Estuvo cerrado casi ocho décadas antes de reabrirse hace poco, en el año 2005. Se reconstruyó el edificio entero y el café volvió a recuperar el mobiliario y la decoración cubista que nos rodea. Preside el establecimiento un busto del arquitecto que lo ideó. Praga ha recuperado su vieja historia de los cafés, que se inició a principios del siglo XVIII, cuando Georgius Deodatus, un comerciante de Damasco, inició el rito del café en Bohemia. Abrió su primer local a orillas del Moldava, en Malá Strana. «Ola, date prisa, llévate / todo lo que corre hacia el no ser, / para que a nosotros nos quede sólo el deseo ferviente, / ya que la mano es mala red.» Son unos versos de Seifert que se me aparecen mientras contemplo el río en Malá Strana, cerca de la isla de Kampa. En la Luzického Seminare número 18, veo una placa colgada de la pared de una antigua casa. Pone: «Mi vida fue fantástica porque fue normal. En esta casa vivió y murió el poeta Vladimir Holan (16 / 9 / 05-31 / 3 / 1980)”. «No sabes de dónde viene este camino / que a ningún sitio te conduce / Pero te importa poco, ya que estuvo lleno de hechizos […] / Dios, ese amante no correspondido», escribe Holan.
Y si Praga está repleta de bellísimos cafés (donde yo solo bebo chocolate espeso), también dispone de grandes tabernas para degustar cerveza. Una de las más famosas es la Plzeñská Pivnice u Zlatého Tygra. El Tigre Dorado está en la calle Husova, es decir, la calle de Hus. Ésta fue una de las tabernas favoritas y más frecuentadas por Bohumil Hrabal. Decorada con fotos de tigres, el retrato del escritor está colgado por todas las paredes, solo, acompañado por clientes anónimos o famosos como los presidentes Clinton o Havel. La taberna, como casi todas las tabernas, es oscura y encerrada en sí misma. Lo único que se percibe es la bebida y el ruido que provocan los visitantes. Aquí comenzamos una ruta hrabaliana que nos va a llevar fuera de Praga. En el barrio Liben, un barrio obrero, en la calle Na Hrázi / Véenostic, número 24, vivió el novelista varios años. De aquí lo echaron. Hoy hay un gran solar. Sobre un gran paredón un mural recuerda a su antiguo vecino. «Aquí estoy, tengo la frente coronada con diez arrugas, aquí estoy como un viejo San Bernardo. Miro a la gran lejanía, miro a mi niñez, miro a aquellos tempranos y lejanos días de esta nación.» Estas palabras de Bohumil están acompañadas de pinturas en donde se le ve a él, a su máquina de escribir y donde además están inscritos los nombres de todos los gatos que lo acompañaron en aquellos años felices pasados en la casa de la cual se le desalojó violentamente:
Etan, Máña, Cassius, Celestyn, Cernidlo
y
Svarcvald
. Gatos entre los libros de sus autores favoritos: Hegel, Joyce, Eliot, Freud, Céline, Kant, Platón, Novalis o Dalí. Desde aquí comenzamos el viaje hacia su casa de campo y los lugares donde pasó la infancia y juventud, y donde ahora yace, en un cementerio.
Mientras emprendemos el camino recuerdo cómo lo conocí. Fue en Madrid, en la Biblioteca Nacional, que, por aquel entonces, dirigía Carlos Ortega. Fui invitado a presentarlo. Cuando lo saludé me encontré con un hombre envejecido, doliente, que iba en una silla de ruedas. Analicé pormenorizadamente sus obras y, Hrabal, sin defraudarnos, me iba contradiciendo en cuantas justificadas alabanzas le hacía. Arremetió irónicamente contra profesores, críticos y ensayistas, contra toda la burocracia literaria, y sólo ensalzó su manera de escribir y de vivir: autodidacta, anárquica e irreflexiva. Poco tiempo después, al regresar a Praga, empeoraría y, debido a su estado irreversible, quizá tomó la decisión de defenestrarse desde la habitación del hospital donde estaba ingresado.
Avanzamos por una carretera que atraviesa un gran bosque y llegamos a la taberna Hájenka, una especie de puesto de caza, refugio o pabellón construido en madera. Aquí recalaba todos los días Bohumil cuando se encontraba en la casa de campo. En su honor tomamos las primeras cervezas del día y vamos probando la carne ahumada, las crepes de patata, las tortitas de patatas hervidas o las croquetas de patatas y harina. Lo degustamos todo al aire libre, sobre una gran mesa de madera y sentados sobre bancos. En el interior, fotos del escritor, en diferentes épocas. Bohumil llegaba a la taberna y era como si tocaran las campanas. De repente aparecían otros muchos contertulios y, entre cervezas y cervezas, comenzaban a fluir historias propias y ajenas. La cerveza se llama Postrizinské, título de una de las obras de Hrabal,
Paisajes de infancia
. En las botellas de cerveza aparece su rostro. El aceptó esta publicidad como el mejor homenaje que se le podía otorgar, y los cerveceros comprobaron que incluir el rostro del escritor les proporcionaba nuevos clientes. Muy cerca de aquí está la casa de campo, ahora cerrada y deshabitada. Hay que desviarse del camino principal, coger un sendero y, a pocos metros, encontramos esta especie de cabaña. Casa muy frágil y que se nota que fue levantada con pobres materiales y a lo largo de los años. Tiene un bajo y un primer piso, donde estaba el estudio del escritor y las habitaciones. El estudio es una galería con amplios ventanales que dan sobre el espeso bosque. La Hrabalova Chata nos da idea de la escasez de medios de nuestro personaje. Aquí pasó grandes temporadas desde el año 1966 hasta el 1996, es decir, durante al menos tres décadas. Ahora los altos pinos y abedules se han hecho los únicos custodios. La fachada es blanca y los ventanales y las puertas están pintados de color verde. La casa se la dejó en herencia al vecino. La mujer de Hrabal murió antes que él y ambos no tenían familia allegada. Los derechos de autor de sus obras los distribuyó entre asociaciones defensoras de animales y minusválidos, y algún lejano familiar. La casa de Praga, en la calle Kostálova, se la regaló a su editor, que fue quien lo cuidó durante los últimos años. Hrabal, en la casa de campo, pasaba varios días de la semana: de viernes a lunes. Los martes iba a Praga para estar en la Taberna del Tigre y los miércoles y jueves resolvía asuntos en la capital. En la Hrabalova Chata tenía una pequeña biblioteca, entre cuyos libros se encontraba una edición muy manoseada del
Tao
y otra de
La tierra baldía
, de Eliot. Todos los libros de ambas casas los mandó repartir entre varios amigos. Cuando la visitamos no pudimos acceder a su interior, pues el heredero, el vecino de al lado, tampoco se encontraba en ese momento. Fuera hay un gran cartel. Nos recuerda a su ilustre habitante y nos anima a recorrer las sendas por donde caminaba. Por ejemplo, aquella que nos llevó a la Josefsky Pramen, bellísima fuente cubierta por un templete de hierro, al consumido menhir, o a un pequeño crucero. Estamos en el territorio de Kersko, muy cerca de Sadská, Trebestovice y Hradistko. Este último pueblo está muy cerca del río Elba, sobre la orilla noroeste del boscoso macizo Kersko. Trebestovice es un pequeño pueblo de mil habitantes situado junto a la línea férrea de Poricany-Nymburk. La aldea perteneció al monasterio de Brevnov. El molino-fortín todavía destaca en el paisaje. Sadská está al lado de Trebestovice. Triplica en número de habitantes a su vecina y también perteneció al mismo monasterio. Fue un lugar de caza y baños termales frecuentados por monarcas y aristocracia. Mozart los utilizó en el año 1787. A comienzos del siglo XIX se fundó aquí uno de los teatros más antiguos de Bohemia, en plena actividad. La torre blanca y picuda de la iglesia de San Apolinario se ve desde cualquier punto. Es un ejemplo magnífico del gótico-barroco del arquitecto Dientzenhofer. También es de destacar la capilla de la Virgen María Dolorosa, la barroca capilla de Krodeska y el edificio del Ayuntamiento. Muy cerca de aquí está lo que se conoce como «centro de Europa».
Pero el eje central de este paisaje hrabaliano es Nymburk. A ambas orillas del río Elba, se encuentra a unos cincuenta kilómetros de Praga. Tiene veinte mil habitantes y fue fundada alrededor del año 1275 por el rey checo Premysl Otakar II. Alemanes, holandeses y checos construyeron una ciudad fortificada. Luego se levantó el templo de San Nicolás, hoy San Jilií. Parte de las murallas pertenecieron al gran monasterio dominico; con la iglesia de la Virgen del Rosario construida a la orilla del río, a finales del siglo XIII. Nymburk floreció desde la edad media hasta el siglo XVII cuando sufrió la guerra de los treinta años. En el año 1634 la ciudad fue destruida por los soldados de Sajonia. Su poder y fama ya jamás regresaron. Durante el siglo XIX la aparición del ferrocarril y las industrias eléctricas le devolvieron cierta vida. Las grandes murallas se reflejan sobre el Elba en Napristave, y por estos caminos boscosos hay acequias, acueductos, restos arqueológicos romanos, etc. Desde la plaza del Ayuntamiento renacentista, presidida en el centro por una gran columna con la Virgen sobre el capitel, nos dirigimos al Museo de Bohumil Hrabal. Es el Vlastivédné muzeum, en la calle Tyrsova, número 174. Es una especie de museo de la ciudad en varias de cuyas salas se alojan los recuerdos del escritor. Hay ropas suyas, guantes de boxeo que él utilizó en combates de aficionados, gorras, bastones, cientos de fotos familiares, una máquina de escribir marca Cónsul bastante aporreada, manuscritos, primeras ediciones, traducciones, medicinas, cajas de tabaco, ceniceros, linternas, radio portátil, botellas de cerveza con su efigie, carteles con sus libros, esquelas familiares, zapatos de su madre y suyos, etc. Es un recoleto relicario custodiado por un par de hombres que están dispuestos a relatarnos las más extravagantes aventuras de Hrabal. Al salir de nuevo a la calle vemos que un café, al otro lado, se rotula como Shakespeare. Allí de nuevo, en honor a nuestro escritor, volvemos a tomar unas cervezas y las acompañamos con un exquisito lomo de corzo al vino con croquetas de patata. Como ya es la hora de comer saboreamos un postre de pastel de manzana. En las afueras de Nymburk se encuentra la fábrica de cervezas Pivovar, en donde trabajó por varios años el padre de Hrabal. Durante mucho tiempo se negó a que se le pusiera aquí una placa de homenaje. Finalmente, en su último año de existencia accedió, pero con la siguiente condición que dejó inscrita en la propia placa: «Yo no quiero ninguna placa, pero si tiene que haber alguna, que sea a la altura en que mean los perros». A continuación se recuerda que, del año 1919 al 1947, vivió en esta fábrica de cervezas con su familia. La placa está firmada el 21 de junio de 1997. Él no pudo verla, pues murió meses antes, en febrero. La placa está en uno de los edificios que da a las antiguas vías del tren y, por supuesto, al nivel del suelo. A la entrada del complejo cervecero hay una taberna donde muchos de los empleados saborean el resultado de su trabajo. No muy lejos de aquí, junto al río, aún se encuentra en pie la casa de sus padres cuando se trasladaron desde la cervecería, en los años cincuenta. En una placa pone «Vila Rodiny Hrabalovych, hecha por el arquitecto Ladislav Cañkár».